El arte de la tauromaquia encontró su momento de máximo esplendor en el siglo xix y las primeras décadas del xx. Se podría clasificar como su «época clásica», en la que se establecerán los cánones sobre los que se va a regir la lidia y dónde aparecerán los matadores más afamados y conocidos. Junto a ello se produce una fiebre constructiva que lleva a erigir la mayoría de las plazas de toros que conocemos. Las corridas se convierten entonces en una auténtica «fiesta nacional» que se identifica con lo español aunque en Francia y América también florece hasta alcanzar niveles nunca vistos hasta entonces.
Plaza de Toros de El Puerto de Santa María
Construida en 1880
Joselito y Belmonte
Frente a este auge, se mantienen las polémicas antitaurinas que hemos recogido en artículos anteriores. Las mismas tienen un marcado carácter moral y ético, pero abandonando la dimensión religiosa de otros siglos. Los opositores a la fiesta centran sus dardos en su naturaleza primitiva y salvaje; en el perjuicio que sufren las virtudes cívicas de los españoles ante un espectáculo cruel y sangriento; y en la crueldad que supone el sacrificio de toros y caballos en un evento al que se considera inútil.
Con la llegada del Romanticismo, mucho más que una mera corriente literaria, se introducen en España un conjunto de ideas foráneas en las que predomina una valoración de los sentimientos y la sensibilidad; de la naturaleza y la vida salvaje. En general, la fiesta de los toros no casaba bien con el espíritu romántico y sus deseos de cambiar el mundo. Mariano José de Larra (1809-37), uno de los escritores más identificados con este movimiento, la criticó en alguno de sus artículos, viendo en ella el reflejo de los vicios de una sociedad inculta, carente de curiosidad y sensibilidad. No muchos años después, Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), bajo la firma de Fernán Caballero, expresó su disgusto por las corridas en una de sus novelas. Su apasionada defensa del casticismo andaluz no alcanzaba a esta diversión, a la que consideraba brutal y contraria a la moral cristiana. No obstante, no negaba ciertos valores estéticos y llegó a calificarla como «fascinadora atrocidad».
El desenvolvimiento del siglo xix provocó, en una parte de la intelectualidad española, la necesidad de comparar la situación de nuestro país con nuestros vecinos europeos. La opinión más general consideraba que España había quedado retrasada con respecto a las naciones más avanzadas. Urgía la necesidad de reformas y la adopción de formas sociales, políticas y económicas europeas. En tales circunstancias, la lidia de toros se consideraba un anacronismo que nos impedía acercarnos a nuestros convecinos. Este sentimiento de inferioridad se exacerbó con el desastre del 1898. El Regeneracionismo que representaba Joaquín Costa abominó de las corridas como reflejo de la decadencia de la patria. La Institución Libre de Enseñanza, máxima expresión de la corriente de pensamiento conocida como krausismo, se oponía a la fiesta en base al respeto que todo ser vivo merecía y a la obligación moral de evitar el dolor en cualquier ser vivo.
Intelectuales de la talla de Santiago Ramón y Cajal, Azorín, Valle Inclán o Antonio Machado reflejaron en sus publicaciones alguna forma de censura, más o menos severa, contra la lidia desde una perspectiva ético-moral.
La consolidación de la prensa escrita, como reflejo de la opinión pública, contribuyó en gran manera a la proliferación de las disputas antitaurinas, y protaurinas. Los bandos enfrentados utilizaban la tribuna de los periódicos para defender sus ideas e influir sobre la sociedad y sus dirigentes. De tal forma que las noticias sobre la muerte de algún torero o los percances sufridos en tal o cual encierro alimentaban una polémica que en muchas ocasiones llegaba a las Cortes. Ejemplo de esta influencia podemos encontrarla en el escándalo que provocó la grave cogida que sufrió Salvador Sánchez Povedano, «Frascuelo», en 1876, y que llevó al marqués de San Carlos a proponer, un año más tarde, en las Cortes la supresión de las corridas. Tomada en consideración en primera instancia por el Congreso fue posteriormente rechazada en el Senado. Casi veinte años más tarde, la muerte de Manuel García Cuesta, «Espartero», en 1894, promovió una nueva tentativa de suspensión presentada en las Cortes por diputados republicanos y carlistas. Como se observa, en la cuestión antitaurina las posiciones ideológicas y partidistas contaban poco. El nuevo siglo mantuvo vivo el debate pero, en contraposición, alumbró a una generación legendaria de toreros como Belmonte, Joselito, o Rafael «El Gallo».
Tras siglos de disputas aún sigue vive la polémica a favor o en contra de los toros. Tal vez, la clave de este enconado enfrentamiento se encuentre en la esencia misma de la fiesta: la lucha entre la vida y la muerte.