«La influencia no crea nada, ella despierta».(André Gide)
Lago Tanganika (1930). Martin Munkacsi
Abrir los ojos y comenzar a ver.
Cuentan quienes le conocieron que en las paredes del estudio de Henri Cartier-Bresson resultaba imposible encontrar alguna foto suya, y sin embargo, siempre mantuvo enmarcada y colgada una instantánea del fotógrafo húngaro Martin Munkacsi. Siendo un veinteañero, se produjo el encuentro, el despertar: Cartier-Bresson descubre precisamente esa fotografía en las páginas de la revista “Photographies”. En 1930, Munkacsi había inmortalizado en el ámbar de su foto a tres niños africanos de espalda, corriendo desnudos por la orilla hacia una ola, a punto de zambullirse en las aguas del lago Tanganyika. Aquel joven Henri, que luego sería llamado “el ojo del siglo”, escribiría después en relación a esa foto de su colega húngaro: << Entendí de pronto que la fotografía puede fijar la eternidad en un instante. Es la única foto que me ha influido. Esa imagen posee tanta intensidad y espontaneidad, tanta alegría de vivir, que aún hoy me deslumbra. La perfección de la forma, el sentido de la vida, un escalofrío insólito… Me dije: ¡Madre mía, así que con una cámara se puede hacer eso! >>
Fue así, en 1932, poco después de sentirse fascinado por aquella obra de Munkacsi, cuando H.C.B. compra una “Leica” en Marsella y se lanza a las calles del mundo para capturar << el instante decisivo >>.
No es raro este género de confesiones en quienes un día sintieron de este modo, con semejante fuerza y por primera vez, la llamada del arte: alguien que siente la necesidad de escribir poemas después de ser iluminado o lacerado por el rayo de unos versos; alguien que toma vehementemente los pinceles después de contemplar con asombro una obra pictórica; alguien que, tras escuchar una melodía milagrosa, decide que en adelante no habrá más camino para él en la vida que el de la composición musical…
Un joven Henri Cartier-Bresson.
Montón de heno (1891). Monet
Abrir los ojos y comenzar a ver.
Wassily Kandinsky estudió Derecho y Economía, obtuvo su licenciatura en Derecho en 1892, y trabajó en la Universidad de Moscú. Con treinta años abandona por completo el seguro porvenir de ese mundo académico, tan alejado del arte, para dedicarse exclusivamente a pintar. ¿Qué le hizo dar un giro tan radical en su vida? En 1913, el propio Kandinsky, en unos apuntes biográficos titulados “Rückblicke” (“Miradas retrospectivas”), nos hace partícipes de su íntimo despertar al arte, propiciado por dos acontecimientos: una ópera de Wagner, “Lohengrin”, representada en el Teatro Imperial; y la contemplación de un cuadro de Monet, “La meule de foin”, en el marco de una exposición de pintura impresionista francesa celebrada en 1895 en la capital rusa.
Respecto a la música wagneriana, Wassily llega a referirse a esos sonidos del siguiente modo: << podía ver mentalmente todos aquellos maravillosos colores, desfilaban ante mis ojos. Salvajes, maravillosas líneas que se dibujaban ante mí. >>
El cuadro de Monet que alumbró a este nuevo pintor, responsable del futuro salto hacia la abstracción pura, fue una de aquellas sucesivas parvas de heno que insistente y repetidamente, en horas diferentes y con luz cambiante, pintó en 1891 el artista francés en Giverny.
Kandinsky narra así su encuentro con ese lienzo: << Yo sólo conocía el arte realista, casi exclusivamente el ruso; a menudo me quedaba largo rato contemplando la mano de Frank Listz en el retrato de Iliá Repin y cosas por el estilo. De repente vi por primera vez un “cuadro”. El catálogo me aclaró que se trataba de un montón de heno. Me molestó no haberlo reconocido. Además me parecía que un pintor no tenía ningún derecho a pintar de una manera tan imprecisa. Sentía oscuramente que el cuadro no tenía objeto y notaba asombrado y confuso que no sólo me cautivaba, sino que se marcaba indeleblemente en mi memoria y que flotaba, inesperadamente, hasta el último detalle, ante mis ojos. Todo me resultaba incomprensible y era incapaz de adivinar las consecuencias de aquella experiencia. Sin embargo, lo que me resultaba claro era la fuerza insospechada, hasta entonces desconocida para mí, de los colores, que iba más allá de todos mis sueños. De pronto, la pintura cobró para mí una fuerza y una grandeza fabulosas. >>
Kandinsky en su taller de Neuili sur Seine (1936)
Gabriel Fauré (1845-1924)
Abrir los ojos y comenzar a ver.
Es siempre una revelación a la que se es sensible, un despertar propiciado por el destello de un espíritu afín. Todo artista parece tener un íntimo resorte que requiriese, para ser accionado, el encuentro con la obra adecuada de otro creador; como si se tratara de una precisa maquinaria de relojería que esperase un determinado momento, predestinado, para entrar en funcionamiento ayudada por una mano amiga. El artista se nos revela así como una sensibilidad adormecida e insular, que aguarda para enviar sus señales al resto del mundo el mensaje en una botella que otro náufrago lanzara tiempo atrás al océano. El artista en ciernes es esa tierra fértil donde germinará la semilla que hacia él arrastra el poderoso viento del destino o el azar.
Federico Mompou, que, como muchos otros jovencitos de clase acomodada, tomaba lecciones de piano, escuchó a los dieciséis años la pieza decisiva, la música en la que se le revelaría una nueva aspiración, el irrefrenable deseo de ser compositor en lugar de un simple instrumentista o intérprete de las partituras de otros. Con el paso del tiempo, ese hombre nos iba a regalar la calma, el laconismo y la pureza de su << Música Callada >>, ese decir tanto con tan poco, esos sonidos que serían << la voz misma del silencio >>, como escribió el propio Mompou al frente del Primer Cuaderno, tras citar los hermosos versos de San Juan de la Cruz: << La música callada, / la soledad sonora… >>.
Aquel imprescindible encuentro con su vocación ocurre en 1909, en la “Sala Mozart” de Barcelona; donde Gabriel Fauré daba un concierto, interpretando al piano sus propias obras. No olvidaría el músico catalán que a aquella función llegó tarde, que tuvo que oír toda la primera parte de pie, en el pasillo; y sobre todo, que el Quinteto op. 89 del compositor francés le impresionó tanto que ese mismo día se dijo a sí mismo que, en adelante, todos sus esfuerzos estarían encaminados a la composición. Refiriéndose a la citada experiencia, diría luego Mompou: << Sin saberlo, debían de existir en mí unas fuerzas latentes que sólo esperaban un pretexto para despertar. Fauré fue este pretexto… >>
Federico Mompou (1893-1987) al piano en su casa.
Rubén Darío (1867-1916)
Abrir los ojos y comenzar a ver.
El poeta sevillano Vicente Aleixandre decía haber nacido a la luz y a los libros en Málaga, y que ese era << otro modo de nacer, porque allí aprendí a leer, que es el segundo nacimiento >>. A los diecinueve años, cuando pasaba el verano de 1917 en el pueblo de Las Navas del Marqués, conoce a Dámaso Alonso, y de manos de éste recibe prestado un libro que resultará trascendental para aquel que, andando el tiempo, recibirá el Premio Nobel de Literatura: una antología poética de Rubén Darío. Más tarde vendrían los poemarios de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, pero del nicaragüense escribiría años después Aleixandre, << fue para mí no sólo la lectura de un gran poeta, sino la revelación de la poesía >>.
Muchos pasaron por la exposición, y miraron el lienzo; o tomaron el libro en sus manos, y leyeron el poema; o fueron al teatro y escucharon, con mayor o menor atención, aquella música; y sin embargo, no vieron, ni sintieron, ni oyeron ese arrebato absoluto, esa llamada. Sólo eran anónimos consumidores de arte. Carecían de la íntima predisposición del futuro artista. Aquel lienzo, aquellos versos, la partitura de aquel concierto; aguardaban otros ojos, otro corazón, otros oídos…
Vicente Aleixandre visitando la tumba de Miguel Hernández (Alicante, 1952)
Fiódor Dostoievski (1821-1881).
El 27 de Enero de 1904, el joven estudiante de Derecho Franz Kafka escribe en una carta contestando a su amigo Oskar Pollak, uno de los pocos compañeros con los que entabló amistad durante los estudios de bachillerato: << Creo que sólo deberían leerse aquellos libros que nos muerden o nos punzan. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leer? ¿para que nos haga felices, como tú me escribes? Vaya, nosotros seríamos igualmente felices si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices podríamos, de ser necesario, escribirlos nosotros mismos. Tenemos, al contrario, necesidad de libros que obren en nosotros como una desgracia con la que sufriéramos mucho, como la muerte de alguien a quien amáramos más que a nosotros mismos, como si estuviéramos proscritos, condenados a vivir en los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio; un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado que llevamos dentro. >>
¿Habría leído ya el joven Kafka a Dostoyevski? Yo creo que sí, y que su desgarradora lectura despertó en gran medida al escritor que llevaba dentro. El hacha del que nos habla en esa carta el futuro autor de “La Metamorfosis” y “El Proceso”, ¿no es el mismo hacha que empuñó el atormentado Raskólnikov contra la vieja usurera de San Petersburgo? “Prestuplenie i Nakazanie”, una obra que marca si se lee muy joven, pero también << un placer extraordinario >> si se lee por primera vez en la edad madura, como en general señala Italo Calvino respecto a la lectura de los grandes libros del pasado en su “Por qué leer los clásicos”. Hace algunos años tuve la oportunidad y el acierto de asistir a una conferencia del ya entonces nonagenario Ernesto Sábato. A pesar de su avanzada edad y su fragilidad física, a lo largo de toda la charla aquel anciano demostró conservar una pasmosa lucidez. Aquella tarde, el escritor argentino, que dejó una prometedora carrera científica en favor de la literatura, confesó no haber salido indemne de la primera y lejana lectura de “Crimen y Castigo”: << ¡Cómo ser igual después de leer a Dostoyevski! >>.
Kafka en su época de estudiante.
Abrir los ojos y comenzar a ver.