XIV (De «De Proelium»). Alberto González Cáceres.

 

                                                                                                 Madrid, marzo de 2010 (Foto LGV)

 

Vivimos hundidos, cautivos

como náufragos en ciénaga,

enredándonos en yerbajos

pútridos, palpando plásticos,

botellas, botas, todo lleno

de desperdicios de humanos.

Un traspié, y otro, y otro,

mientras el cieno se deleita

con nuestra flagrante torpeza

y esa ablepsia altiva

que convierte en ridículo

cada brinco, cada intento.

Asemejamos peces ciegos,

o lombrices que se alojan

en tripas, o hurgan la tierra

en la que para morir nacen.

Sucede en nuestros cerebros

como si un caleidoscopio

velara las palmarias raíces,

el intríngulis, el tuétano

y los nervios que encarrilan

y acarrean que las cosas sean.

Aparecen, y al momento,

elusivos, se enmascaran,

y aprehender no podemos

su sustancial significado:

vemos un enredo de hilos,

o un Braille descabalado.

Es como si aún nos pasmaran

los astrónomos araneros

(la más leve traca nos distrae)

que mostraban Marte y Venus

(¡aun estando a simple vista!)

en sus lóbregos telescopios.

No podemos dejar de soñar,

tampoco de afanarnos más

en unas cosas que en otras.

Pero, hijos míos (es un decir),

no nos vayamos por las ramas,

que no somos búhos, ni micos.

Es necesario ir al fondo

de lo que existe y late.

Apoyémonos para ello

en lo que ya han hecho otros.

Mas sabiendo que sus errores

son parte útil del legado.

(Todo esto es trabajoso,

mas en este lance es cierto

lo de que trabajar es sano).

 

 

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