UN VAPOROSO RECUERDO PARA GABRIEL CELAYA. Por Rafael Rodríguez González

 

Un joven Gabriel Celaya

 

Casi todos supimos de Gabriel Celaya (18 de Marzo de 1911-18 de abril de 1991) gracias a Paco Ibáñez (¡menuda espoleta!). Después, algunos de esos muchos supimos algo más de Celaya gracias al papel impreso. Y a los tres, entre otros, hemos de agradecer gustar de la poesía. Aunque algunos, casi todos, al cabo de tanto tiempo nada sepamos de poesía, sabemos lo que nos gusta, como cualquier hijo de madre: somos vulgares, pero selectivos.

   A los cien años de su nacimiento y a los veinte de su ida, yo, en esta premura, sólo quiero manifestar mi alegría por su existencia, así como destacar unas frases que se han dicho sobre él, ahora o cuando sea. «El poeta y el hombre, fuera lo que hiciere, metido hasta el cuello en la historia» (Armando López Salinas). «Porque Gabriel Celaya es incontable, más que por inenarrable, por extenso e innúmero. Demasiados Celayas para contarlos uno a uno» (Ángel González).

   Una vez le vi llorar en la tele, y entonces me abrazó la poesía.

 


Gabriel Celaya, Amparitxu Gastón y Blas de Otero

 

 LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO

 

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades:

se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser, y en tanto somos, dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: Poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo,
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que tiene nombre.
Son gritos en el cielo y, en la tierra, son actos.

 
NOTA:

Rafael, me permito por mi parte añadir un link al tuyo, de un artículo sobre Celaya por Pablo García Baena, aparecido precisamente hoy en El Mundo Cultural: Celaya, Aquí y Ahora.

 

3 comments.

  1. Rafael:

    Muy justa y oportuna tu evocación del casi olvidado Celaya. Para algo han de servir los centenarios.

    Abunda tanta poesía que no dice nada, simple musiquilla agradable al oído, que de cuando en cuando hay que recurrir al viejo libro que guarda los poemas de Celaya, para respirar leyendo piezas hermosas, pero aferradas a lo humano.

    Me sumo a tu loable recuerdo del poeta, en este señalado día, trayendo también a CARMINA estos

    MOMENTOS FELICES.

    Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
    tirando todo al fuego: poemas incompletos,
    pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
    fotografías, besos guardados en un libro,
    renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
    soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
    y así atizo las llamas, y salto la fogata,
    y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
    ¿no es la felicidad lo que me exalta?

    Cuando salgo a la calle silbando alegremente
    -el pitillo en los labios, el alma disponible-
    y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
    mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
    las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
    desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
    y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
    salpican de alegría que así tiembla reciente,
    ¿no es la felicidad lo que siente?

    Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
    pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
    aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
    y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
    y no quiero pensar si podremos pagarlo;
    y cuando sin medida bebemos y charlamos,
    y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
    y lo somos quizá burlando así a la muerte,
    ¿no es felicidad lo que trasciende?

    Cuando me he despertado, permanezco tendido
    con el balcón abierto. Y amanece: las aves
    trinan su algarabía pagana lindamente:
    y debo levantarme, pero no me levanto;
    y veo, boca arriba, reflejada en el techo
    la ondulación del mar y el iris de su nácar,
    y sigo allí tendido, y nada importa nada,
    ¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
    ¿No es felicidad lo que amanece?

    Cuando voy al mercado, miro los abridores
    y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
    los higos rezumantes, las ciruelas caídas
    del árbol de la vida, con pecado sin duda
    pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
    regateo, consigo por fin una rebaja,
    mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
    y abre la vendedora sus ojos asombrados,
    ¿no es la felicidad lo que allí brota?

    Cuando puedo decir: el día ha terminado.
    Y con el día digo su trajín, su comercio,
    la busca del dinero, la lucha de los muertos.
    Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
    me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
    y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
    y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
    sencillamente limpio y, pese a todo, indemne,
    ¿no es la felicidad lo que me envuelve?

    Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
    me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
    «Estaba justamente pensando en ir a verte.»
    Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
    pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
    sino de cómo van las cosas en Jordania,
    de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
    y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
    ¿no es la felicidad lo que me vence?

    Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
    pasar por un camino que huele a madreselvas;
    beber con un amigo; charlar o bien callarse;
    sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
    mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
    ¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
    Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
    que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
    ¿no es la felicidad que no se vende?

    GABRIEL CELAYA.

  2. Como Enrique M. F., voy a transcribir para los lectores de CARMINA otro poema del gran Celaya:

    DESESPERADAMENTE

    La luz desesperada,
    la más honda luz del alma…
    ¿O es acaso alegría?
    Los nombres ya no sirven. Rebotan en hueco.

    Exaltado, pregunto.
    La vida, entre los dedos, se me vuelve impalpable
    y me arrebato, canto
    desesperadamente.

    No sé de qué estoy ebrio,
    de sentir disponible
    mi corazón, el mundo,
    las mil pequeñas cosas que hasta ayer me encerraban.

    De pronto todo vibra
    para nada -o es brillo-,
    o es música -suspiro-,
    o bien vuela en espumas efímeras y bellas.

    ¡Oh mía, vida mía,
    toda mía con sus párpados lentos,
    sólo para mí toda mía, entregada,
    toda de mí mía, pero siempre escapando!

    Olas cruzadas de sombras,
    nubes silenciosas, resbalar en iris,
    y vosotras, muchachas,
    que me fingís a veces un amor sin remedio.

    No sabéis -yo os lo digo-,
    no sabéis mis tinieblas,
    lo que abrasa este anhelo con sus labios intactos.
    Estoy desesperado-. Os lo digo.

    Mis manos adivinan cuando tiemblan un cuerpo
    tan suave como el agua,
    como el aire, la nada.
    (Desesperar a fondo.)

    Y me siento de pronto, levantado, gritando:
    Os amo, os odio, os muerdo,
    os desprecio, os abrazo
    con asco, con nostalgia. No sé más. Perdonadme.

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