Posts from junio 2011.

EL TUFO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Jugadores de cartas, 1936
Amelia Peláez
(Yaguajay, 1896-La Habana, 1968, Cuba)
 

Ocurrió en 1952 en la calle la Mina, una noche de Enero. Protagonistas, una pareja de guardias civiles, un tabernero, su mujer y seis jugadores de cartas. Vamos a ponerles nombres. Los guardias no los necesitan, eran números. El del tabernero Eusebio, y su mujer Vicenta. A los jugadores mejor conocerlos por sus motes o por sus apelativos familiares: el Quinqué, Joselito, el Jabonero, el Peceño, el Candonga y el Quisco.

            Todo esto me lo contó pocos años después mi abuela, que era la que me contaba estas cosas. Ella nunca quiso ocultar a los niños que la vida es tragedia.

            Los «beneméritos» hacían su ronda habitual; habitual en lo que se refiere al horario, que no al itinerario. Los agentes llevaban fusiles, capas, frío, pensamientos. Y tricornios. Tricornios de esos achatados, que no eran ni son tricornios.

            Dentro de la taberna, a puerta cerrada —eran las doce—, los seis adictos a la baraja dieron comienzo a la partida en un cuarto contiguo al salón del bar. Vicenta y Eusebio  pasarían unas horas atentos a las llamadas de los reunidos: yo quiero coñac; trae una botella de Mantecoso; a mí tráeme una copita de Guadaíra; tráete unos cachitos de queso y bacalao… Y tener preparado café, y cuidar de que los braseros estén candentes, y tener las velas encendidas encima del mostrador, y el tabaco a mano…

            De la chirlata saldrían de vez en cuando algunas imprecaciones del perdedor de turno, y lo mismo se oiría el bufido de satisfacción del triunfante, y el chasquido de los mecheros, las escasas risas, los breves comentarios. Todo como de costumbre.

            A la una y media llamaron a la puerta. Temeroso de que la entidad llamadora fuese la que pensaba, y dejando pasar unos instantes, Eusebio dijo, alzando la voz pero sin llegar al grito, como tranquilo: «¿Quién es? Ya voy». «¡Guardia civil, abra!». «Qué alegría», musitó el atribulado tabernero elevando los ojos al techo.

            Nada más oír el requerimiento, Vicenta apagó la luz del reservado y cerró la puerta, no sin antes haber hecho una señal a los reunidos para que se mantuvieran en total silencio. Los seis asintieron con la cabeza.

            Entraron los números. Qué pasa, cómo están ustedes todavía levantados, con lo buena que está la cama… Vicenta, que antes de la entrada de los uniformados ya había cogido un estropajo y limpiaba con más energía que nunca, respondió rápidamente, conocedora de la torpeza de su marido en esas y parecidas circunstancias: «Nada, que hay que aprovechar para hacer limpieza». «Pues encienda usted la luz, señora, que así se trabaja mejor», dijo con cáscara uno de los números.

            Eusebio se dirigió al otro par, después de haber cumplido la recomendación del de la cáscara: «¿Y qué van a tomar los señores agentes?». Los señores agentes tomaron café dos veces, y coñac otras dos. El matrimonio sentía como si la estancia de los números se prolongara hasta el infinito, como si dijéramos infinitesimalmente. Los guardias no, a ellos les esperaba fuera el frío de la madrugada.

            Transcurrida casi una hora desde la llegada de los encapotados, un fuerte tufo alarmó a los presentes. Vicenta advirtió enseguida que el humo salía por debajo de la puerta de la habitación de marras. Su grito hizo que los guripas, instintivamente, echaran mano de los fusiles.

            Reaccionaron los guardias, y al percatarse de lo que podría salir de aquella estancia abrieron la puerta de la calle y la del patio, y sólo entonces procedieron con la de la humareda, que les echó hacia atrás nada más entreabrirla. Pasado un rato, desde el umbral, cubriéndose aún la nariz y la boca con las capas, pudieron vislumbrar el espectáculo: seis cuerpos, unos sentados, otros en el suelo, deshabitaban el cuarto.

            A las pocas horas, don Paulino, que sólo tuvo que recorrer los pocos metros que separaban su casa de la de los hechos, certificó la muerte por asfixia de los seis jugadores, causada por inhalación de gas tóxico. Comprobóse también que el humo fue producto de dos o tres tizones presentes en uno de los dos braseros, o en los dos, que Vicenta había dispuesto para los reunidos.

            La calidad del cisco siempre ha sido cosa de suma importancia. Emilio el carbonero siempre negó, a preguntas de la clientela, que Vicenta lo comprase en su establecimiento, tan cercano a la taberna. Emilio era hombre sumamente formal, como suele suceder con las personas de nariz prominente. No es que Vicenta hubiera afirmado lo contrario, pero la gente preguntaba y preguntaba, y Emilio, que además de serio era paciente, venga a negar. Y en eso no se parecía a San Pedro.

            El carbón y el cisco de Emilio siempre fueron los equivalentes a los dulces de la confitería de Rufino, en Aracena: máxima excelencia. Puede asegurarse con total rotundidad que esos tizones no salieron de la carbonería de Emilio. ¿De cuál, entonces? Pues había cinco o seis más, además de gente que vendía por la calle. Tenía tizones, la cosa.

            El asunto no acabó tan mal como cabía prever. Los de las verdes guerreras y negros correajes declararon que habían accedido a la taberna a requerimiento de Eusebio. Que según éste y su esposa los atufados se habían encerrado en el cuarto, a pesar de que los dueños habían intentado impedirlo. Y que el tabernero, al ver el humo salió a la calle a pedir auxilio, momento en que ellos, los guardias, pasaban por allí en el cumplimiento del deber. 

            Hubo multa para Eusebio, y el cierre del ambigú por tres meses. Y el traslado, pasado el tiempo, de los dos números, uno a Obejo y el otro a Jerez de los Caballeros. Y seis entierros, no precisamente de los que se suelen hacer en las partidas de cartas.         

            «Mejor que te jarten de hostias que jartarte de humo», decía un refrán verdadero por aquellos días.

 

TORERÍA. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

MANOLITO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

LORENZO Y EL SALTO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

DOY FE DE QUE HA EXISTIDO. Ramón Núñez Vaces

En Madrid, primeros años sesenta:
Manolito María, Anzonini y Paco del Gastor

 

A Miguel Cruz Clarambo, gitano cósmico

 Yo, ya desde el primer momento, había decidido ir en el coche de Dionisio. No es que José Luis condujera mal; no, qué va, pero a mí me lo parecía tanto, tanto tanto, que me resultaba imposible creer lo contrario, por más que me esforzara en ello. Alguna que otra experiencia me había deparado haber ido en aquel Ford Fiesta de nuestro entrañable amigo: el bordillo que se acercaba a la rueda derecha delantera hasta el punto de golpearla; la raya continua que de improviso dejaba de serlo; el ruido que producía el coche que estaba aparcado al chocar contra el de José Luis cuando éste, de manera impecable, estaba estacionando; el retrovisor que se rompía porque una señal o una esquina había arremetido contra el espejuelo; el despiadado frenazo porque una calle había cambiado de sitio; una farola que, quizás carente de luces, se atravesaba, imprudente y dañina…

            De manera que, después de varios intentos de Dionisio por desbloquear las puertas de su Renault14, subimos a bordo del flamante coche Julio, Jorge, Rafael y yo, mientras nuestro admirado maestro de adultos, a la vez que sacaba limpiamente el vehículo para ponerlo en la vía, se desvivía en explicarnos el mecanismo de las puertas de su nuevo automóvil, sin que ninguno de los receptores de sus aclaraciones nos enteráramos de lo más mínimo.

            En el otro vehículo, el de José Luis —así mismo maestro de adultos, como todo el mundo sabe—, acometieron la aventura Diógenes, Antonio Ríos («el Carmona»), Rafael Benítez («el Marqués de las Corachas») y Mario Cortés.

            «Ea, ya na más que falta ‘La Niña’», dijo el Marqués antes de poder cerrar la casi desvencijada puerta del Ford Fiesta.

            Y así fue como las dos «carabelas» emprendieron el viaje nada menos que a Morón de la Frontera. (Enseguida se verá que otra nao, ocupada en solitario por nuestro inolvidable Tomás, había llegado al destino antes que la capitana y su segunda).

            Los dos coches y sus diez ocupantes llegaron —llegamos— sin ningún percance digno de  reseñarse, si bien el retraso del Ford Fiesta —tres cuartos de hora sobre el horario previsto— nos alarmó a los ocupantes de la Santa María, digo del coche de Dionisio. Después supimos que José Luis, en un despiste extraordinariamente extraño y del todo increíble en él, había tomado la carretera que lleva a El Coronil, en vez de seguir directamente hacia Morón. «¿Qué quieres, si era casi de noche?», fue la respuesta que le dio a Rafael al preguntarle éste sobre cómo diablos había sucedido el extravío.

 Encuentro con Tomás y entrada a la fiesta

 Aguardamos a José Luis y sus intrépidos acompañantes en Casa Pepe, el lugar convenido. Dionisio, durante tan inquietante espera, nos ilustró sobre las reuniones que allí se habían celebrado con Diego del Gastor y tantos otros personajes —el propio Dionisio entre ellos—, protagonistas de tantas fiestas en las que el flamenco más auténtico resplandecía en toda su esencia.

            Una vez reunida la expedición, marchamos todos a pie hacia la calle en que según Dionisio se encontraba la casa donde se desarrollaría la grabación para TVE. Menos mal —¡menos mal!— que en algún momento de nuestro deambular por aquellas apacibles calles de Morón, alguna de ellas más de dos veces transitada en poco menos de quince minutos, nos topamos con Tomás. «Si es por aquí, hombre, si es por aquí», nos dijo, con su sorna amable y comprensiva, riendo a pequeños borbotones. La mayoría miramos de reojo a Dionisio, sin poder explicarnos cómo hombre tan versado, eficiente y confiable a bordo de un automóvil se convertía, echado a tierra —¡y en tierra tan andada por él!— en náufrago recién llegado a una isla. (Supe después, por confidencia de Rafael, del gusto de Dionisio por complicar las cosas, bien entendido que sólo las fáciles de desenredar).

              Pues llegamos, no sin antes haber estado en tres tabernas (una de ellas tan pequeña que no pudimos entrar los once de una vez) en las que Dionisio y Tomás conocían desde muchos años antes a sus dueños, o a algún parroquiano. Afortunadamente, Antonio el Carmona y Rafael se encargaron de abreviar cada una de las estancias, porque de haber sido por el propio Dionisio y por el otro Rafael —el Marqués— hubiéramos llegado a la casa de la fiesta ya finalizada ésta. Y no lo digo porque los dos citados bebieran más que los demás; de ninguna manera, lo que ocurría es que el tiempo, para estos amigos, es algo que parece poder detenerse al antojo de cada cual. No sería malo, pero no es posible.

El guitarrista Juan del Gastor, en una de sus facetas

            Ya en la puerta de aquella enorme y señorial casona, vimos salir a Juan del Gastor, que se fue derecho para Dionisio y Tomás, amigos, casi hermanos, desde tanto tiempo atrás.

            «Se habrá queáo Alcalá vacía», observó el guitarrista, sobrino del gran Diego, ante la nutrida «delegación» que tenía ante sus ojos. «Venga, vamos pa’entro, que esto va a empezar ya». Y allí fuimos aposentándonos, siempre detrás de las cámaras, mientras íbamos reconociendo a Paco del Gastor, Paco Valdepeñas, Fernanda de Utrera, su hermana Bernarda, la Pepa, Joselero… Ya estaban todos convenientemente colocados para iniciar la actuación. Todo bajo la dirección del entonces —y antes y después— industrioso productor Ricardo Pachón.

            Yo, asentado en Alcalá desde mi llegada a Sevilla procedente de mi Segovia natal, no había tenido la oportunidad hasta ese momento de asistir a una reunión tan numerosa y excelsa de artistas flamencos, siendo todos ellos, además, de los que a mí me gustaron desde un principio (ya para entonces había desaparecido la mayoría). Pero comprobé enseguida que la emoción embargaba por igual, si no en mayor intensidad, a todos los demás integrantes de aquella «delegación alcalareña», algunos de cuyos miembros habían conocido a verdaderas glorias del flamenco (insisto: algunas de ellas, pocas, todavía presentes allí mismo). Esa noche me ocurrió lo que años antes al escuchar aquellas grabaciones tomadas en reunión de Manolito María, Juan Talega, Tomás Torres, Fernanda, el Borrico, Joselero, Bernarda, Perrate y algunos más: una sensación de refrescante pureza a la vez que de viaje a un tiempo tan grato como inabarcable.

 El Andorrano, Paco Valdepeñas… 

 Aunque se trataba, lógicamente, de algo preparado y previsto, lo que vimos, oímos y sentimos aquella noche fue producto de la conjunción de varios factores. En primerísimo lugar, de la calidad sanguínea de los artistas. En segundo, del ambiente tan favorable que reinaba entre todos los allí reunidos; y en tercero, y a gran distancia, de la capacidad del director de aquella puesta en escena, porque con aquel material humano hubiese sido un crimen no sacar algo bueno. Un crimen imposible, la verdad.

 

            Como se me parta el palo/este torito miura/que va a acabá que con mi caballo, cantaba el Andorrano, volviendo del revés los versos de Villalón, y enseguida su baile, disímil, lento, deslizante y ahora atlético para volver a la parsimonia y acabar en una explosión ralentizada: Soy la gitana Caireles/zahorí de nacimiento/que adivina los quereles/y también los pensamientos. El mayor de los hijos varones de Luis Torres Cádiz (Joselero) parece que baila hacia atrás. Y en parte es así: baila hacia atrás en el tiempo; y vuelve, es un gitano que nos trae lo que el tiempo transmite, sencillamente porque Andorrano tiene disposición para ello. Una disposición que viene de dos elementos fundidos: sangre y sapiencia. A lo que habría que añadir, en el caso de que no estuviese ya contenido en la sangre, el respeto a sí mismo y a su gente. En 1984 (y afortunadamente bastantes años después) aún nos fue otorgado contemplar ese baile p’atrás en los dos sentidos de este Torres Amaya. Magnífico.

 

            Dinero y más dinero/Yo nunca te he peío ná/sino que vengas a verme/de tu propia voluntá, cantaba aún sentado Paco Valdepeñas (que nació en Linares), con su voz distinguible entre los miles de millones de seres humanos, antes de levantarse para hacer un recorrido lleno de letras: Como el carbón que se quema/sin echar humo ninguno/así se estaban quemando/los corazones de algunos; las más, sacadas de canciones de no tengo ni idea de cuándo y dónde, en medio de un baile tan disímil como el de Andorrano, sólo que de una compostura que transita desde la majestuosidad a la sencillez hecha gesto sublime, y viceversa. El que viva en el año dos mil/verá con asombro los tiempos cambiaos/porque no habrá ningún albañil/no habrá goteras en ningún tejao./Las niñeras serán suprimías/porque los chiquillos ya vendrán criaos/y en los parques y en las avenías/ya no las veremos con tantos soldaos… Un Óle gigante, agradecido y eterno para Paco.

            …Y Fernanda.

De vuelta a Alcalá

Hacía un fresco muy agradable cuando abordamos la calle, aunque para Dionisio (¡el más friolero del mundo!) pareciera que nos encontrásemos en plena estepa siberiana. Pero el calorcito de la taberna más próxima nos reconfortó a todos, frioleros y no. Al contrario de lo esperado por algunos —Dionisio y Rafael— y deseado por todos, ni Paco ni Juan del Gastor nos acompañaron: sus obligaciones, tanto familiares como profesionales, no se lo permitían. Ese día, claro, porque dos meses después estuvimos algunos casi veinticuatro horas con Paco y algunos amigos norteamericanos —sin relación alguna con la base USA—, una alemana y también un australiano, todos admiradores y discípulos directos de Diego del Gastor. Optamos por irnos de Morón. Aún era temprano y podíamos ponernos de acuerdo para parar en alguna venta.

            Antes de introducirnos en los coches, que ahora ya eran tres tras la incorporación de la «carabela» de Tomás, estuvimos en dos bares. En ninguno de ellos se superaron las dos rondas, creo recordar. Comentamos el cante, el baile y el toque que habíamos tenido el privilegio de contemplar. Nos acordamos, inevitable y repetidamente, de Agustín, que de haber estado allí hubiera disfrutado como sería imposible describir. Llevaba dos días sin aparecer por el Duque, ni por el Derribo. «Mañana habrá que llegarse a su casa», dijeron José Luis y Rafael al unísono.

            Todos convenimos, por fin, en reunirnos en la Venta Hispalis (abierta toda la noche), a relativamente poca distancia de Alcalá, en la carretera de Málaga (la A-92 estaba todavía en los forros de alguna carpeta). Entonces se operó la redistribución de ocupantes en los coches. Fuese por efecto del vino —que, repito, no era tanto el libado en ese momento—, fuese por el relajamiento que produce un goce como el que habíamos vivido, lo cierto es que las distintas tripulaciones quedaron como sigue. Primer coche: Dionisio, Jorge, el Marqués y Mario. Coche de Tomás: el mismo, Antonio el Carmona y Diógenes. ¿Quiénes quedábamos para ocupar el de José Luis, además del titular?: Julio, Rafael y yo. Cualquiera de los tres hubiésemos podido agregarnos a uno de los otros dos coches, pero de los cobardes nunca se ha escrito nada. Aparte de que, en caso de ocurrir cualquier malajada, más valía ir cuatro que dos: alguno sobreviviría para dar el aviso.

Joselero (padre de Andorrano) y Diego del Gastor,
con Chris Carnes

            En esta ocasión fue el coche de José Luis el primero en emprender la marcha, convirtiéndose, aunque por poco tiempo, en la Santa María del regreso. Tomás y Dionisio nos adelantaron enseguida, porque, eso sí, José Luis, de correr, nada, por mucho que mis palabras iniciales les hayan podido hacer creer lo contrario. No hay que descartar, ahora que lo pienso, que la poca velocidad de crucero fuese la que pusiera tantas veces al coche de José Luis en algunos aprietos. Quién sabe.

            Pero esta vez fue el coche de Dionisio, no obstante habernos sobrepasado antes, el que se demoró, y no poco. La tardanza fue debida a que una liebre atravesó la carretera y fue golpeada por el coche. Y ¡hala!, sus cuatro ocupantes a buscar la liebre en un barbecho, en una noche de luna nueva. Ninguno era lo que se dice largo de vista, y mucho menos en aquellas circunstancias. Si los linces tuvieran el alcance visual de estos cuatro hace tiempo que se hubieran extinguido. Ni que decir tiene que, de la liebre, ni rastro.

            Una vez todos llegados y reunidos en la Venta Hispalis, tardó poco para que Julio hiciera que Dionisio sacara la guitarra del coche y comenzara a tocar —me refiero a Julio— como sólo él sabe hacerlo. Y al decir esto no me aparto ni un ápice de la verdad. Sólo Julio sabe hacer lo que hace y cómo lo hace. Que nadie dude de que a la guitarra es un caso único. E inimitable, que es aún más importante.

            Pasó el tiempo entre bromas, recuerdos, recitaciones del Marqués, cantes de Rafael por soleá y por tangos (de Joselero), «jaleamientos» y amagos de baile de Jorge, hasta que, después de mucha insistencia por parte de todos, tomó Dionisio la guitarra y pudimos escucharle, tras varios intentos por afinar y vueltas y más vueltas —como en las calles de Morón— un toque por seguiriyas que no se me borra de la memoria.

            Iba a seguir tocando, ahora por soleá, pero en ese momento apareció por la puerta la mala potra, la fatalidad más insoportable, el signo de Satán, la mala ventura, la peor de las chambas, el hado maligno, la papeleta maldita de la Tómbola del Mal, el bicharraco perverso, lo más malo que podrían enviarnos nuestras respectivas estrellas si nos odiaran. Yo, hasta ese momento, no había tenido el disgusto de conocer al archiominoso, y ojalá hubiera seguido así por el resto de mis días. Observé en todos mis amigos, sin excepción, que el disgusto afloraba en sus caras, y que, unos más rápidamente que otros, iniciaban movimientos de retirada, si no de fuga. Debido a que el bribón tiene familia en Alcalá, no voy a decir su nombre. Efectivamente, no hizo más que traspasar la puerta la bestia cuando ya estaba metiendo la pezuña. Acabamos por levantarnos, se pagó lo que se debía y salimos. Camino de los coches, casi todos iban diciendo que menos mal que Agustín no había estado allí, porque seguramente habría intentado que alguna silla hubiera dado en la cabeza del bulto molestoso.

            Hubo nuevamente cambio de tripulaciones y esta vez coincidimos Rafael, el Marqués y yo en el coche de José Luis. Los dos Rafaeles fueron lanzando durante todo el trayecto tal cantidad de improperios para el cretino que nos había hecho abandonar la Venta Hispalis que es imposible que los recuerde todos. Pero sí que quedé seguro de uno de los significados de esa expresión que tanto he oído desde mi llegada a Sevilla: ser «un tío mierda». Según me explicaron y después pude comprobar dos o tres veces más, el que apareció aquella noche para estropear esa reunión (como ha hecho con cientos) era y es eso: un tío mierda. También recuerdo que los calificativos más finos que le dedicó uno de los Rafaeles fueron los de «hijo de madre distraída» y «buey coceante».

            Aunque no era muy tarde ya no había lugar de encuentro posible, al menos deseable, así que… cada mochuelo a su olivo. Pero vine a enterarme a los pocos días de que Dionisio condujo a los ocupantes de su coche (Jorge, Mario y Julio) hasta su casa, y ya dentro de ésta a la habitación donde tenía su gran colección de cintas magnetofónicas de cuatro pistas que contenían (uso el pretérito porque seguramente ya las habrá destruido en alguno de sus arrebatos) horas y horas y más horas de reunión y fiesta en Morón en los años sesenta. Y allí estuvieron hasta por la mañana escuchando una pequeña parte de aquellas maravillas que nunca jamás volverán a tomar carne, porque no eran golondrinas, sino seres de una nebulosa inalcanzable cuyos ecos resonarán, o no, por el Universo: los ya citados y Fernandillo, Anzonini del Puerto, Curro Mairena, su hermano Antonio, Miguel el Funi…

            Tres de los grandes: Fernanda, Curro Mairena y Joselero,
en Morón

            Es cosa que ustedes sabrán perdonarme el que me permita incluir (hay que estar a bien con todo el mundo) una composición que Mario Cortés hizo a resultas de tan opima noche —hasta la aparición del mal sujeto— y sin duda de otras más, y que tituló como yo lo he hecho con el presente texto: se refería —y yo me refiero— al arte puro.

 

Noche de juerga decente.

Vino, tapas, aguardiente.

La prisa no está presente.

 

Adviene un silencio agrupador:

en los chorlos del quelaor

—porte rancio, tez morena

el aire retrueca y suena.

De la raza, el baile es la enseña,

esplendor de una sangre

que no esconde lo que sueña.

 

Algunos sienten el riego

de una orquesta de venas

con un ritmo sin sosiego,

sin límites ni esquenas.

Pero en guitarra serena

y compás negado al lego

están marcados a fuego

los lindes de la faena.

 

Baila y canta el gitano.

Un lucero en cada mano.

El cante, pulsión fastuosa

que hace arte cualquier cosa.

Están en cada desplante

los mengues y el canguelo,

pero los oculta el Arte

al compás de este revuelo.

 

Sale del baile el quelaor.

Se alza un picote en terquelo

dedicado al tocaor:

«No sé que tienes mejor,

las baes o el corazón».

 

Mientras, el Tiempo, en la calle,

se cansa como un anciano.

Entra como en un valle

un viento total, diluviano.

¿Qué pasa? ¿Ya nos vamos?

¿Es que hay que despedirse?

Mas nadie quiere irse

con pétalos en las manos.

 

Ahora arrastras una cuita,

ansia, afán, anhelo:

¿cuándo, amigos, otra cita?

LO FUNDAMENTAL DE CÓRDOBA ES SU DETERIORO (CON DIBUJO DEL AUTOR). Vicente Núñez

La poesía en Córdoba no es un quehacer, es un destino. Y esto por dos razones aparentemente contradictorias: la atracción del pasado y la repulsión del futuro. Ni hay, ni ha habido, ni habrá literatura cordobesa. Lo fundamental de Córdoba es su deterioro, su humedad, sus calles rotas, nunca habitada, su circulación endeble –y, sin embargo, misteriosa-, su sinsentido de nada, su piña de religiones y culturas, su estrechez urbana. Córdoba es la poesía del futuro. Cernuda creía, el pobrecito, que el espacio de la carne era el espacio de la poematicidad. Leve error: en las ciudades está el cuerpo de nuestro ser, el deterioro de nuestra existencia, el estercolero de nuestra poesía.

 

UN ALIENTO DESDE EL DESORDEN (CON DIBUJO DEL AUTOR). Vicente Núñez

 

Cuando, con ocho años, aquella provecta dama inglesa de los Baños del Carmen me dijo: «Visente, has una fogtificasión», quedé deslumbrado. Muchos antes, palabras como alhucema, troje, alcuza o tizne, por el acuse alentador con que penetraban en los corredores de mi ensueño, me revestían de una carne que sonaba desde una lejanía reencontrada, y que ya nunca se apartaría de mí. Regresaba yo entonces a un reino antiguo mío a través de la palabra devuelta, portando el trofeo de una carga y la luz infranqueable de una conquista.

            Muy pronto me di cuenta de que una construcción ontológica por la palabra sólo podía tener desarrollo dentro de relaciones vacías y que mi vida se derrumbaba como un muro de trapo a medida que se instalaba dentro de ella una aridez métrica y ácida que disolvía en anillos dispersos la última razón amorosa de mi existencia. Atrapado en ese discurso, mi agitación ofensiva se convertía en canto. Un aliento desde el desorden.

            Odié los encadenamientos y las tipificaciones de las escuelas poéticas. Porque me parecían firmes derrumbes consentidos y engendradores de culpa. La humillación que supuso atravesarlas me trajo el conocimiento de lo que debía desdeñar.

            Yo no sabía deslindar del todo los términos de pérdida y conquista. Si la imaginación poética era una huida ¿a qué incógnito territorio nos trasladaba? El lenguaje nunca poseerá más libertad que la huida, pese a Shelley. La belleza no nos redime de la insumisión. El hombre verdadero reside en la oscuridad de la luz. Es el debate entre lo honesto y lo veraz… Una educación no represiva es muy peligrosa para la poesía.

 

COLOQUIOS (25): «EN EL ANIVERSARIO IX DE VICENTE NÚÑEZ» (con dibujo del poeta, y 2). Gabi Mendoza Ugalde

 – Voló en Ronda.

– ¿Con ala delta?

– No. Se limitó a mover los brazos.  Todos lo vieron, y lo contaron después: Voló treinta metros. Fue fácil para él porque es un ángel. 

COLOQUIOS (24): «EN EL ANIVERSARIO IX DE VICENTE NÚÑEZ» (1). Gabi Mendoza Ugalde

– Vicente es siempre todavía.

Vivir es ver pasar.

– Azorín ya es Vicente. Machado, tampoco.

VICENTE NÚÑEZ. Fotografía de Olga Duarte Piña 2000

CAPRICHO ANDALUZ. Vicente Núñez (texto y dibujo)

El juglar

 

No había superado ese drama íntimo de la muerte de mi madre, y de otras ausencias, y me refugié en mi exilio interior y real de Poley.

             Andalucía es más profunda que el teatro; es el epigrama, la campiña; es la siesta; es el calor y el agua; es el delirio de que puedan aparecer los dioses y nos conviertan en inmortales.

            El andaluz está atravesado de intuiciones y vive improvisando, como un bailaor. El andaluz no es guitarrista: es la guitarra. Andalucía es eternal, semidéica. Por eso la autonomía no nos ha dado nada: los políticos no saben nutrirse de lo hondo. Los políticos sólo saben abastecerse de lo superficial y, claro, ocurre que Andalucía tiene también, infinitamente, más superficialidades que cualquier otra autonomía. Pero los políticos no entienden lo hondo, no entienden la seriedad y la corporeidad racial del andaluz, que es nuestra medalla. Nos inundan con su orientalismo exagerado de Sherezade, pero Andalucía está necesitando otra vez una Tartessos que nos limpie la mierda de tanto marraneo sacro-árabe… El andaluz es Roma viva. Necesitamos que nos limpien de ese arabismo que se inventaron los viajeros románticos para vender un pre-turismo… Necesitamos… Aquí tenemos el duende, que es un fatum que nos une al Destino: un Sino. Y tenemos el ángel, que es el don, la gratitud, aquello que se da sin merecimiento. Tenemos el idioma: una clase congénita que nos impide despegarnos del idioma. El idioma es nuestra alcurnia. Andalucía es selecta porque todo lo exterior lo resiste muy bien. Tenemos el cante, que es la vivencia artística anterior a la literatura. Tenemos el don de no hacer nada y llamarle a eso trabajo, que es lo propio del andaluz poeta. Porque los andaluces trabajan más que los catalanes: pero, además, sueñan. Tenemos tantas cosas que Madrid, España entera, es un capricho andaluz.

             Nos pesa la ancestralidad. Los andaluces somos macetas ancestrales. ¿Para mal? No: la ancestralidad es motor y refugio. Cura, protege y alienta. Pero es verdad que Andalucía es tan importante que, por eso, políticamente es una mierda. ¿Quién le mete mano a un viejo de tres mil años? Mas, no importa. Pese a todo, Andalucía es lo futuro. La historia andaluza aún no ha empezado. Andalucía es la futuridad.

EL HAZ DE LUZ DEL FOCO. Vicente Núñez

 

¡Claro, el mundo es chaplinesco! ¡Es cinematográfico y, por eso, éisensteniano, porque Chaplin nos demostró con su comportamiento ante las cámaras que era similar a toda la doctrina corpuscular de Heisserberg! Esa teoría consistía en que la materia se modifica, se esconde ante el ojo del observador, que era lo que hacía Chaplin.

             El cine y la literatura son mitos y tienen la liturgia del atrezzo, de la ciudad de papel, de la ciudad de cartón… Hollywood… Pero son más rito que liturgia, por lo tanto modificables. Se pueden modificar todas las liturgias, pero el rito queda entero y desnudo reclamando liturgias nuevas que constaten la perennidad de lo que el ser humano sólo puede ser: teatro.

            El cine es la piel: la literatura nunca es piel. Se es cine en tanto se es corazón, hígado, farola… Somos cine porque somos piel y el que no tenga piel no tiene cine, ni espiritualidad, ni transcendencia siquiera. Quien no conecta con la luz no conecta con el cine.

            El haz de luz del foco es un magma lleno de promesas y futuro. Hay que acercarse a ser sorprendido por el haz lumínico. Y el haz me hará real en el ensueño de la penumbra.

            De pequeño, durante las proyecciones del Pathe Baby, que a mí me filmaban mucho en casa, alzaba la mano para que me penetrara el haz del foco como a Santa Teresa de Dios. Tengo recuerdos del cine desde los tres años y suelo decir que yo hago cine aunque, en realidad, no he rodado nunca una película. Tampoco necesito hacerla: ya las grabo en mi cabeza.

PICASSO O LA MIRADA DE POLIFEMO. Vicente Núñez