LA NOCHE EN LAS BUTACAS. Por Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)
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La puerta de cristales estaba cerrada concienzudamente y nadie podría oírles por fuerte que gritaran aunque ni siquiera lo intentaron ante la sabida inutilidad de hacerlo. Desde allí distinguían la gran mole de la puerta de la calle, que al menos dejaba entrar alguna luz por la rejilla de arriba. Nada, no hay posibilidad alguna, así que a aguantarse hasta cualquiera sabe qué hora, las nueve o las diez o las once, porque ninguno de los dos conoce el horario de apertura, ni el de cierre, que es el que les ha sorprendido en plena faena. ¿Cómo te llamas? Pablo. Yo Pedro. Tras un instante de indecisión se besan en las mejillas para ir, titubeando, a los labios, en tenue y superficial beso esta vez, no como los de hace unos minutos, cuando estaban en ese cubículo del que han bajado sumidos en la obscuridad, auscultando con los pies y la débil llama del encendedor de Pedro los seis o siete escalones hasta encontrar, palpando, la entrada a la sala. Ya los ojos van venciendo y todo aparece en un claroscuro hasta cierto punto confortable y tranquilizador: el marfil de la pantalla, los aún confusos bultos de las butacas, las columnas que parecen centinelas petrificados. Yo es la primera vez que vengo, y ha sido porque te vi en la plaza y te he seguido, por si acaso. Yo también es la primera vez, dice Pedro, orgulloso por lo que acaba de oír. No les queda más opción que esperar sentados hasta que llegue el tío que vende las entradas, o el otro que limpia a la vez que observa el meneo que se produce en el cine, sobre todo en una dependencia muy frecuentada por algunos clientes. O el que yo creo que es el dueño, un tío alto y gordo al que vi salir de la taquilla para que entrara el otro, apostilla Pedro.
…………Que no ha pasado nada, Eugenio, que habrán pasado la noche esperando a que se abriera para poder irse, que no hay ningún desperfecto, ni siquiera han fumado, joder. Son dos muchachos, se ven buena gente. No llegaron juntos, yo creo que no. Seguro que se lo han montado en la cabina. Ah, no, la llave la tienes tú. Si la cerradura está rota mándala arreglar. Que sí, que no me dí cuenta de si salieron. No había nadie ni en la sala ni en los servicios cuando fui a cerrar. ¿Que está claro que no salieron? Vale, pero no va a estar uno pendiente de todos, uno cobra las entradas, pero si te pones así también habrá que decirle a la gente que las entreguen a la salida y así sabremos si se ha quedado alguien por ahí, después de contarlas. ¿Que me deje de tonterías? Lo que tú tienes que hacer es no darle tanta importancia a lo que no la tiene. ¿Que si no hay control aquí puede pasar cualquier cosa? Vale. (Pues vente tú a la hora del cierre. Será cabrón, ¡que no me dé tanta prisa en irme! Como si doce horas no fueran bastantes. Valiente gilipollas, dice que puede pasar cualquier cosa. Lo que tienes que hacer es echarle algún dinero a esto, que da asco verlo, so cabrón).
…………Pedro y Pablo buscan algún reposadero medianamente confortable, pero en vano, las butacas, no hay más que las butacas, algunas con los reposabrazos desvencijados, y hasta sin asientos. A los dos les asalta la congoja: toda una noche, y larga, bien larga, bloqueados en el cine. Una noche de cine, dice Pablo. Pablo tiene reloj. Son ahora las once. Puede que tengamos que estar aquí diez o doce horas, se lamenta Pedro, pero bueno, peor hubiera sido quedarse aquí uno solo. A Pablo le choca lo que dice Pedro, porque cómo te ibas a quedar solo si estabas solo y un caso como este no podría producirse. Este está regular de la chola, piensa de Pedro Pablo. Ahora que ya distinguen a lo lejos, Pedro y Pablo se dirigen a los aseos, que menos mal que tienen luz propia, dice Pablo y Pedro levanta los brazos en señal de agradecimiento no sabe a quién o a qué, y vuelven a las butacas con el ánimo y la ilusión de dormir, una vez liberadas las vejigas. ¿Y el hambre? Aguantarla hasta mañana. Ni siquiera pueden acceder a la máquina de refrescos, al otro lado de la puerta de cristales. La sala y los aseos, y los escalones y el pequeño cuarto son su único mundo por esta noche. La curiosidad y el no saber qué hacer les hacen volver al cuartucho, y descubren, gracias a la intermitente luz que concede el encendedor de Pedro, que desde allí se proyectan las películas, pero con un mecanismo que activan desde la taquilla, no como antes, que a mí me lo ha dicho uno que viene mucho por aquí, porque esto antes era un cine de los otros, de los normales, informa Pedro. Cómo estaríamos que ni nos dimos cuenta, dice Pablo, lo que hace reír a Pedro. Regresan a la sala y Pablo y Pedro guardan silencio durante un buen rato; tanto, que Pedro percibe la respiración de un Pablo amodorrado. Siente un poco de envidia, cierto temor a estar despierto toda la noche sin que Pablo esté con él, quiere que Pablo nunca le deje, que ambos corran la misma suerte, y le roza con el codo lo suficiente para que el apenas durmiente dé un respingo y mire a Pedro como disculpándose por haber dado una cabezada. Perdona, no sé por qué te he despertado, dice Pedro sinceramente aunque Pablo no repara en lo que acaba de decir su camarada. Pedro se enternece y se va a echarse agua en la cara, vuelve enseguida y vuelve a sentarse junto a Pablo, que le pregunta si te pasa algo. Pedro se sale por la tangente y le dice que si esto te parece poco, sin que ese esto, en lo real profundo del sentir de Pedro, corresponda al esto que deduce Pablo. Codo con codo, brazo sobre brazo, Pedro y Pablo se duermen y se despiertan, se duermen y se despiertan, se duermen y se despiertan, hasta que el dormir se hace más continuo. Pablo sueña que el tiempo es redondo, mientras ve un reloj que baja y sube por un espacio interestelar y marca las horas en sentido contrario al establecido y nota que las butacas dan saltos y las luces llenan todo de luz, de una luz cegadora que por consiguiente no es luz, y que Pedro va en una butaca voladora que se introduce en la pantalla y enseguida vuelve a salir cargado de regalos que Pablo no distingue hasta el punto de poder pormenorizarlos. Pedro no sueña dormido porque no duerme pero su cabeza se llena de imágenes en que Pablo y él van de la mano de una mujer con apariencia de ser la abuela de cualquiera de los dos. Qué hora es pregunta Pedro, y resulta que son nada más que las cuatro; o nada menos, dice Pablo, que agradece cada minuto que pasa. Los dos confinados quedan nuevamente en silencio, se mueven en sus respectivas butacas, se miran, y otra vez se miran y vuelven a mirarse y de nuevo… no se miran sino que se encordelan, otra vez, como en su primera visita al cuartucho. Ahora sí, vueltos de los aseos se duermen hasta las siete, son las siete y cuarto, dice Pablo; yo no sé qué le voy a decir a mi madre, ni en el trabajo, oye Pablo que dice Pedro y éste oye de Pablo que le diga a su madre que ha pasado toda la noche con un hombre. Qué gracioso eres, dice Pedro, que añade que mi madre seguramente se figura lo mío, pero que nunca he faltado la madrugada de un domingo, ni al trabajo.
…………Son más de las nueve y media y ya llevan desde las ocho de pie esperando la entrada de quien sea, alejados de la puerta de cristales pero bien visibles para no causar ningún sobresalto, que de todos modos habrá pero mejor si es leve. Se han puesto de acuerdo en lo que van a decirle a quien llegue, que en ese momento llega, abre la puerta de cristales y no da crédito a sus ojos. ¿Qué hacéis aquí? ¿Qué es esto? Pedro y Pablo se encogen de hombros y en sus caras aparecen candor y pasmo, como si fuesen ellos, y no el otro, los llamados al asombro y la turbación. El recién llegado ha activado el interruptor general y pasa la vista por la sala y los elementos a su alcance. Pedro y Pablo aprovechan y salen por la puerta entreabierta, reprimiendo las ganas de correr. Ya sabemos a la hora que abren esto, dice Pablo, y los dos ríen, contentos de verse a la luz del día, caminando juntos, ya sin ninguna prisa.
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Este relatillo de Urbano estaba en un jarrón que la madre de Alberto le regaló a su hijo con motivo de algún cumpleaños de ella, causa de que en casa de Alberto los jarrones se cuenten por decenas. En este —grande, de ancha boca— había más cosas: un peine, un par de cordones para zapatos, un bote de lodopovidona, dos bolígrafos Bic, un tubo de comprimidos de magnesio… (Mario Cortés)
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