La UNESCO, que sabe tanto de flamenco como yo del color de los pijamas de Eisenhower, ha proclamado al flamenco, después de una prolongada campaña de la Junta de Andalucía, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (PCIH).
Grabado de Gema Atoche 2008
Juan Talega
Dos advertencias tengo que realizar. Al referirme al flamenco lo hago exclusivamente al jitano o de clara procedencia jitana. Bajo el epígrafe o rótulo de flamenco se han conocido y se conocen tantas y tan variadas formas cantoras, sonoras y estéticas, que conviene distinguir entre ellas y no hacer un revuelto que forzosamente resultaría inconsistente, por más que algunas de esas formas se aproximaran e incluso fundieran de forma más o menos natural y espontánea en tiempos pretéritos. La segunda es que, para conocer los vericuetos históricos del flamenco, de la forma más aproximadamente certera, bastaría, además de con una inexcusable experiencia propia, con un solo libro: Luces y sombras del flamenco, de José Manuel Caballero Bonald. Tiene bastante ventaja sobre cualquier otro, pero no debe uno ocultarse que está escrito en momentos de remolinos y aparentes encrucijadas (1975), y que el autor no pudo evitar enredarse un tanto.
Ya desde el enunciado de la declaración empezamos con los desacuerdos. ¿Son la voz, el sonido de la guitarra, las cuerdas y el puente, las palmas, los chorlos, el pañuelo del bailaor y el tintineo de vasos y botellas algo inmaterial? Los bollos con manteca por los que suspiraba Joaquín el de la Paula al atender las llamadas de los señores, ¿también eran algo inmaterial?.
La proclamación se hace sobre una tradición inalterada en el tiempo, para la que hay que contar con medidas de protección, según las normas de la UNESCO. El tiempo es lo único inalterable de cuanto existe. Mas nada de lo que contiene, o sea, nada de lo que en él vive, es inalterable. ¿Es que hay algo más alterado que el flamenco a lo largo de los últimos cuarenta y cinco años, e incluso desde su aparición ante el público a mediados del siglo XIX? Ni siquiera permaneció inalterado en el seno de las familias jitanas cantaoras. Pero todo eso ya desapareció, y las reminiscencias que quedan también lo harán. Los intérpretes fieles que quedaban, ciertamente gloriosos, fieles no a imaginarios cánones, sino a la herencia jitana presente en sus tuétanos, se extinguieron en los años sesenta, setenta e incluso ochenta, y con ellos los últimos vestigios del flamenco de peso.
Acrílico sobre tela de Gema Atoche 2008
El hilo de bronce que durante tantos años aseguró la pervivencia del flamenco fue la familia jitana y la relación íntima. Ese hilo se rompió, y al romperse se rompió todo, se hizo imposible cuanto hasta ese momento había existido. Naturalmente, ese hilo no saltó por arte de magia. Fueron las formas de vida, en aspectos esenciales, las que cambiaron radicalmente. El flamenco había nacido en unas circunstancias dadas y tenía que desaparecer como tal, dado que la desaparición de esas circunstancias sociales tenía que llevarlo a la tumba. Los dinosaurios no evolucionaron, desaparecieron. En este asunto, la aplicación de la teoría de la evolución falla en su eje, porque sólo puede evolucionar aquello que vive.
Pero, ¿es eso, lo ya desaparecido y que sólo podemos disfrutar en los archivos lo que acaba de ser nombrado PCIH? Puede que sí, pero lo que en la práctica aplastante se instituye como PCIH es lo actual, es decir, por poner ejemplos elocuentes, el «cante» de Miguel Poveda y tantos otros (a alguno de esos no lo voy a citar expresamente, dado lo sucedido el 13 de diciembre), el baile de ese que se agita en una caja de muertos puesta en pie, y el de otros karatekas, el «cante» de Estrella Morente, que puede equipararse a Enrique Iglesias respecto de su padre (el peor cantante que se ha conocido en España), el de tantos guitarristas que están más contentos cuanto más se alejan de la armonía y del compás, y, en fin, el de cualquiera que auspicie Canal Sur y demás pontífices de la nueva hornada.
De modo que la declaración como PCIH se hace sobre un mal remedo del flamenco, sobre el flamenco más degradado, sobre la comercialización más nauseabunda, sobre la falsificación más desvergonzada, sobre una realidad en la que se enseñorea la mediocridad impuesta, sobre el peloteo y la trinca a cada paso sin arte que pase, surja ni quepa esperársele. Se alienta a los malos imitadores, al chillido en vez del cante, a la fusión emulsionadora que nada aporta ni siquiera a una posible nueva música. ¿Que a usted le gusta? Pues que le aproveche, amigo, porque oportunidades de disfrutarlo no le faltarán. Pero no es flamenco: no confundamos el pajarillo que vuela con uno de porcelana.
Ya tiene la Junta de Andalucía, a costa de un concepto e incluso una realidad que fue, ¡que fue!, otro banderín de enganche, otra futilidad que utilizar para fomentar el orgullo de ser andaluz y pertenecer a la Patria andaluza. ¿No tiene hasta padre esa Patria? Ea, pues ya tiene también un patrimonio inmaterial. Por títulos que no quede.
Ahora se enseñará el flamenco en las escuelas. ¿Se pondrán en las aulas unas botellas, varios paquetes de tabaco y, en el caso de tocar la lección sobre el «flamenco moderno», algunas otras sustancias? Lo digo porque la realidad es total: no puede uno andarse a trozos con ella, ni siquiera con los niños. Aunque algunos dirán que se puede hacer flamenco aséptico, no contaminado de vicios propios y ajenos. Los docentes enseñarán que el flamenco es algo consustancial con el ser andaluz, con la esencia de Andalucía. Algunos remontarán la cosa hasta los tartesios, que, como todo el mundo sabe, eran andaluces a más no poder..
Mientras, yo me conformaré con que el jitano que vende en una esquina espárragos y cabrillas y blanquillos y tagarninas y flores y tomillo y canta a veces a quien sabe que sabe no me eche en serio la maldición que me dijo en broma el otro día, porque no le compré nada. «Permita Dios y te lleves dos semanas escuchando al Poveda». O a otros.