UNA TORMENTA DE VERANO. Por Rafael Rodríguez González, 2008

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A Dionisio y Tomás,

merecedores de haber estado en esa tormenta

Aquella mañana se presentaba para Paco el de la Malena igual que otras muchas. Así que cuando salió a la plaza del Duque miró lentamente a un lado y a otro, luego al cielo, y enseguida optó por sentarse en el escalón de la casa más arriba de donde vivía. Era temprano, el extenuante calor de la noche ya se había ido, pero aún pesaba en el cuerpo haber tenido que estar a cada momento dando vueltas en el lecho de follisco, durmiendo un sueño entrecortado en medio del sudor y los mosquitos.

Pasado un rato, Paco, más aburrido que el follisco de su colchón, ya había bostezado dos o tres veces, cuando vio ante sí unas alpargatas enormes que calzaban dos pies igual de grandes; alzó la vista, y antes de verle la cara al dueño de las alpargatas ya sabía que delante tenía al que llamaban Tío Frasco. A éste la mañana le resultaba tan prometedora como a Paco, así que, sin mediar palabra, los dos se encaminaron hacia arriba, llegando a la calle de La Mina en pocos minutos, después de haberse entretenido saludando al zapatero de la posada y haberle preguntado si ya había pasado por allí fulano o mengano.

Más de treinta años después de aquella tormenta,
Manolito el de María (con sombrero) y Francisco el Morenito,
en el bar que éste y su hermano Manolo, hijos de José,
regentaban en la calle de La Mina.
Detrás, Godoy, un camarero

Providencialmente, al llegar a la altura de la callejuela del molino de los Portillo, alguien llamó a Tío Frasco. Era un rico propietario que adeudaba a Francisco una cierta cantidad por haberle pelado algunas bestias, unas en una de sus fincas y otras en el propio pueblo. Mientras recibía la cantidad, Francisco no hacía más que tragar saliva. Cuando el propietario se fue, Paco el de la Malena le zampó a Tío Frasco: “Se te va a queá la boca más seca que mi cacelora”. Y reemprendieron la marcha, ya más animados.

Paco trabajaba ocasionalmente de camarero, ya poco porque era mayor, en lo que se daba muy buenas y elegantes trazas, así que por eso y por su parentesco con Manolito, un camarero de Dos Hermanas pero que trabajaba en Alcalá, en Sevilla, en Mairena y donde hiciera falta, se alegró mucho de verlo, ya a la mitad de la calle, cerca de la taberna de Cachito. Ambos se divertían contándose las anécdotas que les sucedían u observaban en su oficio. Este Manolito era hermano de Juan Talega, sobrino de Joaquín el de la Paula y también sobrino del de la Malena y del otro Francisco, el Tío Frasco. Ese día, Manolito no había ido a trabajar a Sevilla porque, no que le hubieran rescindido un inexistente contrato, sino que le habían dicho simplemente que se pasara por el bar dentro de un mes. A lo que él decía: “Lo que no me han dicho es dentro de qué mes me tengo que pasar”. En fin, los tres siguieron calle arriba y su primera parada fue en la mencionada taberna. La de Cachito era habitualmente una de las principales sedes de las juergas flamencas de Alcalá, fuera cual fuese en cada momento su importancia en lo que atañe a la cantidad de cantaores o a lo dispendioso del señorito, cuando lo había; porque, como es natural, lo más importante desde el punto de vista artístico nada dependía de los números. Pero algunas veces se reunían los dos factores, cantidad y calidad, y también el dispendio, con lo que la ocasión se convertía en inconmensurable.

(Ya me está interrumpiendo mi amigo Ramón Núñez Vaces, que se acerca cada dos por tres a leer lo que estoy escribiendo, mientras fisgonea entre mis libros y discos, e incluso se atreve a poner alguno de éstos: “¿Para qué vas a formar un lío con los parentescos?” Y además: “¿Tú estás seguro de que todos los que estás mentando fueron coetáneos?”. Yo no le contesto, sólo muevo la cabeza para negar y afirmar al mismo tiempo, aunque lo que a mí se me ocurre responder es: “Si fueras mosca, seguro que serías cojonera”, pero no lo hago.)

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El aguardiente hace su aparición, y por lo menos tres dosis pasan por los gaznates de los tres gitanos, que al poco rato comienzan a mostrar signos de una todavía moderada euforia. El cuerpo, o el ánimo, que a veces es lo mismo, les pide seguir la marcha, no apalancarse en ese lugar que, a esa hora mañanera, está frecuentado sólo por gente que va y viene de la tan próxima plaza de abastos, trajinando e intentando vender. Manolito, que de los tres es el tenido por más solvente, le dice al dependiente: “Escucha, que ya te veré”. El dependiente, aun asintiendo, le contesta con un expresivo: “¿Po no me estás viendo?”. La verdad es que no es la primera vez; pero eso sí, Manolito siempre vuelve “a ver” al camarero. Cuando salieron, Tío Frasco, ante las gruesas nubes que se van apoderando del cielo, dijo a sus acompañantes: “Veremos a ver si no brijinda”. Los otros hicieron un gesto de indiferencia. Siguieron tranquilamente por enmedio de la calle, saludando a diestro y siniestro, hasta llegar a la Plazuela.

Una vez en la tan, como dirían algunos ahora, emblemática plaza, al primer pariente que se encuentran es a Jerónimo, el Momo, que por entonces era aún el cochero de la familia Beca. Jerónimo era un hombre joven, pero ya los medios de locomoción de los adinerados estaban cambiando velozmente, nunca mejor dicho, por lo que sólo le quedaban algunos años de tal desempeño, para luego dedicarse exclusivamente, junto a sus dos hijos, al acarreo de leña para las panaderías. Manolito, Paco y Tío Frasco se ponen a gastar bromas a Jerónimo. A éste no le agrada que sus primos hagan eso tan cerca de la casa de los Beca, así que se retira con la excusa de que pronto ha de montar el enganche. Una vez que el Momo se ha ido, a ninguno de los tres le cabe la menor duda de adónde guiar sus pasos: a la taberna del Morenito, que además está allí mismo. Pero antes se dejan caer en un banco de la plaza, y observan, entre divertidos y escépticos, al “leyente”, al último de ellos, Pepe García. Mientras lee en voz alta un periódico, dando amplios intervalos entre una noticia y otra, entre un comentario o artículo y otro, un flaco círculo de oyentes atiende a su lectura declamada. A los tres calorrés no les interesa la peroración, pero permanecen un buen rato siguiendo los gestos de los oyentes ante lo que el leyente pronuncia, y también, por curiosidad, por lo que éste recogerá en monedas o tabaco. En ese momento pasa mi abuela Reyes con su hijo Pepe; detrás va Rafael, hermano de mi abuela, que casi grita: “¡Frasco! ¿Cuándo vas a ir a la panadería?”. La contestación del interpelado es inmediata: “¡A ver si se pone mejor el tiempo!”. Mi abuela y su hermano ríen de buena gana, pero a la vez le recuerdan que las bestias, dos yeguas de Rafael y dos mulos de reparto, necesitan de sus manos manrrabaoras.

(Ramón, alias la mosca cojonera, vuelve a la carga: “¿A qué viene eso de meter a tu familia? ¿Es que eres aficionado a ese tipo de nepotismo? Me parece que deberías ceñirte a lo de la fiesta, y no introducir elementos extraños” Qué bien habla este segoviano, me digo. A veces quisiera tener a mano nepente y beberme un buen trago. De camino, ha puesto un disco de Joselero y su hijo Dieguito, lo que no hace sino distraerme de mi tarea).

A los pocos instantes, lo que casi anunció Tío Frasco a la salida de la taberna de Cachito se convierte en realidad: está brijindando; puede que sea una tormenta de verano en toda regla; el cielo se ha puesto más negro que la entrada de la cueva del Momo y las gotas de lluvia son más gordas que las perras gordas con las que cualquiera de los por allí presentes sueña. Los tres parientes se levantan y casi al trote se dirigen a la taberna del Morenito. Éste los recibe, aludiendo a los dos Franciscos, con un burlón “¿Adónde va la juventud?”. Al mismo tiempo, el leyente y su audiencia también se han desperdigado, si bien casi todos se han dirigido a la taberna de un santanderino, Nicolás García Blanco, casi recién llegado de un ya extenso periplo y que tantos años habitó entre nosotros, mientras que las mujeres se refugian en los portales. El Momo acaba por entrar también donde sus parientes. Tío Frasco, irónico, le dice: “¿Y el enganche?”. Jerónimo señala a la calle ya mojada y se encoge de hombros. José, el Morenito, es un hombre bonachón, ya cercano a los cuarenta si no los tiene ya, extraordinariamente aficionado al cante bueno de los gitanos y totalmente adepto a la juntiña con ellos. El Morenito tiene una lengua afilada, capaz de hacer tambalearse al más templado; sin embargo, sus latigazos verbales no buscan hacer daño: a lo sumo, un estremecimiento. El afectado de turno nota que la benevolencia, desde luego muy disimulada, recorre las frases alfileradas de José. Es decir: guasa, sí, pero con gracia. Nada fácil ni frecuente; ni entonces, ni después, ni ahora.

Manolito el de María

Los tres hasta ahora protagonistas de nuestro fiel relato se encuentran en lo del Morenito, nada más entrar, con más primos. Allí están Manolito el de María y Juan Talega, ambos en la mejor edad de cuantas cabe tener; Juan besa a su hermano Manolito y saluda efusivamente a sus dos tíos. También está Manuel Clarambo, el abuelo materno de mi amigo Miguel Cruz; a mi amigo Miguelito nunca le han estorbado ni la poca estatura ni su accidentada formación ósea para cantarse y bailarse como él solo. También está un joven, Juan, al que ya se le conoce como Juan Castelar, por contraposición al célebre orador; aunque, todo sea dicho, nuestro Castelar, cada vez que habla, dice más verdades que Don Emilio dijo en toda su vida. Peor pronunciadas, pero verdades. Y Carlos Franco, el multifacético, tío de la madre de un cuchillí de época, mi amigo Agustín Olivera Carmona. A este Agustín le decía su tío abuelo: “Pobrecito mi Agustín/no sé lo que le ha pasao/que tiene más menos carne/que la cola un bacalao”. Con todos ellos están otros clientes habituales. Ante la abundancia de gitanos, aunque no todos residentes en el barrio alto, el Morenito le suelta a ellos: “¡Seguro que el castillo se ha queáo solo!” Uno de los clientes, Patricio Bulnes, más gachó que un olivo pero aficionado a lo mismo que el dueño del bar, enseguida manda echar una ronda, y después otra. Fuera, sigue lloviendo. Ya, hasta un buen rato después de que escampe, no hay que esperar más clientes. No hay guitarra, ¿y qué importa, si en Alcalá apenas hay tocaores y es tan difícil echarle el lazo a alguno? El ambiente se va calentando; unos esperan a los otros, los otros a los demás, hasta que por fin sale Manolito el de María por soleá:

Ca vez que amanece el día

tengo en mi casa un sermón,

tó el mundo va en contra tuya

yo solito en tu favó

Tu mare es una judía,

por la vera mía ha pasao

y como era tan malina

no m´ha dao los buenos días

Juan Talega

Juan Talega

Desde esas dos primeras letras hasta las cuatro o cinco más que canta, a todos los presentes se les nota el entusiasmo, la más completa satisfacción. Otro cliente habitual, Joaquín Bermúdez, manda echar dos o tres rondas más. El vino blanco se prodiga y, menos mal, aparece alguna cosa de comer: hígado mechado, costillas con tomate… Es entonces, después de haberse escuchado las ocurrencias de Juan Castelar, los graciosos y evidentes embustes de Carlos Franco y las exageraciones de Paco el de la Malena, cuando Juan Talega abre la boca, que es lo único que tiene que hacer para salir cantando; la facilidad de este hombre para cantar es increíble, e increíble su compás, pero así es:

Permita Dios que si vienes

con la intención de dejarme,

que a la mitad del camino

se abra la tierra y te trague

Que no me pues ver

y a la cara te ha salío

la falta de mi queré

Juan Castelar

Juan Castelar

Ninguno de los presentes no sólo no se distrae, sino que ni siquiera parpadea. Ya es el acabóse. El Morenito da una palmada en el mostrador: “¡Ahora convía la casa!”. Esto hace subir aún más el entusiasmo, y Juan Castelar se atreve a cantar, por mucho que sepa que al lado de sus primos Manuel y Juan no va a ser tan celebrado como éstos; de las tres letras que canta esta es la primera:

Permítalo Dios y te veas

sacando agua de un pozo

y con la cuba no pueas

La segunda no desmerece de la anterior:

Te vistas de nazareno

y pegues las tres caías

yo en tus palabras no creo

Pues ha gustado el cante de Juanito. La verdad es que no lo ha hecho nada mal: más gitano y más a compás, imposible, y sin atrancarse, al contrario de cuando habla. Han pasado ya más de tres horas desde que se desató la tormenta; ya no brijinda, desde la calle llega un agradable olor. Por la hora que es no hay ya casi nadie transitando; ya está a punto de cerrar la tienda de comestibles, establecimiento colindante al del Morenito, que es de Angelita, la tía de la que después sería una de las dos nueras de aquél, de modo que debe estar bien avanzada la tarde. Castelar va a la tienda a comprar algo de parte del Morenito. De la reunión ya se ha ausentado Joaquín Bermúdez: tiene sus obligaciones panaderas; pero Patricio Bulnes seguirá en ella hasta el final, y con él continúan formándola los tíos, primos y sobrinos calorrós que siguen con sus cantes, dichos y anécdotas. Tío Frasco, otra vez tragando saliva como cuando le estaban abonando la pelá, comenta en tono acongojado que Joaquín el de la Paula está muy malito. Todos menean la cabeza y enarcan las cejas en señal de lamento y resignación. Ya se empieza a notar que hay que ahuecar el ala: no por falta de ganas de seguir, ni porque el dueño de la taberna no esté dispuesto a ello, sino porque unos tienen que ir a Dos Hermanas, casi seguramente andando; otros, aprovechando las últimas horas de la tarde, a hablar con algunos señores, en alguno de los dos casinos, que en los días siguientes es posible que les den trabajo.

Carlos Franco

Carlos Franco

Pero aún hay lugar de echarse un último cantecito, y eso lo hace Manolito el de María, mirando a su primo Juan y acordándose de su tío Joaquín, el que está muy enfermo (el joven Enrique, el hijo de Joaquín, siempre tan despistado y ensimismado, pasa apresuradamente con dos sillas de anea en las manos, sin percatarse de la presencia de sus parientes y sin que éstos siquiera osen entretenerle):

Tengo una queja contigo

que si me la callo reviento,

si la llego a publicar

me muero de sufrimiento

Hay dos últimas “conviás” que parecen no tener dueños. El Morenito va recogiendo, mientras salen sus clientes y amigos. “¡Bueno, ya nos veremos!”, exclama con su guasa bien habida. La verdad es que con esos cantes y esa gracia que allí se han explayado, las dos “conviás” olvidadas las siente más que pagadas, como tantas otras veces.

(Ramón Núñez Vaces mueve la cabeza, pero no se le cae: “Tenías que haber puesto más letras que se cantaron”. “Yo no soy tan pesado como tú, y además no me acuerdo de todas”, le contesto. Es que no para: “Joaquín Bermúdez sé quien era, pero ¿y Patricio Bulnes?” “Un aficionado muy bueno”, le aseguro. A estos estudiosos tan exhaustivos es que no hay quien los aguante).

Juan Barcelona

Juan Barcelona

EPÍLOGO DE LA TORMENTA

Como no hay manera de que mi segoviano amigo (yo lo aprecio mucho, pero a veces me creo que estoy soportando el acueducto sobre mis hombros) deje de insistirme para que relate más cosas de aquél día, tengo que intentar satisfacerlo. De la Plazuela para abajo, es decir, por la calle de la Mina, siguieron Manolito el de María, Tío Frasco, Juan Castelar y Patricio Bulnes. Paco el de la Malena se quedó en lo del Morenito, aduciendo que tenía que descansar antes de hacer el camino hasta la plaza del Duque. Otros se fueron para la Rabeta por la callejuela de la botica para tomar el puente y los demás se entretuvieron en las puertas de los casinos, ya sabemos con qué honorables propósitos. Y, como no podía ser de otra manera, los cuatro personajes entraron en la taberna de Cachito. Allí se encontraron con que algunos conocidos estaban con Bastián, tío de Juan Barcelona y cuñado de la Roezna, escuchándole sus últimas hazañas, que no eran otras que las provenientes de su más reciente detención por la Guardia Civil. Era cierto que Bastián había cogido alguna que otra vez una gallina abandonada, incluso algún borrico extraviado, pero esos hechos antecedentes, efectuados para dar de comer a su prole, servían a los guardianes del orden para achacarle cualquier delito o falta que se cometiera en Alcalá, en parte porque era fácil cogerle: estaba siempre localizable. Mientras Cachito en persona servía las copas que Patricio Bulnes había pedido, éste instaba a cantar, apremiante, a Manolito el de María. Pero antes de que su sobrino se arrancara, Tío Frasco sacó de su bolsillo parte del dinero que el agrario propietario le había pagado en la mañana por su manrraboría y le dijo a Cachito: “Cóbrate esta conviá y lo que dejó a debé mi sobrino esta mañana”. Manuel Fernández Cruz comenzó a cantar, mejor incluso que lo había hecho en la taberna del Morenito:

Se murió la Tapía,

mira tú que bonita era,

se parecía a la Virgen

aquella que está en Utrera

Yo tengo mi corazón

más fuerte que las columnas

del templo de Salomón

Yo te soplaba a ti la silla

aonde tú te ibas a sentar,

mira si yo te camelo

que hasta sé tu voluntá

Tú no pué intentá ná güeno,

que te corre por las venas

en vez de sangre veneno

Al cabo de dos o tres horas, después de charla y más charla y algunos cantes más de Manolito y de Juan Castelar, todos los presentes se pusieron más serios de lo común: iba a cantar Bastián. Era un gitano alto, fuerte, con una voz tremenda, vestido sencillamente y con escasez, y aun así con muy buena apariencia: hubiera, habría o había sido un hombre “muy presentable”, como se decía entonces. Y cantó:

A mí me llevaban en conducción,

y yo le dije a la partía

que los cordeles a mí me aflojaran

que los brazos me dolían

A toa la gente en el mundo

le vas diciendo que yo era tuyo,

qué caenas m’has echao

que me tienes tan seguro

Tu queré y mi queré

son como las aguas del río

que atrás no se puen gorvé

¿Qué más hay que contar de aquella tarde? En realidad, ya la noche era la dueña, perduraba aún el agradable ambiente producido por la lluvia, lo que hacía nacer en algunos la esperanza de que aquella noche fuese más soportable. Todos se fueron, unos más etílicamente abrumados que otros; perdurando en ellos el recuerdo de la jornada cantaora durante los días siguientes, porque al poco tiempo esas escenas, o muy parecidas, aunque siempre únicas e irrepetibles, volvieron a sucederse, fueran los protagonistas los mismos o hubiera alguna variante. Ya no puedo decir más. Si mi entrañable amigo Ramón quiere añadir algo, que se lo invente, porque él no tiene certera idea, todavía, de lo que pasó aquella tarde de tormenta. Porque pasaron más cosas.

Dib. flamenco

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