«INSECTS OF THE WORLD». Por Rafael Rodríguez González

Alberto Durero
1505

Alfred Crazy Lost ya era famoso a poco de haberse instalado en Sevilla. Llegó desde Londres, después de pasar, a lo largo de diez años, por Australia, Nueva Zelanda, Malta, Chipre, Sudán y Egipto, donde en la ciudad de Lúxor decidió despedirse de la compañía de telégrafos y teléfonos en que había estado ejerciendo su profesión de ingeniero. Treinta y tres primaveras se habían sucedido desde que naciera en Blackpool un 22 de marzo.
El inglés se alojó en una casa de huéspedes cercana a la flamante Estación de Córdoba, donde tomó cuatro habitaciones. Tal acopio extrañó sobremanera a los caseros, dado que míster Crazy, que venía acompañado de un criado (después se supo que era egipcio y que no tenía nombre), no portaba más que tres maletas, si bien enormes. En cuanto al pago, hizo efectivos seis meses por adelantado, lo que le granjeó las simpatías de sus locadores. Sin embargo, ni éstos ni los demás inquilinos dejaron de mantener ciertas suspicacias, debido a que ni por asomo podían imaginar para qué este hijo de la Gran Bretaña —o de Albidón, como decía uno de los huéspedes pasándose de fino— precisaba de tan amplia hospedería.
Si a la anterior incógnita se agrega que por lo menos dos veces a la semana aparecía llevando unas cajas de cartón cuyo contenido almacenaba en una de las habitaciones, es natural que las idas y venidas del súbdito británico estuviesen en boca y oído de cada vez un más amplio número de vecinos de las calles aledañas.
Súpose, a los dos meses de su estadía, que «el inglesito», como a él se refería doña Paca, la patrona, había abierto una tienda en la plaza de San Francisco. En el comentario siguiente pueden resumirse todos los que se emitieron por aquellos días: «Este inglés está como una cabra».
Todo esto sucedía en 1910. Y en años posteriores, como es natural.

Con el rotundo título de «La tienda de los bichos» bautizó el paisanaje hispalense el comercio que «Lord Crazy», como le llamaba el egipcio de su criado, acababa de instalar en tan céntrica plaza.
Y no era hipérbole. Nada más traspasada la puerta el visitante se encontraba con una serie de vitrinas en las que, con sus nombres científicos bellamente caligrafiados, se exponían más de doscientas especies de insectos disecados. Una gruesa lupa facilitaba la observación de los insectos más diminutos. Más adentro, otros recipientes contenían ejemplares vivos: cada vasija albergaba uno o varios de la misma especie. Hojas, bayas y yerbitas, renovadas frecuentemente, servían de simulado hábitat natural.
Láminas con imágenes de insectos, de gran tamaño y vivos colores, realizadas por el propio Alfred, decoraban los espacios libres. Varios tratados de entomología, todos en inglés, se encontraban dispuestos sobre una mesa. El mismo Alfred, en aras de vencer dificultad tan insalvable para la práctica totalidad de los sevillanos, glosaba los contenidos a los visitantes.
El británico tuvo la suficiente delicadeza como para no tener nunca expuestos, ni vivos ni disecados, insectos tan perjudiciales como piojos, pulgas, chinches y ladillas. Eran bichos que resultaban sufridamente domésticos para gran parte de la población. Por eso Alfred no quiso, según sus propias palabras, «poner más cuernos al ciervo» (creo que se trata de una expresión alusiva a los cornúpetas ingleses, que tanto abundan).
Los más tiquismiquis de ustedes se preguntarán cómo diantres consiguió Alfred el preceptivo permiso del Ayuntamiento para tienda tan especial. Lo cuento en pocas palabras. Amadeo Pacheco Lost era, desde 1906, un alto cargo del Ayuntamiento. Este Pacheco Lost era hijo de una tía de Alfred y de un gran hacendado de Sevilla. Primo hermano, pues, del nuevo tendero. ¿Hay que seguir explicando el asunto?.
Añadamos, para despejar misterios innecesarios, que lo que hizo posible que el ingeniero Crazy dejara su bien remunerado trabajo fue ser el beneficiario de una copiosa herencia. La única hermana del padre de Alfred —éste había fallecido años antes— no había tenido hijos de su marido (ni de nadie, entiéndase bien), de modo que Patricia, que así se llamaba tan providencial tía, testó todas sus propiedades a su único sobrino.
Fue de esta forma como el inglés pudo dedicarse a vivir a su gusto. Las libras lo libraron. De quehaceres indeseados y obligaciones impuestas.

Plaza de San Francisco
Sevilla

No tardó mucho para que la tienda de Alfred se erigiera en la más famosa de la plaza de San Francisco, y cabría decir que de toda Sevilla y provincia.

La mora en la tienda discurría tranquila durante los primeros meses: la ausencia de clientes hacía que brillara el que raramente entraba, más que nada como curioso. Pero ya iba siendo frecuentada, casi a diario, por los amigos que Alfred iba haciendo. Para evitar permanencias indeseadas, Crazy Lost había colocado, estratégicamente, dos camaleones.

Como un can,
rozando silencio, toscas
vienen, van
las nunca invitadas moscas

Tales animalillos, glosados de manera tan discreta por Jorge Guillén, tenían los minutos contados desde el mismo momento de entrar en la tienda. Los camaleones de Alfred habían sido traídos de Nueva Zelanda y poseían la facultad de dirigir su captadora lengua —increíblemente larga— en cualquier dirección: a un lado y a otro, además de al frente; también arriba y abajo, dando al pegajoso músculo la curvatura que fuese necesaria para atrapar al insecto, que era trincado lo mismo en vuelo que posado. Voraces en extremo, eran capaces de revolverse antes que se persigna un cura loco, no como sus primos españoles, que parecen salidos de la administración de justicia. Unos fenómenos de las antípodas, aquellos camaleones.
Con la intención de conseguir elementos para la tienda y solazarse junto a sus amigos, Alfred dedicaba sábados y domingos a recorrer zonas silvestres no muy alejadas de Sevilla.
De entre todos los lugares, los preferidos por Alfred eran Oromana y el parque del mismo nombre, si bien éste aún no existía tal y como lo conocemos desde 1929. También frecuentaban las numerosas huertas ribereñas del Guadaíra. Con casi todos los hortelanos trabó Alfred una relación mutuamente provechosa. Si el inglés ampliaba sus conocimientos con las experiencias de los cultivadores, también éstos, y especialmente sus pequeños, aprendían de Crazy, escuchándole historias de países lejanos que nunca visitarían. Ni siquiera en los libros, dado que casi todos estaban «destinados» de por vida al analfabetismo. Y aun aprendiendo a leer y escribir, ¿tendrían libros alguna vez? ¿Y qué libros? Pero seguro que en su imaginación los niños recrearían a su manera los relatos de Alfred.

Río Guadaíra

Reparo ahora en mencionar que el rótulo frontis de la tienda del inglés decía así: «Insectos del Mundo». En español y en inglés. Hubo quien puso debajo, valiéndose de sulfato de calcio: «¡Uníos!». En nuestros días bien que sabemos de este padecimiento. No del de unirse, sino del de las pintadas.
Aunque los insectos capturados en los fecundos parajes alcalareños eran muchos y buenos, cosa perfectamente posible en el reino animal si exceptuamos la rama humana, el tendero de los bichos necesitaba de proveedores extranjeros. De no recurrir a esos comerciantes las vitrinas no hubieran acogido al minúsculo Asilis laeviuscula, ni al enorme Baculipalpus darencesis, por sólo mencionar dos de las más de cien especies de coleópteros paisanos de los camaleones de Alfred. Es fácil suponer que con estas adquisiciones al inglés se le iban volando, cual coleópteros, cientos y cientos de libras.
El criado de míster Crazy era el encargado de abrir la tienda cuando Alfred se demoraba en la cama a causa de alguna velada un tanto intensa, lo que ocurría a menudo pero no todos los días. Mencioné al principio que el egipcio no tenía nombre. Alfred se había hecho acompañar del árabe —también hay egipcios que no son árabes, a los que éstos llaman «momias»— al valorar sus dotes de obediencia y organización. Cuando «Lord Crazy» se dirigía a él lo hacía con la palabra inglesa Man. Como todo el mundo sabe, ese vocablo se traduce al español como «Hombre». Al oírlo pronunciar por un inglés a los españoles nos suena como una mezcla sinfónica de nuestras a y e. Resultado: que todo el mundo le llamaba Ven. Y el hombre iba, y venía. A veces la fonética facilita mucho las cosas.
Cuando por la tienda aparecía el consabido grupo de sevillanitos de corta edad y céntrica localización, siempre tan creídos como impertinentes, Ven (que era la imagen arabizada de Boris Karloff) los espantaba con sólo aparecer en la puerta: agitaba los brazos y enseguida los molestosos se iban volando. Como los coleópteros y las libras esterlinas.

De tanto transitar los parajes más famosos de Alcalá, Alfred y sus amigos hicieron otras amistades además de los hortelanos. También conocieron, si a verse por unos minutos puede llamársele así, al dueño de todos los terrenos que frecuentaban. Veamos uno de los romancillos que circulaban sobre tan insigne propietario. No cabe duda de que alguien estaba interesado en exagerar alguna de sus características.

El pobrecito de la Portilla
está pasando el pañuelo,
pa echarle un culo a la silla
que fue herencia de su abuelo.

Ni pa comprarse un buñuelo
tiene nunca calderilla,
y aún usa, del bisabuelo,
un terno que de rancio brilla.

Lleva camisa sin tirilla,
de uno que murió en un duelo,
y sin agujeros ni hebilla
un cinto que cogió del suelo.

«Señó, deme usté una limosnilla»,
y el contestó, con corazón de hielo
que no funde ni una hornilla:
«Que te la den en el Cielo».

Gracias a uno de esos conocidos alcalareños le fue presentada a Alfred la criatura que más admiró, amó y respetó en su vida. Se llamaba María del Águila Bono Morillo. Apenas un año después se casaron. Pero antes de entrar en detalles de la boda déjenme que les presente, aunque sólo sea por el gusto de hacerlo, a los amigos más próximos y permanentes de Crazy.
La amistad que primero hizo Alfred nada más llegar a España fue la de Pedro Salinas Cádiz, un profesor universitario con el que coincidió en el carruaje que les llevaba de Algeciras a Sevilla. Alfred no tenía buena opinión de profesores y demás gente de ese tipo, pero Salinas (Solines, pronunciaba el inglés) era un caso aparte. Será que en todo hay excepciones.
Con los demás, la camaradería que siempre les ligó trabóse en las calles de Sevilla, en sus tabernas y colmados. Y en la tienda de los bichos. Fue en ella donde Alfred se hizo amigo de Carlos Casaravilla (Merevilla, decía Alfred), un uruguayo viajero como él solo hasta que llegó a Sevilla, de donde ya nadie le sacó, y de Miguel Cervato, un amanuense retirado después de haber perdido la mano derecha a resultas de un atraco. A los dos les encantó aquella tienda.
—Ahí el que falta soy yo—dijo Casaravilla, consciente de su cara, la primera vez que se asomó, acompañado de Miguel Cervato.
—Y yo. ¿O es que tú te crees que habrá un bicho manco?—terció el escribano.
Luis Sevilla Bidón y Alejandro Salva eran dos asiduos de los establecimientos de bebidas, pero también de las librerías que se desparramaban por la zona más próxima a la tienda del inglés. Estos dos se las daban de poetas. Como no ha quedado vestigio alguno de sus hipotéticas composiciones no podemos emitir juicio acerca de ellas. Eso que nos  ahorramos.
A Manuel Alexandre Fernán-Gómez lo conoció Crazy a la salida del teatro, cuando unos energúmenos vejaban al actor. Alfred, a quien le había agradado la obra —Historia de una acera, de Bueno Callejo—, también la actuación del protagonista ahora acosado, sirvió de escolta al cómico hasta su domicilio. Pararon en cada taberna que encontraban a su paso, sólo para comprobar si les seguían. Protector y protegido, espectador y comediante fueron inseparables desde ese momento. Alfred tuvo más amigos, pero los citados eran los fetén. Los chachi. Los chachi piruli.
Tuvo que ser el actor, y no alguno de los dos «poetas», el que dedicara unas rimas a Alfred y su tienda:

Rendido tienes al planeta,
¡oh fabulosa Gran Bretaña!
[Mas corroboro, sin chufleta,
que Gibraltar es de España].

A Sevilla la graciosa
un hijo has obsequiado.
Dación tan cara y preciosa
su pueblo agradece, honrado.

Sir Alfred, maestro honorario,
nos alumbra y esclarece,
sin importarle el horario
en que la lección empiece.

Ahora, la entomología es
ciencia corriente en casa:
si anda o volando pasa
sabremos qué especie es.

Tenemos la crisopa, el falso piojo,
el saltamontes y el gorgojo,
el tábano, el escarabajo
—con las pelotas arriba y abajo—;

la avispa pepsis, el zapatero,
el ciervo volante, la termita,
la mosca verde y la monjita,
que vuelve loco al arriero;

la abeja, la mantis casuárida,
la priápica mortal, que es la cantárida,
la cochinilla, los grillos
—¡ay, la crueldad de los chiquillos!—.

De mariposas… la tira: la gitana,
la fantasma, la duende, la vulcana,
la gota de sangre, la bejuqueda,
la tigre, la monarca, la de la seda…

El odonato, el insecto hoja
—encaramado en la coscoja—,
la hormiga culona, la tijereta,
amenazante y pizpireta…

Valgámonos, para acabar,
del zumbador abejorro,
pues disuelve cualquier corro
haciendo a todos marchar.

(Preciado Crazy como cosa suya,
los sevillanos exclaman: ¡Aleluya,
Dios salve a Jorge V!
Y que el destino de Alfred no sea distinto).


Iglesia de Santa Catalina
Sevilla

Vayamos al casorio. María del Águila Bono Morillo era hija de Manuel Bono Morillo y Dolores Morillo Bono. Lo más probable es que los padres de Aguilita fuesen parientes lejanos (aunque al casarse pasaron a ser de lo más próximo). Manuel era repartidor de pan en Sevilla, y Dolores también había trabajado en la floreciente industria panadera. El que iba a convertirse en suegro de Alfred era de los Bono de Alcalá de toda la vida. Lo que pasa es que en nuestro bonísimo pueblo había unos Bono bastante acomodados, y otros, los menos, que no tenían más remedio que buscar acomodo en lo que fuera. Manuel era de estos últimos.

La ceremonia tuvo lugar en la sevillana iglesia de Santa Catalina (Alfred no tuvo inconveniente en declararse católico, aunque era más ateo que Lord Byron). Asistieron muchos más invitados —y no— de los que el templo era capaz de albergar, con lo que el alboroto en las calles adyacentes fue de aúpa. El ágape se celebró en la Venta de Eritaña, ocupando la concurrencia el interior y toda la extensión de los jardines. No faltó el gracioso que dijera: «A ver si de primer plato nos van a poner bichos, y de segundo más bichos».

El pan era de Alcalá, el jamón de Jabugo, el queso de Castilla. El vino de Jerez y de Montilla. El cabrito, las langostas a la sartén y los huevos con caviar sobre puré de coliflor y guarnición de níscalos fueron preparados por los hermanos Méndez Patio, los mejores cocineros que se han conocido en Sevilla desde los tiempos en que Julio César fue alcalde de Hispalis. O como le llamaran los romanos a ese cargo.
Los únicos bichos que pudo haber en el convite serían los que llevaran consigo algunos invitados. Que los habría.
Madrina fue la suegra de Alfred, y padrino Pedro Salinas Cádiz. Que éste fuera profesor universitario calmó las prevenciones de la familia alcalareña, que había asistido preocupada por las rarezas que pudiera encontrar. Por cierto que Salinas estuvo roneando todo el tiempo con las señoras, diciéndoles que además de padrino era patricio. La verdad es que nadie le entendía, que es lo que suele pasar con los profesores, siempre tan carentes del sentido de la oportunidad. Y de otros.
La feliz pareja no emprendió viaje de novios. Aquella noche inauguraron su vida de casados en el palacete que Alfred había adquirido meses antes en la calle Placentines.
El criado egipcio pasó a serlo de la pareja. La convivencia de Ven con los demás integrantes del servicio no es que fuera digna del sugerente estribillo de Sarita:

Ven, y ven, y ven,
chiquillo vente conmigo…

pero pudo sobrellevarse gracias a las buenas artes de Águila. De Águila Bono Morillo, la alcalareña. Así la llamaba todo el mundo. Y de ella decían: «Más buena que el pan». De Alcalá, naturalmente.

Tres años después de su inauguración, la tienda registraba un nivel de visitas muy considerable. Las ventas no eran morrocotudas, pero como llegaba gente venida de otros sitios de España, también de Francia y Portugal, lo que se hacía de caja venía a compensar el gasto.
Sólo una vez tuvo que sufrir Alfred un menoscabo en su orgullo comercial. Fue cuando un comandante de artillería largo tiempo destinado en Marruecos le pidió un ejemplar de Myrmeleontidae, ¡y no lo había!.
El ingeniero cesante lo pasaba en grande con sus amigos. En la tienda y en los colmados. Entre las historias que Alfred contó a sus leales destaquemos esta vez la referida a ciertas religiones que el inglés conoció en algunos de los países que fue llenando de cables y auriculares.
A los parmelatos se les prohibía trabajar un día sí y otro no. O se les permitía trabajar un día no y otro sí. Alfred aseguraba que había llegado a conocer un amplio movimiento a favor de reformar calendario tan tortuoso, de manera que los días de prohibición fuesen de corrido, y, lógicamente, también los de trabajo. Pero parece que todo siguió igual. Hoy sí, mañana no, y así.
A los caunóquinos, pertenecientes a una tribu neozelandesa compuesta de individuos de una fineza extraordinaria, les estaba terminantemente prohibido que los jueves pusieran el sexo en funcionamiento. Las mujeres de este credo se decían cuando peleaban: «Anda que te quedes fija en jueves y te caiga encima un lobo». Al decir lobo se referían al marino, con lo que pesa.
A los fieles masfetantes se les permitía cazar y comer insectos —una de sus tres fuentes alimenticias— todos los días del año, salvo los quince en que la décima luna llena del año masfetante hace que los insectos, alados o no, se muevan a mansalva. Los sacerdotes masfetantes sí tenían bula para cazarlos (lo cierto es que era el único privilegio de que gozaban).
Los yerbatólidos, de Australia, eran vegetarianos absolutos. Creían que todos los animales eran reencarnaciones de sus antepasados. Y que ellos se comieran a sus antecesores no agradaría a los doce dioses que tenían. Digamos en su disculpa —decía Alfred— que como consecuencia de su extremado vegetarianismo cumplido generación tras generación, las dotes intelectuales de estos individuos se encontraban prácticamente al mismo nivel que las de sus ancestros convertidos en cuadrúpedos.
No menos curiosos eran los carasorantes. Los miembros de esta secta, que habitaban entre Sudán y Egipto, se decían cristianos, aunque eran sobre todo bíblicos. Lo demuestra el hecho de que llevaban al extremo aquello de «ganarás el pan con el sudor de tu frente». Los carasorantes sólo comían pan si previamente habían sudado. Pero como siempre y en todo hay algún truquillo, esta gente podía comer cualquier otra cosa aun sin haber sudado. Tendría que ser un Sínodo el que resolviera si tan adaptable literalidad de la Biblia está dentro de los límites de la ortodoxia.


No podemos dejar out-of-band una de las principales actividades que el inglés desarrolló en Sevilla. Alfred era un gran aficionado al football, cosa de la que no hay que extrañarse, dado el lugar de nacimiento de ambos. A la llegada de Crazy, en 1910, el Sevilla FC era ya un club consolidado. El deporte del puntapié y el cabezazo causaba furor entre la gente joven, y Alfred y su amigo Merevilla se encargaron de formar grupos de hooligans que acompañaban al equipo en todos sus partidos, dentro y fuera de la capital. Téngase en cuenta, no obstante, que esos hooligans sevillistas en nada se parecían a sus colegas ingleses de entonces y de décadas posteriores: algunos forofos eran brutos, pero bastaba la mirada de Crazy —o la de Ven, que siempre acompañaba a los dos amigos— para que se pensaran más de una vez el hacer algo indigno de seguidores de deporte tan caballeresco.
La dedicación de Alfred al football tuvo la malajá de provocar los únicos rasponazos habidos entre la alcalareña y el inglés. Águila no llegó a cantarle a su marido aquello de

Por qué, por qué
los domingos me abandonas por el fútbol

porque Rita Pavone tardó casi cincuenta años en hacerlo, pero sí que le cantaría las cuarenta. Tanto es así que a la tercera advertencia ya le había dado Alfred un patadón al rollo de los hoolingans más propio del rugby que del football.
Es muy probable que en el proverbial sevillismo de todos los Bono de Alcalá, pasados y presentes, acomodados o no, haya tenido alguna influencia el de Crazy, a través, naturalmente, de su unión con Águila Bono Morillo. Pero es que con la mayoría de los Morillo pasa igual: sevillistas hasta los calzones. Podríamos decir hasta la médula, pero dejemos ésta para cosas más serias.

Digamos, para terminar esta reseña, la cual he abordado sólo por dar a conocer someramente a otra de las personas extranjeras relacionadas con Alcalá, que nuestra pareja dio a este mundo otros tres seres. Fueron, por este orden, Solita, Segunda y Zaguero. Dos hembras y un varón que siempre mantuvieron viva la llama del alcalareñismo auténtico, no del patoso y falso sostenido en aspavientos.
Los cinco —Ven cayó víctima de un fuego cruzado en julio de 1936, en el barrio de San Julián— salieron de España en 1938, ayudados por el representante del Reino Unido ante la Junta de Burgos, gracias a que el primo de Crazy hizo las oportunas gestiones. Alfred le había manifestado el profundo disgusto que a toda la familia le producía vivir en aquella España. Menos mal que el pariente no se lo tomó a la tremenda.
Segunda y Zaguero murieron en 1942 durante uno de los bombardeos sobre Londres. Solita, que residía con su marido en Bradford, llevó consigo a sus padres. Alfred falleció en 1948 y Águila en 1952. Ambos habían sobrellevado la pena uniéndola a la de tantos otros.
Sépase, por fin, que mucho de lo expuesto procede del testimonio de John Deere Crazy, único hijo de Solita, que estuvo en Alcalá en julio de 2010, acompañado de un su hijo y dos sus nietas. Y de cosas aparentemente sueltas que me contaba Fernando Morillo Pallarés, sobrino segundo de Águila Bono Morillo, en aquellas tardes-noches en que iba a charlar con mi padre.

3 comments.

  1. Muy buena la historia. He disfrutado como un niño leyéndola. Muy bien escrita y mejor argumentada. Felicidades.

  2. Me alegro de haber contribuido a tu retorno a la infancia, aunque sea por un rato. Y muchas gracias.

  3. Siguiendo la línea «niño» de ambos comentarios, añado que he disfrutado como un niño antiguo. He retornado, por tanto, no a mi infancia, sino a la infancia de mi abuelo Manuel, El Vivo, que nació en 1900.

    L.

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