Atareado en la ímproba labor de rebuscar entre los papeles de Alberto González Cáceres (¡qué dos años!), hallé, para mi sorpresa, un escrito de su hermano Fernando, ese al que apodan «Mimo», el único de la familia que sigue viviendo en Alcalá. Puesto en contacto con él, ha autorizado su publicación. «Sólo si es en CARMINA», me ha dicho. «No, va a ser en Alfaguara», le contesté. El texto se lo dejó a Alberto, según la anotación de éste, en la única visita que le hizo en quince años, pocos meses antes de su muerte, en 2009.
Nos conocimos en el bar de su padre, que yo visitaba a diario. Ella tenía diecisiete, yo diecinueve. Le gusté enseguida. A mí me atrajo, de ella, su gusto por mí, lo que es muy natural, según creo, en esas edades tan egocéntricas. (Por eso los ególatras son unos inacabados).
«Cóbrate lo del marido de mi mujer», le digo algunas veces al camarero cuando Juan Carlos y yo coincidimos, cada uno por su lado, en el bar en que más me conocen, y saben, por tanto, de mi afición a la chanza. Y ello sin que el camarero tenga ni idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. «Vaya, hombre, gracias, gracias», replica siempre Juan Carlos. También sucede al contrario. Llego, y enseguida se lleva el índice al esternón. Es la señal para que yo diga: «Esto lo paga el marido de mi mujer».
Pongamos que ella se llama Elisa. Ha sido mi mujer, la única de mi vida. Y Juan Carlos es su marido.
Elisa y yo yacíamos (que es una forma de decir lo hacíamos) de vez en cuando, lo más a escondidas que pueda imaginarse: como un cura y una feligresa, o como el marido que coge dinero de la hucha de su mujer. Su madre quizás sospechara algo, pero nunca le insinúo a Elisa nada que nos hiciera sospechar a nosotros.
Mi mujer supo de mi naturaleza homosexual al poco tiempo de haberse iniciado nuestra relación carnal. Ella ya tenía alguna experiencia en el trato con homosexuales, si bien completamente distinta a la sustentada conmigo: su padre y uno de sus tres hermanos también «lo eran». Lo de su marido (hombre divertidísimo) no lo supo la madre de Elisa hasta que un día lo sorprendió in fraganti. Elisa no tuvo que sorprenderme, ni siquiera sorprenderse ella: se lo dije después de haber terminado una escena heterosexual especialmente satisfactoria para ella. (A mí me satisfacía el cumplir lo que consideraba una misión especial, que antes de empezar a ocurrir me habría parecido una misión imposible).
A ella no le importó gran cosa. Es más, supo enseguida que lo nuestro no correría nunca el riesgo de malograrse por los mismos motivos detonantes que tantas relaciones «normales»: yo era su capricho, su juguete más íntimo y personalizado, y nada más. Ella sabía que sería la única de entre miles de millones de mujeres en tenerme. La única excepción en mi exclusividad. Que me tendrían y yo tendría cualquiera sabe cuántos… vale, pero ella iba a ser la única en retozar con su polichinela de carne y hueso. La verdad es que ni ser o no la única le importaba. Lo crucial para ella era que yo asistiera sus solicitudes.
Juan Carlos hizo su aparición dos años después. Le prendieron la gracia y el desparpajo de Elisa. Mucha gente decía entonces que Elisa se parecía a la Marisol de unos años antes, con una chispa fresca y espontánea, sin moldeado alguno. De hecho, todavía canta y baila más que aceptablemente, y suelta sus decires con el mismo donaire. Dicen que los contrarios se atraen y eso debió de suceder, no porque Juan Carlos fuese, o sea, soso o aburrido, sino porque carecía y sigue careciendo de cualquier atractivo, al menos para mi gusto, ajeno a su bonhomía, a su placidez y templanza. (*)
En cuanto a mí, era imposible que me sintiera celoso. Yo era consciente tanto de mi papel con Elisa como de mi sino sexual-amoroso, fijo e inalterable. Un sino que no impidió que durante muchos más años, aunque con menos intensidad y frecuencia, continuara complaciendo los deseos de Elisa. Creo que ya lo he dicho.
Fue a los dos años de casados cuando Juan Carlos supo lo nuestro. Ya tenían un niño. Y que no haya dudas en cuanto a lo de tenían. Yendo yo por su misma calle —él por la otra acera— Juan Carlos me saludó con la mano, mientras sonreía de un modo raro. Hacía unos minutos que Elisa se lo había dicho. Mientras se lo contaba llegó a llorar, digo ella, pero no por miedo, ni por angustia, sino de emoción, de emoción gratificante, liberadora incluso.
Los días siguientes a la revelación los pasó Juan Carlos queriendo ver el futuro. Cayó al fin en la cuenta de que todo podía seguir igual, dado que hasta entonces en nada le había perjudicado la particular cohabitación de su esposa conmigo. El marido de mi mujer podía estar completamente seguro de que nunca, jamás, de ninguna manera y bajo ningún concepto pretendería yo arrebatársela. ¡A ella!, de la que yo era un servidor del que prescindiría cuando le pareciera. Pretensión que, deducía Juan Carlos con buen fundamento, de cualquier forma hubiese resultado inútil: ella le quería. Y no como la niña a la muñeca o el niño a la equipación de fútbol, sino como al amiguito o la amiguita con que se intima desde pequeñines hasta resultar inseparables para siempre. En este caso, la muñeca, o la equipación, se llamaba Fernando.
Y además y sobre todo lo mío era otra cosa.
Juan Carlos la quería tanto como ella a él. (Y han seguido queriéndose). Y el querer hace hacer tonterías. Estando embarazada Elisa por segunda vez, a Juan Carlos no se le ocurrió otra cosa que proponerme que fuese padrino de la criatura que su esposa alimentaba en la barriga.
—¿Y si son dos? —le dije, tratando de disimular con la broma mi estupor.
—¡Qué va! Es uno, o una. ¿Qué, contamos contigo?.
—¿Pero Elisa está de acuerdo? —respondí, intentando tragar saliva.
—Todavía no se lo he dicho, pero ¿no va a estar?.
Por suerte, Juan Carlos iba a Correos, lo que me dio la oportunidad de ir inmediatamente a ver a la preñada antes de que la cosa pasara a mayores. Cualquiera que me conozca aunque sea de perfil sabe de mi mayúscula aversión a cualquier convención o acto público, semipúblico e incluso privado en que mi persona corra el peligro de ser algo relevante o llamadora de atención. Juan Carlos me demostró que no, que no me conocía tanto como llegué a creer. ¿Yo bautizando a un chiquillo? ¿Yo presidiendo un banquete en el que no le arrancarían al homenajeado las tiras de pellejo? ¿Yo prodigando sonrisas falsas, apretones de manos refractarias y saludos insalubres? ¡Quiá! Es lo que le dije, y más, a Elisa. Yo comprendía que la intención de Juan Carlos era complacerla a ella al darme papel tan relevante en hecho tan sobresaliente. «¡Es que no se entera!», dijo Elisa, un poco enfurruñada. Y era verdad, Juan Carlos todavía no era consciente de la naturaleza de la liga Elisa-Fernando. En este lío no podía aplicarse aquello de «Tanto monta, monta tanto, Juan Carlos como Fernando», porque Elisa-Juan Carlos y Elisa-Fernando eran dos conjunciones completamente distintas. ¿Cómo va a ser lo mismo un juguete que un esposo y padre de dos hijos? Elisa convino conmigo en que ella ya tenía decidido que el padrino fuese el padre de Juan Carlos. Y así fue. Cuando el marido de Elisa quiso disculparse por tan imperativa sustitución yo le dije, queriendo hacer un chiste, que era mejor así, no fuera que yo le pegara lo mío al niño desde la pila del bautismo. O no lo cogió o se le atragantaron las realidades, porque ni siquiera esbozó una sonrisa.
Ningún juguete es imperecedero (no pasa lo mismo con los juegos). Hace ya unos años (no los concreto porque no quiero), que nuestra relación, me refiero con Elisa, se limita a sonreírnos cuando nos vemos por la calle, del mismo modo que pueden hacerlo dos amigos que recuerdan sus éxitos como jugadores de futbolín o el día que lo pasaron tan bien en una fiesta, o cuando, borrachos, cambiaron los cubos de la basura ya vacíos de unas puertas a otras. Algunas veces, cuando hemos pasado meses sin vernos, nos preguntamos por la salud, por la marcha económica (me alegro infinitamente de que les vaya bien, no como a mí), y ella alguna vez me pregunta sobre mis actividades en el campo sexual. Mis respuestas, bastante detalladas porque a ella así le gustan, incluyen desde mentiras hasta episodios reales pero exagerados, pasando por realidades que, como es natural, también pueden ser tomadas por mentiras. Pero ella sabe distinguir, ¿no va a saber?.
Juan Carlos sabe perfectamente que desde hace equis años ya no hay relación sexual (ya no soy muñeca, ni equipación deportiva), pero por eso digo a veces, cuando coincidimos en el bar, con todo el cariño, el respeto y la admiración que me causa hombre tan cabal: «Cóbrate lo del marido de mi mujer». Sin que el camarero tenga ni puñetera idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. Aún y para siempre.
(*) Juan Carlos es su nombre real. Fernando González me ha hecho notar algo que ya sabía: que el marido de su mujer se parece mucho físicamente a su tocayo el Rey, semejanza que se acentúa con el paso del tiempo, aunque la diferencia de edad entre el Rey y nuestro Juan Carlos sea de casi veinte años. Si pudiera diría los apellidos del marido de Elisa, con lo que hasta al más centrado de ustedes se le ocurrirían las bromas tontas que padece casi a diario Juan Carlos, el de Alcalá.
(Mario Cortés)