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A PROPÓSITO DE UN «PCIH». Por Rafael Rodríguez González

La UNESCO, que sabe tanto de flamenco como yo del color de los pijamas de Eisenhower, ha proclamado al flamenco, después de una prolongada campaña de la Junta de Andalucía, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (PCIH).

Grabado de Gema Atoche 2008

Juan Talega

Dos advertencias tengo que realizar. Al referirme al flamenco lo hago exclusivamente al jitano o de clara procedencia jitana. Bajo el epígrafe o rótulo de flamenco se han conocido y se conocen tantas y tan variadas formas cantoras, sonoras y estéticas, que conviene distinguir entre ellas y no hacer un revuelto que forzosamente resultaría inconsistente, por más que algunas de esas formas se aproximaran e incluso fundieran de forma más o menos natural y espontánea en tiempos pretéritos. La segunda es que, para conocer los vericuetos históricos del flamenco, de la forma más aproximadamente certera, bastaría, además de con una inexcusable experiencia propia, con un solo libro: Luces y sombras del flamenco, de José Manuel Caballero Bonald. Tiene bastante ventaja sobre cualquier otro, pero no debe uno ocultarse que está escrito en momentos de remolinos y aparentes encrucijadas (1975), y que el autor no pudo evitar enredarse un tanto.

            Ya desde el enunciado de la declaración empezamos con los desacuerdos. ¿Son la voz, el sonido de la guitarra, las cuerdas y el puente, las palmas, los chorlos, el pañuelo del bailaor y el tintineo de vasos y botellas algo inmaterial? Los bollos con manteca por los que suspiraba Joaquín el de la Paula al atender las llamadas de los señores, ¿también eran algo inmaterial?.

            La proclamación se hace  sobre una tradición inalterada en el tiempo, para la que hay que contar con medidas de protección, según las normas de la UNESCO. El tiempo es lo único inalterable de cuanto existe. Mas nada de lo que contiene, o sea, nada de lo que en él vive, es inalterable. ¿Es que hay algo más alterado que el flamenco a lo largo de los últimos cuarenta y cinco años, e incluso desde su aparición ante el público a mediados del siglo XIX? Ni siquiera permaneció inalterado en el seno de las familias jitanas cantaoras. Pero todo eso ya desapareció, y las reminiscencias que quedan también lo harán. Los intérpretes fieles que quedaban, ciertamente gloriosos, fieles no a imaginarios cánones, sino a la herencia jitana presente en sus tuétanos, se extinguieron en los años sesenta, setenta e incluso ochenta, y con ellos los últimos vestigios del flamenco de peso.

Acrílico sobre tela de Gema Atoche 2008

            El hilo de bronce que durante tantos años aseguró la pervivencia del flamenco fue la familia jitana y la relación íntima. Ese hilo se rompió, y al romperse se rompió todo, se hizo imposible cuanto hasta ese momento había existido. Naturalmente, ese hilo no saltó por arte de magia. Fueron las formas de vida, en aspectos esenciales, las que cambiaron radicalmente. El flamenco había nacido en unas circunstancias dadas y tenía que desaparecer como tal, dado que la desaparición de esas circunstancias sociales tenía que llevarlo a la tumba. Los dinosaurios no evolucionaron, desaparecieron. En este asunto, la aplicación de la teoría de la evolución falla en su eje, porque sólo puede evolucionar aquello que vive.

            Pero, ¿es eso, lo ya desaparecido y que sólo podemos disfrutar en los archivos lo que acaba de ser nombrado PCIH? Puede que sí, pero lo que en la práctica aplastante se instituye como PCIH es lo actual, es decir, por poner ejemplos elocuentes, el «cante» de Miguel Poveda y tantos otros (a alguno de esos no lo voy a citar expresamente, dado lo sucedido el 13 de diciembre), el baile de ese que se agita en una caja de muertos puesta en pie, y el de otros karatekas, el «cante» de Estrella Morente, que puede equipararse a Enrique Iglesias respecto de su padre (el peor cantante que se ha conocido en España), el de tantos guitarristas que están más contentos cuanto más se alejan de la armonía y del compás, y, en fin, el de cualquiera que auspicie Canal Sur y demás pontífices de la nueva hornada.

            De modo que la declaración como PCIH se hace sobre un mal remedo del flamenco, sobre el flamenco más degradado, sobre la comercialización más nauseabunda, sobre la falsificación más desvergonzada, sobre una realidad en la que se enseñorea la mediocridad impuesta, sobre el peloteo y la trinca a cada paso sin arte que pase, surja ni quepa esperársele. Se alienta a los malos imitadores, al chillido en vez del cante, a la fusión emulsionadora que nada aporta ni siquiera a una posible nueva música. ¿Que a usted le gusta? Pues que le aproveche, amigo, porque oportunidades de disfrutarlo no le faltarán. Pero no es flamenco: no confundamos el pajarillo que vuela con uno de porcelana.

            Ya tiene la Junta de Andalucía, a costa de un concepto e incluso una realidad que fue, ¡que fue!, otro banderín de enganche, otra futilidad que utilizar para fomentar el orgullo de ser andaluz y pertenecer a la Patria andaluza. ¿No tiene hasta padre esa Patria? Ea, pues ya tiene también un patrimonio inmaterial. Por títulos que no quede.

Ahora se enseñará el flamenco en las escuelas. ¿Se pondrán en las aulas unas botellas, varios paquetes de tabaco y, en el caso de tocar la lección sobre el «flamenco moderno», algunas otras sustancias? Lo digo porque la realidad es total: no puede uno andarse a trozos con ella, ni siquiera con los niños. Aunque algunos dirán que se puede hacer flamenco aséptico, no contaminado de vicios propios y ajenos. Los docentes enseñarán que el flamenco es algo consustancial con el ser andaluz, con la esencia de Andalucía. Algunos remontarán la cosa hasta los tartesios, que, como todo el mundo sabe, eran andaluces a más no poder..

            Mientras, yo me conformaré con que el jitano que vende en una esquina espárragos y cabrillas y blanquillos y tagarninas y flores y tomillo y canta a veces a quien sabe que sabe no me eche en serio la maldición que me dijo en broma el otro día, porque no le compré nada. «Permita Dios y te lleves dos semanas escuchando al Poveda». O a otros.

Al cante Antonio Hermosín y al toque Niño Elías
Foto: Miguel Ángel Olivero

¿QUÉ ES, MUSA O MEDUSA?. Epinicio de Rafael Rodríguez González (Julio de 2009)

 

 

Diego del Gastor: "¿Quién ha dicho que es usted una musa?/Si usted no da la talla ni para una excusa.
Diego del Gastor: “¿Quién ha dicho que es usted una musa?/Si usted no da la talla ni para una excusa.

 

 A Cleopatra, sin compromiso ninguno

 

A este pueblo la magia le ha rozado.
Las niñas son princesas, y los niños
senadores con sólo hacer un guiño.
El castillo, cada vez más asediado,
a mirarse en el río ha renunciado.

Ahora una musa han descubierto.
No la encontraron en el cajón
donde se ponen los muertos:
ha sido en Diputación.

¿Algún dios musa la hizo?
¿Del Olimpo era, o tal vez
fue uno persa, con sus rizos?
Vete tú a saber si habrá sido
un genio de una botella,
que en su último vahído
con tal de salir se agarró a ella.

¿Y musa de qué, qué inspira?
No se crea que es lástima, desde luego,
que siempre llega a lo que aspira
y llena de satisfacción su ego.

Es la musa del flamenco,
fuelle de gitanos andaluces
(de los que están en el elenco
y cuando cobran les luce).

¿Es quizás una oriental belleza?
Pues no, es poquita cosa,
y por la edad a nadie ya embelesa,
mas puede aconsejar a la que empieza.

Porque es musa y hada madrina
que nunca a nadie deja abandonado,
siempre que se someta a su lado
y aplique sin chistar lo que maquina.

¿Y a quién inspira esta musa en el flamenco?
¿A cantaores estilo del Chocolate?
No, sólo al nuevo y al zopenco
¡De pureza nada, qué disparate!

Si por esta musa fuera, las de opereta
alcanzarían ser estrellas del firmamento,
mientras a éste, de Fernanda y la Serneta
llegarían hecho cante los lamentos.

(Y desde su tumba, tía Anica la Piriñaca,
le soplaría un pedo como una gran traca)
(Vamos, que Manolo el Agujetas…
la mandaría… a hacer puñetas).

Que vengan la Andonda, Pastora y la Paquera,.
Manuel Torre, Cagancho y Juan Talega,
El Niño Gloria, el Curilla y Manuel Vega,
Joaquín, Manolito, Algodón y el Enriquillo,
Diego del Gastor, Joselero y Fernandillo,
y también la Marrura, la que vino de los U.S.A.,
a todos le presentaremos a tan rara musa.

Es Diego el primero que la pilla:
¿Quién ha dicho que usted es una musa?
Si usted no da la talla ni para excusa.

Pero Manolito María siempre apostilla:
Yo no te quiero a ti pa ná;
te vienes jasiendo grande,
y eres la piedra más chica
que hay tirá por la calle.

Pero Pastora es más fina y apaña un dicho
en menos tiempo que se mata el bicho:
El tambor es tu retrato;
que mete mucho ruío,
y si se mira por dentro
se encuentra que está vacío.

Una letra es poco para ella:

Los ojillos de tu cara,
tan falsos son por la noche
como son por la mañana.

La matrona que te sacó,
se merece una corona
y tú te mereces dos.
 
Basta, que si habla Fernandillo,
O Joaquín el de la Paula,
habrá que recoger a esta musa
con su mismo ser: un trapo o una gamuza.

 

 

Manolito María: "Yo no te quiero a ti pa ná;/ te vienes jasiendo grande,/ y eres la... piedra más chica/ que se pué encontrá en la calle."
Manolito María: “Yo no te quiero a ti pa ná;/ te vienes jasiendo grande,/ y eres la… piedra más chica/ que se pué encontrá en la calle.”

 

 

UNA TORMENTA DE VERANO. Por Rafael Rodríguez González, 2008

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A Dionisio y Tomás,

merecedores de haber estado en esa tormenta

Aquella mañana se presentaba para Paco el de la Malena igual que otras muchas. Así que cuando salió a la plaza del Duque miró lentamente a un lado y a otro, luego al cielo, y enseguida optó por sentarse en el escalón de la casa más arriba de donde vivía. Era temprano, el extenuante calor de la noche ya se había ido, pero aún pesaba en el cuerpo haber tenido que estar a cada momento dando vueltas en el lecho de follisco, durmiendo un sueño entrecortado en medio del sudor y los mosquitos.

Pasado un rato, Paco, más aburrido que el follisco de su colchón, ya había bostezado dos o tres veces, cuando vio ante sí unas alpargatas enormes que calzaban dos pies igual de grandes; alzó la vista, y antes de verle la cara al dueño de las alpargatas ya sabía que delante tenía al que llamaban Tío Frasco. A éste la mañana le resultaba tan prometedora como a Paco, así que, sin mediar palabra, los dos se encaminaron hacia arriba, llegando a la calle de La Mina en pocos minutos, después de haberse entretenido saludando al zapatero de la posada y haberle preguntado si ya había pasado por allí fulano o mengano.

Más de treinta años después de aquella tormenta,
Manolito el de María (con sombrero) y Francisco el Morenito,
en el bar que éste y su hermano Manolo, hijos de José,
regentaban en la calle de La Mina.
Detrás, Godoy, un camarero

Providencialmente, al llegar a la altura de la callejuela del molino de los Portillo, alguien llamó a Tío Frasco. Era un rico propietario que adeudaba a Francisco una cierta cantidad por haberle pelado algunas bestias, unas en una de sus fincas y otras en el propio pueblo. Mientras recibía la cantidad, Francisco no hacía más que tragar saliva. Cuando el propietario se fue, Paco el de la Malena le zampó a Tío Frasco: “Se te va a queá la boca más seca que mi cacelora”. Y reemprendieron la marcha, ya más animados.

Paco trabajaba ocasionalmente de camarero, ya poco porque era mayor, en lo que se daba muy buenas y elegantes trazas, así que por eso y por su parentesco con Manolito, un camarero de Dos Hermanas pero que trabajaba en Alcalá, en Sevilla, en Mairena y donde hiciera falta, se alegró mucho de verlo, ya a la mitad de la calle, cerca de la taberna de Cachito. Ambos se divertían contándose las anécdotas que les sucedían u observaban en su oficio. Este Manolito era hermano de Juan Talega, sobrino de Joaquín el de la Paula y también sobrino del de la Malena y del otro Francisco, el Tío Frasco. Ese día, Manolito no había ido a trabajar a Sevilla porque, no que le hubieran rescindido un inexistente contrato, sino que le habían dicho simplemente que se pasara por el bar dentro de un mes. A lo que él decía: “Lo que no me han dicho es dentro de qué mes me tengo que pasar”. En fin, los tres siguieron calle arriba y su primera parada fue en la mencionada taberna. La de Cachito era habitualmente una de las principales sedes de las juergas flamencas de Alcalá, fuera cual fuese en cada momento su importancia en lo que atañe a la cantidad de cantaores o a lo dispendioso del señorito, cuando lo había; porque, como es natural, lo más importante desde el punto de vista artístico nada dependía de los números. Pero algunas veces se reunían los dos factores, cantidad y calidad, y también el dispendio, con lo que la ocasión se convertía en inconmensurable.

(Ya me está interrumpiendo mi amigo Ramón Núñez Vaces, que se acerca cada dos por tres a leer lo que estoy escribiendo, mientras fisgonea entre mis libros y discos, e incluso se atreve a poner alguno de éstos: “¿Para qué vas a formar un lío con los parentescos?” Y además: “¿Tú estás seguro de que todos los que estás mentando fueron coetáneos?”. Yo no le contesto, sólo muevo la cabeza para negar y afirmar al mismo tiempo, aunque lo que a mí se me ocurre responder es: “Si fueras mosca, seguro que serías cojonera”, pero no lo hago.)

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El aguardiente hace su aparición, y por lo menos tres dosis pasan por los gaznates de los tres gitanos, que al poco rato comienzan a mostrar signos de una todavía moderada euforia. El cuerpo, o el ánimo, que a veces es lo mismo, les pide seguir la marcha, no apalancarse en ese lugar que, a esa hora mañanera, está frecuentado sólo por gente que va y viene de la tan próxima plaza de abastos, trajinando e intentando vender. Manolito, que de los tres es el tenido por más solvente, le dice al dependiente: “Escucha, que ya te veré”. El dependiente, aun asintiendo, le contesta con un expresivo: “¿Po no me estás viendo?”. La verdad es que no es la primera vez; pero eso sí, Manolito siempre vuelve “a ver” al camarero. Cuando salieron, Tío Frasco, ante las gruesas nubes que se van apoderando del cielo, dijo a sus acompañantes: “Veremos a ver si no brijinda”. Los otros hicieron un gesto de indiferencia. Siguieron tranquilamente por enmedio de la calle, saludando a diestro y siniestro, hasta llegar a la Plazuela.

Una vez en la tan, como dirían algunos ahora, emblemática plaza, al primer pariente que se encuentran es a Jerónimo, el Momo, que por entonces era aún el cochero de la familia Beca. Jerónimo era un hombre joven, pero ya los medios de locomoción de los adinerados estaban cambiando velozmente, nunca mejor dicho, por lo que sólo le quedaban algunos años de tal desempeño, para luego dedicarse exclusivamente, junto a sus dos hijos, al acarreo de leña para las panaderías. Manolito, Paco y Tío Frasco se ponen a gastar bromas a Jerónimo. A éste no le agrada que sus primos hagan eso tan cerca de la casa de los Beca, así que se retira con la excusa de que pronto ha de montar el enganche. Una vez que el Momo se ha ido, a ninguno de los tres le cabe la menor duda de adónde guiar sus pasos: a la taberna del Morenito, que además está allí mismo. Pero antes se dejan caer en un banco de la plaza, y observan, entre divertidos y escépticos, al “leyente”, al último de ellos, Pepe García. Mientras lee en voz alta un periódico, dando amplios intervalos entre una noticia y otra, entre un comentario o artículo y otro, un flaco círculo de oyentes atiende a su lectura declamada. A los tres calorrés no les interesa la peroración, pero permanecen un buen rato siguiendo los gestos de los oyentes ante lo que el leyente pronuncia, y también, por curiosidad, por lo que éste recogerá en monedas o tabaco. En ese momento pasa mi abuela Reyes con su hijo Pepe; detrás va Rafael, hermano de mi abuela, que casi grita: “¡Frasco! ¿Cuándo vas a ir a la panadería?”. La contestación del interpelado es inmediata: “¡A ver si se pone mejor el tiempo!”. Mi abuela y su hermano ríen de buena gana, pero a la vez le recuerdan que las bestias, dos yeguas de Rafael y dos mulos de reparto, necesitan de sus manos manrrabaoras.

(Ramón, alias la mosca cojonera, vuelve a la carga: “¿A qué viene eso de meter a tu familia? ¿Es que eres aficionado a ese tipo de nepotismo? Me parece que deberías ceñirte a lo de la fiesta, y no introducir elementos extraños” Qué bien habla este segoviano, me digo. A veces quisiera tener a mano nepente y beberme un buen trago. De camino, ha puesto un disco de Joselero y su hijo Dieguito, lo que no hace sino distraerme de mi tarea).

A los pocos instantes, lo que casi anunció Tío Frasco a la salida de la taberna de Cachito se convierte en realidad: está brijindando; puede que sea una tormenta de verano en toda regla; el cielo se ha puesto más negro que la entrada de la cueva del Momo y las gotas de lluvia son más gordas que las perras gordas con las que cualquiera de los por allí presentes sueña. Los tres parientes se levantan y casi al trote se dirigen a la taberna del Morenito. Éste los recibe, aludiendo a los dos Franciscos, con un burlón “¿Adónde va la juventud?”. Al mismo tiempo, el leyente y su audiencia también se han desperdigado, si bien casi todos se han dirigido a la taberna de un santanderino, Nicolás García Blanco, casi recién llegado de un ya extenso periplo y que tantos años habitó entre nosotros, mientras que las mujeres se refugian en los portales. El Momo acaba por entrar también donde sus parientes. Tío Frasco, irónico, le dice: “¿Y el enganche?”. Jerónimo señala a la calle ya mojada y se encoge de hombros. José, el Morenito, es un hombre bonachón, ya cercano a los cuarenta si no los tiene ya, extraordinariamente aficionado al cante bueno de los gitanos y totalmente adepto a la juntiña con ellos. El Morenito tiene una lengua afilada, capaz de hacer tambalearse al más templado; sin embargo, sus latigazos verbales no buscan hacer daño: a lo sumo, un estremecimiento. El afectado de turno nota que la benevolencia, desde luego muy disimulada, recorre las frases alfileradas de José. Es decir: guasa, sí, pero con gracia. Nada fácil ni frecuente; ni entonces, ni después, ni ahora.

Manolito el de María

Los tres hasta ahora protagonistas de nuestro fiel relato se encuentran en lo del Morenito, nada más entrar, con más primos. Allí están Manolito el de María y Juan Talega, ambos en la mejor edad de cuantas cabe tener; Juan besa a su hermano Manolito y saluda efusivamente a sus dos tíos. También está Manuel Clarambo, el abuelo materno de mi amigo Miguel Cruz; a mi amigo Miguelito nunca le han estorbado ni la poca estatura ni su accidentada formación ósea para cantarse y bailarse como él solo. También está un joven, Juan, al que ya se le conoce como Juan Castelar, por contraposición al célebre orador; aunque, todo sea dicho, nuestro Castelar, cada vez que habla, dice más verdades que Don Emilio dijo en toda su vida. Peor pronunciadas, pero verdades. Y Carlos Franco, el multifacético, tío de la madre de un cuchillí de época, mi amigo Agustín Olivera Carmona. A este Agustín le decía su tío abuelo: “Pobrecito mi Agustín/no sé lo que le ha pasao/que tiene más menos carne/que la cola un bacalao”. Con todos ellos están otros clientes habituales. Ante la abundancia de gitanos, aunque no todos residentes en el barrio alto, el Morenito le suelta a ellos: “¡Seguro que el castillo se ha queáo solo!” Uno de los clientes, Patricio Bulnes, más gachó que un olivo pero aficionado a lo mismo que el dueño del bar, enseguida manda echar una ronda, y después otra. Fuera, sigue lloviendo. Ya, hasta un buen rato después de que escampe, no hay que esperar más clientes. No hay guitarra, ¿y qué importa, si en Alcalá apenas hay tocaores y es tan difícil echarle el lazo a alguno? El ambiente se va calentando; unos esperan a los otros, los otros a los demás, hasta que por fin sale Manolito el de María por soleá:

Ca vez que amanece el día

tengo en mi casa un sermón,

tó el mundo va en contra tuya

yo solito en tu favó

Tu mare es una judía,

por la vera mía ha pasao

y como era tan malina

no m´ha dao los buenos días

Juan Talega

Juan Talega

Desde esas dos primeras letras hasta las cuatro o cinco más que canta, a todos los presentes se les nota el entusiasmo, la más completa satisfacción. Otro cliente habitual, Joaquín Bermúdez, manda echar dos o tres rondas más. El vino blanco se prodiga y, menos mal, aparece alguna cosa de comer: hígado mechado, costillas con tomate… Es entonces, después de haberse escuchado las ocurrencias de Juan Castelar, los graciosos y evidentes embustes de Carlos Franco y las exageraciones de Paco el de la Malena, cuando Juan Talega abre la boca, que es lo único que tiene que hacer para salir cantando; la facilidad de este hombre para cantar es increíble, e increíble su compás, pero así es:

Permita Dios que si vienes

con la intención de dejarme,

que a la mitad del camino

se abra la tierra y te trague

Que no me pues ver

y a la cara te ha salío

la falta de mi queré

Juan Castelar

Juan Castelar

Ninguno de los presentes no sólo no se distrae, sino que ni siquiera parpadea. Ya es el acabóse. El Morenito da una palmada en el mostrador: “¡Ahora convía la casa!”. Esto hace subir aún más el entusiasmo, y Juan Castelar se atreve a cantar, por mucho que sepa que al lado de sus primos Manuel y Juan no va a ser tan celebrado como éstos; de las tres letras que canta esta es la primera:

Permítalo Dios y te veas

sacando agua de un pozo

y con la cuba no pueas

La segunda no desmerece de la anterior:

Te vistas de nazareno

y pegues las tres caías

yo en tus palabras no creo

Pues ha gustado el cante de Juanito. La verdad es que no lo ha hecho nada mal: más gitano y más a compás, imposible, y sin atrancarse, al contrario de cuando habla. Han pasado ya más de tres horas desde que se desató la tormenta; ya no brijinda, desde la calle llega un agradable olor. Por la hora que es no hay ya casi nadie transitando; ya está a punto de cerrar la tienda de comestibles, establecimiento colindante al del Morenito, que es de Angelita, la tía de la que después sería una de las dos nueras de aquél, de modo que debe estar bien avanzada la tarde. Castelar va a la tienda a comprar algo de parte del Morenito. De la reunión ya se ha ausentado Joaquín Bermúdez: tiene sus obligaciones panaderas; pero Patricio Bulnes seguirá en ella hasta el final, y con él continúan formándola los tíos, primos y sobrinos calorrós que siguen con sus cantes, dichos y anécdotas. Tío Frasco, otra vez tragando saliva como cuando le estaban abonando la pelá, comenta en tono acongojado que Joaquín el de la Paula está muy malito. Todos menean la cabeza y enarcan las cejas en señal de lamento y resignación. Ya se empieza a notar que hay que ahuecar el ala: no por falta de ganas de seguir, ni porque el dueño de la taberna no esté dispuesto a ello, sino porque unos tienen que ir a Dos Hermanas, casi seguramente andando; otros, aprovechando las últimas horas de la tarde, a hablar con algunos señores, en alguno de los dos casinos, que en los días siguientes es posible que les den trabajo.

Carlos Franco

Carlos Franco

Pero aún hay lugar de echarse un último cantecito, y eso lo hace Manolito el de María, mirando a su primo Juan y acordándose de su tío Joaquín, el que está muy enfermo (el joven Enrique, el hijo de Joaquín, siempre tan despistado y ensimismado, pasa apresuradamente con dos sillas de anea en las manos, sin percatarse de la presencia de sus parientes y sin que éstos siquiera osen entretenerle):

Tengo una queja contigo

que si me la callo reviento,

si la llego a publicar

me muero de sufrimiento

Hay dos últimas “conviás” que parecen no tener dueños. El Morenito va recogiendo, mientras salen sus clientes y amigos. “¡Bueno, ya nos veremos!”, exclama con su guasa bien habida. La verdad es que con esos cantes y esa gracia que allí se han explayado, las dos “conviás” olvidadas las siente más que pagadas, como tantas otras veces.

(Ramón Núñez Vaces mueve la cabeza, pero no se le cae: “Tenías que haber puesto más letras que se cantaron”. “Yo no soy tan pesado como tú, y además no me acuerdo de todas”, le contesto. Es que no para: “Joaquín Bermúdez sé quien era, pero ¿y Patricio Bulnes?” “Un aficionado muy bueno”, le aseguro. A estos estudiosos tan exhaustivos es que no hay quien los aguante).

Juan Barcelona

Juan Barcelona

EPÍLOGO DE LA TORMENTA

Como no hay manera de que mi segoviano amigo (yo lo aprecio mucho, pero a veces me creo que estoy soportando el acueducto sobre mis hombros) deje de insistirme para que relate más cosas de aquél día, tengo que intentar satisfacerlo. De la Plazuela para abajo, es decir, por la calle de la Mina, siguieron Manolito el de María, Tío Frasco, Juan Castelar y Patricio Bulnes. Paco el de la Malena se quedó en lo del Morenito, aduciendo que tenía que descansar antes de hacer el camino hasta la plaza del Duque. Otros se fueron para la Rabeta por la callejuela de la botica para tomar el puente y los demás se entretuvieron en las puertas de los casinos, ya sabemos con qué honorables propósitos. Y, como no podía ser de otra manera, los cuatro personajes entraron en la taberna de Cachito. Allí se encontraron con que algunos conocidos estaban con Bastián, tío de Juan Barcelona y cuñado de la Roezna, escuchándole sus últimas hazañas, que no eran otras que las provenientes de su más reciente detención por la Guardia Civil. Era cierto que Bastián había cogido alguna que otra vez una gallina abandonada, incluso algún borrico extraviado, pero esos hechos antecedentes, efectuados para dar de comer a su prole, servían a los guardianes del orden para achacarle cualquier delito o falta que se cometiera en Alcalá, en parte porque era fácil cogerle: estaba siempre localizable. Mientras Cachito en persona servía las copas que Patricio Bulnes había pedido, éste instaba a cantar, apremiante, a Manolito el de María. Pero antes de que su sobrino se arrancara, Tío Frasco sacó de su bolsillo parte del dinero que el agrario propietario le había pagado en la mañana por su manrraboría y le dijo a Cachito: “Cóbrate esta conviá y lo que dejó a debé mi sobrino esta mañana”. Manuel Fernández Cruz comenzó a cantar, mejor incluso que lo había hecho en la taberna del Morenito:

Se murió la Tapía,

mira tú que bonita era,

se parecía a la Virgen

aquella que está en Utrera

Yo tengo mi corazón

más fuerte que las columnas

del templo de Salomón

Yo te soplaba a ti la silla

aonde tú te ibas a sentar,

mira si yo te camelo

que hasta sé tu voluntá

Tú no pué intentá ná güeno,

que te corre por las venas

en vez de sangre veneno

Al cabo de dos o tres horas, después de charla y más charla y algunos cantes más de Manolito y de Juan Castelar, todos los presentes se pusieron más serios de lo común: iba a cantar Bastián. Era un gitano alto, fuerte, con una voz tremenda, vestido sencillamente y con escasez, y aun así con muy buena apariencia: hubiera, habría o había sido un hombre “muy presentable”, como se decía entonces. Y cantó:

A mí me llevaban en conducción,

y yo le dije a la partía

que los cordeles a mí me aflojaran

que los brazos me dolían

A toa la gente en el mundo

le vas diciendo que yo era tuyo,

qué caenas m’has echao

que me tienes tan seguro

Tu queré y mi queré

son como las aguas del río

que atrás no se puen gorvé

¿Qué más hay que contar de aquella tarde? En realidad, ya la noche era la dueña, perduraba aún el agradable ambiente producido por la lluvia, lo que hacía nacer en algunos la esperanza de que aquella noche fuese más soportable. Todos se fueron, unos más etílicamente abrumados que otros; perdurando en ellos el recuerdo de la jornada cantaora durante los días siguientes, porque al poco tiempo esas escenas, o muy parecidas, aunque siempre únicas e irrepetibles, volvieron a sucederse, fueran los protagonistas los mismos o hubiera alguna variante. Ya no puedo decir más. Si mi entrañable amigo Ramón quiere añadir algo, que se lo invente, porque él no tiene certera idea, todavía, de lo que pasó aquella tarde de tormenta. Porque pasaron más cosas.

Dib. flamenco

GENEAOLOGÍA DEL SER PROGRESISTA ESPAÑOL. De la serie «APUNTES HISTÓRICOS PARA LA INTERINIDAD POLÍTICA ESPAÑOLA» (IV). Por Pablo Romero Gabella

 
 
 
el abrazo (Foto Cañas)

El abrazo de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias
[Foto: Cañas 2019]

 
 
 

PUNTO DE PARTIDA: EL ABRAZO PROGRESISTA

 

El martes 12 de noviembre de 2019, dos días después de las elecciones generales, la historia de la actual interinidad política española pareció dar un vuelco tras meses de estancamiento. El líder del PSOE y vencedor de las elecciones, Pedro Sánchez, y el de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, firmaban un preacuerdo para formar gobierno aunque no contaran con la mayoría suficiente de diputados. Y no fue solo un pacto firmado, sino también abrazado ya que lo rubricaron con un abrazo, un abrazo progresista. Parecía comenzar una nueva era política según se desprendía de las palabras del presidente en funciones:

   «España tendrá un Gobierno progresista porque las dos fuerzas que lo componen son progresistas: el PSOE y Unidas Podemos. Y en España se llevará a cabo una política progresista porque el Gobierno será progresista».

   Por si no quedaba claro: España será progresista.

   La importancia de llamarse progresista es el reverso beatífico de la importancia de llamar al contrario fascista [1].  Pero ¿qué es ser progresista? Parece fácil en principio. Según la RAE en su primera acepción: «de ideas y actitudes avanzadas». ¿Y qué es una actitud «avanzada»? Para muchos y muchas, esto quiere decir de ideas y actitudes de izquierda. Por tanto, ¿ser progresista es ser de izquierdas? Demasiadas preguntas quizás. Veamos la tercera acepción de este término que nos da la RAE: «dicho de un liberal español: del sector más radical de liberalismo, que se constituyó en partido político». Dicho así, ¿ser progresista es una forma de ser liberal? ¿y ser liberal es ser de izquierdas? De nuevo más preguntas. Lo mejor será que vayamos al origen del término, al origen de partido radical del liberalismo.

 
 
 

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María Cristina de Borbón-Dos Sicilias  
(1806-1878)
Vicente López Portaña
(1772-1850)
[Museo del Prado]

 
 
 

LA PRIMERA TRANSICIÓN POLÍTICA ESPAÑOLA

 

El término progresista en la política española apareció durante otra gran interinidad: la Regencia de María Cristina de Borbón (1833-1840). En ese trascendental período histórico se pasó jurídicamente del absolutismo al régimen liberal y constitucional, no sin problemas y con una guerra civil por medio: la primera guerra carlista. Fue en esa época cuando se desarrolló el liberalismo en España [2], que había nacido en las Cortes de Cádiz de 1812. Hasta la Regencia de María Cristina, madre de la reina niña Isabel, el liberalismo se había mantenido más o menos unido frente a los absolutistas reaccionarios. Obviamente existían tendencias dentro de la familia liberal debido a las diferentes maneras de entender  cómo pasar de un régimen absolutista a un régimen liberal-constitucional. Esto se evidenció en el Trienio Liberal (1820-1823), efímera experiencia liberal dentro del reinado de Fernando VII. Aquí ya vemos la existencia de dos tendencias: la moderada defensora de cambios paulatinos y reformistas  y la exaltada que predicaba la ruptura con el Antiguo Régimen. Sí, habrán advertido los paralelismos con la Transición postfranquista, madre de todos los males o de todas las bonanzas actuales. La cesura entre ambas tendencias fue creciendo cuando la Regente los llamaría al poder a la muerte del «rey felón», ya que los necesitaba para ganarle la guerra a Don Carlos, su cuñado ultramontano. Primero llamó a los moderados con Martínez de la Rosa al frente que dio el primer paso con el Estatuto Real (1834), una semi-constitución o Carta Otorgada para ser más precisos. Sin embargo, la otra sensibilidad liberal, la exaltada, vio este cambio insuficiente y acusó a los moderados de «pasteleros» al negociar con nobles y eclesiásticos, los privilegiados del Antiguo Régimen, una hoja de ruta hacia la monarquía constitucional alejada de los principios del verdadero liberalismo que se basaba en la sacrosanta soberanía nacional.

   Así las cosas, en septiembre de 1835 se produjo una sublevación de los liberales exaltados por todo el país,  que contando con importantes apoyos en las clases populares urbanas, organizaron juntas revolucionarias. Estos organismos insurreccionales, que luego serían tan queridos por los progresistas, presionaron de tal modo a la Regente que ésta se vio impelida a nombrar un nuevo gobierno liderado por Juan Álvarez Mendizábal. Y es aquí donde de verdad comienza nuestra historia.

 
 
 
Juan_Álvarez_Mendizábal

Juan Álvarez Mendizábal
(1790-1853)
Grabado según dibujo de José Balaca
(1810-1869)
(Biblioteca Nacional de España)

 
 
 

MENDIZÁBAL Y EL MOVIMIENTO NACIONAL

 

Juan de Dios Álvarez Méndez (1790-1853) provenía de una familia de comerciantes gaditanos de origen judío, por esto último se cambió su apellido por el de Mendizábal para darle una patina de cristiano viejo vasco. Durante la Guerra de la Independencia y comienzos del reinado de Fernando VII se dedicó a negocios mercantiles y financieros exitosos que le llevaron a relacionarse con la élite liberal. Con la vuelta del absolutismo en 1823 se exilió en Londres, donde gracias a sus contactos mercantiles,  se hizo un floreciente businessman. Esto hizo acrecentar su compromiso político con el liberalismo y acentuó su papel como conspirador que le llevaría a financiar al bando liberal en la guerra civil portuguesa. El éxito financiero y político en Portugal le llevaría a ser llamado como Ministro de Hacienda en el gobierno de los moderados, cargo que no llegaría a ejercer de forma plena. Tras la insurrección de las juntas, fue llamado a liderar un nuevo gobierno liberal. En un principio no llegaba como líder de la tendencia exaltada, sino como el hombre de compromiso entre las familias liberales que consiguiera formar un gobierno fuerte, asentar la nueva monarquía constitucional y ganar la guerra a los carlistas.

   Una vez en el poder Mendizábal comenzó a ganarse adeptos de la tendencia defensora del movimiento o progreso frente a los sectores más conservadores que vieron en su idea de crear un gobierno fuerte  un intento de concentrar todo el poder en sus manos. Sus proyectos de desamortización eclesiástica definitivamente supusieron la división del liberalismo y su abierta apuesta por medidas rupturistas. Reabrió el pseudoparlamento del Estatuto Real y luego, a principios de 1836, lo cerró para convocar elecciones en febrero de ese año. Es entonces, en ese momento, cuando nació el calificativo de progresista.

 
 
 

ELECCIONES, PARTIDISMO Y EMPLEOMANÍA

 

   La convocatoria de elecciones hizo que las familias liberales tomaran partido, nunca mejor dicho, pasando de ser «partidos de opinión» a ser «partidos electorales». En esto los progresistas tomaron la iniciativa. Mendizábal, demostrando su experiencia como hombre de negocios, vio en la naciente prensa política un instrumento fundamental para su propaganda. Así contaría con el apoyo de El Eco del Comercio,  La Revista española o El Español como sus valedores ante el exiguo cuerpo electoral con derecho al voto según lo establecido por el Estatuto Real.  Con la cámara legislativa cerrada (Estamento de los procuradores) dictaría su famoso decreto de desamortización eclesiástica lo que haría ganarse definitivamente la animadversión de aristócratas, liberales moderados, eclesiásticos y por último, la propia Regente. Pero no había vuelta atrás, para Mendizábal era necesario un poder liberal fuerte bien financiado (de nuevo el hombre de negocios) para acabar con la guerra contra los facciosos reaccionarios que se atrincheraban en la zonas rurales de Navarra, País Vasco y Cataluña.

   A partir de enero-febrero de 1836 comenzó a aparecer abiertamente en la prensa adicta al gobierno el término “progresista” para definir a los que apoyaban al jefe del consejo de ministros. Comenzaba también una polarización de la vida diaria que la prensa reflejaba. Por ejemplo El Eco del Comercio (20 de febrero de 1836) al referir a los nombres de los 12 representares por Madrid como electores para el Estamento de Procuradores decía que:

   «Nos complacemos en ver que la mayoría de los electores tienen ideas de progreso, porque este nos anuncia que serán también progresivos los procuradores que elijan»

   Había nacido el término político progresista en España, aunque no fue aceptado como nombre oficial del partido hasta 1839 con Olózaga. En el verano de 1836 el mencionado periódico se refería a Mendizábal como «un hombre honrado que vds. suponen simboliza un partido político progresista» (29 de julio de 1836).

   La campaña de opinión se vio acompañada desde el Gobierno con el nombramiento de nuevos empleados públicos afines a sus intereses y que daría lugar a la polémica de la llamada «empleomanía» que tanto recorrido histórico tendría en el siglo XIX español. Véase para ello la novela de Galdós Miau (1888).

   Los términos «mendizabalista» y «progresista» se consideraron como sinónimos queriendo representar al verdadero liberalismo nacido en Cádiz. Quedaban excluidos los liberales moderados que se les situaba en el campo de la reacción, de los que se oponían al «progreso» o al «movimiento» hacia la verdadera monarquía constitucional basada en la soberanía nacional del pueblo español. El periódico El Español (que no fue siempre «mendizabalista») criticaría esto al manifestar que:

   «Cuando un partido llega a creer a su favor la presunción de que tiene la razón, pronto se hace dueño de la sociedad y la conduce donde quiere» (8 de febrero de 1836).

   Las elecciones organizadas por el Gobierno dieron como resultado una victoria indiscutible de sus candidatos lo que provocaría acusaciones de manipulación electoral por parte de sus contrarios. Comenzaba el partidismo. Un año después, ese mismo periódico recordaba aquellos días de la siguiente manera:

   «Dos partidos débiles, porque poderosos ya no los hay, pero firmes y enconados, sostenían poco hace encontrados principios en presencia de las urnas electorales. Mutuamente acusabánse se ineptitud e hipocresía, y tal vez en cuanto a partidarios a ninguno faltaba razón…» (22 de agosto de 1837).

 
 
 

Espartero

Joaquín Baldomero Fernández-Espartero Álvarez de Toro
(1783-1879)
José Casado del Alisal
(1832-1886)
(Palacio de las Cortes)

 
 
 

REBELIÓN EN LA GRANJA Y UNA NUEVA CONSTITUCIÓN DE CONSENSO

 

El gobierno de Mendizábal se centró en aunar esfuerzos para la derrota de los carlistas y en desarrollar la desamortización eclesiástica a la que unió la supresión de las instituciones del clero regular. Estas medias chocaron con la Reina y los elementos conservadores (que aún no constituían partido alguno) pero a la vez, y es curioso, con el ala izquierda del progresismo que veía sus medidas insuficientes. Así las cosas, en mayo de 1836 la Regente, haciendo uso de sus prerrogativas reales y legales, hizo caer a Mendizábal y nombró un nuevo gobierno presidido por  Francisco Javier Istúriz, un ex liberal exaltado que había sido colaborador del cesado y que también provenía de la burguesía gaditana. Para legitimar su poder convocó elecciones en julio de 1836, que, como ya era costumbre, ganarían los gubernamentales. En estas elecciones se organizaría por  vez primera el partido liberal contrario a los progresistas: el moderado o monárquico-constitucional.

   Sin embargo, Mendizábal y los progresistas no aceptaron el estado de cosas y organizaron una nueva insurrección en agosto de 1836 que tuvo como momento estelar la sublevación de los sargentos de la Guardia Real en el Palacio de verano de La Granja, donde pasaba esos días la familia real.  La Regente volvió a llamar a los progresistas y se formó un gobierno liderado por el viejo liberal José María Calatrava y que tenía como ministro de Hacienda a Mendizábal. Aunque se siguió con la desamortización de los bienes de la Iglesia (llamados «bienes nacionales») se produjo un cambio en los progresistas. Éste consistió en un acercamiento a los moderados para estabilizar a la monarquía en unos momentos complicados en la guerra carlista. Dentro del progresismo tuvieron mayor predicamento políticos conciliadores como Agustín de Argüelles o Salustiano Olózaga. Fruto de ello sería la Constitución de 1837, una ley fundamental que pretendía un consenso liberal, a partir de la reforma de la de 1812. De esta forma lo expresaba el periódico El Español:

   «…todos los partidos (…) y toda la opinión liberal unánime y francamente acepta la Constitución como bandera común» (22-8-1837).

   En realidad, no eran tantas las diferencias con el partido moderado, ya que ambos eran partidos de notables, de burgueses y aristócratas. Ambos defendieron el sufragio censitario y rechazaban la democracia, a pesar de que los progresistas siempre apelaban al pueblo y las clases populares, pero nunca postularon el sufragio universal,  a lo sumo a la ampliación del censo de electores.

   Los progresistas constitucionales defendieron desde entonces que no representaban la agitación ni la anarquía, sino que se declaraban firmes defensores de la monarquía, la Constitución y la soberanía nacional. Como ejemplo tenemos  un manifiesto de los progresistas de Barcelona de 1839 que decía lo siguiente:

   «…el progreso se reduce al cumplimiento estricto de la ley, a las reformas que disminuyan los pagos, y  a la igualdad legal, pone freno al orgullo y sinrazón de los que aspiran a dominar por la sangre o las riquezas, cuyo toda forma lo que llamamos libertad.»

   Frente al progresista bullangero y de barricada, los de Barcelona decían que «el progresista discute con la entereza de una convicción robusta, sin apelar más que a razones y que su sistema práctico es observar religiosamente la Constitución sin intentar ni pensar nada que pueda alarmar la seguridad individual y la propiedad».

   Estas palabras las recogía el antaño «muy progresista» Eco del comercio, en su número de 30 de diciembre de 1839.  Este progresismo conciliador, liberal y defensor del orden legal, sin embargo acabó al año siguiente cuando, tras la presentación por parte del gobierno moderado de una ley municipal que consideraban “reaccionaria”, se produjo otra sublevación que supuso la llegada al poder de su nuevo líder: el general Espartero. Con ello no solo terminaba esta fase «conciliadora» sino que también terminaba la Regencia de María Cristina, pero no la interinidad política. Para el historiador Jorge Vilches esto demostraba que «el progresismo se aprovechaba de los movimientos violentos de aquella facción para ejercer más presión sobre el adversario político y la Corona, con el objetivo de alcanzar y monopolizar el poder» [3]

 
 
 

Juan-Prim-atentado-1871

Asesinato de Juan Prim y Prats la noche del 27 de diciembre de 1870
Fernando Miranda
(Dibujante e ilustrador, siglo XIX)
La ilustración española y americana
5 de enero de 1871
pag.17

 
 
 

CODA PARADÓJICA

 
 
 

El progresismo gobernó España durante la Regencia de Espartero (1840-1843) y volvió efímeramente con el mismo general en el Bienio Progresista (1854-1856) tras la «revolución de julio». Otra revolución, la «Gloriosa» de 1868, les encumbró al poder tras destronar a la reina Isabel II, a la que tanto defendieron en su minoría de edad, hasta que su líder, el general Juan Prim y Prats, fue asesinado en diciembre de 1870. A partir de ahí, el partido se dividió en facciones personalistas que fueron recogidas en el seno del Partido Liberal-Fusionista de Sagasta en la Restauración (1875-1931). El fin del turno pacífico con los conservadores de Cánovas, le llevó a su definitiva desaparición cuando cayó Alfonso XIII. Durante la II República el término «progresista» sólo lo mantuvo el Partido Republicano Progresista de Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura que antes se llamó Derecha Liberal Republicana.

 

 

 

 

 

[1] Esta idea ya la hemos tratado en la revista «CARMINA»  con la entrada de «La importancia de llamarlo fascismo»: https://revistacarmina.es/?p=41095

[2]Sobre este período fundamental de nuestra historia contamos con una interesantísima monografía de Vladimiro Adame de Heu: Sobre los orígenes del liberalismo histórico consolidado en España (1835-1840), Sevilla, 1997.

[3] Jorge Vilches, Progreso y libertad. El partido progresista en la revolución liberal española, Madrid, 2001, pág. 28.