El dolor es un misterio universal e inevitable que sobrecoge y desconcierta al ser humano. Con frecuencia se proponen fórmulas más o menos auténticas como: resignación pasiva, escapismo, anulación de la voluntad… etc., pero, en ningún caso, resuelven las preguntas que todo hombre se hace: ¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿Cómo se armoniza la realidad dolorosa con la tan traída y llevada Bondad Divina? La poetisa (G. Fuertes) dice:
Dios ahoga pero no aprieta
siempre está sobreaviso;
luego te quita el dolor
y te pone la cena.
¿Es esto una concepción irónica…? Desde aquel lamento de «Elí, Elí, lamma Sabactaní» (Señor, señor ¿por qué me has abandonado?) pasando por Niestzche, Jasper, B. Russell hasta el «élan vital» de H. Bergson, no hemos cejado en nuestra morbosidad o masoquismo y jamás nos hemos planteado el dolor con el talante de conocer las distintas maneras que tiene de presentarse, y hablar de él con un sentido cósmico de comunicación, solidaridad y posibilidades de alivio, consuelo y felicidad (por más que nos haya podido surgir la pregunta). Téngase en cuenta que el dolor proporciona una oportunidad para el heroísmo y, lógicamente, somos muy dados a aprovecharla con asombrosa frecuencia. No es ésta mi óptica porque:
Soy tan pobre, tan pobre,
que no tengo ni nadie.
O quizá podríamos pensar, cuando llega la soledad, aquello de:
No debiera estar serio
pues vivo como quiero
sólo que a veces tengo,
un leve sarpullido.