13 DE MAYO DE 1969. Rafael Rodríguez González

Quedaban pocos minutos para que el timbre del colegio nos mandase a todos no a paseo sino a nuestros respectivos domicilios: a almorzar y, dos horas después, vuelta a clase. Todavía sentados en los pupitres oímos el picado del avión y enseguida la explosión. Recuerdo perfectamente que hasta don Julio, nuestro venerable profesor de Ciencias Naturales, dio un brinco, algo quizá impensable en persona de tanta edad y templanza. El timbre libró a aquel hombre tan pedagógico de tener que explicarnos qué era lo que probablemente había sucedido. «No os atropelléis corriendo», fue la recomendación que hizo a la estampida.

Ya fuera de las aulas y del propio colegio, ya puestos los pies en la calle Mairena (rotulada General Franco), fuimos muchos los que corrimos hacia los Grupos Viejos, lugar en el que decía la gente que había caído el avión. Nuestras jóvenes piernas, apenas adolescentes (casi todos tenían trece años, catorce los repetidores, entre los que me encontraba), recorrieron la distancia en menos que tarda una tormenta en desatarse.

Pero nada más llegar al lugar del terrible hecho y percibir el pestilente olor, el chillante llanto de las mujeres, los lamentos aquí y allá, los comentarios hirvientes, nuestra velocidad se tornó en desasosiego, en profundo malestar, en sobrecogido desconcierto. Y cuando vimos al que todo el mundo conocía como «el Pipón» —no estoy seguro de si entonces era el enterrador— tirar con todas sus fuerzas del paracaídas en el que lo que quedaba del cuerpo del piloto se hallaba enganchado, a la vez que veíamos pequeños trozos de carne esparcidos por el lugar, a todos, creo que a todos, se nos quitaron las ganas de continuar en aquella escena. Yo no almorcé aquel día. De la cena… no me acuerdo. Soñar sí, soñé con aquello durante varias noches. Por otro lado, que aquel día fuese martes y 13 nunca me ha inducido a la superstición.

José Miguel Antequera Roldán, que así se llamaba el teniente de las Fuerzas Aéreas españolas con destino en la base de Morón, había estado paseando aquella mañana por los cielos de Alcalá (por los bajos cielos, habría que precisar), para orgullo propio y supongo que disfrute de su novia, que observaba las piruetas del reactor desde la azotea de los pisos de San Francisco. Nunca se sabrá si aquel hombre de 27 años era consciente en esos momentos del peligro que él mismo corría y hacía correr a cuantas personas trabajaban, estudiaban o circulaban por el pueblo. Pero de que se comportó como si lo ignorara no hay ninguna duda.

Las circunstancias —eso que algunos llaman suerte, buena o mala— determinaron que el daño no fuese mucho más cuantioso y extendido. Cualquier alcalareño de por lo menos mi edad puede recordar algunas de esas circunstancias: la hora, que no cayera el avión en el colegio…

Sin embargo, y aunque «el accidente» se saldó «sólo» con cinco o seis heridos, uno de ellos, el de mayor gravedad, cuya vida fue salvada in extremis, arrastró —sí, arrastró— durante toda su existencia las imponentes y penosas secuelas de aquel paseo aeronáutico trocado en tragedia.

Manuel Carreño Martínez tenía entonces 18 años. Algunos (iba a decir muchos) de los lectores lo recordarán. Falleció hace unos años, después de llevar una vida repleta de desgracias, de abandono, de maltrato, de desesperanza total, de sufrir el desprecio, de intentar alivios engañosos, de soportar males que en algunos oídos pueden sonar a broma. Aún me parece ver, a la vuelta de una esquina o al entrar en algunos de los bares donde recalaba, solo o muy mal acompañado, su desfigurado rostro, su figura maltrecha. Desde aquel 13 de Mayo nunca, ¡jamás!,  pudo verse una sonrisa en la cara del Quemáo, como siempre se le conoció. No puedo recordar ahora si Frasquito, su padre, un hombre pobre, tan apocado como su débil corazón, murió antes o después de aquella fecha. ¡Ojalá que fuese antes!, me gustaría decir si sirviera para algo.

No sé si a alguien le parecerá excesivo, o improcedente, referirse a tan aciaga historia en estos días de celebraciones. Yo creo que debemos acordarnos de quienes, sobre todo por culpas ajenas, nunca han tenido ni un minuto de fiesta. Y de los comportamientos que hacen que tantas veces ocurra algo parecido.

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