LA IMPORTANCIA DE LLAMARLO «FASCISMO». Por Pablo Romero Gabella

 
 
 

Franco y Yagüe
Sevilla
1936
(Fuente: FOTOS Y VÍDEOS DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA)

 
 
 

Las  históricas elecciones andaluzas del 2 de diciembre de 2018 han traído el fin de más de tres décadas de hegemonía socialista en la región, pero también la vuelta (otra vez) del miedo «al fascismo» que viene en forma del partido Vox. Como no podía ser de otra manera, junto al «fascismo» ha reverdecido el «antifascismo». Desde la misma noche electoral, con las papeletas aún sin ir al reciclaje, varios y varias políticos y políticas han manifestado la necesidad de «plantar cara» al «nuevo fascismo», bien en su forma institucional (Susana Díaz, con la cara desencajada) o bien en la calle (Pablo Iglesias y compañía). Y es que el término fascismo fascina, nos fascina a todos y a todas. Es uno de los términos políticos más utilizados y a la vez menos conocidos. Y en España sabemos mucho de esto.

   En general cuando se piensa en «fascismo» solemos simplificarlo y asociarlo a lo dictatorial, violento  y también a lo conservador o reaccionario. Así las cosas, todo puede llegar a ser «fascista» y por lo tanto, también todos y todas podemos ser «antifascistas». En España se ha utilizado el término con gran generosidad y se ha tachado de «fascista» al adversario político convirtiéndolo en  enemigo y por lo tanto, asimilable a ser erradicado por su maldad intrínseca.  Pero precisemos el concepto histórico y político de «fascismo».

   El término proviene del italiano «fascio» y significa «unión» o «liga» y era la forma con la que organizaciones radicales y sindicalistas se reconocían en la Italia de finales del siglo XIX y principios del XX. En 1919 esta denominación fue la tomada por el excombatiente y exsocialista Mussolini para llamar a su nuevo partido-milicia: los «Fasci Italiani di Combattimento». Había comenzado el fascismo. Como movimiento primero y luego régimen político, al alcanzar el poder, el fascismo fue un fenómeno específicamente europeo del periodo que comprende desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta el final de la Segunda (1919-1945). Sus ejemplos más significativos ya los conocemos de sobra (o no, quién sabe) y fueron la Italia mussoliniana y la Alemania nazi de Hitler. En cuando al régimen de Franco mucho se sigue discutiendo sobre si fue o no fascista, pero indudablemente no fue casualidad que gracias a nazis y fascistas lograra la victoria en la Guerra Civil y que se apoyara en el partido español más cercano al fascismo (FE de las JONS de José Antonio Primo de Rivera) para crear su partido único.

   Puestos a describir qué es el fascismo, podemos apoyarnos en las características que utilizó el historiador Stanley J. Payne en su Historia del fascismo, publicada en 1995. Algunos verán un sesgo «derechizante» o directamente «facha» en mi elección por la orientación que últimamente ha tomado este investigador, pero lo hago en virtud de un trabajo concienzudo y voluminoso de más de 700 páginas. Pues bien, en dicha obra se establece que todo movimiento o régimen fascista basa su ideología en a la adhesión a una filosofía idealista en la que se basaría un estado ultranacionalista autoritario, con una economía corporativista y dirigida, donde la violencia y la guerra fueran un rasgo fundamental y cuyo objetivo último sería la expansión territorial. Para ello se negaban los principios de la modernidad: era antidemocrático, antiliberal, anticomunista y anticonservador. Su estilo y organización estarían basados en una militarización de las masas entorno a un caudillo carismático («Führer», «Duce», etc.) y que haría exhibición de símbolos militaristas y de una exaltación de la juventud y de la «masculinidad».

   La urdimbre histórica del fascismo fueron los efectos de la Primera Guerra Mundial en cuanto se produjo una «brutalización» de las relaciones sociales y políticas y con ello un descrédito de la democracia liberal; los efectos de la Gran Depresión de los años 30 que llevó a muchos a ver en los fascismos la solución simple a todos los males y por último, el miedo a la Revolución comunista que provocó el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia. Todos esos elementos, en un tiempo y en un espacio concretos, hicieron posible el nacimiento, desarrollo y a la vez fin del podemos denominar como «ciclo fascista».

 
 
 

dolores y adolfo

Dolores Ibárruri (1895-1989) y Adolfo Suárez (1932-2014)

 
 
 

   En lo que se refiere a la actual querencia hispana por la palabra «fascismo» no piensen que voy a busca su origen en la época de la II República, aunque sea ésta la época del fascismo como ya hemos visto. No, comencemos en la Transición. El consenso de la Transición supuso un pacto basado en la no utilización del pasado fratricida en la dialéctica política de la nueva democracia. El historiador Santos Juliá, en su magnífica Transición. Historia política española (1937-2017), entiende que dicho consenso no supuso enterrar el pasado en el olvido, sino dejarlo para ser estudiado por los historiadores y alejarlo de las pasiones diarias de una nación en construcción.
Sin embargo esto duró poco. Al poco de aprobarse la Constitución de 1978 políticos e intelectuales, especialmente desde la izquierda y teniendo al periódico El País como referencia, difundieron la idea del «desencanto», de que el consenso encubría un pacto entre élites que mantuvo vivo al franquismo y por ende al fascismo. A veces con alegría se denominaba como «fascista» a todo lo que supusiera autoridad. Parafraseando a uno de aquellos intelectuales la crítica es la permanente desautorización de la autoridad, «un permanente poner a la autoridad fuera de la ley. Así nos reímos todos». Para muchos, como Haro Tecglen en 1980, el fascismo reaparecía «junto al otro terrorismo» refiriéndose a ETA, que en aquellos años alcanzaba sus cotas más sangrientas. Su objetivo era para provocar al «fascismo español» en forma de golpe Estado y que con ello se hiciera visible. Y casi llegó a conseguirlo el 23-F.

   Los ochenta, los años de la movida y del dominio del PSOE modernizador de Felipe González, fueron un paréntesis en la idea de que España seguía siendo un Estado con altas dosis de fascismo. La decadencia socialista de los 90 supuso la resurrección del fascismo con sus «dobermans» y desde entonces no ha habido año en que no apareciera su espectro. Pablo Iglesias así lo dejó por escrito en su Disputar la democracia. Política para tiempos de crisis (2014) cuando se refiere a que «el fascismo (…) siempre fue un dispositivo para neutralizar el contrapoder de la clase de “los de abajo” (en especial el movimiento obrero, pero no sólo) apelando a la alianza nacional entre clases. El Tea Party español es una realidad amenazante que podrá llamarse UPyD o Esperanza Aguirre y es con ellos con los que debe competir la izquierda para disputar los marcos que puedan hacerla vencer electoralmente». Hoy, siguiendo a Iglesias, bien podría llamarse Vox. Por tanto en el imaginario de cierta izquierda el «fascismo» sigue siendo necesario para definir su acción política y su justificación para alcanzar el poder y así salvar al país (no a España, un término que evita decir) de las fauces del fascismo. Tal amenaza es consustancial a esa mitología «antifascista», ya que de lo que se trata es de la necesidad de «mitos para construirte un país, y esos mitos, para la izquierda tienen que ver con la defensa del bando antifascista en la Guerra Civil, que vincula la democracia con la izquierda» (cita de Iglesias que utiliza Santos Juliá en su referido libro). Por tanto, Iglesias recoge toda esa tradición del “desencanto» por la Transición, considerada una traición a la democracia, y tacha de «fascista» a todo partido contrario ya sea PP, UPyD o Ciudadanos. La etiqueta de «fascista» parecía invalidar y deslegitimar esas opciones políticas. Y en este sentido también confluyeron los nacionalismos vasco y catalán, especialmente el segundo como ya se demostraría en el «cordón sanitario» contra el PP en el Pacto del Tinell (2003). Los acontecimientos del procés catalán siguieron esa senda en su asalto «nacional-populista» (término que vuelvo a utilizar de la obra de Santos Juliá) y que tuvieron su apoteosis en las jornadas golpistas de septiembre-octubre de 2017. Un hecho que no sería tachado de «fascista», sino de todo lo contrario: todos los opositores a él eran unos «fachas españolistas». Insultos que bien conoce Inés Arrimadas, por citar un caso mediático.

   Tal exuberancia de «fascismo» ha acabado siendo, de alguna manera, una profecía autocumplida cuando ha aparecido estrepitosamente Vox en el panorama político español, justamente un año después de la intentona de Puigdemont y compañía (nunca se habían visto tanta banderas españolas en unas elecciones andaluzas). Para los seguidores de la mitología «antifascista» Vox demuestra la realidad del hecho fascista y de la necesidad de movilizarse, como si no viviéramos en un Estado democrático con leyes e instituciones que deben velar por la supremacía de las leyes y de la convivencia cívica y en paz. Pero para estos políticos-milicianos, y he aquí lo mollar del asunto, estas instituciones del «Régimen del 78» no son fiables. Están contaminadas por el germen del franquismo-fascismo y bien que lo han publicitado en estos años. Por tanto, para ellos la historia vuelve como la admonición de un «corazón antiguo» que pide un paso más en la lucha entre el bien y el mal, desechando los aburridos y nada épicos cauces legales. En estos momentos inciertos donde aparecen nuevas formas de extremismo no podemos volver a una política «miliciana» sino en fortalecer nuestra confianza en el Estado democrático, que será mejorable, pero es lo único que nos separa de la barbarie. Como dejó escrito Ortega y Gasset en su España invertebrada (1922), «vivir es algo que se hace adelante…No basta, pues, para vivir la resonancia del pasado, y mucho menos para convivir».