EL POBRE POETA. Por Enrique Martín Ferrera

 

El Pobre Poeta
Carl Spitzweg
1839
(Gemäldegalerie. Berlín)

 

Nuestro poeta luce en la calle corbata, sombrero de copa y bastón, pero no sabe cómo disimular los rotos en las coderas de su chaqueta; compone versos bien medidos, pero hace bastante tiempo que no puede encender la estufa, pues ni para carbón dan sus artes, así que se acuesta vestido como remedio contra el frío, para suplir la falta de un buen fuego con el que caldear su humilde buhardilla. Viendo el cuadro de Spitzweg, deberíamos convenir que el medio natural de los poetas -puede leerse artista, si se quiere- es la pobreza. Pero la de este pintor alemán no deja de ser sino una más de las muchas visiones endulzadas y románticas de la grisalla, una de esas miradas que nos muestran la cara sin agriar de la felicísima bohemia. Ad parnassum, podemos leer en uno de los libros del atrezo de la escena; el fin siempre justificando el sacrificio.  

            En realidad nuestra exigente dama, la pobreza, posee para quien la encara a diario un rostro menos complaciente. A veces el poeta nos deja entrever, con ese punto de tristeza que amarga y tiñe de pardo las palabras que se pronuncian con ironía, la verdadera faz  de ésa que se empeña en ser su fiel acompañante.

            «En el poeta pobre la mitad de sus divinos partos y pensamientos se los llevan los cuidados de buscar el ordinario sustento.» Semejante advertencia era pronunciada por don Miguel de Cervantes, al dar noticia de una conversación suya con un inesperado visitante, en el apéndice final o adjunta del Viaje del Parnaso. De manos de aquel hombre -un tal Pancracio de Roncesvalles, por más señas- recibe Cervantes la famosa carta que el divino Apolo le hace llegar, incluyendo unos privilegios, ordenanzas y advertimientos tocantes a los poetas, para que los haga guardar y cumplir al pie de la letra. Una memorable sátira cervantina en la que el dios que dirige el coro de las Musas viene a establecer como norma que:

            «Si algún poeta dijere que es pobre, sea luego creído por su simple palabra, sin otro juramento o averiguación alguna.»

            Exhorto que se ve completado con este otro curioso precepto:

            «Que si algún poeta llegare a casa de algún su amigo o conocido, y estuvieren comiendo, y le convidare, que aunque él jure que ya ha comido, no se le crea en ninguna manera, sino que le hagan comer por fuerza, que en tal caso no se le hará muy grande.»

            Antes incluso, en una de sus Novelas Ejemplares, Cervantes hace hablar del asunto a sus perros Cipión y Berganza. En ese coloquio perruno la pobreza, como sombra propia, sigue también de modo natural los pasos del poeta, lo cual evidencia que el bueno de don Miguel, que se pasó toda la vida tratando de rehuir y esquivar su mala fortuna, no albergaba ninguna duda al respecto, insistiendo en el retrato de una situación tan cierta como poco gustosa. Pura autobiografía.

            Pocos años después de la muerte del autor de don Quijote, Robert Burton daba a la imprenta su monumental Anatomía de la Melancolía, tan elogiada luego por Samuel Johnson, por Laurence Sterne, por Keats, por Borges… Hay unas líneas en ese libro en las que Burton nos recuerda como Origanus, el astrónomo germano, atribuía el hecho de que los mercurialistas fueran tan pobres y la mayoría mendigos a que su regente, el mismísimo Mercurio, no tuviera mejor suerte.«Los hados de la Antigüedad le condenaron a la pobreza como castigo -nos dice-. Desde entonces, la poesía y la mendicidad son hermanos gemelos, compañeros inseparables.»

 

André Breton

 

            «¡Se acercan los tiempos en los que la poesía decretará la muerte del dinero y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra!» Quién no soñó alguna vez con ver realizada esa profecía de aquel Primer Manifiesto del Surrealismo. Pero, casi un siglo más tarde del grito de esa proclama, hemos de reconocer, a la vista del albañal creciente donde nos movemos, que aquellos tiempos anunciados más que acercarse parecen alejarse con pasos de gigante, más utópicos que nunca, y que aquel arrebato de optimismo de André Breton nos parece hoy ilusión esfumada, presagio caprichoso del imposible en boca de un visionario averiado.

            El poeta y sus pobreterías… Cabe en este punto preguntarse si la pobreza debe ser considerada la mejor tierra fértil para que germinen los versos del poeta.

            «Hay que prepararse para vivir ricamente pobres», nos indica Vicente Núñez en uno de sus sofismas.

            Y Baudelaire, tan avaro de su propio tiempo, nunca estuvo dispuesto a renunciar a esa libertad que otorga el disponer de todos los días, de todas las horas, de todos los minutos; aunque ello le acarreara la ruina y mil penurias: «En parte he crecido gracias al ocio -nos dice en Mi corazón al desnudo el poeta francés-. En detrimento mío, porque el ocio, sin fortuna, aumenta las deudas, las vejaciones producidas por las deudas. Pero en provecho mío he crecido en cuanto a la sensibilidad, a la meditación, a la facultad del dandismo y del diletantismo. Los otros literatos son, en su mayoría, jornaleros demasiado ignorantes.»    

            En su Automoribundia, observaba con buen tino Gómez de la Serna que: «La literatura no es un medio para comer, pero hay que ir comiendo mientras se escribe la literatura».  Cuando alguien alababa alguno de sus escritos, Ramón solía responder quejoso: «¡Mis miserias me ha costado!».

            Poetas… ¿Qué ha sido de aquella fidelidad suya a doña pobreza? ¿Devino acaso en bendición reservada para unos pocos elegidos? Para dar esquinazo a las estrecheces, los más mudan de piel y tratan de convertirse en novelistas de éxito, otros transigen parcialmente ante el utilitarismo de este mundo, aceptando la cuota de servidumbre implícita a cualquier empleo normal, sin que por ello deban necesariamente desmerecer sus versos.

 

 

Kavafis

 

            Konstantino Kavafis trabajó durante casi tres décadas como empleado del Departamento de Aguas del Ministerio de Obras Públicas egipcio. En una de sus notas personales, fechada en 1905 y no exenta de cierto cinismo, se reprocha como una debilidad esa ocupación laboral, su huída de la condición natural que debe abrazar cualquier poeta que se precie, es decir, la pobreza:

            «Un poeta muy joven me vino a visitar. Era muy pobre,  vivía de su producción literaria, y me pareció como si sufriera al ver la buena casa en la que yo vivía, a mi criado que le trajo un té bien servido, mi ropa hecha por un buen sastre. Dijo: Es horrible tener que luchar para salir adelante en la vida, perseguir suscriptores de tu revista, compradores de tu libro. No quise dejarle en su error y le dije algunas palabras, más o menos como las siguientes. Su situación es desde luego desagradable y severa, pero qué caros me cuestan mis pequeños lujos. Para obtenerlos me he salido de mi línea natural y me he convertido en un funcionario del gobierno (qué ridículo) y gasto y pierdo tantas horas preciosas al día (a las que hay que añadir también las horas de cansancio y de desgana que las suceden). Qué pérdida, qué pérdida, qué perfidia. Sin embargo, aquel pobre no pierde ni una hora; está siempre ahí, fiel y cabal criatura del Arte. Cuántas veces, en mi trabajo, me viene una idea hermosa, una rara imagen como repentinos versos acabados y me veo obligado a descuidarlos, porque el deber no espera. En cuanto vuelvo a mi casa y me recupero un poco, intento evocarlos de nuevo, pero se han ido para siempre. Y con justicia. Parece como si el Arte me dijera: No soy yo una esclava a la que puedas decir que se retire cuando vengo y que acuda cuando tú dispongas. Soy la Señora suprema del mundo. Y si me rechazas -traidor abyecto- por tu despreciable buena casa, por tus despreciables buenos trajes, por tu despreciable buena posición social, conténtate, entonces, con eso (si es que puedes contentarte) y con los escasos instantes en los que, cuando acudo, ocurre que estás preparado para recibirme, esperándome en la misma puerta, como debería ser cada día.»

            Lo que llama la atención es que, después de escribir esto, después de dar esa palmada en la espalda al pobre poeta, después de dejar constancia de cuánto envidiaba aquella libertad suya, Kavafis continuará trabajando en aquel Ministerio egipcio durante quince años más, hasta alcanzar la dulce condición del jubilado. Creo que, en el fondo, estaba convencido de que una vida confortable en modo alguno podía ser óbice para la composición de sus poemas. ¿Es acaso la pobreza la mejor sementera para la poesía?   Mejor un poeta que roba horas al ocio y al sueño en favor de sus versos -debió pensar Kavafis- que un poeta agostado por un sinfín de privaciones y calamidades.

            El poeta pobre puede hacernos recordar a aquella jaula que Kafka nos describe en Un artista del hambre, a aquel admirable ayunador suyo que un empresario exhibe ante el gran público, multitud que sospecha que es un embaucador y que irá perdiendo progresivamente interés por el personaje.

 

 

Jean Cocteau

 

            «El poeta es, por definición, póstumo -decía Jean Cocteau-, comienza a vivir después de su muerte y, cuando está vivo, camina con un pie en la tumba. Eso le produce una especie de cojera que da a su aspecto cierto encanto.»

            Cierto encanto… A ojos de muchos que nunca la han padecido en carne propia, la escasez y la marginalidad -y por encima de todo un final con mortaja de pobreza y olvido- son circunstancias que vienen a proporcionar un aura especial al artista. Pero quienes, desde sus acomodadas vidas, encomian hoy las privaciones del creador no hacen otra cosa que seguir abonando un mito ya caduco, excesivamente manoseado; o bien utilizan ese cliché como un elemento más de mercadotecnia, con la finalidad última de engordar precios, ventas y ganancias.

            Pablo Neruda, aquel niño pobre de Temuco, ese niño que al crecer dejó atrás su nombre y que siempre repudió la pobreza, la propia y la ajena, tuvo el atrevimiento de dedicarle toda una oda a nuestra protagonista, la Oda a la Pobreza. Lejos de ser ensalzada en ella, la actitud del chileno es de abierta reprobación y desplante frente a la poquedad como forma de vida; una mirada en las antípodas de aquel complaciente retrato de la buhardilla romántica de Spitzweg que abría estas reflexiones. Unas cuantas estrofas de ese poema no son mal final para estas páginas:

 

Cuando nací,

pobreza,

me seguiste,

me mirabas

a través

de las tablas podridas

por el profundo invierno.

 […]

 Cuando alquilé una pieza

pequeña, en los suburbios,

sentada en una silla

me esperabas,

o al descorrer las sabanas

en un hotel oscuro,

adolescente,

no encontré la fragancia

de la rosa desnuda,

sino el silbido frío

de tu boca.

 […]

 Otros poetas

antaño te llamaron

santa,

veneraron tu capa,

se alimentaron de humo

y desaparecieron.

Yo te desafío,

con duros versos te golpeo el rostro,

te embarco y te destierro.

 

Pablo Neruda

 

3 comments.

  1. Qué difícil es mantener la esperanza de un mundo mejor en una sociedad que niega el pan a los artistas, que los ensalza cínicamente con la palabra, pero les impide subsistir ejercitando su vocación; que les obliga a hacer trabajos a veces contradictorios con lo más esencial de ellos mismos y, aún peor, a justificarse.

  2. Querido Manuel,

    Por la ceguera, no la de los ciegos; Por la sordera, no la de los sordos. No. Por las otras negaciones del ver y el escuchar; alevosas, malévolas, interesadas, arrogantes…, parece que van solos por ahí los pobres artistas. No quedará más remedio que ser tenaz y echarle mandangas a la acción ante los demás, sostenida en la piedad, con la belleza, la justicia, la verdad…

    L.

  3. […] El Pobre Poeta […]

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