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«TÓ» EL MUNDO ES FEO. Por Rafael Rodríguez González

 

esculturademanololópez 2012(Escultura de Manuel Melquisedec López)

2012

 

La fealdad, igual que la belleza, es subjetiva. Yo no lo creía así, pero desde que comencé a tratar a Manolito me he convencido de lo contrario.

            Manolito es bajito. Y feíto. Su pelo, que en el centro de la cabeza siempre está de punta, más erguido que un legionario en una revista, es de un color de difícil definición. Y más desde que le asoman, ofensivas y propagadas, las canas. Lo que está claro es que, de bonito, nada. La piel de su cuello y de su cara, incluida la frente, está surcada de arrugas desde antes incluso de llegar a la cincuentena (ahora ya está cerca de ser sexagenario). Es una piel que parece de campesino de los de antes, sólo que como si por las noches también hubiese habido Sol y él recibido los rayos. Pero no es moreno; es, como los pelos, de un color indefinible, ambiguo, ni que sí ni que no. Raro, en todo caso.

            Es menudo, y sus andares se asemejan a los movimientos de un bartolito, o cristobita, de esos de madera que respondían al tiro de una guita.

            Viste aseado, pero en ese cuerpo nada resplandece ni sienta bien. Es decir, que nunca ha podido, puede ni podrá decir eso de «es que yo, con cualquier trapito que me ponga…». Lo de la mona y la seda sí, eso sí.

            A sus ojos, miopes pero no demasiado, les pasa otro tanto que al pelo y la piel. No habrá quien asegure su color. Ni quien pueda afirmar que tienen brillo ni intensidad, y no digamos grandeza, ni siquiera volumen. Y encima los entorna cada vez que va a decir algo que él cree importante. También cuando no le da ninguna importancia a lo que oye. ¿Y las cejas? Dos leves hilos de pelillos, entre rubicundos y níveos.

            A veces, muchas veces, toma una postura como la de un gallo entre gallinas. Pero es difícil imaginar que Manolito fuese el triunfador en la contienda que llegados a cierta edad mantienen los pollos para hacerse con el corral. O sea, que Manolito, de ser gallo, no cobijaría una gallina bajo de sí ni soñando (que no sé si los gallos sueñan; Manolito seguro que sí).

            Pues bien, este ser destartalado, de características semejantes a un galeón sacado a flote después de siglos, este conjunto emblemático de infortunio físico, esta relación antológica de escaseces de atractivo, siempre pone por feo a cualquier otro hombre. Y no quiero abundar más, porque no lo he visto desnudo, ni quiero. Pero seguro que sus piernas, de acuerdo al cuerpo que han de sostener, tienen que ser pajizas; no ya por el color, sino porque no necesitan sino ser pajas. Otras partes… Seguro que lastimosas, a menos que Manolito sea un ser monstruoso en esas partes, y eso no vale para nada, salvo para ser exhibido en una atracción de feria, es decir, en internet. Sería la desgracia completa.

            Decía que siempre califica de feo a todos los hombres. Sin ir más lejos, a mí. Quien me conozca y esto lea habrá comenzado a reírse. ¡Decirme feo a mí! Pues créanlo, amigos, por increíble que parezca: esta especie de monicaco, este espécimen inclasificable, este defecto genético, este catálogo de rugosidades, dice que estoy viejo y feo. ¡A mí! Lo de viejo sea, a qué dudarlo, pero feo…

            Yo lo aprecio, incluso lo quiero, pero, claro, como se quiere a un hijo malogrado o a un barco desconchado.

             Uno de estos días contaba que le había dado un presupuesto a una señora de buen ver (Manolito es pintor de brocha gorda, mono único y escalera corta), y decía: «Ella está muy bien, pero el marido es el más feo del mundo». Yo estuve a punto de decirle que en ese caso él podría considerarse subcampeón mundial en la categoría, pero opté por la lisonja: «A ver si cuando estéis solos ella se te lanza… Pero ten cuidado, no sea que aparezca el feo». Y Manolito, muy pagado de sí mismo, me dijo que sí, que ya tendría él cuidado. Y yo pensé: como no sea de no caerte de la escalera…

            Días después, por una casualidad, conocí al «feo». Mejor dicho, no conocí, sino que supe quién era el marido de la mujer a quien el pintor había dado el presupuesto, y en efecto pintado el piso. Se trata de un hombre que conozco desde su adolescencia, cuando acompañaba a su padre cada sábado y cada domingo a desayunar en mi lugar de trabajo. Algo más de 1.80 cm., moreno de verde luna (excúsenme la licencia), bien hecho e incluso fornido, simpático, con un aire lánguido, un cabello exultante a pesar de sus cuarenta años, unos dientes de anuncio, dos ojos como aceitunas gordales de Benaburque y, por si fuera poco, inteligente. O sea, un ser admirable, digno de cuidarlo, y un cuerpo que para sí quisiera, no ya Manolito, sino más de uno y más de cien mil. Pues ese era el feo, un ejemplar que se disputarían miles de mujeres. Y de hombres ni os digo, amigos  míos.

            Manolito es un caso. Perdido, por supuesto. Si lo será que un día estuvo a punto de atropellar a una pareja —no por su culpa, sino porque tanto ella como él son de esos que se arrojan al paso de peatones como si fuera el sofá de sus casas—, y, lo que pasa con seres de mentes esmirriadas, la pareja se lanzó a protestar, e incluso insultaron a Manolito, sobre todo la fémina, una de esas que parecen querer vengar, aunque sea injustamente, tanto de lo sufrido por las mujeres, mientras nuestro conductor tragaba saliva, aún no repuesto del susto. Yo fui testigo presencial, o directo, no sé cómo se dice. Vamos, que estaba allí. Y entonces Manolito le gritó a la increpante: «¡Señora, que se ha casao usté con el más feo del pueblo!». Y siguió su camino, no sin antes dirigirme una sonrisa, satisfecho. Desde luego no era una beldad, pero en el pueblo hay diez mil más feos que aquel baldragas.

            Es una obsesión, lo de los feos. Lo que más me sorprende es que nunca diga de una mujer que es fea. Con la cantidad que hay de esa clase.

            Ve a un hombre de la China, es decir, un chino: «¡No es feo el chino ese! Ése y todos, porque son todos iguales». Ya eso me subleva. Va a pasar la furgoneta por la ITV y vuelve proclamando que el tío escudriñador de vehículos es más feo que pegarle a un padre. Y así prácticamente todos los días: es feo el barrendero, el pescadero, el de la carne en el supermercado, el repartidor de bombonas, cualquier cliente de cualquier bar que Manolito frecuente, el médico que le atiende en el centro de salud, el joven que pasa corriendo…

            Pero una mañana de abril, estupenda por fina y amable y con una temperatura que ya quisiera uno poder disfrutar todo el año, Manolito, también estando yo presente, dijo, al poco de pasar una pareja de jóvenes cuya pinta no me gustó nada: «Ojú, que tío más feo». No el tío, sino la tía, que tendría un oído tan fino como el mío, se volvió como se revuelve el caballo de un rejoneador y le gritó a Manolito, mientras el «tío», a muy poca distancia, se sonreía, que él sí que era feo, más feo que una multa y más estropeáo que las ruinas de la Expo, y que las Tres Mil Viviendas, y que… Y ahí ya no sigo porque los padres de Manolito salieron, más bien fueron sacados, al baile.

            Pero Manolito no escarmienta. Cuando los domingos sale con algunos amigos a pasear por el campo, no falta que le oigamos decir, al paso de algún carrerista: «¡Sabe que no es feo ese tío!». Cuando alguna vez le den un guantazo no seré yo quien lo devuelva.

            Y Manolito sigue así, como si el sentido de su vida se resumiera en esa especie de máxima: «Tó el mundo es feo». Menos él. Según él.

4 PERSPECTIVAS DE UN BUSTO DE MELQUISEDEC. Fotos de Lauro Gandul Verdún 2012

 

busto MELQUISEDEC 1

 

busto MELQUISEDEC 2

 

busto MELQUISEDEC 3

 

busto MELQUISEDEC 4

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OBRA ESCULTÓRICA DE MANUEL MELQUISEDEC EN «CARMINA»:

BAMBINA Y GORDA ALCALAREÑA. Dos esculturas de Manuel Melquisedec (Fotos LGV, Alcalá 2012)

 

ESCULTOR MANOLO LÓPEZ (Fotos LGV, 2008)

UNOS OJOS. Esculturas de Manuel Melquisedec

UNAS POCAS PALABRAS. Poema de Vicente Aleixandre (1898-1984)

caos (mármol) Manolo López

Caos
(mármol)
Manuel Melquisedec

 

   Unas pocas palabras

en tu oído diría. Poca es la fe de un hombre incierto.

Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse.

Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian:

tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque, el alma a solas.

 

   Todo lo vio y lo tienen. Eso dicen los ojos.

A quien los ve responden. Pero nunca preguntan.

Porque si sucesivamente van tomando

de la luz el color, del oro el cieno

y de todo el sabor el poso lúcido,

no desconocen besos, ni rumores, ni aromas;

han visto árboles grandes, murmullos silenciosos,

hogueras apagadas, ascuas, venas, ceniza,

y el mar, el mar al fondo, con sus lentas espinas,

restos de cuerpos bellos, que las playas devuelven.

 

   Unas pocas palabras, mientras alguien callase;

las del viento en las hojas, mientras beso tus labios.

Unas claras palabras, mientras duermo en tu seno.

Suena el agua en la piedra. Mientras, quieto, estoy muerto.

 [De Poemas de la consumación (1968)

Vicente Aleixandre (1898-1984)

Ed. Plaza & Janés, S.A. Barcelona, 1978.

Págs. 33 y 34]

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LUIS CERNUDA, EN LA CIUDAD. Por Vicente Aleixandre (*)

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Dos variaciones de 1982 sobre «Unas pocas palabras» de Vicente Aleixandre:

«Un cuerpo el viento» Poema Juan Enrique Espinosa Flores

 

«Es la luz de tus pupilas» (versión de 2000) Poema de Lauro Gandul Verdún

 

JORGE BONSOR: EL COLECCIONISTA DE PINTURAS. Del «Morales» a los «Valdés Leal» del Convento de Santa Clara de Carmona (Fragmento 1). Por Enrique González Arias

 

CUANDO se aborda la vida, obras y milagros de Jorge Bonsor, no hay términos medios. Se le canoniza y se le sube a los altares, o, se le condena sin remisión a lo más profundo de los  infiernos del Dante. No importa si afrontamos su faceta de arqueólogo o coleccionista. Siempre aparecerá esa dualidad.

            Hoy acometeremos, uno de los episodios mas controvertidos en la vida del propietario del Castillo de Luna de Mairena del Alcor y que no es otro, que la de comprador y vendedor de pinturas.

            Desarrollaremos en estas líneas, las adquisiciones llevadas a cabo por nuestro personaje en materia pictórica, las formas de conseguir los cuadros, los precios pagados y  por los que fueron vendidos, las operaciones fallidas y hasta los engaños de los que fue objeto, que de todo hubo en la viña del Señor.

 

JORGE BONSOR

 UNOS  BREVES DATOS BIOGRÁFICOS

 

GEORGE EDWARD Bonsor Saint Martin,  nació en Lille (Francia) el 30 de Marzo de 1855, hijo de padre inglés y madre francesa, la cual falleció a poco de nacer nuestro protagonista. Por la profesión de su progenitor-ingeniero-, viajó por diferentes países europeos, recibiendo una primera formación escolar muy cosmopolita. Tournair (Bélgica), Moscú (Rusia), Albí y Montauban (Francia) y Yorkshire (Reino Unido) entre otros lugares, conocerán la presencia del púber Bonsor. Dotado para el dibujo, cursa estudios superiores de Bellas Artes en la Escuela de Arte de South Kensington y en la Real Academia de Bellas Artes de Bruselas, finalizando su formación  en 1880. Viaja a España, en donde lo encontramos en Septiembre de ese mismo año, con vista a una larga estancia, que pretende dedicar a pintar.  Burgos, donde contacta por primera vez con la realidad de España (visita una taberna y conoce a un pintor local). Madrid, ciudad que por cierto no le gusta, excepto El Prado. Toledo, en donde permanece aproximadamente cuatro meses y Sevilla serán lugares al abasto de sus pinceles.

            Inducido por su padre visita Carmona, ciudad en la que se establecerá-tras una corta estancia previa- el 04 de Marzo de1881, prolongando su estadía, hasta el 19 de Diciembre del mismo año y en donde mas tarde, se asentará de forma definitiva. En la ciudad palmera se hace pronto famoso el pintor inglés, al mismo tiempo, que establece contactos con lo mas florido y granado de la sociedad del lugar.

            Sebastián Gómez Muñiz, vicario de la iglesia de Santa María, Manuel Delgado y Malvido arquitecto encargado de la restauración del templo antes citado y José Vaga Peláez un aficionado al coleccionismos de antigüedades, serán sus primeros contactos encargados de allanarle el camino, hacia la tertulia de rebotica del farmacéutico Juan Fernández López, en donde se reúnen los ya anteriormente citados junto con, Manuel Fernández López, médico, hermano del oficinal, historiador local y coleccionista, Manuel Calvo Cassini, historiador perteneciente a la Comisión Provincial de Monumentos y correspondientes de la Real Academia de la Historia y Manuel Pelayo del Pozo, cirujano aficionado a la prehistoria y coleccionista, que entre otros y en palabras de Antonio García Baeza, son el paradigma de las tertulias de anticuarios. Centran los coloquios en el análisis numismático, epigráfico y de las piezas que adquieren e invitan a investigadores cercanos del ámbito académico para que les ilustren en sus comentarios. (1)

          Bonsor, que tiene una tendencia innata al coleccionismo rozando muchas veces el Síndrome de Diógenes intelectual, se integra en  de hoz y coz en este grupo y en un corto espacio de tiempo, se llega  a convertir en la figura mas representativa de tan heterogénea  agrupación. De esta relación surgirán proyectos en el campo de la arqueología, que tendrán su resultados mas palmarios, en la excavación de la Necrópolis Romana de Carmona y el la creación de la Sociedad Arqueológica de la ciudad. Con posterioridad, Bonsor volará en solitario, dedicándose explotar el potencial arqueológico  de los Alcores y que dará lugar, a una  mas que notable colección de piezas y en algunos casos, a unos jugosos beneficios.

Comprará el Castillo de Luna en Mairena del Alcor, lo reconstruirá y hará de él, junto con sus esposas,-se casó dos veces-, su base de operaciones, lugar de residencia y depósito de sus colecciones hasta su muerte el día 15 de Agosto de 1930.

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JORGE BONSOR POR ENRIQUE GONZÁLEZ ARIAS EN «CARMINA»:

«JORGE BONSOR Y GANDUL»

«JORGE BONSOR: EL COLECCIONISTA DE PINTURAS. Del «Morales» a los «Valdés Leal» del Convento de Santa Clara de Carmona [fragmentos]»:

            Fragmento 2: El coleccionista. El «Morales».

BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González

 

 

Agustín, hermano del Chiva, con Manolo «El Poeta de Alcalá»

 

Esta vez, que puede ser la única, vamos a hacer un sumario forzosamente incompleto —ni mi edad, ni lo esquelético de mis fuentes, además del espacio disponible, permiten otra cosa— de los apodos con nombre de animales que han tenido algunas personas en Alcalá a lo largo del siglo XX. Si llegara la ocasión, que lo dudo, de referirnos a los motes de procedencias no animales, es decir, de objetos varios, de plantas, de olores, de facultades y defectos humanos, y así de un casi inagotable etcétera, posiblemente abordaríamos la tarea, aunque de seguro sería más ardua que la que ahora nos ocupa. Con todo, quede dicho que Alcalá nunca ha sido, en términos relativos, de los pueblos en que se hayan contado más personas con sobrenombre, y menos de animales.

 

«La cangreja»

No llegué a saber su nombre completo. Posiblemente nadie lo sabía, ni siquiera ella, tampoco su hijo, porque ninguno de los dos llegó a cobrar paga alguna. Cuando yo la conocí se dedicaba a limpiar en algunas tabernas. Creo que anteriormente no había hecho otra cosa, laboralmente hablando. Bajita y redonda, se escoraba a la derecha al caminar. No fea, sino desafortunada, su mayor y casi único deseo era que los vejetes —cómo aspirar a los jóvenes— se metieran con ella y le dijeran procacidades, a las que contestaba con otras mayores y con tocamientos en su cuerpo y en el del vejete de turno, si éste se dejaba o no tenía los suficientes reflejos para evitarlo. Las dos o tres copitas de ginebra que engullía por la mañana le levantaban el ánimo, pero, claro, sólo por una o dos horas, dándose luego a los botellines. En cuanto a la limpieza, justo es reconocer que se esforzaba, pero entre las distracciones «galantes», la bebida y sus pocas fuerzas nunca se conseguía eso de los chorros del oro.

«El lagarto»

Francisco Jiménez López. Estuvo empleado en la fábrica de cementos desde su fundación, cuando era «Cementos el Caballo». El mote no provenía de la apariencia de su piel —no tenía escamas, ni era verde—, sino del frío que tenía continuamente, lo que le llevaba a ponerse al sol a cada ocasión que se le presentaba. También le conocían algunos como «el ropero», porque llevaba sobre su cuerpo menudo dos camisetas, dos camisas, dos chalecos, una chaqueta, y, desde septiembre a mayo, un abrigo largo. Y tres pares de calcetines, en invierno y en verano. Siempre anheló que lo mandaran a los hornos de la fábrica, lo que nunca consiguió. Lo tenían con un carrillo de mano arriba y abajo, a la intemperie pero entre las naves, donde raramente daba el sol. Al comenzar la jornada en la fábrica siempre llevaba un botijo lleno, no de agua sino de vino e incluso de coñac. Mal comelón, murió de frío, una noche en que, borracho, unos amigos lo dejaron en un coche durmiendo un sueño frío, frío de verdad. (No confundir con Ricardo «el Lagartijo», ese que trabajó en la panadería del Lepe en el Derribo y después en Lejía Conejo, gran persona, rebelde con causa, simpatiquísimo, generoso, bromista de buena ley, hombre de risa fácil pero no tonta).

 

Mirlo común

 

«El mirlo»

Hornero en la panadería de Dolores Oliveros, en la calle La Plata. Era casi tan negro como el pájaro del que recibía el remoquete. Su nombre era José Blanco Rubio. A disgusto con su tonalidad dérmica, nunca llegó a creer que pudiera existir un mirlo blanco. Esquivo, soltero y sin nadie, murió en el desván en que malvivía sin que se descubriera su óbito hasta tres o cuatro días después —era invierno—, cuando fue el casero a cobrarle. «¿Y a mí quién me paga?», llegó a decir el propietario. «El mirlo» tuvo menos misas de difuntos que Adán y Eva.

 

«El ciempiés»

Andrés Cazalla Rute. Vivió en la calle Nicolás Alpériz. Hornero. Inventor de la denominación «agua de bujeritos», para referirse a la del sifón, con la que acompañaba el aguardiente. Lo de ciempiés se debió a que le solía decir al tabernero: «Échame otra, pa no ir cojo». Un día, uno de los taberneros le respondió: «¿Cojo, si eres un ciempiés?», dada la cantidad de «otras» que ingería. Fue uno de los bebedores —no cabría decir borracho, estado en que nunca lo vi— más simpáticos y pacíficos que he conocido. De cuantos he escuchado, el que mejor cantaba las saetas de Alcalá —pegado al mostrador y escrupuloso en cuanto a número y calidad de oyentes—, en un tono bajito, dado que sus facultades no le permitían mucha expansión fónica. En esto le pasaba como al Chicho de San Roque.

 

«El pato»

Antonio Jiménez Gandul. Él ya era bastante mayor cuando alcancé a conocerlo. A uno de sus nietos, buen amigo mío, le dicen «el Patito», y al padre de éste lo conocieron como «el hijo del Pato». Trabajó en la construcción de la conocida como Casa Paulita. Verla derribar, apenas cuarenta años después, fue una de las grandes penas de su vida, si no la mayor. El apodo le venía de su forma de andar, con los brazos hacia atrás y con un contoneo todo él que recordaba a tan entrañable animal. Puedo recordar que armó muchas discusiones en la Plaza del Duque con otros viejos cuando, en 1969, dijeron que el hombre había llegado a la Luna. Él lo negaba y requetenegaba. Yo creo que con buen criterio. No sabemos si llegó una máquina, pero el Hombre….

 

Mantis religiosa

 

«La Santa Teresa»

No diré su nombre. Trabajó en el almacén de Tío Tubo, en el de La Nocla y en el de los Gutiérrez. Esta mujer, de extraordinaria belleza y simpatía, casó cinco veces, y enviudó otras tantas. ¿Habrá alguien entre ustedes que no conozca el proceder de la mantis religiosa hembra durante el acto copulativo? Pues bastó con que a una sola persona se le ocurriera la comparación para que a aquella mujer se la conociera en Alcalá, a la segunda defunción marital, con ese apodo que a mí me parece tan asqueroso y despreciable además de tontísimamente injusto. Los hombres lampaban por ella, y ella elegía. Si se morían ¿qué culpa tenía ella? Por lo menos se habían muerto después de haber conocido a fondo a una mujer de bandera. Seguro que la envidia jugó cierto papel en la génesis y propagación del mote. No tuvo descendencia, y en sus últimos años estuvo atendida por dos sobrinas.

 

Guacamayo

 

«La guacamaya»

Fue mi pariente, amigo y compañero Rafael Palomo el que le puso el mote a aquella muchacha cuya cara se asemejaba a la de tan precioso animal. Lo que pasa es que si en el pájaro resultan de una belleza espectacular, los mismos rasgos trasladados al rostro humano se convierten en algo grotesco y chocante. Un queridísimo amigo mío, Jorge, tan desafortunado en amores como en caídas, fracturas y demás desgracias de cualquier tipo, fue novio de la muchacha apajarada. Ella vivía en una posada, y Jorge iba a visitarla los miércoles por la tarde, que era cuando libraba en el bar en que estaba empleado. Una semana, el dueño necesitó el miércoles para sí, de modo que Jorge descansó la tarde del martes. Se dirigió a la posada, y, al entrar en el zaguán, se encontró con que detrás de la puerta estaba su novia en plena faena con un varón. El bueno de Jorge no pronunció ni una palabra, volvió sobre sus pasos y nunca más hizo por ver a la moza. La guacamaya era fea, pero, tal vez precisamente por eso, no desaprovechaba las tardes libres.  

 

 Canilla de barril

«El verderón»

Había nacido en El Viso del Alcor y se llamaba Jesús. Ni él mismo sabía el motivo de su apodo. Posiblemente le venía de familia. Cuando estuvo trabajando en 1954 en la obra de La Bodega, en la calle de la Mina, bajo la batuta de aquel gran maestro albañil y extraordinario elemento que fue Francisco Antúnez Cáceres, dejó una huella indeleble, tantas fueron las anécdotas que protagonizó. La huella que aquí tengo lugar para reflejar es la que dejaba en la canilla del barril del fino «Mosquito», en el del mistela o en el del vino duro, al manipularlas, ora una ora otra, con las manos llenas de yeso, que nunca tenía la precaución de limpiarse. Los «ataques» de Jesús se contabilizaban, sin más consecuencias, por mi abuelo, por mi padre o por Rafael Palomo: uno, dos, tres, cuatro… Algunas, pocas veces, cuando Jesús estaba en algún andamio, Curro Antúnez le advertía, por su seguridad: «Jesús, bájate de ahí». Pasados los años, fue el inventor de un método infalible para cazar pajaritos: ponía algunos granos, o pan, o lo que fuera, en su mano abierta, y cuando el pájaro se arrojaba por el alimento, Jesús retiraba súbitamente la mano y el pájaro se estrellaba en el suelo. Si se lo creía él mismo, ¿cómo no creerlo yo?. 

 

«El chiva»

Manuel Olivera Carmona, «Manolín». El hijo mayor de un padre gachó y una madre jitana. Manolín, ya cuarentón, se tiró de un balcón de una casa de la calle Herreros, según él para suicidarse, intento del que salió con un pie fracturado. La altura del balcón no daba para más. El padre, betunero de profesión, metía un grillo en una cajita y lo ponía bajo la almohada: decía que sin el rin-rin del grillo le era casi imposible dormir. Creo, no estoy seguro, que Manolín, que no trabajó en toda su vida, más que nada dedicado al sablazo, la terminó en un centro psiquiátrico o manicomio (entonces aún los había). Yo tuve unas cartas —que destruí accidentalmente— cruzadas entre Manolín y una mujer —Luisa Benítez— que conoció en el psiquiátrico de Córdoba. Las cartas eran de cuando Manolín estaba en el de Sevilla y Luisa seguía en Córdoba. Ninguna de las cartas de Manolín fueron manuscritas por él, porque era totalmente analfabeto. Ella, por su parte, se quejaba en todas las suyas de las infidelidades del «Chiva», quizás porque advertía las mentiras de Manolín, clarísimas incluso para mí. (A su hermano Agustín habría que dedicar una biografía de unas doscientas páginas, que serían las más densas imaginables, por ricas y amenas. Agustín ha sido el ser más extraordinario que yo he conocido directamente en mi vida, pero tendría que «poseerme» Dostoyevsky,  o Cervantes, quizás una combinación de ambos, para poder transmitir siquiera fuese una parte de lo que ese ser reunía).

 

«El pavo»

Pablo Fernández Portillo. Sobrino de primos hermanos por parte del padre de la mujer del yerno del cuñado del tío del suegro del hijo más chico de la hermana del sacristán de la iglesia de San Sebastián que antecedió a Pachón, que era tío segundo del segundo marido de su hermana, sobrina carnal del tío del cuñado del sobrino de primos hermanos de la madre de Joaquín el de la tienda. El más presumido de Alcalá y posiblemente de España. Guapo, «bien periformado», como ponen en los partes de los hospitales (lo sé por mí), poseedor de varios de los dones que hacen atractivos los hombres a las mujeres y también a tantos hombres. Pablo se tenía en tanto que pasó los años despreciando a cuantas mujeres le rondaron, sin que, por el contrario, hiciera algo por los de su sexo. Así que, según me aseguró el único amigo que tuvo, nada de nada durante toda su vida. Estaría bien de cuerpo, pero es de suponer que mal de la cabeza. Puede ser también que no estuviera tan bien de alguna otra cosa.

 

«El erizo»

Joaquín Ríos Jiménez. Jitano, orgulloso de serlo y con razón. El apodo le correspondió por ser muy probablemente el único jitano que no le temía a las culebras. Es más, las cazaba con tanta o más agilidad que el simpático animalillo del que recibió su alias. Trabajó durante muchos años en el almacén de Beca, como ayudante de camión. Otra cosa curiosa es que los más agresivos perros de las fincas se echaban a sus pies nada más acercárseles. No lo es menos que los gallos, cuando Joaquín entraba en un corral, se agachaban igual que las gallinas cuando van a ser pisadas. El jitano lo lograba mirándoles fijamente y diciendo, durante unos instantes y sin parar: «Federico, Federico, Federico…». Su final fue casi idéntico al de tantos pobres erizos: atropellado por un coche, en su caso cuando fue a atravesar la carretera sin cuidado alguno, en Sanlúcar la Mayor. Los coches no son perros, ni gallos, ni culebras.

 

«El aguilucho»

También conocido como Fraisquillo (de Francisco, Francisquillo). El mote le fue adjudicado ya mayor, cuando, al entrar en la taberna —repleta—, el dependiente, un jovenzuelo observador y descarado, le dijo: «Fraisquillo, pareces un aguilucho caío de un nío». La verdad es que Francisco de Quevedo tendría delante a alguien muy parecido a su tocayo cuando escribió aquello de «érase un hombre a una nariz pegado…». La de nuestro hombre era aguileña y enorme. Eso, unido a los pelos de punta, a sus temblores propios y a los añadidos por el frío que traía de la calle, además de a la postura de sus brazos, inmóviles pero separados del tronco, hicieron al jovenzuelo acertar con la imagen. De tan mal humor como inocencia y rectitud extremas, siempre estaba sermoneando a su mujer, que, como era sorda, cuando había alguien delante se limitaba a sonreír. Las palabras de Fraisquillo ni le entraban ni le salían, aunque le molestaba tanta insistencia.  

 

«El borrico»

No era de Alcalá, y siempre mentía sobre su lugar de nacimiento. Y sobre cualquier cosa. Cojo, con bigotito y sombrero, con apariencia de jitano sin serlo, se dedicaba a vender participaciones de lotería. Al que rehusaba comprarle le decía: «Arre, borrico», y de ahí el mote. Algunas veces, cuando alguien iba a comprarle, preguntaba qué número quería que le pusiera en la papeleta, como dando a entender, en broma, que carecía de los décimos que respaldaran el albalá. Desapareció de Alcalá cuando una vez «dio» un premio considerable. Yo creo que en esa ocasión él mismo se diría, repetida y enérgicamente, incluso dándose en las ancas: «Arre, arre, borrico, arre».