CUESTIÓN DE «TEMPO». Por Enrique Martín Ferrera (Noviembre, 2009)

La Persistencia de la Memoria. Salvador Dalí

«BEATUS ILLE QUI PROCUL NEGOTIIS, …»

Quintus Horatius Flaccus

Molto vivace, Presto… Estos son los Tempi de nuestros días,  jornadas en las que no parecen tener ya cabida el Adagio, el Andante, el Larguetto… Tiempos Modernos -que ya retratara Chaplin- en los que sólo cabe correr, desplazarse y hacer aceleradamente, de la mañana a la noche, de la noche a la mañana. La velocidad nos encandila y nos subyuga, y de paso elimina la contemplación, la reflexión, el gusto por el detalle… Habitamos en el vértigo de lo premuroso, trabajamos al ritmo inhumano de la máquina, decidimos precipitadamente,  respondemos sin meditar…

«El hombre del siglo XX ha perdido la alegría de andar» decía César González-Ruano. Yo diría que los hombres del siglo XXI han perdido otras muchas alegrías, desterrando del diccionario de sus vidas no sólo la palabra caminar, sustituida por otra más eufónica a su moderno oído y adecuada a sus nuevos intereses: avanzar. Ahora se habla también del provechoso engordar en lugar del anticuado madurar y se prefiere el simple mirar al engorroso ver; cayó en desuso vivir, superado por conseguir, y se arrinconó la paciencia, pues ya todo es urgencia.

Hoy no se concibe el progreso sin la velocidad: fabricar más rápido, obtener la fotografía sin tener que aguardar al revelado, comunicar con los demás en el instante, viajar más y más deprisa… Estamos en permanente batalla contra el tiempo, contra el fluir del tiempo; e inmersos en esa esforzada empresa dejamos de percibir cómo se esfuman los minutos, las horas, el breve intervalo de nuestro existir…

La temprana lectura del inquietante «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj» de Cortázar despertó en mí una irreprimible antipatía hacía esos artilugios mecánicos, casi una aversión que me obliga a desprender de la muñeca, en cuanto me resulta posible, ese reloj que un día me regalaron inocentemente, sin sospechar que lo que me estaban entregando era, como denunciaba Julio en aquellas páginas, «un pequeño infierno florido». De antiguo nos viene la obsesión por medir el tiempo y con el instrumento logrado -reloj de sol, clepsidra, modernísimo cronómetro-  nos alcanzó a todos el mal de la prisa. Incurables desde entonces, no podemos dejar de movernos y vivir cada vez más y más apresuradamente. El quietismo, lo pausado, carece a estas alturas de la historia de todo valor, convertido en motivo de mofa, pues quien cotiza alto es el individuo que nos deslumbra con su sprint.

Pla junto a su biblioteca del Mas de Llofriu, 1972.

Foto: Carlos Pérez de Rozas

Para ser mejores hay que ser dinámicos, ese es el mensaje. Forma parte del pensamiento único que se nos impone y que pocos osan cuestionar. Un sabio ampurdanés escribió en una ocasión a propósito de un «Viaje en Autobús» que «cuando los del dinamismo me prometían construir un mundo más justo, más sabio y más bueno, yo les pedía permiso, modestamente, para sonreírme.» Y no es de extrañar esa sonrisa, porque cualquiera que haya leído la obra de Josep Pla sabe que para él todas las cosas esenciales de la vida eran lentísimas: la formación moral e intelectual de un hombre o mujer, el ritmo de las cosechas, el dominio de un instrumento musical -o incluso de cualquier herramienta-, la buena cocina, el amor… «Todo lento, lentísimo», que decía Pla.

Yo siempre preferí también las manos tranquilas y primorosas del luthier a la veloz cadena de montaje, pues mi sensibilidad en estas cuestiones no difiere mucho de la de ese payés universal que escribía desde su apartada masía de Llofriu, o de las tesis vitales de ese otro maestro llamado Miguel Delibes.

El último publicó allá por 1979 un muy recomendable librito titulado «Un Mundo que Agoniza», donde no hablan sus personajes, ni insinúa o sugiere el autor, como en sus novelas. Aquí es Delibes quien nos expone, abiertamente, en forma de ensayo, su propio credo: «Desde que tuve la mala ocurrencia de ponerme a escribir, me ha movido una obsesión antiprogreso, no porque la máquina me parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre.»  A ello añade algunas páginas más adelante: «La destrucción de la naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.»

Delibes paseando en bicicleta por Sedano (Burgos).

Fotografiado por Luis Alberto García.

El Paisaje… No reconozco más paisaje dentro de mí que ése que hace un cuarto de siglo fue marco de mi ayer. Cuando regreso, como acostumbro hace años, a esos lugares sagrados trato de apresar su íntima hermosura en fotografías, en algún dibujo, en escritos… Pero es siempre una labor condenada al fracaso. Como diría el antequerano José Antonio Muñoz Rojas en uno de sus poemas: «Qué hará ése en medio del campo, / escribiendo en medio del campo, / que ha parado su coche / y se ha puesto a escribir. / Ése, que a lo mejor soy yo, / a lo mejor trataba / de contar el sentimiento / de esta tarde tan bella. / Como se sabe, inútilmente».

José Antonio Muñoz Rojas en la Casería del Conde, 2006.

Fotografiado por Nacho Alcalá.

Escribo y cito todo esto con la inquietud de quien toma conciencia de los peligros reales que se ciernen sobre esa belleza, alentado por la indignación que agita hace algún tiempo a mis paisanos de la Sierra de Huelva, esos activistas del «movimiento SLOW»; gente tranquila, poco amiga de la algarada, que se ha visto forzada a levantarse en armas contra la prepotencia taruga de la Administración, contra el ruido y la furia gubernamentales. Ese alboroto de los administrados nace como reacción a la última tropelía planificada por nuestros próceres en nombre del progreso y la velocidad: la construcción de una autovía a través de las entrañas del Parque Natural Sierra de Aracena y Picos de Aroche, de una autovía que sólo reutiliza cinco kilómetros de la actual carretera nacional N-433, imponiendo un nuevo trazado que arrasa un yacimientos arqueológico y condena a muerte -según estimaciones nada exageradas- a unos 11.000 árboles, muchos de ellos centenarios. En el lugar que embellecían los castaños, los robles, los nogales, los quejigos, las encinas y los alcornoques surgirán enormes viaductos y largas extensiones de negro asfalto. Se trata de un proyecto que resulta más sorprendente si cabe, por contraste, cuando se pone en relación con el asfixiante y rígido régimen de prohibiciones y autorizaciones administrativas al que se encuentran sometidos en su quehacer diario los habitantes y propietarios de fincas en el ámbito del Parque Natural; un corsé ceñidísimo que se llama Plan de Ordenación de los Recursos Naturales y Plan Rector de Uso y Gestión.

Vía Rápida… Dos palabras, tan inocuas en apariencia. Pero es siniestra la amenaza, terrible la herida, inimaginable la monstruosa cicatriz. De ahí la rabia, y la resistencia, y esa voz que grita al unísono en tantos pequeños pueblos del frágil paraíso onubense: «La Sierra No Tiene Prisa». Porque quienes hoy continúan habitando y/o sintiendo desde la distancia ese paisaje y esos cielos, saben bien -seguramente sin necesidad de haber leído nunca a Blaise Pascal o a Baltasar Gracián- que la prisa es sólo una pasión, la pasión de los necios.

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