ESE TÍO QUE CANTA. Por Rafael Rodríguez González (marzo de 2009)

 1 sierpes 2009

 

Las cinco de la tarde. Ramón va de un lado a otro y de punta a punta de la calle de las Sierpes, a la espera de que abran los comercios, al menos el que él quiere ver abierto. Tiene que hacer un regalo, y en un escaparate vio el otro día algo que le va a dar el avío. En una de las vueltas, aproximándose a la plaza de San Francisco, ve a un hombre enjuto, de pelo gris y barba de pocos días, de unos cuarenta y cinco años, a lo sumo cincuenta, que sostiene una guitarra. Está sentado, con las piernas cruzadas, en una o dos prendas colocadas en el suelo. Un golpe de tos lo sacude y hace caer de sus labios el cigarrillo, que se quita de encima con un rápido manoteo. La guitarra, sin brillo y arañada, tal vez herida también de cigarros, ha de haber pasado por muchas manos; de pocas, o de ninguna, habrá recibido cuidados. Cuando Ramón vuelve a pasar para ver si ya han abierto, el hombre sigue ahí, ahora relajado e inmóvil, con la guitarra recostada y el rostro gacho, inclinado hacia el traste, la mirada desvaída pero fija en el rosetón. O se duerme ella o se duerme él, piensa Ramón.

 

 

1 guitarra 2005

 

 

El que parece que sí se ha dormido es el de la tienda.

Nuestro por ahora aún aspirante a comprador avanza y retrocede por la calle, que al caso igual resulta, porque es posible que en alguna tienda que ya esté abierta tengan el mismo tipo de objeto que ha decidido comprar. Lo hay, pero prefiere el que ha visto en la otra. Vamos, a ver si por fin… No. Vuelve entonces a la ya antes abierta. En el trayecto, un comerciante que le ha visto pasar las cuatro o cinco veces que lo ha hecho, y que ha sido el primero en abrir, observa sin disimulo a Ramón. ¿Será un posible cliente, o será un peligro?, cree Ramón que piensa el hombre de la tienda. Hoy, ninguna de las dos cosas, quién sabe mañana, contesta Ramón a la imaginada inquietud que ha puesto en la mente del comerciante. Para mosquearlo un poco más se detiene un momento ante el escaparate, mirando a éste y al interior de la tienda alternativa y rápidamente, simulando temer ser sorprendido en su aparentada observación. Deja por fin estas tonterías, entra en la tienda de al lado y hace la compra.

            Cuando sale y da unos pasos se encuentra con que una empleada está abriendo el comercio primeramente elegido. Ramón está seguro, por el aspecto de la moza, tan rotunda y explícita en el resalte de su esplendidez (o de sus esplendideces, como dirían algunos de sus conocidos), de que al dueño no le importa mucho a qué hora abra el comercio. Con que ella esté allí cuando él llegue…

           Un poco más allá, el hombre está tocando la guitarra. Nuestro amigo aún no oye su tañido, ha de aproximarse. Mientras va pasando ante él, tan despacio como puede, es su asombro el que le sobrepasa. Está cantando un fandango en el estilo del Niño de Aznalcóllar. Su voz no tiene nada de particular, al menos Ramón no sabría señalar alguna característica que la definiera. Sí es evidente que está un tanto rozada. Pero su cante le ha sobrecogido. Va de un escaparate a otro mientras espera que vuelva a cantar. Cuando comienza, se vuelve hacia él para cerciorarse de que es de ese hombre del que sale ese cante. Le escucha hasta tres fandangos, todos del mismo estilo, con letras que son, salvo una, desconocidas para él. No puede estar más tiempo. Antes de irse se incorpora a un grupo de turistas que pasa junto al hombre y aprovecha para dejar caer una moneda en la cajita de plástico; aprieta el paso y toma el camino de vuelta a casa, sumido en una rara y casi alegre extrañeza.

 

 

Durante los siguientes días…

Ramón no dejó de pensar en el hombre de la guitarra. Desde el primer momento había tomado la determinación de volver en cuanto pudiese. Como buen hipocondríaco, le asaltaba de vez en cuando la duda de si estaba padeciendo una enajenación transitoria consistente en apreciar el cante del hombre de la guitarra como tan bueno o tan a su gusto, por medio de lo que pudiera ser sólo una impresión engañosa causada por una especie de languidez anímico-auditiva. Pero eso es imposible, se decía; mis oídos, musicalmente hablando, tienen verdadera conciencia de lo que oyen, esa facultad posiblemente sea la última que me abandone. En efecto, Ramón puede padecer de hipocondría y de más cosas, pero, de hipoacusia, ni pensarlo.

            Camino ya de un posible y deseado reencuentro, se repetía en el trayecto sus pensamientos sobre el cante del hombre de la guitarra. El cante del Niño de Aznalcóllar era, en la voz y en la forma de su autor, un fandango pequeñito y dulzón (Ramón siempre lo ha asociado con el gusto y la textura de una sultana al comerla), de melodía entrecortada y sin ninguna necesidad de poderío, que más bien le estorbaría. En su opinión, por mí compartida, tal cante tiene la cualidad de ser un esbozo de fandango, un fandango bosquejado. Esto no actúa en su menoscabo, porque precisamente es lo que le permite ser uno de esos fandangos que da la posibilidad a algunas personas, muy pocas, de, al recrearlo, hacer que lo que se está escuchando no sea sino una forma material que brota exclusivamente de esa persona que canta. Ramón y yo sólo hemos escuchado en dos ocasiones, a una mujer, en un lugar y en circunstancias inenarrables aquí, convertir ese estilo de fandango en algo tan inescrutable como los límites del espacio sideral, y tan estremecedor como lo son algunos llantos. Por el contrario, lo mismo, pero cantado por otras personas, nos ha causado la misma impresión que a Buster Keaton podrían hacerle un tren o un barco de juguete. Y el cante del hombre de la guitarra, sin llegar a lo que aquella mujer alcanzaba, sí poseía una forma globulosa, que se sentía, ya en la columna vertebral, en forma de escalofrío, ya en la boca, como el sabor de un manjar cuya llegada se adivinase. También en él no aparecía un cante de fulano o mengano, sino materia propia.

 

 

Ya lo está viendo de nuevo.

Se encuentra en el mismo sitio que el otro día. Son ya casi las doce de la mañana. Antes de que se dé cuenta tendrá que marcharse. La empleada a la que Ramón también ha dedicado algún paseo de su memoria durante estos días, está en la puerta del comercio, en exhibición de su lozanía refulgente y su prieta exuberancia. Se encuentra acompañada de dos petimetres, ambos con más gomina que pelo y más corbata que pecho, con unos nudos que a Ramón, tan antiguo, le recuerdan las que tenían los muñecos de las tómbolas. Yo no recuerdo esos muñecos. Los dos galanes de ocasión se sonríen al paso de otros hombres que miran a la hermosa, como diciendo: sí, tú mira, pero nosotros estamos con ella. Que se lo creen ustedes, llega a decir mi amigo de forma casi audible. Ramón a veces es temible.

 
            Cuando llega a la altura del hombre de la guitarra se sitúa a una distancia prudencial, casi ocultándose en la esquina de la calle más cercana, la de Jovellanos. Por fin canta el hombre. Dos fandangos. Ninguno de los dos llega a lo escuchado por Ramón la primera vez. Espera, lógicamente. Y no se ve defraudado: canta ahora uno que sí le produce efectos. Mi amigo se percata de que las pocas personas que le echan algún dinero no lo hacen por su cante, sino como acto de caridad para con un pedigüeño cualquiera. Ni le miran al depositar el óbolo ni, si canta, vuelven la cara cuando lo están rebasando. Otra vez un bicho raro, piensa Ramón: no el hombre de la guitarra, sino él. ¿De verdad que no hay nadie más que por aquí pase que sienta aunque sea un poco de interés, alguna curiosidad, una pizca de sorpresa? Aún tiene Ramón algunos amigos que sentirían, de estar ahí, algo parecido a lo que él siente; a otros pocos ya los perdió, del único modo en que se pierde a los verdaderos.

 
            Lo dicho, Ramón tiene que irse. Otro día volverá. Hoy no le va a dejar dinero en la cajita. De hacerlo, serían cinco o diez euros, que Ramón en eso no se corta. Lo que lo echa para atrás es su creencia de que el hombre de los fandangos va a quedarse con su cara, que va a pensar en él, que le estará esperando día tras día. Es cierto que la mirada de Ramón al inclinarse para depositar el dinero sería muy distinta de la de las otras personas que hacen funcionalmente lo mismo, y que su rostro trasluciría algo de su emoción, pero no es de creer que el hombre de la guitarra tenga tanto alcance como para adivinar, en un solo instante, que tiene ante sí a un rendido admirador que haría por él… ¿qué? ¿Es que puede hacerse algo?

 

 

guitarra chapa 2009

 

 

Dos o tres semanas después…

Ramón está de nuevo en Sevilla y se encuentra con que el sitio está vacío. Va a resolver el asunto que lo lleva a la capital y, a la vuelta, el hombre de la guitarra sigue sin estar allí, ni en toda la calle de las Sierpes. Ramón cruza a la de Tetuán: nada. Ya vendrá otro día, pero a ver si no coincide cuando venga yo, se dice Ramón con lástima hacia sí mismo, aunque en realidad no ha perdido ni un ápice de confianza en que volverá a encontrarse con el hombre de la guitarra. Por cierto, lo de la guitarra… Más que como instrumento musical se sirve de ella como capote de paseíllo, como decorado de teatrillo, como de una mentira un chiquillo. Eso sí, sabe golpearla, que hay de esos que llaman “genios” de la guitarra que no saben hacerlo, cuando es cosa tan importante en el toque de verdad.

 

 

efecto flamenco 2009

 

 

A Ramón, en su constante pensar en este hombre…

 
le reinan en la cabeza algunos pensamientos de los que soy obligado receptor. A Ramón se le aparece gente que se ven en programas de televisión, sea para cantar, sea para reírse con ellos y de ellos, y, de inmediato, concluye que menos mal que ese hombre no ha caído en tales redes. En seguida se da cuenta (con mi ayuda, claro) de que la explicación es bien sencilla: cómo van a llevarlo, qué pueden mostrar de él que sea deglutido por la audiencia, si lo único que podría hacer delante de las cámaras es cantar esos fandangos. Como sólo él puede cantarlos, es cierto, pero sería milagroso que en el mundo de hoy una persona como el hombre de la guitarra llamase la atención con su cante, con un cante que a nadie le suena de nada, que a todo el mundo le resultaría extraño, fuera del curso de las cosas, ajeno completamente a los gustos, apetencias y obsesiones de las masas sin musas, amasadamente amansadas. Sacar a ese hombre por televisión sería sacar a un bicho raro (ahora sí también el hombre de la guitarra) al que no se le puede escudriñar por medio de una disección, como se hace con los insectos en los documentales, sino que, o se está totalmente hecho para aprehender su cante y lo tan indefinible que desprende, o no hay nada que hacer. ¡Este hombre no cabe en los concursos en los que no hay ningún arte, sino tan sólo efectismo y potencia! ¡Qué abismo entre el cante del hombre de la guitarra y el de los que parecen fabricados en serie y en sola pugna por ver quién tiene más fuerza y chilla más! ¡Qué lejanía entre la original naturalidad del de la calle de las Sierpes y el afán copista de tantos y tantas, tan rebosantes de voluntad como carentes de personalidad verdadera!

 

 

baile actual 2009

 

 

Mientras vamos camino de Sevilla…

Ramón sigue poniéndome ejemplos del pujante mundo en el que se sustituyen el arte, el buen gusto y la elegancia natural por la escandalera y la Fórmula 1, pero cuando llega al baile le tengo que parar la lengua: no quiero ni que me lo mencione. Prefiero hablar de las carreras hípicas, que es lo más parecido al baile actual. Los caballos, al menos, no se ponen a inventar. Le digo a Ramón (no sea que él lo diga todo) que fuera del flamenco y de otras andaluzadas tan televisivas también podemos encontrar otros casos de falsificaciones, no tan inocentes como las que se producen en tantos programas que todos conocemos, sino más elaboradas y sutiles; más falsarias, por tanto. Hay, por ejemplo, una cantante que hace ahora con muchas canciones latinoamericanas lo que otros con sus recreaciones en cualquier género: quitarles la savia, dejar sólo un caparazón hueco aunque muy lustrado, sin respeto para quienes hicieron y cantaron esas canciones con toda su autenticidad. Así es, por mucha pasión que aparente poner y aunque quiera adornar su voz tan lineal con quebrados y quejidos de lo más postizo. Yo la mandaría a la Vega, a escardar. Nos separamos a la espalda de la Plaza de España. Ramón se va en busca del hombre de la guitarra. Me es imposible acompañarlo: he de ir a la delegación de Hacienda y no puedo aplazar la entrevista concertada. En ese sitio sí que no entienden de fandangos. Ramón encuentra al de la guitarra en el sitio de costumbre. Tras una larga espera, o así se lo parece, el hombre canta un fandango, que mi amigo aprecia como el mejor de los que hasta ahora le ha escuchado. Pasan los minutos y pasa la gente, sin que Ramón vea que nadie, hoy tampoco, repare en el hombre de la guitarra, mejor dicho en su cante, porque, aunque sea a intervalos que al hombre le parecerán eternos, alguien deja alguna moneda. Ramón se desespera. Le disgusta estar ahí hecho un pasmarote, sin poder manifestar de ningún modo su entusiasmo por el cante de aquel hombre, que hace ahora ademán de levantarse pero al fin permanece sentado; algunos momentos después, con una ostensible desgana que Ramón advierte enseguida, canta un fandango que no llega a terminar. Ahora sí se yergue del todo, dándole a Ramón la oportunidad de observar que su estatura es mayor que la que le suponía. El hombre recupera el resuello tras la levantada y se dispone a recoger las prendas que le han servido para suavizar la dureza de su asiento. Es en ese momento, en que el hombre, antes de agacharse, mira a lo lejos, hacia la plaza de San Francisco, cuando Ramón da tres zancadas, deja veinte euros en la cajita y se marcha por la calle de Sagasta, sin haber visto la cara que haya puesto el hombre, y sin que éste se la haya visto a él.

 

 

giralda 2009

 

 

Por fin voy a conocer al hombre de la guitarra.

Han pasado dos semanas, y de nuevo nos encaminamos los dos hacia Sevilla. Aprovechamos para subir al tranvía: nos aventuramos los dos, por primera vez, en travesía tan singular. Nos amargan el viaje dos niños de unos nueve o diez años, tan redichos, tan suficientes, tan creídos en la superioridad de su tontería y tan sinvergüenzas como sólo pueden serlo los niños sevillanos tan ridículamente criados por padres que se creen no sé si más listos que dignos o al revés. Desde los asientos que usurpan van burlándose de todo lo que a su paso se mueve sobre dos piernas, sobre un coche de caballos o sobre una silla de ruedas. ¡Con cuán sana satisfacción les propinaría un buen coscorrón, o dos! Ese sentimiento justiciero se ligaba en mí con el nerviosismo que me producía el ir directamente a conocer al fandanguero. Bajamos en la Plaza Nueva, dónde si no, y entramos en la de las Sierpes por Jovellanos, de modo que, para seguir la manía de mi amigo, tuviéramos la oportunidad de ver al de la guitarra sin ser notoriamente advertidos por él. No estaba. Pasamos un largo rato esperando, pero el hombre no aparecía. ¿Se habrá ido ya? A grandes pasos nos dirigimos a Tetuán; luego, otra vez a Sierpes. Pero el hombre de la guitarra no estaba por ningún lado. Sugiero, por ser también lugar de aposentamiento de artistas rasantes: ¿y si está en el arco que va del patio de banderas al barrio de Santa Cruz? Y allá que va Ramón, mientras yo aguardo en Sierpes y en Tetuán hasta que regresa mi incansable amigo, abriendo los brazos para indicarme lo infructuoso de la búsqueda. Coincidimos los dos en que es inútil seguir esperando: por la hora que es, que ya están cerrando algunos comercios, el hombre no va a venir, tal vez por la tarde… En ese momento, Ramón ve a la hermosa empleada, que ya está bajando el cierre metálico. Al mismo tiempo se le sube por detrás su cierre de tela. Ramón no pierde detalle. A Ramón le gustan las mujeres, sexualmente hablando. Va acercándose a ella, y, después de recorrerla, le pregunta: “Oye, perdona, el hombre que se pone ahí con la guitarra, ¿no viene ahora?”. La nada aquejada de displasia intenta recordar, y enseguida responde: “Ah, ¿el tío ese que canta? Lo echó la policía el otro día”. Ramón ya sólo hace un gesto de abandono. Otra hazaña de los municipales, atajando ellos el escándalo público: un tío que canta en la calle ¡habrase visto!

            Desde entonces, ninguna de las veces que he pasado por la calle de las Sierpes he visto al hombre de la guitarra. Ramón me dijo aquel día que no volvería a pasar más por la calle de las Sierpes. Tonterías. A Ramón le gusta llorar, claro que internamente, y el bicho raro que es volverá a pasar por allí y llorará acordándose del hombre de la guitarra, al que nunca más verá. Además, es muy probable que Ramón tenga en cuenta que la buena moza sigue manifestándose en el mismo sitio.

 

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