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ISRAEL GALVÁN EN EL PATIO DE ARMAS DEL CASTILLO DE ALCALÁ DE GUADAÍRA. Fotografías de Lauro Gandul Verdún (5 de Julio de 2009).

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ESE TÍO QUE CANTA. Por Rafael Rodríguez González (marzo de 2009)

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Las cinco de la tarde. Ramón va de un lado a otro y de punta a punta de la calle de las Sierpes, a la espera de que abran los comercios, al menos el que él quiere ver abierto. Tiene que hacer un regalo, y en un escaparate vio el otro día algo que le va a dar el avío. En una de las vueltas, aproximándose a la plaza de San Francisco, ve a un hombre enjuto, de pelo gris y barba de pocos días, de unos cuarenta y cinco años, a lo sumo cincuenta, que sostiene una guitarra. Está sentado, con las piernas cruzadas, en una o dos prendas colocadas en el suelo. Un golpe de tos lo sacude y hace caer de sus labios el cigarrillo, que se quita de encima con un rápido manoteo. La guitarra, sin brillo y arañada, tal vez herida también de cigarros, ha de haber pasado por muchas manos; de pocas, o de ninguna, habrá recibido cuidados. Cuando Ramón vuelve a pasar para ver si ya han abierto, el hombre sigue ahí, ahora relajado e inmóvil, con la guitarra recostada y el rostro gacho, inclinado hacia el traste, la mirada desvaída pero fija en el rosetón. O se duerme ella o se duerme él, piensa Ramón.

 

 

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El que parece que sí se ha dormido es el de la tienda.

Nuestro por ahora aún aspirante a comprador avanza y retrocede por la calle, que al caso igual resulta, porque es posible que en alguna tienda que ya esté abierta tengan el mismo tipo de objeto que ha decidido comprar. Lo hay, pero prefiere el que ha visto en la otra. Vamos, a ver si por fin… No. Vuelve entonces a la ya antes abierta. En el trayecto, un comerciante que le ha visto pasar las cuatro o cinco veces que lo ha hecho, y que ha sido el primero en abrir, observa sin disimulo a Ramón. ¿Será un posible cliente, o será un peligro?, cree Ramón que piensa el hombre de la tienda. Hoy, ninguna de las dos cosas, quién sabe mañana, contesta Ramón a la imaginada inquietud que ha puesto en la mente del comerciante. Para mosquearlo un poco más se detiene un momento ante el escaparate, mirando a éste y al interior de la tienda alternativa y rápidamente, simulando temer ser sorprendido en su aparentada observación. Deja por fin estas tonterías, entra en la tienda de al lado y hace la compra.

            Cuando sale y da unos pasos se encuentra con que una empleada está abriendo el comercio primeramente elegido. Ramón está seguro, por el aspecto de la moza, tan rotunda y explícita en el resalte de su esplendidez (o de sus esplendideces, como dirían algunos de sus conocidos), de que al dueño no le importa mucho a qué hora abra el comercio. Con que ella esté allí cuando él llegue…

           Un poco más allá, el hombre está tocando la guitarra. Nuestro amigo aún no oye su tañido, ha de aproximarse. Mientras va pasando ante él, tan despacio como puede, es su asombro el que le sobrepasa. Está cantando un fandango en el estilo del Niño de Aznalcóllar. Su voz no tiene nada de particular, al menos Ramón no sabría señalar alguna característica que la definiera. Sí es evidente que está un tanto rozada. Pero su cante le ha sobrecogido. Va de un escaparate a otro mientras espera que vuelva a cantar. Cuando comienza, se vuelve hacia él para cerciorarse de que es de ese hombre del que sale ese cante. Le escucha hasta tres fandangos, todos del mismo estilo, con letras que son, salvo una, desconocidas para él. No puede estar más tiempo. Antes de irse se incorpora a un grupo de turistas que pasa junto al hombre y aprovecha para dejar caer una moneda en la cajita de plástico; aprieta el paso y toma el camino de vuelta a casa, sumido en una rara y casi alegre extrañeza.

 

 

Durante los siguientes días…

Ramón no dejó de pensar en el hombre de la guitarra. Desde el primer momento había tomado la determinación de volver en cuanto pudiese. Como buen hipocondríaco, le asaltaba de vez en cuando la duda de si estaba padeciendo una enajenación transitoria consistente en apreciar el cante del hombre de la guitarra como tan bueno o tan a su gusto, por medio de lo que pudiera ser sólo una impresión engañosa causada por una especie de languidez anímico-auditiva. Pero eso es imposible, se decía; mis oídos, musicalmente hablando, tienen verdadera conciencia de lo que oyen, esa facultad posiblemente sea la última que me abandone. En efecto, Ramón puede padecer de hipocondría y de más cosas, pero, de hipoacusia, ni pensarlo.

            Camino ya de un posible y deseado reencuentro, se repetía en el trayecto sus pensamientos sobre el cante del hombre de la guitarra. El cante del Niño de Aznalcóllar era, en la voz y en la forma de su autor, un fandango pequeñito y dulzón (Ramón siempre lo ha asociado con el gusto y la textura de una sultana al comerla), de melodía entrecortada y sin ninguna necesidad de poderío, que más bien le estorbaría. En su opinión, por mí compartida, tal cante tiene la cualidad de ser un esbozo de fandango, un fandango bosquejado. Esto no actúa en su menoscabo, porque precisamente es lo que le permite ser uno de esos fandangos que da la posibilidad a algunas personas, muy pocas, de, al recrearlo, hacer que lo que se está escuchando no sea sino una forma material que brota exclusivamente de esa persona que canta. Ramón y yo sólo hemos escuchado en dos ocasiones, a una mujer, en un lugar y en circunstancias inenarrables aquí, convertir ese estilo de fandango en algo tan inescrutable como los límites del espacio sideral, y tan estremecedor como lo son algunos llantos. Por el contrario, lo mismo, pero cantado por otras personas, nos ha causado la misma impresión que a Buster Keaton podrían hacerle un tren o un barco de juguete. Y el cante del hombre de la guitarra, sin llegar a lo que aquella mujer alcanzaba, sí poseía una forma globulosa, que se sentía, ya en la columna vertebral, en forma de escalofrío, ya en la boca, como el sabor de un manjar cuya llegada se adivinase. También en él no aparecía un cante de fulano o mengano, sino materia propia.

 

 

Ya lo está viendo de nuevo.

Se encuentra en el mismo sitio que el otro día. Son ya casi las doce de la mañana. Antes de que se dé cuenta tendrá que marcharse. La empleada a la que Ramón también ha dedicado algún paseo de su memoria durante estos días, está en la puerta del comercio, en exhibición de su lozanía refulgente y su prieta exuberancia. Se encuentra acompañada de dos petimetres, ambos con más gomina que pelo y más corbata que pecho, con unos nudos que a Ramón, tan antiguo, le recuerdan las que tenían los muñecos de las tómbolas. Yo no recuerdo esos muñecos. Los dos galanes de ocasión se sonríen al paso de otros hombres que miran a la hermosa, como diciendo: sí, tú mira, pero nosotros estamos con ella. Que se lo creen ustedes, llega a decir mi amigo de forma casi audible. Ramón a veces es temible.

 
            Cuando llega a la altura del hombre de la guitarra se sitúa a una distancia prudencial, casi ocultándose en la esquina de la calle más cercana, la de Jovellanos. Por fin canta el hombre. Dos fandangos. Ninguno de los dos llega a lo escuchado por Ramón la primera vez. Espera, lógicamente. Y no se ve defraudado: canta ahora uno que sí le produce efectos. Mi amigo se percata de que las pocas personas que le echan algún dinero no lo hacen por su cante, sino como acto de caridad para con un pedigüeño cualquiera. Ni le miran al depositar el óbolo ni, si canta, vuelven la cara cuando lo están rebasando. Otra vez un bicho raro, piensa Ramón: no el hombre de la guitarra, sino él. ¿De verdad que no hay nadie más que por aquí pase que sienta aunque sea un poco de interés, alguna curiosidad, una pizca de sorpresa? Aún tiene Ramón algunos amigos que sentirían, de estar ahí, algo parecido a lo que él siente; a otros pocos ya los perdió, del único modo en que se pierde a los verdaderos.

 
            Lo dicho, Ramón tiene que irse. Otro día volverá. Hoy no le va a dejar dinero en la cajita. De hacerlo, serían cinco o diez euros, que Ramón en eso no se corta. Lo que lo echa para atrás es su creencia de que el hombre de los fandangos va a quedarse con su cara, que va a pensar en él, que le estará esperando día tras día. Es cierto que la mirada de Ramón al inclinarse para depositar el dinero sería muy distinta de la de las otras personas que hacen funcionalmente lo mismo, y que su rostro trasluciría algo de su emoción, pero no es de creer que el hombre de la guitarra tenga tanto alcance como para adivinar, en un solo instante, que tiene ante sí a un rendido admirador que haría por él… ¿qué? ¿Es que puede hacerse algo?

 

 

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Dos o tres semanas después…

Ramón está de nuevo en Sevilla y se encuentra con que el sitio está vacío. Va a resolver el asunto que lo lleva a la capital y, a la vuelta, el hombre de la guitarra sigue sin estar allí, ni en toda la calle de las Sierpes. Ramón cruza a la de Tetuán: nada. Ya vendrá otro día, pero a ver si no coincide cuando venga yo, se dice Ramón con lástima hacia sí mismo, aunque en realidad no ha perdido ni un ápice de confianza en que volverá a encontrarse con el hombre de la guitarra. Por cierto, lo de la guitarra… Más que como instrumento musical se sirve de ella como capote de paseíllo, como decorado de teatrillo, como de una mentira un chiquillo. Eso sí, sabe golpearla, que hay de esos que llaman “genios” de la guitarra que no saben hacerlo, cuando es cosa tan importante en el toque de verdad.

 

 

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A Ramón, en su constante pensar en este hombre…

 
le reinan en la cabeza algunos pensamientos de los que soy obligado receptor. A Ramón se le aparece gente que se ven en programas de televisión, sea para cantar, sea para reírse con ellos y de ellos, y, de inmediato, concluye que menos mal que ese hombre no ha caído en tales redes. En seguida se da cuenta (con mi ayuda, claro) de que la explicación es bien sencilla: cómo van a llevarlo, qué pueden mostrar de él que sea deglutido por la audiencia, si lo único que podría hacer delante de las cámaras es cantar esos fandangos. Como sólo él puede cantarlos, es cierto, pero sería milagroso que en el mundo de hoy una persona como el hombre de la guitarra llamase la atención con su cante, con un cante que a nadie le suena de nada, que a todo el mundo le resultaría extraño, fuera del curso de las cosas, ajeno completamente a los gustos, apetencias y obsesiones de las masas sin musas, amasadamente amansadas. Sacar a ese hombre por televisión sería sacar a un bicho raro (ahora sí también el hombre de la guitarra) al que no se le puede escudriñar por medio de una disección, como se hace con los insectos en los documentales, sino que, o se está totalmente hecho para aprehender su cante y lo tan indefinible que desprende, o no hay nada que hacer. ¡Este hombre no cabe en los concursos en los que no hay ningún arte, sino tan sólo efectismo y potencia! ¡Qué abismo entre el cante del hombre de la guitarra y el de los que parecen fabricados en serie y en sola pugna por ver quién tiene más fuerza y chilla más! ¡Qué lejanía entre la original naturalidad del de la calle de las Sierpes y el afán copista de tantos y tantas, tan rebosantes de voluntad como carentes de personalidad verdadera!

 

 

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Mientras vamos camino de Sevilla…

Ramón sigue poniéndome ejemplos del pujante mundo en el que se sustituyen el arte, el buen gusto y la elegancia natural por la escandalera y la Fórmula 1, pero cuando llega al baile le tengo que parar la lengua: no quiero ni que me lo mencione. Prefiero hablar de las carreras hípicas, que es lo más parecido al baile actual. Los caballos, al menos, no se ponen a inventar. Le digo a Ramón (no sea que él lo diga todo) que fuera del flamenco y de otras andaluzadas tan televisivas también podemos encontrar otros casos de falsificaciones, no tan inocentes como las que se producen en tantos programas que todos conocemos, sino más elaboradas y sutiles; más falsarias, por tanto. Hay, por ejemplo, una cantante que hace ahora con muchas canciones latinoamericanas lo que otros con sus recreaciones en cualquier género: quitarles la savia, dejar sólo un caparazón hueco aunque muy lustrado, sin respeto para quienes hicieron y cantaron esas canciones con toda su autenticidad. Así es, por mucha pasión que aparente poner y aunque quiera adornar su voz tan lineal con quebrados y quejidos de lo más postizo. Yo la mandaría a la Vega, a escardar. Nos separamos a la espalda de la Plaza de España. Ramón se va en busca del hombre de la guitarra. Me es imposible acompañarlo: he de ir a la delegación de Hacienda y no puedo aplazar la entrevista concertada. En ese sitio sí que no entienden de fandangos. Ramón encuentra al de la guitarra en el sitio de costumbre. Tras una larga espera, o así se lo parece, el hombre canta un fandango, que mi amigo aprecia como el mejor de los que hasta ahora le ha escuchado. Pasan los minutos y pasa la gente, sin que Ramón vea que nadie, hoy tampoco, repare en el hombre de la guitarra, mejor dicho en su cante, porque, aunque sea a intervalos que al hombre le parecerán eternos, alguien deja alguna moneda. Ramón se desespera. Le disgusta estar ahí hecho un pasmarote, sin poder manifestar de ningún modo su entusiasmo por el cante de aquel hombre, que hace ahora ademán de levantarse pero al fin permanece sentado; algunos momentos después, con una ostensible desgana que Ramón advierte enseguida, canta un fandango que no llega a terminar. Ahora sí se yergue del todo, dándole a Ramón la oportunidad de observar que su estatura es mayor que la que le suponía. El hombre recupera el resuello tras la levantada y se dispone a recoger las prendas que le han servido para suavizar la dureza de su asiento. Es en ese momento, en que el hombre, antes de agacharse, mira a lo lejos, hacia la plaza de San Francisco, cuando Ramón da tres zancadas, deja veinte euros en la cajita y se marcha por la calle de Sagasta, sin haber visto la cara que haya puesto el hombre, y sin que éste se la haya visto a él.

 

 

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Por fin voy a conocer al hombre de la guitarra.

Han pasado dos semanas, y de nuevo nos encaminamos los dos hacia Sevilla. Aprovechamos para subir al tranvía: nos aventuramos los dos, por primera vez, en travesía tan singular. Nos amargan el viaje dos niños de unos nueve o diez años, tan redichos, tan suficientes, tan creídos en la superioridad de su tontería y tan sinvergüenzas como sólo pueden serlo los niños sevillanos tan ridículamente criados por padres que se creen no sé si más listos que dignos o al revés. Desde los asientos que usurpan van burlándose de todo lo que a su paso se mueve sobre dos piernas, sobre un coche de caballos o sobre una silla de ruedas. ¡Con cuán sana satisfacción les propinaría un buen coscorrón, o dos! Ese sentimiento justiciero se ligaba en mí con el nerviosismo que me producía el ir directamente a conocer al fandanguero. Bajamos en la Plaza Nueva, dónde si no, y entramos en la de las Sierpes por Jovellanos, de modo que, para seguir la manía de mi amigo, tuviéramos la oportunidad de ver al de la guitarra sin ser notoriamente advertidos por él. No estaba. Pasamos un largo rato esperando, pero el hombre no aparecía. ¿Se habrá ido ya? A grandes pasos nos dirigimos a Tetuán; luego, otra vez a Sierpes. Pero el hombre de la guitarra no estaba por ningún lado. Sugiero, por ser también lugar de aposentamiento de artistas rasantes: ¿y si está en el arco que va del patio de banderas al barrio de Santa Cruz? Y allá que va Ramón, mientras yo aguardo en Sierpes y en Tetuán hasta que regresa mi incansable amigo, abriendo los brazos para indicarme lo infructuoso de la búsqueda. Coincidimos los dos en que es inútil seguir esperando: por la hora que es, que ya están cerrando algunos comercios, el hombre no va a venir, tal vez por la tarde… En ese momento, Ramón ve a la hermosa empleada, que ya está bajando el cierre metálico. Al mismo tiempo se le sube por detrás su cierre de tela. Ramón no pierde detalle. A Ramón le gustan las mujeres, sexualmente hablando. Va acercándose a ella, y, después de recorrerla, le pregunta: “Oye, perdona, el hombre que se pone ahí con la guitarra, ¿no viene ahora?”. La nada aquejada de displasia intenta recordar, y enseguida responde: “Ah, ¿el tío ese que canta? Lo echó la policía el otro día”. Ramón ya sólo hace un gesto de abandono. Otra hazaña de los municipales, atajando ellos el escándalo público: un tío que canta en la calle ¡habrase visto!

            Desde entonces, ninguna de las veces que he pasado por la calle de las Sierpes he visto al hombre de la guitarra. Ramón me dijo aquel día que no volvería a pasar más por la calle de las Sierpes. Tonterías. A Ramón le gusta llorar, claro que internamente, y el bicho raro que es volverá a pasar por allí y llorará acordándose del hombre de la guitarra, al que nunca más verá. Además, es muy probable que Ramón tenga en cuenta que la buena moza sigue manifestándose en el mismo sitio.

 

FERNANDA DE UTRERA. Por Rafael Rodríguez González, 2003

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Fernanda de Utrera

«El texto que sigue corresponde a la carta que Rafael Rodríguez dirigió a su amigo Patricio argumentando su negativa a escribir sobre Fernanda de Utrera. Pero se le pudo convencer de publicar, tras no pocos intentos, precisamente dicha carta.»

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

Amigo Patricio:

Seguramente habrá sido cosa del editor de la revista de Feria lo de que me propusieras escribir; y tú, tan ocurrente siempre, el que habrá tenido la brillante idea de que lo haga sobre Fernanda. Digo brillante por la elegida, pero no por la idea. Porque lo que no se puede hacer, al menos para quien no tiene por qué, es volver una y otra vez sobre las cosas mil veces dichas, aun siendo verdades tantas de ellas. Querer escribir sobre Fernanda es como querer hacerlo de los sonidos de la noche -y del día- en la Amazonia.

Escribir sobre Fernanda…, casi ná. No será porque no tenga cosas que decir de esa mi emperatriz, sino porque nunca, ni ahora ni aunque pasaran mil años, me atrevería yo a intentar reflejar lo que Fernanda es en el cante gitano, o llámalo mejor, en este caso, Arte gitano. Si algunos otros osan escribir, relatar y hasta poetizar sobre lo que mana de Fernanda, pues muy bien. Aunque fíjate que en todos los artículos que he leído estos días atrás, al hilo de su ochenta cumpleaños, se vuelve al tópico -basado en una verdad que es absoluta- de Fernanda como la reina del cante por soleá. Pues claro que sí, pero es que aún más es la Diosa de la bulería. Nadie ha podido llegar -y ya nadie llegará- adonde Fernanda. Ella hace en la bulería todos los cantes y de un modo ni siquiera sujeto a imitación. O fíjate lo que escribió un ya longevo periodista «la voz opaca…» ¿¡Cómo que opaca, si a su través se ven las delicias!? Ya se dice lo que sea sin saber las palabras que se emplean.

Bernarda y Fernanda de Utrera

Antonio Mairena, Juan Talega, Bernarda, Fernanda de Utrera, Manolito María, Platero de Alcalá y Diego del Gastor

Además, Patri, tú sabes, porque tú eres uno de esos, que habrá quienes digan ¿y qué tiene que ver la Fernanda con Alcalá como para dedicarle espacio en la revista de nuestra Feria? Y no sabrán o no tendrán en cuenta que Fernanda ha estado viniendo a Alcalá con más frecuencia que algunos va a Sevilla. Las fiestas y reuniones en el Derribo y en la calle Ángel con Manolito María, otras con Antoñito el del Bar España, su presencia en un puñado de festivales, en otros locales y en reuniones familiares… Pero escribir de eso sería ponerse a hacer un anecdotario, que a lo mejor no me atrae ni considero importante porque no estoy capacitado para ello.

El Platero de Alcalá

¿Cómo explicar lo inexplicable? Cómo dar a entender desde un papel la expresión que sale de lo racial y se conjuga con la suma de todas las esencias, llegando a la máxima cumbre; eso sí que es un problema irresoluble. ¿Cómo se puede hablar o escribir tanto, tantísimo, del llamado Arte flamenco, que sólo llega a Arte en contadas ocasiones? Así que, Patricio, díle a monsieur Ordóñez que escribir sobre Fernanda puede hacerlo mucha gente, y si es sobre el cante en general, aún más, pero que yo no me meto en una misión imposible.

Antonio Mairena

Antonio Mairena

Tú sí sabes desde hace tiempo lo que hay que hacer. La espléndida tecnología de la que hoy gozamos nos lo hace posible. Hoy podemos escuchar a Fernanda cuando mejor y más bellamente ha cantado: en las fiestas en Morón, con Diego del Gastor, Manolito, Perrate, Joselero, Fernandillo, Juan Talega, la niña Amparo y otros; pero también en algún que otro festival, como en aquel de Ronda en el que metió por bulerías una bella canción canaria que jamás hubiera podido soñar nadie que se pudiera cantar de esa manera tan fiel al original y a la vez tan elevada al quinto cielo. Tú tienes, Patri, bastantes de esas grabaciones (la que hizo la Diputación es magnífica), al menos las suficientes para que no puedas discutirme que sobre Fernanda no se puede escribir, salvo de la forma que te decía al principio de esta carta de la que ya me estoy cansando (cuando la termine voy a poner la cinta donde está esa canción canaria), es decir, de forma anecdótica. Sí, se podría hablar de su belleza concretada en su personalidad irresistible, en su educación, no ya fina sino exquisita, en su memoria, en su ser agradecido, en su ausencia de servilismo, pero eso lo sabe cualquiera que la mire o la haya mirado a la cara. La única forma de conocer a Fernanda, a esa mujer de 80 años que ya no vamos a ver más de fiesta ni en ningún escenario, es escucharla, que no sólo oírla. Pero la verdad es que tampoco todo el mundo tiene acceso interior a ello. Y cosas como ésta no se pueden escribir, Patricio, porque en seguida saltan diciendo que si uno se cree un elegido de Dios y cosas de esas. Ojalá que sean muchas las personas con capacidad para escucharla. Y entonces conocerán la conjunción, o mejor, la fusión, del Arte y la Naturaleza. Escucharla en esas grabaciones, aunque en los discos también, escucharla y comparar. No encontrarán nada mejor, ni igual. Y todo ésto ¿cómo se dice por escrito? Que la escuchen y ustedes dejarse de tonterías.

Tu amigo a pesar de todo,

Rafael.

JOAQUÍN EL DE LA PAULA MURIÓ HACE 75 AÑOS. Por Ramón Núñez Vaces, 2008

 

Joaquín el de la Paula
 por Capuletti

 

Fue el diez de Junio de 1933, cuando contaba cincuenta y ocho años de edad. Pasó la segunda guerra de Cuba, pasó tremendas escaceses, peló bestias, crió dos hijos y otra que fue adoptiva. Nada de todo eso es excepcional, nadie pasaría a la Historia por esas cosas en realidad tan comunes. Joaquín está en la Historia por su cante.

            Sobre él se han dicho y escrito ¡tantas cosas!, unas ciertas y otras completamente falsas, y se han elaborado tantas teorías sobre su cante y tantas leyendas sobre su existencia que, de plano, lo que cabe concluir es que ni la verdad ni la mentira pueden mejorar ni desmejorar su figura, ni le quitan ni le aportan elementos de admiración. Una nada desdeñable parte de quienes han escrito o hablado sobre Joaquín Fernández Franco, en cualquier fecha y lugar, no lo han hecho principalmente para aportarnos más conocimientos sobre su cante o sobre su existencia, cosa harto difícil si no imposible, sino sobre todo para servirse de su figura con objeto de darse relumbrón a sí mismos. Claro, tal propósito ha tenido como efecto obligado tener que inventarse cosas, adulterar algunas y omitir otras que fueron reales, esto último en caso de ser conocidas por los supuestos historiadores, la mayoría de ellos ignorantes de casi todo, como siempre sucede con los pretenciosos. Todo sea por la causa enfermiza de cultivar un ego desmedido.

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UNA TORMENTA DE VERANO. Por Rafael Rodríguez González, 2008

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A Dionisio y Tomás,

merecedores de haber estado en esa tormenta

Aquella mañana se presentaba para Paco el de la Malena igual que otras muchas. Así que cuando salió a la plaza del Duque miró lentamente a un lado y a otro, luego al cielo, y enseguida optó por sentarse en el escalón de la casa más arriba de donde vivía. Era temprano, el extenuante calor de la noche ya se había ido, pero aún pesaba en el cuerpo haber tenido que estar a cada momento dando vueltas en el lecho de follisco, durmiendo un sueño entrecortado en medio del sudor y los mosquitos.

Pasado un rato, Paco, más aburrido que el follisco de su colchón, ya había bostezado dos o tres veces, cuando vio ante sí unas alpargatas enormes que calzaban dos pies igual de grandes; alzó la vista, y antes de verle la cara al dueño de las alpargatas ya sabía que delante tenía al que llamaban Tío Frasco. A éste la mañana le resultaba tan prometedora como a Paco, así que, sin mediar palabra, los dos se encaminaron hacia arriba, llegando a la calle de La Mina en pocos minutos, después de haberse entretenido saludando al zapatero de la posada y haberle preguntado si ya había pasado por allí fulano o mengano.

Más de treinta años después de aquella tormenta,
Manolito el de María (con sombrero) y Francisco el Morenito,
en el bar que éste y su hermano Manolo, hijos de José,
regentaban en la calle de La Mina.
Detrás, Godoy, un camarero

Providencialmente, al llegar a la altura de la callejuela del molino de los Portillo, alguien llamó a Tío Frasco. Era un rico propietario que adeudaba a Francisco una cierta cantidad por haberle pelado algunas bestias, unas en una de sus fincas y otras en el propio pueblo. Mientras recibía la cantidad, Francisco no hacía más que tragar saliva. Cuando el propietario se fue, Paco el de la Malena le zampó a Tío Frasco: “Se te va a queá la boca más seca que mi cacelora”. Y reemprendieron la marcha, ya más animados.

Paco trabajaba ocasionalmente de camarero, ya poco porque era mayor, en lo que se daba muy buenas y elegantes trazas, así que por eso y por su parentesco con Manolito, un camarero de Dos Hermanas pero que trabajaba en Alcalá, en Sevilla, en Mairena y donde hiciera falta, se alegró mucho de verlo, ya a la mitad de la calle, cerca de la taberna de Cachito. Ambos se divertían contándose las anécdotas que les sucedían u observaban en su oficio. Este Manolito era hermano de Juan Talega, sobrino de Joaquín el de la Paula y también sobrino del de la Malena y del otro Francisco, el Tío Frasco. Ese día, Manolito no había ido a trabajar a Sevilla porque, no que le hubieran rescindido un inexistente contrato, sino que le habían dicho simplemente que se pasara por el bar dentro de un mes. A lo que él decía: “Lo que no me han dicho es dentro de qué mes me tengo que pasar”. En fin, los tres siguieron calle arriba y su primera parada fue en la mencionada taberna. La de Cachito era habitualmente una de las principales sedes de las juergas flamencas de Alcalá, fuera cual fuese en cada momento su importancia en lo que atañe a la cantidad de cantaores o a lo dispendioso del señorito, cuando lo había; porque, como es natural, lo más importante desde el punto de vista artístico nada dependía de los números. Pero algunas veces se reunían los dos factores, cantidad y calidad, y también el dispendio, con lo que la ocasión se convertía en inconmensurable.

(Ya me está interrumpiendo mi amigo Ramón Núñez Vaces, que se acerca cada dos por tres a leer lo que estoy escribiendo, mientras fisgonea entre mis libros y discos, e incluso se atreve a poner alguno de éstos: “¿Para qué vas a formar un lío con los parentescos?” Y además: “¿Tú estás seguro de que todos los que estás mentando fueron coetáneos?”. Yo no le contesto, sólo muevo la cabeza para negar y afirmar al mismo tiempo, aunque lo que a mí se me ocurre responder es: “Si fueras mosca, seguro que serías cojonera”, pero no lo hago.)

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El aguardiente hace su aparición, y por lo menos tres dosis pasan por los gaznates de los tres gitanos, que al poco rato comienzan a mostrar signos de una todavía moderada euforia. El cuerpo, o el ánimo, que a veces es lo mismo, les pide seguir la marcha, no apalancarse en ese lugar que, a esa hora mañanera, está frecuentado sólo por gente que va y viene de la tan próxima plaza de abastos, trajinando e intentando vender. Manolito, que de los tres es el tenido por más solvente, le dice al dependiente: “Escucha, que ya te veré”. El dependiente, aun asintiendo, le contesta con un expresivo: “¿Po no me estás viendo?”. La verdad es que no es la primera vez; pero eso sí, Manolito siempre vuelve “a ver” al camarero. Cuando salieron, Tío Frasco, ante las gruesas nubes que se van apoderando del cielo, dijo a sus acompañantes: “Veremos a ver si no brijinda”. Los otros hicieron un gesto de indiferencia. Siguieron tranquilamente por enmedio de la calle, saludando a diestro y siniestro, hasta llegar a la Plazuela.

Una vez en la tan, como dirían algunos ahora, emblemática plaza, al primer pariente que se encuentran es a Jerónimo, el Momo, que por entonces era aún el cochero de la familia Beca. Jerónimo era un hombre joven, pero ya los medios de locomoción de los adinerados estaban cambiando velozmente, nunca mejor dicho, por lo que sólo le quedaban algunos años de tal desempeño, para luego dedicarse exclusivamente, junto a sus dos hijos, al acarreo de leña para las panaderías. Manolito, Paco y Tío Frasco se ponen a gastar bromas a Jerónimo. A éste no le agrada que sus primos hagan eso tan cerca de la casa de los Beca, así que se retira con la excusa de que pronto ha de montar el enganche. Una vez que el Momo se ha ido, a ninguno de los tres le cabe la menor duda de adónde guiar sus pasos: a la taberna del Morenito, que además está allí mismo. Pero antes se dejan caer en un banco de la plaza, y observan, entre divertidos y escépticos, al “leyente”, al último de ellos, Pepe García. Mientras lee en voz alta un periódico, dando amplios intervalos entre una noticia y otra, entre un comentario o artículo y otro, un flaco círculo de oyentes atiende a su lectura declamada. A los tres calorrés no les interesa la peroración, pero permanecen un buen rato siguiendo los gestos de los oyentes ante lo que el leyente pronuncia, y también, por curiosidad, por lo que éste recogerá en monedas o tabaco. En ese momento pasa mi abuela Reyes con su hijo Pepe; detrás va Rafael, hermano de mi abuela, que casi grita: “¡Frasco! ¿Cuándo vas a ir a la panadería?”. La contestación del interpelado es inmediata: “¡A ver si se pone mejor el tiempo!”. Mi abuela y su hermano ríen de buena gana, pero a la vez le recuerdan que las bestias, dos yeguas de Rafael y dos mulos de reparto, necesitan de sus manos manrrabaoras.

(Ramón, alias la mosca cojonera, vuelve a la carga: “¿A qué viene eso de meter a tu familia? ¿Es que eres aficionado a ese tipo de nepotismo? Me parece que deberías ceñirte a lo de la fiesta, y no introducir elementos extraños” Qué bien habla este segoviano, me digo. A veces quisiera tener a mano nepente y beberme un buen trago. De camino, ha puesto un disco de Joselero y su hijo Dieguito, lo que no hace sino distraerme de mi tarea).

A los pocos instantes, lo que casi anunció Tío Frasco a la salida de la taberna de Cachito se convierte en realidad: está brijindando; puede que sea una tormenta de verano en toda regla; el cielo se ha puesto más negro que la entrada de la cueva del Momo y las gotas de lluvia son más gordas que las perras gordas con las que cualquiera de los por allí presentes sueña. Los tres parientes se levantan y casi al trote se dirigen a la taberna del Morenito. Éste los recibe, aludiendo a los dos Franciscos, con un burlón “¿Adónde va la juventud?”. Al mismo tiempo, el leyente y su audiencia también se han desperdigado, si bien casi todos se han dirigido a la taberna de un santanderino, Nicolás García Blanco, casi recién llegado de un ya extenso periplo y que tantos años habitó entre nosotros, mientras que las mujeres se refugian en los portales. El Momo acaba por entrar también donde sus parientes. Tío Frasco, irónico, le dice: “¿Y el enganche?”. Jerónimo señala a la calle ya mojada y se encoge de hombros. José, el Morenito, es un hombre bonachón, ya cercano a los cuarenta si no los tiene ya, extraordinariamente aficionado al cante bueno de los gitanos y totalmente adepto a la juntiña con ellos. El Morenito tiene una lengua afilada, capaz de hacer tambalearse al más templado; sin embargo, sus latigazos verbales no buscan hacer daño: a lo sumo, un estremecimiento. El afectado de turno nota que la benevolencia, desde luego muy disimulada, recorre las frases alfileradas de José. Es decir: guasa, sí, pero con gracia. Nada fácil ni frecuente; ni entonces, ni después, ni ahora.

Manolito el de María

Los tres hasta ahora protagonistas de nuestro fiel relato se encuentran en lo del Morenito, nada más entrar, con más primos. Allí están Manolito el de María y Juan Talega, ambos en la mejor edad de cuantas cabe tener; Juan besa a su hermano Manolito y saluda efusivamente a sus dos tíos. También está Manuel Clarambo, el abuelo materno de mi amigo Miguel Cruz; a mi amigo Miguelito nunca le han estorbado ni la poca estatura ni su accidentada formación ósea para cantarse y bailarse como él solo. También está un joven, Juan, al que ya se le conoce como Juan Castelar, por contraposición al célebre orador; aunque, todo sea dicho, nuestro Castelar, cada vez que habla, dice más verdades que Don Emilio dijo en toda su vida. Peor pronunciadas, pero verdades. Y Carlos Franco, el multifacético, tío de la madre de un cuchillí de época, mi amigo Agustín Olivera Carmona. A este Agustín le decía su tío abuelo: “Pobrecito mi Agustín/no sé lo que le ha pasao/que tiene más menos carne/que la cola un bacalao”. Con todos ellos están otros clientes habituales. Ante la abundancia de gitanos, aunque no todos residentes en el barrio alto, el Morenito le suelta a ellos: “¡Seguro que el castillo se ha queáo solo!” Uno de los clientes, Patricio Bulnes, más gachó que un olivo pero aficionado a lo mismo que el dueño del bar, enseguida manda echar una ronda, y después otra. Fuera, sigue lloviendo. Ya, hasta un buen rato después de que escampe, no hay que esperar más clientes. No hay guitarra, ¿y qué importa, si en Alcalá apenas hay tocaores y es tan difícil echarle el lazo a alguno? El ambiente se va calentando; unos esperan a los otros, los otros a los demás, hasta que por fin sale Manolito el de María por soleá:

Ca vez que amanece el día

tengo en mi casa un sermón,

tó el mundo va en contra tuya

yo solito en tu favó

Tu mare es una judía,

por la vera mía ha pasao

y como era tan malina

no m´ha dao los buenos días

Juan Talega

Juan Talega

Desde esas dos primeras letras hasta las cuatro o cinco más que canta, a todos los presentes se les nota el entusiasmo, la más completa satisfacción. Otro cliente habitual, Joaquín Bermúdez, manda echar dos o tres rondas más. El vino blanco se prodiga y, menos mal, aparece alguna cosa de comer: hígado mechado, costillas con tomate… Es entonces, después de haberse escuchado las ocurrencias de Juan Castelar, los graciosos y evidentes embustes de Carlos Franco y las exageraciones de Paco el de la Malena, cuando Juan Talega abre la boca, que es lo único que tiene que hacer para salir cantando; la facilidad de este hombre para cantar es increíble, e increíble su compás, pero así es:

Permita Dios que si vienes

con la intención de dejarme,

que a la mitad del camino

se abra la tierra y te trague

Que no me pues ver

y a la cara te ha salío

la falta de mi queré

Juan Castelar

Juan Castelar

Ninguno de los presentes no sólo no se distrae, sino que ni siquiera parpadea. Ya es el acabóse. El Morenito da una palmada en el mostrador: “¡Ahora convía la casa!”. Esto hace subir aún más el entusiasmo, y Juan Castelar se atreve a cantar, por mucho que sepa que al lado de sus primos Manuel y Juan no va a ser tan celebrado como éstos; de las tres letras que canta esta es la primera:

Permítalo Dios y te veas

sacando agua de un pozo

y con la cuba no pueas

La segunda no desmerece de la anterior:

Te vistas de nazareno

y pegues las tres caías

yo en tus palabras no creo

Pues ha gustado el cante de Juanito. La verdad es que no lo ha hecho nada mal: más gitano y más a compás, imposible, y sin atrancarse, al contrario de cuando habla. Han pasado ya más de tres horas desde que se desató la tormenta; ya no brijinda, desde la calle llega un agradable olor. Por la hora que es no hay ya casi nadie transitando; ya está a punto de cerrar la tienda de comestibles, establecimiento colindante al del Morenito, que es de Angelita, la tía de la que después sería una de las dos nueras de aquél, de modo que debe estar bien avanzada la tarde. Castelar va a la tienda a comprar algo de parte del Morenito. De la reunión ya se ha ausentado Joaquín Bermúdez: tiene sus obligaciones panaderas; pero Patricio Bulnes seguirá en ella hasta el final, y con él continúan formándola los tíos, primos y sobrinos calorrós que siguen con sus cantes, dichos y anécdotas. Tío Frasco, otra vez tragando saliva como cuando le estaban abonando la pelá, comenta en tono acongojado que Joaquín el de la Paula está muy malito. Todos menean la cabeza y enarcan las cejas en señal de lamento y resignación. Ya se empieza a notar que hay que ahuecar el ala: no por falta de ganas de seguir, ni porque el dueño de la taberna no esté dispuesto a ello, sino porque unos tienen que ir a Dos Hermanas, casi seguramente andando; otros, aprovechando las últimas horas de la tarde, a hablar con algunos señores, en alguno de los dos casinos, que en los días siguientes es posible que les den trabajo.

Carlos Franco

Carlos Franco

Pero aún hay lugar de echarse un último cantecito, y eso lo hace Manolito el de María, mirando a su primo Juan y acordándose de su tío Joaquín, el que está muy enfermo (el joven Enrique, el hijo de Joaquín, siempre tan despistado y ensimismado, pasa apresuradamente con dos sillas de anea en las manos, sin percatarse de la presencia de sus parientes y sin que éstos siquiera osen entretenerle):

Tengo una queja contigo

que si me la callo reviento,

si la llego a publicar

me muero de sufrimiento

Hay dos últimas “conviás” que parecen no tener dueños. El Morenito va recogiendo, mientras salen sus clientes y amigos. “¡Bueno, ya nos veremos!”, exclama con su guasa bien habida. La verdad es que con esos cantes y esa gracia que allí se han explayado, las dos “conviás” olvidadas las siente más que pagadas, como tantas otras veces.

(Ramón Núñez Vaces mueve la cabeza, pero no se le cae: “Tenías que haber puesto más letras que se cantaron”. “Yo no soy tan pesado como tú, y además no me acuerdo de todas”, le contesto. Es que no para: “Joaquín Bermúdez sé quien era, pero ¿y Patricio Bulnes?” “Un aficionado muy bueno”, le aseguro. A estos estudiosos tan exhaustivos es que no hay quien los aguante).

Juan Barcelona

Juan Barcelona

EPÍLOGO DE LA TORMENTA

Como no hay manera de que mi segoviano amigo (yo lo aprecio mucho, pero a veces me creo que estoy soportando el acueducto sobre mis hombros) deje de insistirme para que relate más cosas de aquél día, tengo que intentar satisfacerlo. De la Plazuela para abajo, es decir, por la calle de la Mina, siguieron Manolito el de María, Tío Frasco, Juan Castelar y Patricio Bulnes. Paco el de la Malena se quedó en lo del Morenito, aduciendo que tenía que descansar antes de hacer el camino hasta la plaza del Duque. Otros se fueron para la Rabeta por la callejuela de la botica para tomar el puente y los demás se entretuvieron en las puertas de los casinos, ya sabemos con qué honorables propósitos. Y, como no podía ser de otra manera, los cuatro personajes entraron en la taberna de Cachito. Allí se encontraron con que algunos conocidos estaban con Bastián, tío de Juan Barcelona y cuñado de la Roezna, escuchándole sus últimas hazañas, que no eran otras que las provenientes de su más reciente detención por la Guardia Civil. Era cierto que Bastián había cogido alguna que otra vez una gallina abandonada, incluso algún borrico extraviado, pero esos hechos antecedentes, efectuados para dar de comer a su prole, servían a los guardianes del orden para achacarle cualquier delito o falta que se cometiera en Alcalá, en parte porque era fácil cogerle: estaba siempre localizable. Mientras Cachito en persona servía las copas que Patricio Bulnes había pedido, éste instaba a cantar, apremiante, a Manolito el de María. Pero antes de que su sobrino se arrancara, Tío Frasco sacó de su bolsillo parte del dinero que el agrario propietario le había pagado en la mañana por su manrraboría y le dijo a Cachito: “Cóbrate esta conviá y lo que dejó a debé mi sobrino esta mañana”. Manuel Fernández Cruz comenzó a cantar, mejor incluso que lo había hecho en la taberna del Morenito:

Se murió la Tapía,

mira tú que bonita era,

se parecía a la Virgen

aquella que está en Utrera

Yo tengo mi corazón

más fuerte que las columnas

del templo de Salomón

Yo te soplaba a ti la silla

aonde tú te ibas a sentar,

mira si yo te camelo

que hasta sé tu voluntá

Tú no pué intentá ná güeno,

que te corre por las venas

en vez de sangre veneno

Al cabo de dos o tres horas, después de charla y más charla y algunos cantes más de Manolito y de Juan Castelar, todos los presentes se pusieron más serios de lo común: iba a cantar Bastián. Era un gitano alto, fuerte, con una voz tremenda, vestido sencillamente y con escasez, y aun así con muy buena apariencia: hubiera, habría o había sido un hombre “muy presentable”, como se decía entonces. Y cantó:

A mí me llevaban en conducción,

y yo le dije a la partía

que los cordeles a mí me aflojaran

que los brazos me dolían

A toa la gente en el mundo

le vas diciendo que yo era tuyo,

qué caenas m’has echao

que me tienes tan seguro

Tu queré y mi queré

son como las aguas del río

que atrás no se puen gorvé

¿Qué más hay que contar de aquella tarde? En realidad, ya la noche era la dueña, perduraba aún el agradable ambiente producido por la lluvia, lo que hacía nacer en algunos la esperanza de que aquella noche fuese más soportable. Todos se fueron, unos más etílicamente abrumados que otros; perdurando en ellos el recuerdo de la jornada cantaora durante los días siguientes, porque al poco tiempo esas escenas, o muy parecidas, aunque siempre únicas e irrepetibles, volvieron a sucederse, fueran los protagonistas los mismos o hubiera alguna variante. Ya no puedo decir más. Si mi entrañable amigo Ramón quiere añadir algo, que se lo invente, porque él no tiene certera idea, todavía, de lo que pasó aquella tarde de tormenta. Porque pasaron más cosas.

Dib. flamenco

ANTONIO HERMOSÍN OLÍAS «EL NIÑO DE LA TRUJA» (Fragmento) («Historias de vidas» Olga Duarte Piña y Lauro Gandul Verdún, 2005)

 

El Truja ODP 2005

El bailaor Antonio Hermosín Olías
(Foto ODP, Alcalá de Guadaíra,2005)

 

Si viajamos en el tiempo unos sesenta y tantos años atrás, justo después de acabada la Guerra Civil, justo después, a 1941 ó 1942, a Sevilla, a La Alameda, una madrugada, podemos encontrarle. Hemos llegado a pie desde la calle Trajano o desde la de Jesús del Gran Poder. Entramos en La Europa porque sabemos que aquí vienen todos los artistas flamencos. Aquí venimos, a esta taberna, y, a pesar de estos años de miseria y hambre -paradojas de la vida- ¡cómo palpita en este local la vida, el arte puro! Bien lo sabe ese muchacho que hemos visto desde el primer día que entramos aquí y que viene casi todos los días desde Alcalá con amigos. Bien lo sabe Antonio Hermosín Olías, que tiene la querencia del flamenco ¡cómo se le nota en el rostro y en los gestos el deseo de aprender!

 

La corrida de toros

…se va a trabajar, después de regresar a Alcalá tras la mili, a la taberna que un tío suyo tiene a la vera del Cuartel de la Guardia Civil, en el Derribo, que es conocido como La Truja. Como él todavía parece un chiquillo los clientes le llaman niño, y se le queda el nombre de El Niño de la Truja. Por estas fechas, en Alcalá, donde siempre hay bautizos y parabienes, cuando uno u otro evento se celebra ya al Truja, al Comino y a los otros amigos los llaman para ir a cantar o bailar. Uno de estos días, un americano llamado Franklin, que en Alcalá tiene una plaza de toros chiquitita, se los lleva a la feria de Algeciras. El Truja nos cuenta: <<Y estando allí en la feria me encontré con uno que es el que tiene la culpa de yo haber seguido en mi arte: el Bizco San Román. Ése iba en un circo cantando y me ve a mí y me dice: “Truja, ¿por qué no vienes esta noche al circo conmigo?” Él cantaba ‘La Vaca Lechera’ por bulerías en ese circo, que era un circo muy nombrado, aunque yo ya no me acuerde del nombre. Al Bizco San Román lo había conocido en La Alameda. Bailaba yo éso divino, y él lo sabía.>> En la feria de Algeciras esta noche el Manzano y Paquito León le hacen el compás mientras el Bizco San Román da la entrada cantando por bulerías. <<Y bailé yo una corrida de toros, que ha sido lo fuerte de mi baile. Empiezo con el paseíllo, los caballos… Salen los picaores, después pongo las banderillas, hasta que cojo la muleta y entro a matar. A la par está el compás por bulerías, ¡ole!…

            Era yo un chaval, cuando la feria de Sevilla estaba en el Prado, en una caseta de gitanos, una mañana vi yo un bailaor de Triana en lo alto de un velador haciendo unos pocos de pases de torero bailando. Ese bailaor me alumbró para que me metiera a hacer yo entera la corrida de toros. El baile de la corrida de toros va con un compás por bulerías. La entrada es de cante y yo salgo con las manos en alto y recito unos versos: <<Toreaba Marcial Lalanda y Cagancho/ un mano a mano en Sevilla/ y le salió a Cagancho un toro que el pelo se le tendía/ ¡ay! Marcial Lalanda de mi alma/ lo mejor de Andalucía/ ¡toro!>> Y ya empezaba el lío, las palmas y ¡ole! hasta que mataba el toro. Ahí cogí yo una categoría. En el circo del Bizco San Román bailé por primera vez la corrida de toros.