LA ESPADA DE DAMOCLES. Por José Manuel Colubi Falcó

 

 

La espada de Damocles
por Richard Westall
(1765-1836)
 

Historia que cuenta Cicerón, en sus Disputaciones tusculanas V 61-62, sobre los graves riesgos que continuamente penden sobre los tiranos, ha entrado a formar parte, por derecho propio, de nuestro acervo paremiológico (paremiología, ramita del saber que estudia los refranes) o, si se prefiere, del refranero, en el que simboliza el permanente peligro –y miedo– en que viven quienes ostentan  –a veces detentan– el poder. La historia narra un suceso en la corte de Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, y dice así:

 

            «Como uno de sus aduladores, Damocles, hiciera memoria, en la conversación, de sus riquezas, de su opulencia, de la majestad de sus dominios, de la abundancia de bienes, de la magnificencia de sus regios palacios, y dijera que nunca había nacido alguien más feliz, le dijo: “¿Quieres, pues, oh Damocles, puesto que esta vida te deleita, gustar tú mismo de ella y experimentar mi fortuna?” Y como aquél hubiera dicho que lo estaba deseando, ordenó que el hombre fuera colocado en un lecho de oro, cubierto por un tapiz muy pulcramente tejido, y adornó los muchos vasares con utensilios de plata y oro cincelado. Luego mandó que se situaran junto a su mesa esclavos selectos, de singular hermosura, y que éstos la sirvieran diligentemente, atentos a una señal suya con la cabeza. Había ungüentos, coronas, se quemaban aromas, las mesas estaban llenas de manjares exquisitísimos. Damocles veíase afortunado. En medio de este aparato, (Dionisio) ordenó que del artesonado se bajara una espada fulgente atada con una crin de caballo, de suerte tal que pendiera sobre la cabeza de aquel hombre feliz. En estas circunstancias, (Damocles) ya no miraba a los pulcros servidores, ni la plata plena de arte, ni alargaba sus manos a la mesa, incluso las mismas coronas se deslizaban (de su cabeza); y, en fin, acabó por suplicar al tirano que le diera permiso para marchar, que ya no quería ser feliz.»

 

            Y Cicerón prosigue, esta vez comentando el hecho y extrayendo consecuencias: «¿No te parece que Dionisio ha declarado suficientemente que no hay felicidad ninguna para aquél sobre quien pende siempre algún terror? Y él no tenía intacta ni siquiera la posibilidad de volver a la justicia y restituir a los ciudadanos su libertad y sus derechos.»

 

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