Lo primero que a uno se le ocurre decir sobre Eurico Chance Zaíd es que toda su vida fue un hombre continuamente ocupado. No puede decirse, sin embargo, que le faltó tiempo, porque el tiempo nunca falta, ni sobra, la medida del tiempo no existe, lo que marcan los relojes son espacios de movimientos, el tiempo es lo único que es inalterable, lo único que no está sujeto a transformación alguna. Yo casi me atrevería, por eso, a decir que el tiempo es la única materia inmaterial, por más que se materialice permanentemente. Y es también inesquivable e insorteable. El tiempo es único, es la unicidad total en tiempo y forma. No es un concepto, ni una forma imaginaria, ni una entelequia, es algo completamente real que no está sujeto a nada sino a sí mismo, y que además todo lo abarca. Lo único que quizás se le parezca, al tiempo, son los recuerdos que mantenemos sobre personas y demás hechos; pero hechos, personas y recuerdos tienen principio y fin. El tiempo no. Sería yo partidario de que, en vez de proclamar eso de El tiempo es oro, se dijera El Tiempo es Dios (no al revés, ojo), aunque sólo fuese por hacer la cosa más comprensible a quienes precisen de referencias extranaturales, siquiera sean de tipo panteísta, o casi. Pero sobre estas cosas sigan reflexionando ustedes solos, porque yo he de volver a ocuparme de Eurico Chance Zaíd.
Ya sé que eso, lo de haber estado en permanente ocupación, puede decirse de muchas más personas, pero si sólo contamos aquellas cuyas tareas voluntariamente asumidas no hayan tenido absolutamente nada que ver con su beneficio material, ¿a que ya son menos? Eurico ha sido tantas cosas como cosas caben en una unidad evolutiva sindiásmica, llevada adelante por grupos y gracias al matriarcado. Concepción, la del matriarcado, real y tangibilísima, sin la cual hubiera sido imposible concebir la existencia práctica de la unidad evolutiva de que tratamos. Ya se sabe que detrás de cada unidad evolutiva (soslayemos si gran o no «gran») muchas veces hay una gran mujer, especialmente si la unidad evolutiva es heterosexual, con todo lo que eso conlleva y no conlleva.
La trayectoria específicamente social de Eurico se caracterizó siempre por estar, no alejada, sino alejadísima del poder. Con el poder más vale no equivocarse. El poder no concede bulas ni deja desguarnecido flanco alguno. Es multifacético, posee innumerables instrumentos y una gran cantidad de numerables y nombrables detentadores, que, mediante pegajosa simbiosis de untuosa viscosidad, viven de él y lo sostienen. El poder, para ser utilizado como y para lo que Eurico quería, forzosamente debe ser transformado; hay que revolucionarlo, cambiando su naturaleza (queda uno exhausto sólo de pensarlo), cosas estas que no se hacen invocando a los espíritus ni llevándose toda la vida haciendo llamamientos morales, moralistas y moralizantes. Cambiar el poder, es decir, comenzar a destruirlo, requiere más conjunción de condiciones que hoy en día cualquier préstamo de tres al cuarto. Lo dicho no es una definición abstracta, sino que basta plantearse algunos ejemplos, incluso de los más triviales, para comprobar que la práctica que Eurico quería ver realizada, fuese con o sin su participación directa, no puede ser abordada con éxito si no es bajo el imperio de esas condiciones, que desde luego no caen del cielo ni, ya digo, vienen por arte y parte de los buenos propósitos, sean o no de enmienda, de este, ese o aquel. Condiciones, por otra parte, que, de reunirse y triunfar, continuamente son amenazadas por su propias contradicciones y por los detentadores desplazados, que, al igual que los vicios adquiridos, no dejan de reproducirse de una u otra forma y bajo cualquier apariencia. Por eso, y en mala comparación, la relación de Eurico con el poder podría asemejarse a la que existe entre el mosquito y el repelente ese que se junta en la piel, sin entrar ahora en quién sería el mosquito y quién el repelente. E incluso quién sería la piel. También todo esto es complicado pero las circunstancias no me permiten expresarme con más claridad, como tampoco aclarar cuáles son esas circunstancias que impiden ambas cosas.
¿Desperdició su vida Eurico al aplicarse a tantas tareas, tan arduas e ingratas todas ellas? Nadie que luche desperdicia su vida, sobre todo si lo hace contra el Gran Desperdicio. Tareas ingratas, he dicho, pero no olvidemos que al menos algunas satisfacciones recibe el luchador: saberse temido, eludido, aludido, maldecido, envidiado, incluso odiado a muerte. Y saberse objeto de la risa nerviosa y falsa y del dicho maloliente y del desprecio que intenta esconder el miedo a la verdad. ¿Por quién? Por lo malos. Porque el Mal existe, y los malos. Eso no lo decía Eurico, lo digo yo, porque esta unidad evolutiva después de todo era un ser confiado en que las cosas cambiasen, en que tuvieran remedio, en que las personas recapacitasen, capacitáranse y ejercitáranse en la capacidad de hacer las cosas guiándose por el bien común. Eurico era un soñador que, como tal, no tuvo suficientemente en cuenta lo que antes hemos dicho sobre el poder y su naturaleza. Era a veces más inocente que Sacco y Vanzetti, como cuando se complacía en las teóricas buenas aptitudes, y actitudes, de alguna gente, tipo de gente o gente-tipo. Algo tuvo que ver en eso el que la cultura de Eurico fuese de carácter esencialmente fotográfico, con todo lo que también eso conlleva y que no todo el mundo comprenderá, claro. Si hubiera que encontrarle algún paralelismo histórico, digamos que una mezcla, no a partes iguales, de Tomás Moro, Robert Owen y Louis Daguerre no distaría demasiado de ser aproximada.
Aunque últimamente parecía estar despertando de ese estado de infundada esperanza, quizás haya sido mejor que su partida se produjera cuando aún conservaba esa inocencia más propia del jardín de infancia que de la jungla de asfalto y acerados. Y farolas.
Si su vida hubiese sido un combate de boxeo, la toalla de Eurico nunca habría podido verse sobre la lona. La comparación no es muy afortunada, porque las trampas que rodean un ring son, al compararlas con las de la vida, como las de un videojuego de los primeros que salieron. Pero admitámosla y así podremos decir que ni Foreman ni Frazier hubieran acabado legalmente con este Cassius Clay de abdomen no reglado.
En fin, que ahora que la película de su vida ha llegado a su fin por fin podrá ver todo el mundo que el fin por el que desde principio a fin luchó Eurico no es un fin con carácter final que en sí mismo admita fin, sino que es un fin cuyos medios han de estar impregnados del fin que persiguen, que es lo que siempre, al fin y al cabo, hay que hacer: una lucha sin fin, bien afinada y en pos del más digno fin. Él no tuvo, aparte del que ha tenido, otro fin.
Eurico, con su proverbial condescendencia, me permitiría referirme a su despedida con esta trasmutación de un poemilla de Alberti (“Cuando me vaya de Roma”):
Cuando me vaya de Alcalá,
¿quién se acordará de mí?
Pregunten al pato,
a mi Lana negra
y al roto zapato.
Al pueblo perdido,
a la esperanza muda
y al corazón caído.
A la ocasión que pasa,
a la puerta siempre abierta
que nadie traspasa.
Y a tantos papeles,
que galopan el tiempo
cual bravos corceles.
¿Se acordarán de mí?
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