Las hojas amarillentas, el extraño dibujo de la portada, el marfil de la contracubierta, las cómo evitables manchas, el olor que desprendía a poco de tocársele… Todo, todo en el libro le impelía a venerarlo, a tenerlo como parte de sí. En realidad, a tratarlo mejor que a sí mismo. El autor del libro era, a gran distancia sobre cualquier otra, la persona más admirada: hasta había soñado, dormido y despierto, un encuentro con el escritor, en una arboleda, en un jardín solitario, en alguna taberna desconocida. Nunca en su casa, porque no le hubiera parecido digno tan deprimente recinto para recibir a tan alto personaje.
No sabía cómo ni cuándo el libro había llegado a sus dominios, pero no hubiera soportado separarse de él, y no digamos perderlo para siempre. Mudanza tras mudanza había sido puesto en todas las mesas, depositado en todas las repisas. Siempre con él, siempre, y, sobre todo, siempre a la vista. «¿Es bueno ese libro?», le dijo alguien —ignorante o no— alguna vez. Y él contestó, volviendo la cara, ocultándola para disimular el disgusto por la intromisión: «Es que lo estoy leyendo», pero sin querer ni poder ocultar en su voz el rotundo rechazo a la posibilidad de prestarlo.
Fernando, que así se llamaba mi amigo, había maltratado tanto su cuerpo, a fuerza de no tratarlo bien, que en unas pocas semanas entró en una espiral de profunda debilidad, de ausencia de ganas de permanecer en una vida ya inasumible por completo. Y cayó en cama. Su rechazo a los tratamientos médicos, que alcanzaba a ser de carácter inmunológico, por decirlo en términos específicos —otros, errados, dirían patológicamente psíquicos—, y en lo que tanto nos parecíamos, nos obligó a nuestro amigo Javier y a mí a atender al moribundo. (Transcurría lento y sofocante, como un guiso pesado en una mala cocina, el verano de 1996).
Un mediodía llegué junto con otros tres amigos; allí estaba Javier, que permanecía a su lado desde temprana hora. Mis tres acompañantes estaban advertidos de que muy probablemente sería la última vez que vieran a Fernando. Una vez idos, y con ellos Javier, notó Fernando que nos habíamos quedados solos, y fue entonces cuando me pidió, con voz débil y sin embargo enérgica y eficaz: «Léemelo». No tuvo que añadir más. Cogí el libro de la desvencijada mesita de noche y comencé a leer. Lo hice lenta pero firmemente, procurando dar las inflexiones adecuadas a cada frase, en unos textos plagados de diálogos. Al acabar cada uno de los breves relatos me tomaba un exiguo respiro, ayudándome con un trago, no sólo para mantener húmedos los contenidos de mi cavidad bucal, sino también para sostener el ánimo, porque es verdad que a veces sirve.
Fernando, cuyas últimas fuerzas estaban concentradas en la audición de aquellas historias en mi pobre fonética, miraba al techo sin ver más que las imágenes que su imaginación era capaz de plasmar en aquellos últimos momentos. Cuando, tras más de cuatro horas y al borde de la extenuación, acabé la lectura, Fernando, aún con los ojos abiertos, volvió su mirada hacia mí y me dijo, con una sonrisa jubilosamente triste, luminosa antes de llegar a mortecina: «Ea, ya me he enterado». Le dejé bien arropado, a pesar de lo tórrido de la noche, y salí, seguro de no encontrarle con vida a la mañana siguiente.
Tuve que volver a mi casa por la llave, pero al poco ya estábamos José Luis, Dionisio, Mario y yo —a Javier le era imposible— comprobando lo inevitable: Fernando era cadáver. Avisada la policía, llegado el médico y la juez, a quien entregué el parte médico de una reciente y breve estancia de Fernando en el hospital, esperamos a que los de la funeraria metieran el cuerpo en la caja. Entonces puse el libro, su libro, su único libro, sobre su pecho. Aquel ejemplar de «Historia de una anguila y otras historias», de Antón Chéjov, con veinticinco cuentos en una edición de 1946 (Colección Austral, de Espasa-Calpe) se habrá convertido en polvo, igual que el retrato del gran Pávlovich —que también puse en la caja— y el cuerpo de Fernando, aquel analfabeto que amó a un libro por sobre todas las cosas.
¿Analfabeto Fernando? Yo quiero ser igual de iletrado que él.
Posted by Enrique González Arias on enero 15th, 2011.
Enrique,
¡Qué analfabeto más letrado el Fernando de El Libro!
L.
Posted by L on enero 15th, 2011.
[…] EL LIBRO. Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009) […]
Posted by «CARMINA» Blog Literario — PROSA Y POESÍA DE RAFAEL RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (1955-2015) EN LA REVISTA ILUSTRADA DE LITERATURA «CARMINA» on mayo 22nd, 2016.