Madrid, marzo de 2010 (Foto LGV)
Vivimos hundidos, cautivos
como náufragos en ciénaga,
enredándonos en yerbajos
pútridos, palpando plásticos,
botellas, botas, todo lleno
de desperdicios de humanos.
Un traspié, y otro, y otro,
mientras el cieno se deleita
con nuestra flagrante torpeza
y esa ablepsia altiva
que convierte en ridículo
cada brinco, cada intento.
Asemejamos peces ciegos,
o lombrices que se alojan
en tripas, o hurgan la tierra
en la que para morir nacen.
Sucede en nuestros cerebros
como si un caleidoscopio
velara las palmarias raíces,
el intríngulis, el tuétano
y los nervios que encarrilan
y acarrean que las cosas sean.
Aparecen, y al momento,
elusivos, se enmascaran,
y aprehender no podemos
su sustancial significado:
vemos un enredo de hilos,
o un Braille descabalado.
Es como si aún nos pasmaran
los astrónomos araneros
(la más leve traca nos distrae)
que mostraban Marte y Venus
(¡aun estando a simple vista!)
en sus lóbregos telescopios.
No podemos dejar de soñar,
tampoco de afanarnos más
en unas cosas que en otras.
Pero, hijos míos (es un decir),
no nos vayamos por las ramas,
que no somos búhos, ni micos.
Es necesario ir al fondo
de lo que existe y late.
Apoyémonos para ello
en lo que ya han hecho otros.
Mas sabiendo que sus errores
son parte útil del legado.
(Todo esto es trabajoso,
mas en este lance es cierto
lo de que trabajar es sano).