EL EXTRAÑO CASO DEL NIÑO MONJE. Por Rafael Rodríguez González

 

SanHugoenelRefectorioZURBARÁN

San Hugo en el refectorio de los Cartujos

Francisco de Zurbarán

1598-1664

 

Son muchas las ocasiones en que los mayores hacen con las criaturas cosas deleznables. Con las suyas propias, quiero decir. Eso trae como consecuencia, en multitud de casos, unos resultados abominables. Es lo que pasó con Manuel Pobre Zapato. Ruego no se rían de los apellidos del aquel entonces muchacho. Porque la cosa es realmente seria, con independencia de lo chusco que resulte el nombre.

            Fue que a Manolito, a la hora de hacer la primera comunión, lo vistieron de fraile. A un niño de apenas siete años. De fraile. No le pusieron barba, ni le raparon para hacerle un cerco en la cabeza, al estilo del que lucía fray Junípero Serra, o, salvando las distancias, el renegado Tomás de Torquemada, pero lo vistieron de fraile. De fraile. Hay que tener malas entrañas para vestir a un niño de fraile. Esa es mi opinión y de más gente, prácticamente de cuantas personas se enteran del caso. Dejando aparte lo que esos padres creyeran querer a su hijo.

            ¿Es que alguien puede siquiera soportar la idea de vestir a un niño de fraile? Porque no es lo mismo vestirse o que lo vistan a uno de monaguillo, o de seise, o de esos que no sé cómo le dicen que sueltan el sahumerio, o, en fin, con alguno de esos tantos hábitos ropajes como hay. Porque vestirse o que te vistan de fraile imprime carácter, que diría Ortega. Y más cuando no se han cumplido siete años. A esa edad, un pantalón y una camisita bien planchados y sin ninguna costura delatora de remiendo. No un manteo de fraile. Por Dios santo. Si ni a Marcelino, el de Marcelino, Pan y Vino, lo vistieron así…

            Y con la calor que ese niño pasaría a últimos del mes de mayo.

           

            Que por mayo era, por mayo,

            cuando hace la calor,

            cuando los trigos se encañan

            y están los campos en flor,

            cuando canta la calandria

            y responde el ruiseñor

 

            Que escribió uno del que no se conoce el nombre. Y menos mal que no le pusieron capucha. En todo caso, lo del calor no revestiría mayor importancia. Lo que realmente la tuvo fue la afectación del hecho sobre la psique de Manolito. Es decir, sobre su personalidad al completo. Como también diría Ortega. Y tal vez Freud, no sé. (Cuando menciono a Ortega no me refiero a Ortega y Gasset, sino a un barbero muy borracho que había en el pueblo de Manolito, y que era un filósofo y ensayista mucho más agudo y atinado que don José, dónde va a parar. «Aquí estoy ensayando una borrachera», solía proclamar en la taberna. Ni que decir tiene que cada ensayo era un éxito).

            Manolito siguió yendo a la escuela después de aquel episodio, pero ya nunca fue el mismo. Su abuelo, un cabrero famoso en el pueblo, dijo cuando lo vio de fraile: «El Demonio tiene más formas que plantas tiene el campo. Pero ésa no la querrían ni las cabras». El abuelo de Manolito era célebre por sus exageradas sentencias, pero en este caso no le faltaba algo de razón. Y dijo también: «Dicen que el hábito no hace al monje. Menos mal». 

             Pero estas últimas palabras fueron fatales. Está probado que al ser pronunciadas se desató una tormenta seca y se fue la luz eléctrica durante un día entero. Fuera por designios de Hípnos, o por los de Hermes, o por los de Yseff, el hermano pequeño de Yhavé, lo cierto es que Manolito fue presa del hábito. O preso del hábito, como también puede decirse. Y lo fue durante toda su vida. Presa y preso. (Yhavé, también llamado Jehová, era el mayor de doce hermanos. Después le  seguían o no, según Jataré, Loharé, Ambras, Jacé, Sejó, Siés, Noés, Nato, Canane, Péate y el pequeño Yseff, que era el que más poderes tenía, pero todos malignos. Esto lo supe por el propio Manolito). Además, los padres de Manolito estuvieron de pelea una semana entera.

            Debido al poder de quien fuera pero algo pasó ese día después de que su abuelo dijera aquello.

            Ensimismado y totalmente absorto en pensamientos que ni siquiera los maestros de escuela más severos eran capaces de hacerle revelar, Manolito apenas si llegó a aprender las cuatro reglas y a manejar una ortografía más que incierta. De Historia no conocía más que la que llaman sagrada, y si de Geografía, los alrededores del Mar Muerto. Todo lo demás parecía que se encontraba tras un muro infranqueable para Manolito. Más que infranqueable, ajeno por completo. Manolito no es que fuera raro, Manolito es que era lo más extraño que pudiera conocerse, si es que el verbo conocer pudiera ser de aplicación en este caso.

            El caso se iba dando a conocer —ya ésta es una acepción distinta— entre la comunidad educativa, aunque entonces no existía; y entre la gente corriente las cábalas tomaban voz. «Ese niño tiene encima un hechizo de cojones», aseguraba algún perspicaz observador; «Dios quiera que vaya cambiando con la edad», manifestaba un optimista; «¿no será hijo de un cura?», osaba decir alguna mujer tan ligera de lengua como de cascos. Manolito no jugaba al fútbol, ni a la pídola. No iba al río a bañarse, ni pedía que le dejasen subir en bicicleta. No tenía amigos. Ni peleaba con nadie.

 

SanSerapioZURBARÁN

San Serapio

Francisco de Zurbarán

1598-1664

 

            Por aquel entonces murió su padre, y Manolito quedó, como es normal, junto a su madre y sus cuatro hermanos, tres varones y una niña. La familia tiró para adelante gracias a que el mayor de los hermanos (trece años, todo un hombre) comenzó a trabajar, y a la ayuda que prodigaban una tía paterna y su marido.

            Manolito empezó a preocupar seriamente a su madre. Cuando volvía de la escuela, Manolito se iba al corral, se sentaba en una piedra y allí permanecía, con la cabeza entre las rodillas, hasta que la madre llamaba voz en grito: «¡Niñoooos, venga a comer!». Eso sí, Manolito comía, y no poco, aunque no parecía aprovecharle mucho. «Este niño tiene que tener una solitaria», le decía la madre a las vecinas. Cuando una de éstas sorprendió a Lorenza espiando a su hijo a través de la puerta del retrete común, no dudó en espetarle:

            ¿Tú eres tonta? ¡Si no tiene edad para eso, me cago en la masa del pan y en las esteras del molino!

            Llevaba razón, porque el espíritu de Onán no podía aún encarnarse en aquel cuerpo. De si llegó a hacerlo después y si fue que sí con qué intensidad no he llegado a saberlo, que esas cosas no se preguntan entre hombres de verdad.

            «Pero, niño, ¿a ti qué te pasa? Ni juegas, ni corres… ¿Tú estás alelao o qué? ¡Me cago en la leche que mamó Juanete!».  La madre de Manolito no sabría lo que era un tratamiento de shock, pero de que lo practicaba no hay ninguna duda.

            Cierto día acusaron a Manolito, siendo ya un muchachito de doce años, de haber agredido a un bergante algo mayor que él. Lo que de verdad había pasado es que el supuesto agredido se había acercado a Manolito, le había cogido la mano e intentado besársela, a modo de lo que por aquel entonces se hacía con los curas al cruzarse con ellos por la calle. Fue en ese momento cuando Manolito, al rechazar la operación, golpeó sin proponérselo al jocoso, haciéndole sangrar por la nariz. El otro era alto y fornido, al contrario que el enclenque y bajito Manolito, pero el tal era uno de esos bravucones que a la menor descarga muestran la popa y toman rumbo a la nave nodriza. Y además contando embustes, que es lo más feo que puede hacer un mozalbete. Si lo sabrá el que escribe. Me refiero a otros que escriben.

 

calleguzmánelbuenosevilla

Calle Guzmán el Bueno

Sevilla

(postal antigua)

 

            A raíz del incidente, la madre se decidió a llevarlo a un buen médico. Que los había, como incluso los hay ahora. Entre lo poco que tenía junto y lo que aportaron su cuñada y el marido reunieron lo suficiente. Al séquito de Manolito les impresionó la casa de don Salvador Agüero, en la sevillana calle de Guzmán el Bueno, porque este doctor de tan esperanzador nombre tenía la consulta en su propio domicilio. Más o menos como todos en aquélla época. Como estaban en pleno julio y eran las cinco de la tarde, el fresco que desprendían el zaguán y el patio, todo de mármol y con la vela por debajo del lucernario, a los mayores les pareció entrar en la gloria, y así lo dijo Fernando, el marido de la tía de Manolito. Y entonces habló el niño, que era lo que nunca, o casi, hacía: «El camino de la gloria no es tan corto ni tan fácil». Mientras la amanuense del doctor, a quien no se le había escapado el detalle, les invitaba a tomar asiento en unos sillones de mimbre dignos de hacerles una reverencia después de ser usados, Fernando se cagaba para sí en la madre que lo parió, en la madre de su mujer y en la de Manolito, que era la única madre presente. «¡Vaya el niño, vaya el niño!», se decía Fernando, mordiéndose la lengua.

            La señorita hizo entrar en el despacho de Agüero a la madre de Manolito. A los diez minutos salió Lorenza y entró el niño. Pasó media hora. Y otra media. La madre, su cuñada y su concuñado se miraban, inquietos. Por fin, Manolito apareció y con él don Salvador, que hizo pasar a los mayores, mientras el pre-púber se sometía a las preguntas de la asistenta: «¿Quieres agua?» «¿Y caramelos?». A los dos ofrecimientos se negó. (Si le hubieran hecho un tercero podría haberse sentido Cristo en el desierto).

            Don Salvador no fue muy prolijo, pero sí taxativo: «Lorenza, su hijo padece  una congestión vehicular de índole cenital, producto de una intensa exposición a elementos transcendentes». Lorenza se quedó como la que ha perdido el tren. El doctor agregó: «Tengo que decirle que esa dolencia no tiene tratamiento, ni siquiera paliativo. Pero seguramente irá desapareciendo en el transcurso de su vida». La madre de Manolito pensó en ese momento si en la de su hijo o en la de la suya. Volvieron al pueblo, y nada, a aguantar.

            Por aquellos días, algún diablillo hizo circular entre la chiquillería una letrilla inocente. Inocente pero molesta, lo cual no sé cómo se conjuga.

 

            Manolito lito lito,

            Manolito lito lán,

            es un niño tan bueno

            que lo llevan al altar

 

            Pasaron los años, que esos nunca dejan de pasar, y Manolito, de la mano de su hermano mayor, se hizo pintor. No es que fuera el Velázquez de la brocha gorda, pero sí adquirió cierto prestigio entre ciertas familias, sobre todo porque de él nunca salían blasfemias, ni juramentos, ni palabras malsonantes. Manolito era una balsa de aceite. O de pintura de aceite. Sus colegas, casi todos gente de muy distinto proceder, le apodaban «Manolito el misionero». Desde luego, no les faltaba algo de razón, porque este pintor, en cuanto tenía a su alcance a los hijos de los dueños de la casa, les lanzaba admoniciones sin descanso, lo que tampoco caía bien  a algunos padres, que habían contratado a un pintor, no a un padre monje que se dedicara a predicar brocha en mano. También había hecho el servicio militar. Fue en Melilla, en Regulares. Manolito (el diminutivo le acompañó toda su vida) se hizo famoso entre jefes y tropa por ser siempre el que ayudaba a misa, y por ser el único soldado de Regulares que no se comportaba con la misma regularidad que los demás.

            Los años otra vez los años fueron ablandando el caletre de Manolito, que fue pasando de una ortodoxia propia del Concilio de Trento a la adoración de la mitología no cristiana ni judía más errabunda que pensarse pueda. Porque, como ya han podido comprobar en el caso de Yhavé y sus hermanos, Manolito recibía revelaciones de ultratumba, o de donde fuera. Y se le aparecían dioses, oráculos y semidioses. Y sus correspondientes hazañas. Aunque hay que reconocer que casi siempre se hacía un lío con las revelaciones. Como antes con la religión católica.

            Nunca se le vio en compañía de mujer, salvo su madre y su hermana. Manolito vivió siempre en una nube religiosa y mitológica que seguramente le ahorraba dedicaciones más terrenales. Aunque es de suponer que alguna que otra vez se vería obligado a bajar de la nube. Quién sabe.

            Las arrugas surcaron su cuerpo, y la endeblez se hacía patente a pasos agigantados. Pero no por eso dejaba de trabajar. Yo me acostumbré a su compañía, porque a pesar de que teníamos caracteres muy distintos me resultaba agradable escuchar sus prédicas, e incluso oír sus suspiros frailunos, que me hacían evocar los pocos atrios que he pisado.

            Una mañana de domingo, paseando por el campo, cayó muerto a mis pies. ¿Se lo llevó Hermes, directamente al Tártaro? Imposible. ¿Tal vez fue el malvado Yseff, en una de las suyas? No. Yo tengo el convencimiento de que fue su abuelo, el célebre cabrero. Que dijo: «¡Ea, ya está bien de tonterías!». Y desde allí le pegó fuerte con la garrota.

 

 Sobrevivió la escultura de unos zapatos

(Budapest 2006)

Foto:  ODP

 

9 comments.

  1. Pues por mi parte, RRG, yo creo que su abuelo, El Cabrero, cobraba un ERE. Me vas a llamar ingenuo, pero me dio un pálpito, más que nada por sus garrotazos.

    A.L.

  2. ¿Que yo te voy a llamar ingenuo? Antes tendrías que decir algo con sentido histórico o bien situado en el tiempo. (Aparte de eso, no vayas a ser como Torquemada, que era un judío renegado. ¡Aún peor es ser un renegado andaluz!). Y ten cuidado con los garrotazos, no sólo de los cabreros.

  3. Jajajaja.

    A.L.

  4. Y vino El Cabrero harto corderos y lo mató de un garrotazo. Se acabaron las tonterias; gilipollas. Gracias, respondió manolito. Que te den mucho.

    A.L.

  5. Pero del texto ni pío, sólo garrotazos y gilipolladas; en lugar de comentar un texto tan interesante desde el punto de vista literario, y desde cualquier otro punto de vista vital.

    LGV

  6. Gracias, Lauro. Pero perdónalo, porque no sabe lo que hace. Fíjate si no sabe que, con todo el hebreo que según parece sabe, no sabía lo de Yhavé (o Jehová) y sus hermanos. Ahora parece que, al haberlo descubierto, quiere asemejarse a Iseff, pero eso está fuera de su alcance. Hasta para ser malo hay que servir.

  7. Al lado de la designación o indicación de El Cabrero, la significación y su relación sintáctica e incluso si me apuras la manifestación de manolito con sus deseos y creencias; más allá, un cuarto elemento lo define y defiende, el sentido.

    Yo creí que se estaba hablando de esas gilipolladas, pero parece que no; o debí expresarlo a la zebyllana, qué grande ereh maehtro! Un abrazo amigoh. Decidida y afortunadamente no hablamos el mismo lenguaje.

    Ni mis comentarios son fruto de un rebujito, ni de una profundidad andaluza, ni mucho menos quiero estar examinándome toda la vida. Bastaba haber preguntado: ¿qué quieres decir?. No me va este rollito. Me ralla.

    Atte. A.L.

  8. Es que eres un incomprendido (además de otras cosas). Y además siempre por culpa de los demás. Acabo de convencerme de que tendríamos que adorarte como al Becerro de Oro (o de latón, si nos impusieras tu modestia).

  9. Jajaja. Ni de coña!

    A.L.

Post a comment.