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EL RITO DE LA JUDEA DE ALCALÁ. Fotografías de «Cuerpo de Cámara» y Texto de la Asociación Cultural Amigos de la Historia «Padre Flores», 2007

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LA JUDEA DE ALCALÁ

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En el imaginario de los alcalareños, los judíos gozan de un protagonismo excepcional.

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Los orígenes de los judíos no están claros. Diversas fuentes demuestran su existencia en el siglo XIX. Pero no se citan en ningún documento de los siglos anteriores. Por su composición la judea recuerda a las milicias reclutadas en las ciudades y pueblos del reino de Castilla durante la Baja Edad Moderna y acaso el revoleo de la bandera puede ser una derivación de los alardes militares, tan del gusto de la soldadesca del Antiguo Régimen. Tradicionalmente la judea la componían ocho hombres y un niño. Vestidos de soldados romanos: cuatro hombres, que forman la soldadesca, el capitán y el pajineta -que es un niño judío-. Y vestidos de judíos: el abanderao y dos músicos, el calamillo y el tambor. En la actualidad la soldadesca ha aumentado a nueve miembros, que con el capitán constituyen una decuria completa. La soldadesca tiene su momento de mayor protagonismo en el Puente cuando prenden a Jesús, para custodiar el paso desde ese momento.    

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El abanderao, es el portador de la bandera, se encarga del revoleo de la bandera, al son del calamillo y el tambor, y después de recogerla en torno a su cuerpo (la recogía)deja la bandera en el suelo extendida (la bandera tirá)mientras el pajineta hace sonar una música tocando con un palillo la tablilla (la sentencia) que lleva, la que supuestamente será clavada en la cruz con la inscripción Iesus NazarenusRexIudaeorum, mientras danza. El vocablo pajineta posiblemente sea una contracción de la expresión paje de jineta, que en el Antiguo Régimen aludía al paje que llevaba la lancilla del capitán.

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A principios del siglo XIX el Padre Flores alude en sus Memorias históricas (1833-1834) a jóvenes vestidos de armados que custodiaban el Monumento (el Cuerpo de Cristo expuesto en los sagrarios) los Jueves y los Viernes Santo. La existencia de piquetes o centurias de armados en la Semana Santa de Sevilla o de otras localidades de nuestro entorno está ampliamente documentada. Pero en Alcalá a los soldados romanos que custodiaron a Jesús durante la Pasión y dieron guardia al Santo Sepulcro se les denomina judíos. Esta curiosa confusión tal vez se deba al antisemitismo popular que identificaría a los judíos como responsables no sólo de la condena sino también del escarnio y las vejaciones sufridas por Jesús. Los judíos representan una burla: el revoleo lo es y la tirá de la bandera un desprecio a Jesús.

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Los judíos, por su carácter profano, siempre han estado vinculados a la calle, desfilando la mayor parte del tiempo a una distancia prudencial del cortejo procesional. Inician su jornada la mañana del Jueves Santo tras vestirse y salir de la Casa de Hermandad. El rito establece la búsqueda de Jesús, al que tienen que detener. Se dirigen a la puerta de la parroquia de Santiago donde hacen su primera parada (una pará). Allí un saetero canta a los judíos (“Decir cuánto vais ganando/ judíos de mala fe/ que tanto vais disfrutando/ por hacerlo paesé/ que en pura sangre va manando”)y el bandera hace el primer revoleo al son del calamillo y el tambor. Desde allí emprenden un recorrido por las principales calles de Alcalá: La Cañada, La Mina, Mairena, El Barrero, El Bajondillo, la calle San Sebastián, El Paraíso… De cuando en cuando, sobre todo delante de la casa de alguna persona vinculada a la Hermandad o a la judea,hacen una pará para un revoleo. Se forma entonces un corrillo de curiosos que contemplan el vuelo de la bandera al viento. A principios del siglo XX, una de las parás que no podía faltar era la de la Casa de los Negros.

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Ya de madrugada, poco antes de las dos, un piquete de la judea llama a la puerta de la iglesia de Santiago, dando comienzo la procesión de Jesús Nazareno, San Juan Evangelista y María Santísima del Socorro. Desde entonces y hasta llegar al Puente, poco antes del amanecer, los judíos marchan delante de la cruz de guía de la cofradía. En el Perejil, el abanderao espera el paso de Jesús para mofarse de él haciendo un movimiento horizontal y bajo de la bandera. Poco después, ya en el Puente, se lleva a cabo el prendimiento, al grito de “¡Prenderlo ahí!”,repetido tres veces. A partir de este momento, los judíos van a escoltar a Jesús hasta la entrada del paso en el templo.

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De antiguo los judíos eran gente muy humilde, que residía en las cuevas del Castillo o en las casas de vecinos del Duque o del Bajondillo. Dado el origen social de sus componentes, la judea tuvo siempre una impronta castiza, vinculada al aguardiente y a la picadura de tabaco. A finales del siglo XIX, la Hermandad de Jesús pagaba tres pesetas a cada uno de los judíos y un duro al capitán. Esta gratificación se completaba con las monedas que los espectadores arrojaban sobre la bandera tirá tras ver el revoleo. Con este dinero en el bolsillo, no tardaban en entrar en la taberna más cercana para refrescarse si esa Semana Santa era cálida o calentarse si había venido con frío. No pocos miembros de la Junta de Gobierno de la Hermandad consideraban que el comportamiento de la judea era escandaloso y, por ello, debía ser suprimida. Sin embargo, hoy en día, a la actual judea, refundada en el año 1992, sus miembros no llegan de ningún barrio alcalareño en particular, sino que la compone un grupo de hombres comprometidos con esta tradición, sin los cuales probablemente se habría perdido. El compromiso es también social porque destinan el dinero que se recauda de la bandera para un fin benéfico.

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Partiendo de su origen impreciso, como le ocurre a las tradiciones sólidamente arraigadas, que van ganando en riqueza de contenido con el paso de una generación a otra, los judíos de la Hermandad de Jesús Nazareno han venido a formar parte del más genuino patrimonio cultural de esta localidad. Para los alcalareños de comienzos del siglo XXI son una ventana abierta de par en par, que les hace llegar el aire fresco de un pasado con el que nuestra ciudad no conserva demasiado buenas relaciones.

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Esa es la razón por la que, desde la mañana del Jueves Santo, familias o grupos de amigos recorren las calles del centro siguiendo el rastro de los judíos. Lo hacen como si buscaran un encuentro franco y emotivo con lo que fuimos y ya hemos dejado de ser, aunque no se haya borrado completamente la huella. Las gentes de Alcalá se identifican a sí mismas como miembros de la comunidad local, cuando contemplan los rostros y los gestos de los que encarnan a los populares personajes.

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Un dato definitivo, para hablar con propiedad de la nueva carga simbólica que han experimentado los judíos en tiempos recientes, lo constituye el reconocimiento del público que le arroja monedas y el destino de las mismas. No hace tanto, nadie podía imaginarse el caso de que un joven médico alcalareño tuviera a gala haber formado parte de la cohorte que busca a Jesús callejeando por la ciudad y lo prende en el Puente al rayar el día de la parasceve.  

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UNA FOTO DEL “PAJINETA” POR JOSÉ ANTONIO GARCÍA CORDERO (2013) CON «POEMA A LA JUDEA» DE LAURO GANDUL VERDÚN (2003)

 

LA CRUZ DEL INGLÉS UN 5 DE MAYO DE 2012 (ALCALÁ DE GUADAÍRA). Fotos de Lauro Gandul Verdún y Olga Duarte Piña

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LA CRUZ DEL INGLÉS 2012

…MÁS BRITÁNICOS EN «CARMINA»

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CÚCHARES. Por Antonio García Mora

 Francisco Arjona Herrera
Cúchares
1818-1868

«Reseña de la corrida de toros jugada en la tarde del martes último en la villa de Alcalá de Guadaira, a beneficio de su Milicia Nacional».

Así se encabezaba una noticia que apareció en el periódico sevillano El Porvenir, el uno de septiembre de 1855. La crónica taurina tenía la peculiaridad de estar versificada, lo que era norma en su autor que firmaba bajo el pseudónimo de El tío Prudencio.

            El cartel de matadores lo encabezaba Francisco Arjona Herrera, Cúchares, acompañado de Juan Lucas Blanco, torero de desdichada vida que, alcoholizado, murió en la indigencia. La cuadrilla que les acompañaba la integraban los banderilleros Lilo, Belo y el Cuco y los picadores Charpa y Calderón. El texto de la reseña taurina hace una interesante referencia a la naturaleza del coso local: «De madera es la plaza/ de dicha villa, sólida cual fuera/ de sillería/ que en los encierros/ ni una astilla ha saltado de los maderos.»La construcción de un ruedo permanente se realizaría en el tercer tercio de este siglo, en lo que hoy es la calle bailén.

            Cúchares era, por aquel entonces, un torero conocido y apreciado: «De Carmona, de Utrera,/ y de Sevilla/ la gente acudió ansiosa por ver la lidia:/ Que Curro y Lucas/ han de dar a dos toros/ la sepultura.» Su carácter, como recoge Cossío en Los Toros, era franco y desprendido, colaborando desinteresadamente en todo tipo de actos. Tanto fue así, que no pudo ahorrar suficiente para una vejez desahogada, manteniéndose en los ruedos hasta edad tardía. Las apreturas económicas le llevaron, en 1868, a contratar una serie de corridas en Cuba, de ese viaje no regresaría. Paradójicamente, no fue un toro quien acabó con su vida sino la enfermedad. En La Habana contrajo el vómito negro o fiebre amarilla y murió el cuatro de diciembre de 1868, a los cincuenta años.

            Cúchares, en uno de sus gestos de generosidad que le caracterizaban, se ofreció a jugar toros en Alcalá para financiar el equipamiento de la Milicia Nacional de la localidad. Esta institución se reinstauró con ocasión de la Revolución de 1854, que había llevado al poder a los progresistas. Francisco Arjona era partidario de los mismos, como se desprende de noticia aparecida, el 25 de agosto, en El Porvenir dando cuenta de la corrida: «Sabemos que el acreditado lidiador Francisco Arjona Guillén, ha ofrecido a la Milicia Nacional de Alcalá de Guadaira, trabajar gratis en su obsequio […]. Este rasgo patriótico no necesita comentarios, y mucho menos tratándose de un lidiador cuyas opiniones liberales o notable desprendimiento, son conocidos del público.» Es un hecho curioso, y a la vez contradictorio, que el padre de Juan Lucas Blanco hubiera muerto ajusticiado tras haber dado muerte en una reyerta a un miliciano nacional, en 1837.

            La fecha prevista, en principio, para la corrida era la del 25 de agosto. Sin embargo, compromisos de Cúchares en el Puerto de Santa María pospusieron la celebración de la misma al martes 28.

            La descripción de la lidia se inicia con una introducción que hace referencia a los tópicos conocidos sobre Alcalá y se pondera la belleza de sus mujeres, algunos de cuyos nombres se mencionan: «Si es de Alcalá/ gustoso/ el pan de hogaza/ más gustosas, sin duda/ son sus muchachas:/ Pues son más bellas/ que las flores que anuncian/ la primavera./ La de Lira y Calzada/ Malvina Pino/ otra que no conozco/ María del Trigo…» En contraposición, hace una referencia burlesca a la fealdad del alguacil que apareció en el coso: «Se presenta un alguacil,/ perdóneme si le falto,/ pero es el hombre más feo/ que en mi vida he contemplado…» Prosigue el periodista, con tono burlón, describiendo lo que el alguacil hacía: «…y haciendo genuflexiones/ y dando brincos y saltos,/ espera del presidente/ permiso para dar paso/ al cornudo caballero/ que está por salir bramando.»

            Como preámbulo a la corrida, la Milicia realizó un desfile en formación para despejar la plaza, ante el entusiasmo de los asistentes: «De su arma en el manejo/ diestra, de aspecto marcial,/ se apresta para el despejo/ la Milicia Nacional./ De un capitán a la voz,/ forman el cuadro, hacen alto,/ de el corneta una señal/ y todos marcan el paso:/ da otra señal: las parejas/ se vuelven, nuevamente/ el cuadro queda formado./ Con soltura y precisión/ tan bizarros milicianos/ ante un inmenso gentío/ el despejo practicaron./ ¡Bravo! ¡Bien! Por todas partes/ grita aquel entusiasmo…»

            En el desarrollo de la lidia se produjeron algunos percances como la cogida, sin consecuencias, de uno de los subalternos, el Cuco. Al parecer, participaron también algunos aficionados que saltaron al ruedo.

            Recoge, finalmente, la actuación de Cúchares ante el sexto de la tarde, de nombre Estornino, que recibió doce varas de los picadores y dos pares de banderillas. Cúchares, entonces, inició la faena de la muleta, que fue breve, ya que, al parecer, no le gustaba cómo se desenvolvía el animal en el ruedo. Francisco Arjona tenía fama de ser un «maestro en marrullerías […] y ventajas…», como recoge el Cossío, aunque muy simpático y popular, como se relata en la lidia del séptimo toro, llamado Silguerito: «Sonó el clarín: Curro Arjona/ cogió la espada y el trapo,/ y a Lucas se lo brindó/ ¡Viva la gracia y el garbo!/ Nadie, delante de un toro/ se pone más bien plantado./ Tres pases da naturales,/ y cinco de pecho ¡bravo!/ Cita el toro, y recibiendo/ le da, por todo lo alto/ tan excelente estocada/ que cayó muerto en el acto.»

            Del texto se desprende que la actuación de los toreros gustó al respetable. No sabemos, sin embargo, la recaudación que se obtuvo, pero no debió ser suficiente porque la crónica finaliza anunciando una nueva corrida al siguiente domingo, comprometiéndose El Tío Prudencio a relatarla. Mas de ella se hablará en otra ocasión. 

TOROS Y CINE. Las imágenes toman movimiento. Por Antonio García Mora

 

Los hermanos Auguste (1862-1954) y Louis (1864-1948) Lumière

 

La relación que ha mantenido el séptimo arte y la tauromaquia no puede considerarse fácil. En principio, la plasticidad y dinamismo de las corridas de toros parecen apropiados para los principios artísticos que rigen la cinematografía. No obstante, han sido en contadas ocasiones en el que una película ha reflejado con acierto el mundo taurino y ha desarrollado un historia con interés dramático.

            La primera sesión del cinematógrafo acaeció en París, a finales de 1895. Por aquel entonces los hermanos Lumière tal vez no eran conscientes de las consecuencias que para la cultura contemporánea traería su invención. En la primavera del año siguiente, Madrid contempló asombrada cómo las imágenes fijas adquirían movimiento y mostraban escenas de la vida cotidiana.   Tal hazaña corría a cargo del operador de cámara  Albert Promio, empleado de la empresa de Louis y Auguste Lumière, desplazado a la capital española para una doble misión, mostrar las posibilidades el nuevo invento y tomar escenas de España.

            Desde el primer momento, la fiesta de los toros ocupó un lugar preeminente en el catálogo de filmaciones del camarógrafo galo. Como informa Carlos Fernández Cuenca, en el Cossío, el método de trabajo de estas primeras películas consistía en colocar la cámara en un lugar determinado, en el que transcurriera alguna actividad destacada o llamativa, y girar la manivela hasta agotar la película. Dicha técnica se denominaba «escenas naturales». De esta forma, entre mayo y junio de 1896, se realizaron doce «vistas españolas». Entre ellas se encuentra la primera vinculada a los toros llamada «Arrivée de toréadors», en la que se muestra la llegada de los matadores a las puertas de una plaza de toros en Madrid, probablemente durante la feria de San Isidro. En aquellos tiempos tan primitivos la filmación se medía por los metros de película impresionada, en este caso apenas 17 metros. Poco después apareció por primera vez una escena de la lidia en la cinta titulada  «Espagne: courses de taureaux». En este caso, se habían impresionado dos rollos con los consabidos 17 metros. Esto apenas permitía un resumen esquemático de la lidia de un astado.

            Dos años más tarde, se habían rodado en España 37 películas por cámaras franceses y de las mismas 12 estaban vinculada a la tauromaquia, es decir casi un tercio, lo que muestra la curiosidad que despertaba dentro y fuera de nuestras fronteras. Su denominación genérica era  «Courses de taureaux» y mostraban la mayor parte de las fases de una corrida, desde el «Traslado de los cajones» [de toros] a la «Salida de las cuadrillas», la «Estocada» y el «Arrastre de un cababllo y de un toro». No queda constancia documental de los toreros que aparecen en las imágenes y los mismos no se pueden identificar dado que las tomas son generales y a gran distancia, dado que el objetivo consistía en mostrar el ambiente de la plaza.

            En la vecina Portugal habría que esperar a 1901 para encontrar la primera película taurina, titulada «Tourada a antiga portuguesa», de Manoel Maria da Costa Veiga.

            A partir de este momento la difusión del cinematógrafo permitió registrar todo de tipo de eventos y, sobre todo, la aparición de los primeros intentos de crear un género que con el tiempo acabará por ser denominado documental. En este ámbito destaca Antonio Cuesta, emprendedor droguero y vendedor de equipo fotográfico valenciano que, en 1906, estableció un negocio consistente en filmar corridas y venderlas a los distribuidores. No obstante, el primer documental con guión data de 1911. Titulado «Historia del toro de lidia» fue realizado por Enrique Blanco, con financiación de Iberia Cines y reflejaba de la vida de una ganadería extremeña de Olea. Para entonces el metraje de la película se había extendido hasta unos increíbles 500 metros.

            El salto al cine de ficción no se hizo esperar. La primera película con argumento dramático data de 1909 y su título fue «Tragedia torera». Realizada por Narciso Cuyás y producida por Iris Film de Barcelona, por desgracia, se encuentra perdida y se carece de otra  información que la mencionada. Un año más tarde se realizó «La lucha por la divisa»,  producida por José María Codina y fotografíada por Antonio Cuesta. De tema costumbrista y folletinesco, muy del gusto de la época, relata la disputa entre dos mozos por el amor de una mujer, con final trágico.

          En próximas entregas se desgranará cómo apareció un género cinematográfico relacionado con el toro en los distintos países dónde la lidia tiene presencia.

  

 

Ricardo Torres Reina «Bombita»

(1879-1936)

protagonista de esta, según reza su publicidad,

una de las más antiguas películas sobre toros en España

(rodada en la Plaza de Toros de Valencia antes de 1913, pues éste es el año en que se retira el torero)

CURIOSIDADES TAURINAS. Toros y toreros allende de los mares y las culturas. Por Antonio García Mora

 

 

El matador mozambiqueño Ricardo Chibanga

 

LOS festejos taurinos siempre han sido asociado a las culturas ibéricas y al sur de Francia. Asimismo, determinados países americanos, herederos culturales de nuestro acervo, también han participado activamente en desarrollo de la moderna tauromaquia. Podría deducirse que fuera de este ámbito espacial el fenómeno taurino ha tenido nula presencia. Sin embargo, nada más alejado de la realidad.

            Por diversos motivos el arte de Cúchares se ha extendido por lugares tan exóticos y lejanos como Casablanca, Maputo o Shanghái. En el caso de África y Asia, el origen de la celebración de corridas es consecuencia de la presencia colonial española, portuguesa o francesa. De este modo se puede explicar la construcciones de cosos en ciudades como Tánger, Casablanca y Orán y la celebración en los mismo de festejos a lo largo de un periodo más o menos dilatado. Su época dorada estuvo comprendida entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la independencia de Marruecos y Argelia. No obstante, aún finales de la década de 1960 se podía contemplar las faenas de figuras como el Cordobés en estas ciudades norteafricanas. E incluso se cuenta con la presencia del único matador de ascendencia marroquí, el francés Mehdi Savalli.

             Aún más alejado y peculiar supone una corrida de toros en Maputo (Mozambique). Hasta el extremo sur del continente negro llegó la fiesta llevada por aficionados lusos. Se procedió a edificar una plaza y se llegaron a celebrar festejos según el uso portugués, sin la muerte de la res. La independencia de la colonia trajo el abandono del coso de y las corridas, aunque mientras tanto Ricardo Chibanga, matador mozambiqueño, tomaba la alternativa en la Real Maestranza de Sevilla (1971).

             Una nueva cita taurina la encontramos en Beirut (Líbano) en 1961. Tal vez la influencia del protectorado francés puede explicar la celebración de un festejo en ese año. Para la ocasión se utilizó un estadio deportivo que registró una magnífica entrada con 60 000 espectadores. Al parecer no se volvió a repetir evento parecido pero muestra la curiosidad que la tauromaquia provoca en todo tipo de culturas. Por último, y también vinculado a la presencia colonial portuguesa, se registra la celebración de corridas en Macao, actualmente bajo soberanía China.

             Desaparecidos las colonias y apagado sus rescoldos culturales, la difusión de los toros fuera de sus fronteras tradicionales procede de motivos económicos o sentimentales. En el primer caso, empresarios españoles, portugueses y americanos han creído encontrar una oportunidad de negocio en la realización de corridas en lugares como Shanghái o Everán (Armenia). Los resultados han sido dispares, mientras en China existen proyectos de construir plazas permanentes y difundir la afición a través de canales especializados de televisión, en la república caucásica no se han vuelto a producir, consciente de la dificultad de trasladar algo tan ajeno a sus costumbres.

             Caso muy distinto consiste la afición aparecida en Corea y Japón. En primer lugar, existe un interés creciente por las manifestaciones culturales hispánicas como el flamenco. Por otro, nos encontramos con la tradición nativa de la lucha de toros, común a nipones y coreanos, que les acerca a la tauromaquia, aunque no existe más parecido que la aparición del toro en ambas. En general, los festejos que acontecen en los países asiáticos suelen seguir el modelo portugués, sin derramamiento de sangre. De hecho no existe el tercio de varas y las banderillas carecen de arponcillo y se coronan con un velcro que, unido a otro que la res lleva atada al morrillo, permite un simulacro de tal suerte. De tal guisa se produjo la Feria Taurina de Seúl, en octubre de 1999 que supuso un gran éxito de público.

             Para finalizar este recorrido por el mundo taurino, queda por mencionar los festivales celebrados en California. En un principio podría parecer que la influencia de la población hispanoamericana habría sido decisiva pero no es así. Su origen lo encontramos en los inmigrantes lusos instalados allí y dedicados a labores ganaderas. En consecuencia, se sigue el modelo portugués, acentuado por las prohibiciones legales contra el maltrato de animales y la activa oposición de los grupos proteccionistas.

             Este relato taurino podría extenderse hasta casi el infinito con historias oníricas de rejoneadoras rusas, diestros israelíes o novilleros ucranianos pero para ello no hay nada mejor que hojear esa fuente inagotable de información que es «el Cossío».

 

José María de Cossío (a la derecha) con Juan Belmonte
 

LAS DISPUTAS ANTITAURINAS EN LA ÉPOCA CLÁSICA DEL TOREO. División de opiniones. Por Antonio García Mora

El arte de la tauromaquia encontró su momento de máximo esplendor en el siglo xix y las primeras décadas del xx. Se podría  clasificar como su «época clásica», en la que se establecerán los cánones sobre los que se va a regir la lidia y dónde aparecerán los matadores más afamados y conocidos. Junto a ello se produce una fiebre constructiva que lleva a erigir la mayoría de las plazas de toros que conocemos. Las corridas se convierten entonces en una auténtica «fiesta nacional» que se identifica con lo español aunque en Francia y América también florece hasta alcanzar niveles nunca vistos hasta entonces.

 

Plaza de Toros de El Puerto de Santa María
Construida en 1880

 

Joselito y Belmonte

 

            Frente a este auge, se mantienen las polémicas antitaurinas que hemos recogido en artículos anteriores. Las mismas tienen un marcado carácter moral y ético, pero abandonando la dimensión religiosa de otros siglos. Los opositores a la fiesta centran sus dardos en su naturaleza primitiva y salvaje; en el perjuicio que sufren las virtudes cívicas de los españoles ante un espectáculo cruel y sangriento; y en la crueldad que supone el sacrificio de toros y caballos en un evento al que se considera inútil.

            Con la llegada del Romanticismo, mucho más que una mera corriente literaria, se introducen en España un conjunto de ideas foráneas en las que predomina una valoración de los sentimientos y la sensibilidad; de la naturaleza y la vida salvaje. En general, la fiesta de los toros no casaba bien con el espíritu romántico y sus deseos de cambiar el mundo. Mariano José de Larra (1809-37), uno de los escritores más identificados con este movimiento, la criticó en alguno de sus artículos, viendo en ella el reflejo de los vicios de una sociedad inculta, carente de curiosidad y sensibilidad. No muchos años después, Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), bajo la firma de Fernán Caballero, expresó su disgusto por las corridas en una de sus novelas. Su apasionada defensa del casticismo andaluz no alcanzaba a esta diversión, a la que consideraba brutal y contraria a la moral cristiana. No obstante, no negaba ciertos valores estéticos y llegó a calificarla como «fascinadora atrocidad».

            El desenvolvimiento del siglo xix provocó, en una parte de la intelectualidad española, la necesidad de comparar la situación de nuestro país con nuestros vecinos europeos. La opinión más general consideraba que España había quedado retrasada con respecto a las naciones más avanzadas. Urgía la necesidad de reformas y la adopción de formas sociales, políticas y económicas europeas. En tales circunstancias, la lidia de toros se consideraba un anacronismo que nos impedía acercarnos a nuestros convecinos. Este sentimiento de inferioridad se exacerbó con el desastre del 1898. El Regeneracionismo que representaba Joaquín Costa abominó de las corridas como reflejo de la decadencia de la patria. La Institución Libre de Enseñanza, máxima expresión de la corriente de pensamiento conocida como krausismo, se oponía a la fiesta en base al respeto que todo ser vivo merecía y a la obligación moral de evitar el dolor en cualquier ser vivo. 

            Intelectuales de la talla de Santiago Ramón y Cajal, Azorín, Valle Inclán o Antonio Machado reflejaron en sus publicaciones alguna forma de censura, más o menos severa, contra la lidia desde una perspectiva ético-moral.

            La consolidación de la prensa escrita, como reflejo de la opinión pública, contribuyó en gran manera a la proliferación de las disputas antitaurinas, y protaurinas.  Los bandos enfrentados utilizaban la tribuna de los periódicos para defender sus ideas e influir sobre la sociedad y sus dirigentes. De tal forma que las noticias sobre la muerte de algún torero o los percances sufridos en tal o cual encierro alimentaban una polémica que en muchas ocasiones llegaba a las Cortes. Ejemplo de esta influencia podemos encontrarla en el escándalo que provocó la grave cogida que sufrió Salvador Sánchez Povedano, «Frascuelo», en 1876,  y que llevó al marqués de San Carlos a proponer, un año más tarde, en las Cortes la supresión de las corridas. Tomada en consideración en primera instancia por el Congreso fue posteriormente rechazada en el Senado. Casi veinte años más tarde, la muerte de Manuel García Cuesta, «Espartero», en 1894,  promovió una nueva tentativa de suspensión presentada en las Cortes por diputados republicanos y carlistas. Como se observa, en la cuestión antitaurina las posiciones ideológicas y partidistas contaban poco. El nuevo siglo mantuvo vivo el debate pero, en contraposición, alumbró a una generación legendaria de toreros como Belmonte, Joselito, o Rafael «El Gallo».

            Tras siglos de disputas aún sigue vive la polémica a favor o en contra de los toros. Tal vez, la clave de este enconado enfrentamiento se encuentre en la esencia misma de la fiesta: la lucha entre la vida y la muerte.

 

Frascuelo

POLÉMICAS ANTITAURINAS: LA RAZÓN ECONÓMICA. Las disputas durante el Siglo de las Luces. Por Antonio García Mora

 

 Conde de Aranda
(1719-1798)

 

La oposición a las corridas de toros ha sido una constante en la historia de España desde hace siglos. Diversos argumentos se han esgrimido contra las mismas: insulto a la fe cristiana, crueldad innecesaria e inmoral contra los animales o perjuicios económicos a la nación. Como se describió en el artículo anterior, en cada época ha predominado uno de estos motivos sobre los otros, coincidiendo con la sensibilidad e inquietudes de cada momento.

            Durante el siglo XVIII se reavivó la polémica antitaurina por diversas causas. Entre las mismas se pueden destacar la entronización de una nueva dinastía, la borbónica, que importó las formas y costumbres de la corte francesa, entre las que no se encontraba precisamente la afición a los toros. El desarrollo de la Ilustración y el Racionalismo que abocaron a la aparición de una nueva sensibilidad en muchos temas, como el trato a los animales. El nacimiento de los principios de la futura ciencia económica que pretendía racionalizar el aprovechamiento de los recursos disponibles y donde primaba la agricultura sobre la ganadería. Finalmente, en la dimensión política de esta centuria se encuentra el Despotismo Ilustrado que partía de una premisa básica: es necesario encaminar al pueblo hacia la felicidad pero desconfiando de su capacidad intrínseca para lograrla (el famoso «todo para el pueblo pero sin el pueblo»).

 

 Fray Martín Sarmiento
(1695-1772)

 

            La justificación de la prohibición de las corridas de toros partía de una visión utilitarista de las mismas. Se consideraba que provocaban un perjuicio económico grave a la agricultura, a la ganadería e incluso a la industria artesanal. Con respecto a la primera se partía de un principio anterior a esta disputa y que consideraba más productivas y necesarias a las actividades agrícolas que las ganaderas. El cultivo de la tierra proporcionaba más riqueza y permitía emplear a un número mayor de trabajadores con el consiguiente aumento de sus rentas. Se pretendía abolir o limitar la legislación que protegía a la Mesta (asociaciones de ganaderos) que impedía el uso de las vías pecuarias para el cultivo. Las dehesas de reses bravas desaprovechaban enormes extensiones de terreno cultivable y malbarataban los recursos de la tierra. Otro perjuicio consistía en el desaprovechamiento de los animales destinados a la lidia. Se aducía que éstos hubieran sido más productivos si, castrados y convertidos en bueyes, se les hubiera destinado a las labores del campo.

            Con respecto a la ganadería, se consideraba perjudicial el número de toros sacrificados anualmente en las corridas. Esta sangría provocaba el deterioro de la cabaña bovina que perdía una parte sustancial de sus sementales más sanos y vigorosos. Según don Francisco Schotti y Fernández de Córdoba, sólo en Madrid, a mediados de siglo, morían anualmente 200 toros. Por último, se suponía un desperdicio de recursos los utilizados en su alimentación y los espacios en las dehesas destinados a su crianza.

            Finalmente, el perjuicio a la industria radicaba en el número de jornales perdidos por artesanos y trabajadores en los días en los que había corrida. En aquellos tiempos, los festejos se realizaban en días laborables, generalmente los lunes, y la afición de muchos les impelía a abandonar su puesto de trabajo y sacrificar su sueldo. Incluso, era muy común el empeño de los bienes de la casa para poder comprar las entradas, con el consiguiente quebranto de las economías familiares. Según el polemista antitaurino, Fray Martín Sarmiento por cada día de corrida se perdían tres de trabajo; el previo ocupado en los preparativos o en el desplazamiento al lugar del evento; el destinado propiamente al festejo; y el posterior usado en recuperarse de los excesos cometidos. Según este autor, se podía desperdiciar hasta el 10% del tiempo de trabajo, con los perjuicios que ello suponía.

            En 1768, el presidente del Consejo de Castilla (máximo órgano de gobierno del Estado) conde de Aranda, promovió la suspensión de la lidia y elevó dicha petición a este órgano antes de presentarla al rey, Carlos III. Sin embargo hasta el 14 de junio de 1770 no presentó su propio informe en el que establecía la abolición en 4 años con objeto de prevenir a los perjudicados. La respuesta del Consejo no fue todo lo concluyente que esperaba su presidente y el rey solicitó un nuevo dictamen a una junta de la Secretaría de Gracia y Justicia (precedente del actual ministerio de Justicia) antes de decidir. Finalmente, por Real Orden de 23 de marzo de 1778 de prohibían las corridas con algunas excepciones, como aquellas destinadas a fines benéficos o a sufragar gastos de utilidad pública. Las razones aducidas eran económicas, humanitarias y sobre todo para mejorar la imagen de barbarie y atraso que las mismas proyectaban de España en Europa.

            Las excepciones contempladas en la ley permitieron burlarla de forma sistemática y pocos años después, en 1786, se renovó la prohibición, en este caso sin excepciones. Sin embargo, la voluntad popular en pro de los festejos taurinos crecía de forma imparable, dando paso a una época dorada de la tauromaquia.

 

 Foto: LGV 2003 Sevilla

POLÉMICAS ANTITAURINAS. Los principios ético-religiosos y la lidia de toros bravos. Por Antonio García Mora

 

Pío V por El Greco

 

La prohibición de las corridas de toros promulgada por el parlamento de Cataluña es sólo un jalón más en la larga disputa que los defensores y los detractores de la fiesta han mantenido a lo largo de la Historia. Posiblemente, la discusión sobre la naturaleza de la lidia parte de su mismo origen y no finalice hasta su extinción.

            En esencia, y siguiendo a José María de Cossío en su monumental obra Los Toros, existen tres grandes argumentos antitaurinos: los de índole ético-religiosa, los económicos y los relacionados con la sensibilidad ante la crueldad. Su importancia ha sido distinta según el momento histórico, aunque todos han aparecido de una forma u otra en los debates sobre la oportunidad o no de prohibir las corridas.

            En este caso vamos a describir los fundamentos ético-religiosos que se oponían a la fiesta y que predominaron en las primeras polémicas antitaurinas. Cronológicamente aparecen a finales de la Edad Media, coincidiendo con las mentalidades predominantes en las sociedades de la época.

            Aquellos que se oponían a la lidia por razones religiosas entendían que suponía una ofensa a Dios el hecho de exponer voluntariamente la vida por parte de aquellos que participaban directamente en la misma. A ello se sumaba los pecados y excesos que podían cometer los espectadores de los mismos, aprovechando las circunstancias como la complacencia en el riesgo ajeno, el placer en la contemplación de la sangre y de la muerte y la promiscuidad de los sexos en los graderíos. En resumidas cuentas, se considera totalmente inapropiado para la moral cristiana un espectáculo que jugaba con la vida y la muerte, sin justificación racional alguna. En 1489, el cardenal Juan de Torquemada, exponía tales ideas en su obra Summa de Ecclesia, iniciando un debate muy intenso que se alargaría durante siglos.

 

Santo Tomás de Villanueva

 

            Santo Tomás de Villanueva (1486-1555) arzobispo de Valencia, encabezó el bando antitaurino durante la primera mitad del siglo xvi, insistiendo en las ideas mencionadas y en la asociación de estos festejos con las venationes romanas, o juegos circenses consistentes en el  enfrentamiento entre un gladiador y un animal. Dicha relación fue muy común en aquellos tiempos y justificó todo tipo de censuras hacia la tauromaquia, a la que se hacía descender directamente de tan lejanas y olvidadas costumbres.

            El principio de autoridad que los escritos religiosos alegaban para la prohibición se basaba en la oposición de los primeros autores cristianos a los juegos del circo romano. Prudencio, San Agustín, Casiodoro, San Juan Crisostomo se opusieron firmemente a los mismos. Dentro de estas actividades las venationes se definían como «luchas en público con las fieras», lo que posteriormente se identificó con la lidia. La primera consecuencia fue la prohibición  a los clérigos a participar en dichas actividades. Posteriormente, la extensión del derecho romano en Occidente, donde esta identificación también existía, reforzó la posición de los antitaurinos que la consideraban como una reminiscencia cruel de la época de los gentiles, anterior al triunfo de cristianismo. De forma más o menos evidente se pretendía identificar la lidia con el paganismo y, por ello, desterrarla como contraria a las creencias religiosas preponderantes en la época.

            El debate sobre los toros llegó a las más altas instancias políticas del país y fuera de él. Las Cortes castellanas debatieron en tres ocasiones la posibilidad de su prohibición, en dos se elevó al rey la petición de supresión pero éste no accedió. No así, en Roma. El papa Pío V (1504-1572) promulgó la bula De salutis gregis dominici (1567) en la que prohibía la participación o asistencia a los festejos de toros bajo pena de excomunión. Los antitaurinos habían conseguido un triunfo rotundo y de su lado se inclinaba la mayor autoridad moral de la época. No obstante, la disputa continuó y pocos años después, en 1575, un nuevo papa, Gregorio XIII, hubo de dictar una nueva norma en la que suavizaba la anterior y excluía de la prohibición a los legos. Esta pequeña concesión desapareció en 1583 al ser repuesta en todo su rigor la prohibición a manos de un nuevo papa, Sixto V. Finalmente, cuando el siglo tocaba su fin, Clemente VIII, publicó el decreto Suscepti numeris en el que de nuevo se levantaban todas las prohibiciones y castigos. Desde aquel momento, los argumentos a favor o en contra de la tauromaquia cambiaron, del mismo modo que se estaban transformando las mentalidades. Lentamente los aspectos religiosos fueron dejando paso a los puramente éticos, económicos y de sensibilidad.

            Para finalizar una anécdota que muestra las paradojas de estas polémicas durante la Edad Moderna. ¿A qué no adivinan cómo se festejo, en 1658, la canonización de San Tomás de Villanueva, uno de los principales clérigos antitaurinos? Efectivamente, con una corrida de toros. 

 

Foto: LGV 2003 Sevilla