RAMIRO RUIZ GANTERO EN CUATRO PARTES (1ª). De la serie «Personajes imaginables en hechos reales». Por Raúl Roca Gales, Delegado en Sevilla de Caja Luna Lunera, Sociedad Filantrópica Global. Compilación de Rafael Rodríguez González, 2010

Foto de Dolores Ibárruri y su hijo Rubén
(Probablemente la última que se hicieron madre e hijo)

PRIMERA PARTE

Veinte años llevo de vecino de Ramiro y aún sigo respondiendo del mismo modo a la misma pregunta. Para cuantas personas lo tratan, la duda no es ni remota opción: sí, está loco. Yo no lo tengo tan claro, y por eso encoger los hombros es mi respuesta. Para doña Aurora, su madre, y para Teresa, íntima de la familia, la cuestión no llega a serlo: Ramiro es Ramiro y sus cosas son las que tiene en sus habitaciones o lleva cuando sale, no las que lo tienen en boca de la gente y que a las dos mujeres no les ocupan los oídos: por uno entran y por el otro salen.

Según el hermano de Teresa, Leonardo, Ramiro no se parece a su padre, Francisco Ruiz Heriotzalgorri, hombre adusto y ajeno a extravagancias. Don Francisco y doña Aurora  llegaron a Alcalá en 1948, cuatro años después de que él regresara de la URSS, donde estuvo en la División Azul con el grado de teniente. Por cierto que, según me contó Leonardo, Ramiro a punto estuvo de llamarse Rubén, que era el nombre que le gustaba a doña Aurora para su niño. Pero cuando a don Francisco le dijeron que el hijo de Dolores Ibárruri, que cayó en la batalla de Stalingrado, se llamaba así, de eso no se habló más y al niño se le puso Ramiro, en memoria de Ledesma Ramos, el fundador de las JONS. Para don Francisco hubiera sido indigerible que su hijo tuviera el nombre y el primer apellido iguales que los del hijo de Pasionaria: Rubén Ruiz.

La primera impresión que tuve de Ramiro fue magnífica. Recién llegado yo desde Osuna, coincidimos una tarde en un bar en el que seis o siete chavales, casi niños, sentados a una mesa jugaban a las cartas… sin una sola carta. Las daba el mayorcito de ellos, mientras pronunciaba una letanía incomprensible para nosotros. Se iba Ramiro, pero llegado a la puerta se volvió y dijo a los mozalbetes: «¿No estaréis jugando al dinero, eh?». A los zagales y a mí nos unió la carcajada. «Éste», me dije, «algo tiene». Después lo fui tratando más: alguna charla en nuestra calle, la de Jardinillos; algún encuentro en el supermercado. Comprenderán que no me detenga a describir físicamente a Ramiro: para la mayoría de ustedes es de sobras conocido. Y a quien no le conozca, ¿para qué le serviría la descripción?.

Ramiro lleva meses con los bichos. Liado, por hecho un lío, con los bichos. Los bichos ocupándole tiempo y mente. Los bichos siempre presentes. Y es que los hay. Yo he visto, una mañana que Ramiro me mostró el resultado de una de sus batidas, un recogedor con decenas de bichos muertos. Él contemplaba los cadáveres mientras en su ánimo se mezclaban la alegría por tanta muerte y la preocupación ante la certeza de que esos que estaban a sus pies no serían los últimos. Los bichos han llegado a agobiarle. Incluso ha pensado alguna vez matricularse en la facultad de Biología, o, por lo menos, en hacerse con libros en los que aprender sobre esos insectos. Por ejemplo, le intriga saber qué comen. Los ha sorprendido dentro del fregadero, en el cajetín de la lavadora, en la tabla de cortar, sobre los apagados fuegos, en el cajón de los cubiertos, donde están las especias, por entre las bayetas y los paños…; pero como por la noche todo se queda limpio, no hay restos de comida, nada, en fin, de lo que los bichos puedan succionar, Ramiro no da con las sustancias que les procuran el sustento. Es más, alguna vez ha dejado a propósito algún resto de fruta, un hilo de aceite, el caldo y las pepitas de un tomate, el resto líquido de una lata de mejillones; pero no, cuando de madrugada se ha levantado y tras encender la luz ha visto a los bichos correr para esconderse, no ha podido cerciorarse de que alguno de ellos estuviera atareado con cualquiera de los residuos dejados ex profeso. «Si se alimentan de la nada», dice Ramiro, «es que son imbatibles». A Ramiro le pica la curiosidad. ¿Cómo se reproducen? ¿Son o no hermafroditas? Sean auto suficientes para engendrar o precisen el mutualismo genital, Ramiro sabe cómo nacen: el animal suelta una cápsula pajiza y de ella salen aproximadamente quince nuevos colonos que de inmediato se dispersan.

Ramiro sigue sin saber el nombre de los bichos. El científico. El vulgar, que es bien obvio, sí lo conoce: «Cocineros, la gente les dice cocineros; por qué será», dice Ramiro con media sonrisa paseando la vista por su cocina, convertida en campo de batalla en el que los gases tóxicos son el arma preponderante. «Esto es peor que la Primera Guerra Mundial y la de Irán-Iraq», asegura Ramiro, tan aficionado a rememorar guerras y batallas. «Y la de Vietnam qué?», entremeto yo. «También, también», me concede, contento de que alguien participe en uno de sus temas-juegos preferidos.

El método manual directo tardó Ramiro en usarlo, y es normal: produce escrúpulo  aplastar con la mano un bicho de esos, sin mediar trapo o guante. Pero las reticencias de se tipo son vencidas por la propia insistencia presencial de los mismos que van a ser víctimas  del fin de la escrupulosidad, de modo que Ramiro, que hubiese preferido mancharse las manos de sangre, antes que con el fluido casi incoloro y de leve viscosidad que expelen los cocineros al ser destripados, más adelante llegó a desear toparse con un cocinero para darse el gusto de matarlo con sus propias manos. Me resisto a creer que se deseo haya llegado a imperar en él, encumbrándose sobre el más básico decoro que debe guiar la actitud de un ser humano.

No he llegado a plantearle a Ramiro este problema metafísico. Él preferiría otras disyuntivas, como por ejemplo qué hubiera hecho de haber sido Noé: embarcar o no a la pareja de bichos. A la pareja, o, de ser hermafroditas, a uno solo. Por cierto, esa posibilidad no parece haberse tenido en cuenta, al menos para contarlo, porque animales hermafroditas existirían en la época del Diluvio, en que ya hacía mucho que la Creación había concluido. No es cosa de entrar aquí en el debate sobre creacionismo y evolución. También pudo suceder que Noé no supiera, debido a que sobre eso no hubiera recibido revelación divina, que existían animales hermafroditas, con lo que al subir dos al Arca pudo dar pie a que se multiplicaran mucho más de lo que en realidad les correspondía. Pero lo dejo aquí, o a Ramiro acabarán preguntándole sobre mí lo que a mí me preguntan sobre él.

Pintura del estadounidense Edward Hicks
(1780-1849)

SEGUNDA PARTE

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