Una rubia que parecía joven, por su pelo y su pequeño biquini, daba de comer a gaviotas grandes, y de carroña hambrientas, unas migas de pan que tiraba a la arena como si se las echase a unas palomas.
Gaviotas perorantes como ratas aladas que, por su manera de posarse en tierra, aparecieron como buitres y rodearon a la rubia que pude ver ya como la vieja-pelleja y en cueros arrugados con su pelo-peluca que era. Con ojos de tonti-loca me miró.
Justo cuando me miraba, un grupo numeroso de pájaros extraños y monstruosos que la pelandrusca había irresponsablemente convocado con su pan, quería carne, y roer huesos.
Bandidos enamorados de su estafa engancháronla en un santiamén con sus largos y fuertes picos para ascenderla al cielo sin nubes y azulísimo de ese día.
Nadie se daba cuenta de nada. Nadie se alarmaba. No quise ser yo quien gritara socorro.