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LA CARRERA. Por Rafael Rodríguez González

festejos

Al maestro José Miguel Varela,

 que alumbra en silencio la pintura de los dioses

 

Un ciudadano de cuyo nombre no quiero acordarme me dio el pasado septiembre una fotocopia de la revista de Feria de 1932. Y, al ver en sus páginas el programa de festejos, recordé de inmediato el relato que me hizo, hace un buen montón de años, Eulogio Torres, un hombre mayor, brioso y agudo. Si sería fuerte mi interés por lo que contaba Eulogio que después, cuando llegaba a mi casa, incluso escribía algunas notas, con tal de que lo que me decía aquel viejo simpatiquísimo y oferente de dichos, ocurrencias e historias verídicas, no corriera el riesgo de perderse. Lo que pasa es que cualquiera sabe adónde habrán ido a parar esos apuntes, porque nunca he sido buen conservador de papeles y otros objetos. Mas, por fortuna, mi memoria, tal que planta de interior, sólo necesita un jarrito de agua para que se refresque y ponga a tono. ¿De agua?, podría decir algún ingenioso.

         Pero pasemos con rapidez y diligencia a la historia que me trasladó Eulogio Torres. No sea que me pase como con alguna otra, es decir, que agote el espacio sin poder terminarla. Por cierto que yo creía que Eulogio procedía del gallego, dada su primera sílaba: eu es yo en el idioma de Castelao y de Rosalía de Castro. Pero en realidad procede del griego eu-logos, que significa «el que habla bien». Las cosas de las que se entera uno por internet. El caso es que a nuestro Eulogio le venía muy bien el nombre en su sentido originario, griego.

         Como no faltará algún lector que enseguida piense que la historia me la invento (siempre hay suelto por ahí algún incrédulo), aporto prueba documental: ahí tienen reproducida la página de la citada revista con una parte del Programa de Festejos.

         En efecto, el segundo día de Feria, 20 de agosto, a las seis de la tarde, estaba programada una carrera sobre asnos. El ganador sería el último en llegar a la meta. A estas alturas es imposible saber quién fue el autor de tan original idea. Lo que es evidente es que la ocurrencia siempre ha sido digna de ser acogida, y con los mayores honores, como categoría o disciplina especial, de seguro relieve mediático y seguimiento universal, en los Juegos Olímpicos, tengan lugar donde quiera que sea: en Tokio, en Otawa, en Melbourne, en Londres y no digamos en Madrid, donde, como todo el mundo sabe, son tan importantes los burros, y las burras mucho más.

         No carece la cosa de un cierto vaho bíblico, por aquello de «los últimos serán los primeros».

       Los concursantes inscritos el último día del plazo de admisión eran cinco. El más viejo era Manuel, el Zagalón, arriero de profesión, de poco más de metro y medio y los kilos justos para esa altura. De ser de caballos la carrera, el Zagalón habría sido el jockey ideal. Era este Manuel de escasas luces y muy pendenciero cuando bebía, lo que sucedía casi a diario. Sólo se retiraba a su casa, y además contento, después de recibido algún tortazo. Como él ha habido más en Alcalá. Uno de esos regresó una vez a su dudoso hogar con la huella de mi mano en la cara.

         Los otros cuatro eran más o menos jóvenes, todos enjutos y, salvo uno, de estatura media-baja, a los que conoceremos por sus apodos: el Niño, el Flequillo, el Pocero y el Alicate. El primero, porque nació después de ser precedido por cinco hermanas. El segundo, porque, seguramente por motivos de protección contra parásitos, siempre iba pelado al cero. Este era cabrero.

         Al Pocero se le conocía así desde siempre, porque de niño se cayó a un pozo (cuando lo estaban haciendo). El Pocero era el que superaba con creces la estatura media: no es que padeciera gigantismo, pero sus más de 1,90 sí que los tenía. Medida muy desmedida para la época. Su primer apellido era Espinar. Yo llegué a conocerlo, ya viejo y encorvado, vendiendo mantillo por las casas. Tan fértil materia la llevaba a lomos de un borriquillo. Este hombre era todo amabilidad y educación —nada de peloteo ni servilismo—, como suele suceder por lo general con los hombres de elevada estatura. Por lo general, recalco, porque hay cada uno…

         El Alicate tenía tanta fuerza en las manos que el apodo le venía como dedil al dedo,  o como las gafas al miope. O como el cuchillo de ancha hoja al carnicero.

         Todos los concursantes se dedicaron los días anteriores a seleccionar el burro más idóneo para cumplir la hazaña. Bueno, todos no, porque el Zagalón no tuvo que rebuscar mucho: su burro más viejo, ya retirado del trabajo, enflaquecido y trastabillante, de nombre Periquito, sería el que montara en la carrera. «¿Cómo no va a ser el último, si el pobrecito mío no puede ni con el rabo?», pensaba el Zagalón, que en el fondo era un sentimental.

         Al Niño, que era peón de la construcción, le prestó su peor borrico un arriero al que apodaban, sin disgusto alguno por su parte, el Penco. El Penco le decía Luis al burro, que en realidad era el nombre suyo propio, digo del arriero. Tal vez fuera un caso de trastorno bipolar, o de desdoblamiento de la personalidad. O una forma de completarse, o de rara autoafirmación. O de empatía sincrética. 

         El Alicate, que era un elemento de cuidado, carecía de amistades y recursos, así que no se anduvo por las ramas y robó en Mairena el primer rucho que se puso a tiro. Como es natural, el Alicate quería un burro enclenque, pero este era todo lo contrario: un garañón capaz de fecundar a todas las hembras que le pusieran por delante, entre otras potencialidades. «Ya me daré yo trazas de gobernar esta fiera», decía para sí el cuatrero. Sin embargo, ya en plena carrera, y para su satisfacción, se daría cuenta de que borrico tan fuerte era más perezoso que algunos que todos conocemos.

         Dos días faltaban para el acontecimiento y no fue sino el penúltimo cuando el Pocero y el Flequillo se hicieron con sus respectivos jumentos. Al Flequillo se lo prestó un propietario de tierras, agradecido porque el cabrero nunca invadía sus sembrados. Y al Pocero un gitano llamado Manuel García, de profesión tratante de caballerías, que además se dedicaba a la peluquería (de las bestias de labor) cuando hacía falta (a las bestias y a él). También vendía encajes, y pañuelos de raya en raya. Manuel García le dijo al Pocero que si ganaba el premio tendrían que partirlo a medias. Era broma, pero el Pocero le prometió que así sería.

         Y llegó el día y la hora de la justa. El torneo daría comienzo al principio de la en esos momentos titulada calle Libertad (la calle La Mina de siempre), y finalizaría donde se funden la Plaza de Cervantes y La Plazuela (entonces Plaza de la República). En la meta se encontraban desde una hora antes los jueces, que eran tres, todos ellos concejales, aunque no del mismo partido: José Salazar, Juan Clemente y Ángel Jiménez. Ninguno recibía retribución económica por el desempeño de tan festiva función. Ni por ninguna otra en tanto que miembros de la corporación municipal. Exóticos que eran.

         Los jinetes vestían todos igual: camisa, pantalón y faja. Y vara. En la cabeza, sólo las ganas de ganar. Nada de gorras ni boinas. Los asnos, desnudos, como los parieron sus burras madres. Hasta sin ronzal iban. De modo que los cinco concursantes montaban a pelo, que es como mejor se va en burro. Yo lo puedo asegurar. Los pelos del asno son como un colchón de plumas (caliente, eso sí) sobre el que te desplazas tal que fueses en barca por un río sereno; pero mejor aún, porque desde la altura del lomo cabalgado, elevación que la observación de las orejas del burro hace más pronunciada, podrías considerarte un vencedor que regresa a la metrópoli, o un enamorado que impresionará sin duda a su diosa carnal, o, más sencillamente, un hombre feliz. Sólo durante el trayecto, claro.

         Una vez correctamente alineadas las monturas, un guardia municipal efectúo un disparo al aire. Y a su aire, porque la bala dio contra una teja de la casa de enfrente, que cayó al suelo sin herir a nadie.

         Y eso que la calle se encontraba repleta. Niños, mayores, jóvenes y mujeres de todas las edades integraban un público expectante y deseoso. Todos los burros cabecearon y movieron el rabo al oír el tiro, pero como los jinetes se quedaron como estatuas, ninguno dio un paso. El guardia disparó otra vez, e inmediatamente hizo un gesto con los brazos, como diciendo: «¿Pero aquí qué pasa?». Los participantes en la competencia no tuvieron más remedio que iniciar la marcha.

         Cuando llegaron a la altura del Gutiérrez de Alba todavía iban todos al hilo, centímetros arriba centímetros abajo. Los cabalgadores, todos con la vara ajustada en la faja, bien que se cuidaban de que sus jamelgos no apretaran el paso. Pero mucha gente del público, aun sabiendo la regla principal del concurso, o precisamente por eso, empezó a gritar: «¡Venga ya, a ver si nos va a coger la noche!» «¡Echarse los burros a la espalda, que no llegáis!» «¡Ponerles una burra delante, ya veréis como corren!». Esas y otras lindezas que no caben aquí (ni por espacio ni por decencia) decía la gente. Pero como era tanto el jaleo que se formó, y que iba en aumento segundo tras segundo, algunos de los burros se asustaron (se asombraron, debe decirse en terminología acemilera), con el resultado de aligerar el paso. Ah, se me olvidaba que a los concursantes les estaba prohibido decir ¡Sooo!

         El del Zagalón, pese a su fatal decaimiento, fue el que más se apresuró. Por mucho que el jinete se esforzaba en menguar su arranque, a Periquito no había manera de pararlo. Periquito iba en cabeza al pasar por la Plaza de Abastos, a buena distancia de los demás, pero en ese momento el Zagalón sintió desplomarse al burro bajo su cenceño cuerpo (cenceños los dos, amo y asno). Menos mal que logró saltar, evitando caer bajo el borrico. Quizás fuera el reconcomio de la muerte lo que le había impelido a demostrar que él, el viejo Periquito, era capaz de correr como cualquiera, o más.

         Pero la tan rara carrera proseguía, dejando atrás al cadáver y al desolado Zagalón, que lloraba abrazado a la cabeza del heroico cuadrúpedo.

         Lenta y cachazuda, la carrera. Todo lo contrario del alboroto que cada vez con más fuerza se enseñoreaba del público asistente, conscientemente ajeno a la defunción producida. La gente, casi pegada a los burros (y pisando los cagajones que casi todos fueron expeliendo), agitaba los brazos y gritaba cada vez más fuerte, espoleando así a los animales y desesperando a los pilotos.

         Faltando veinte o treinta metros para llegar al objetivo, el Alicate puso en práctica su plan secreto. Con su vara, desde atrás, comenzó a golpear las ancas de los otros burros, con la intención, claro es, de hacer que se lanzaran en tropel contra la cinta que marcaba el final de la carrera. Los pobres e inocentes borricos, intelectualmente incapaces de solidarizarse con sus montadores, atendieron el mensaje del pérfido Alicate. El Niño fue el primero en llegar a la meta; o sea, que quedó el último. El mundo al revés. Tomó tal irritación que tuvieron que agarrarle entre unos cuantos para que dejara de pegarle al burro. Y eso que estaba presente el Penco, dueño del animal. Del de cuatro patas, llamado Luis.

         El Flequillo, bien a su pesar, casi llega al mismo tiempo que el Niño. Enseguida se bajó del burro (lo que no hace casi nadie) y, como no podía tirarse de los pelos, empezó a revolcarse por el suelo, golpeando los adoquines con los pulpejos, hasta que un guardia municipal le conminó a levantarse («Anda, Flequi, no hagas más el tonto», le dijo).

         El Pocero había extendido sus largas piernas, llegando así a plantar los pies en el piso, de manera que en lo que podía frenaba la marcha del animal azuzado por el Alicate. Pero aun así entró en la meta antes que el truhán.

         Sin embargo, el Pocero, el penúltimo en llegar, fue proclamado ganador. La razón es bien sencilla. Junto a los concejales-jueces esperaba la llegada de los concursantes una pareja de guardias civiles, que, en cuanto se aproximó el Alicate, pletórico de felicidad al creerse ganador, lo detuvieron, e inmediatamente devolvieron el garañón a su legítimo propietario, allí presente. «Ahí tiene usted el animal que le fue sustraído». «¿Sustraído?, será susllevado», dijo el de Mairena. Con los maireneros no hay quien pueda en ningún terreno, y menos en el lingüístico.

         Cuando Eulogio Torres no me contó más historias de carreras (de otras materias sí) es que la de 1932 fue la primera y la última, al menos de esas características. Sí me dijo que el Pocero y el gitano Manuel García se llevaron borrachos dos días gracias al premio.

«TÓ» EL MUNDO ES FEO. Por Rafael Rodríguez González

 

esculturademanololópez 2012(Escultura de Manuel Melquisedec López)

2012

 

La fealdad, igual que la belleza, es subjetiva. Yo no lo creía así, pero desde que comencé a tratar a Manolito me he convencido de lo contrario.

            Manolito es bajito. Y feíto. Su pelo, que en el centro de la cabeza siempre está de punta, más erguido que un legionario en una revista, es de un color de difícil definición. Y más desde que le asoman, ofensivas y propagadas, las canas. Lo que está claro es que, de bonito, nada. La piel de su cuello y de su cara, incluida la frente, está surcada de arrugas desde antes incluso de llegar a la cincuentena (ahora ya está cerca de ser sexagenario). Es una piel que parece de campesino de los de antes, sólo que como si por las noches también hubiese habido Sol y él recibido los rayos. Pero no es moreno; es, como los pelos, de un color indefinible, ambiguo, ni que sí ni que no. Raro, en todo caso.

            Es menudo, y sus andares se asemejan a los movimientos de un bartolito, o cristobita, de esos de madera que respondían al tiro de una guita.

            Viste aseado, pero en ese cuerpo nada resplandece ni sienta bien. Es decir, que nunca ha podido, puede ni podrá decir eso de «es que yo, con cualquier trapito que me ponga…». Lo de la mona y la seda sí, eso sí.

            A sus ojos, miopes pero no demasiado, les pasa otro tanto que al pelo y la piel. No habrá quien asegure su color. Ni quien pueda afirmar que tienen brillo ni intensidad, y no digamos grandeza, ni siquiera volumen. Y encima los entorna cada vez que va a decir algo que él cree importante. También cuando no le da ninguna importancia a lo que oye. ¿Y las cejas? Dos leves hilos de pelillos, entre rubicundos y níveos.

            A veces, muchas veces, toma una postura como la de un gallo entre gallinas. Pero es difícil imaginar que Manolito fuese el triunfador en la contienda que llegados a cierta edad mantienen los pollos para hacerse con el corral. O sea, que Manolito, de ser gallo, no cobijaría una gallina bajo de sí ni soñando (que no sé si los gallos sueñan; Manolito seguro que sí).

            Pues bien, este ser destartalado, de características semejantes a un galeón sacado a flote después de siglos, este conjunto emblemático de infortunio físico, esta relación antológica de escaseces de atractivo, siempre pone por feo a cualquier otro hombre. Y no quiero abundar más, porque no lo he visto desnudo, ni quiero. Pero seguro que sus piernas, de acuerdo al cuerpo que han de sostener, tienen que ser pajizas; no ya por el color, sino porque no necesitan sino ser pajas. Otras partes… Seguro que lastimosas, a menos que Manolito sea un ser monstruoso en esas partes, y eso no vale para nada, salvo para ser exhibido en una atracción de feria, es decir, en internet. Sería la desgracia completa.

            Decía que siempre califica de feo a todos los hombres. Sin ir más lejos, a mí. Quien me conozca y esto lea habrá comenzado a reírse. ¡Decirme feo a mí! Pues créanlo, amigos, por increíble que parezca: esta especie de monicaco, este espécimen inclasificable, este defecto genético, este catálogo de rugosidades, dice que estoy viejo y feo. ¡A mí! Lo de viejo sea, a qué dudarlo, pero feo…

            Yo lo aprecio, incluso lo quiero, pero, claro, como se quiere a un hijo malogrado o a un barco desconchado.

             Uno de estos días contaba que le había dado un presupuesto a una señora de buen ver (Manolito es pintor de brocha gorda, mono único y escalera corta), y decía: «Ella está muy bien, pero el marido es el más feo del mundo». Yo estuve a punto de decirle que en ese caso él podría considerarse subcampeón mundial en la categoría, pero opté por la lisonja: «A ver si cuando estéis solos ella se te lanza… Pero ten cuidado, no sea que aparezca el feo». Y Manolito, muy pagado de sí mismo, me dijo que sí, que ya tendría él cuidado. Y yo pensé: como no sea de no caerte de la escalera…

            Días después, por una casualidad, conocí al «feo». Mejor dicho, no conocí, sino que supe quién era el marido de la mujer a quien el pintor había dado el presupuesto, y en efecto pintado el piso. Se trata de un hombre que conozco desde su adolescencia, cuando acompañaba a su padre cada sábado y cada domingo a desayunar en mi lugar de trabajo. Algo más de 1.80 cm., moreno de verde luna (excúsenme la licencia), bien hecho e incluso fornido, simpático, con un aire lánguido, un cabello exultante a pesar de sus cuarenta años, unos dientes de anuncio, dos ojos como aceitunas gordales de Benaburque y, por si fuera poco, inteligente. O sea, un ser admirable, digno de cuidarlo, y un cuerpo que para sí quisiera, no ya Manolito, sino más de uno y más de cien mil. Pues ese era el feo, un ejemplar que se disputarían miles de mujeres. Y de hombres ni os digo, amigos  míos.

            Manolito es un caso. Perdido, por supuesto. Si lo será que un día estuvo a punto de atropellar a una pareja —no por su culpa, sino porque tanto ella como él son de esos que se arrojan al paso de peatones como si fuera el sofá de sus casas—, y, lo que pasa con seres de mentes esmirriadas, la pareja se lanzó a protestar, e incluso insultaron a Manolito, sobre todo la fémina, una de esas que parecen querer vengar, aunque sea injustamente, tanto de lo sufrido por las mujeres, mientras nuestro conductor tragaba saliva, aún no repuesto del susto. Yo fui testigo presencial, o directo, no sé cómo se dice. Vamos, que estaba allí. Y entonces Manolito le gritó a la increpante: «¡Señora, que se ha casao usté con el más feo del pueblo!». Y siguió su camino, no sin antes dirigirme una sonrisa, satisfecho. Desde luego no era una beldad, pero en el pueblo hay diez mil más feos que aquel baldragas.

            Es una obsesión, lo de los feos. Lo que más me sorprende es que nunca diga de una mujer que es fea. Con la cantidad que hay de esa clase.

            Ve a un hombre de la China, es decir, un chino: «¡No es feo el chino ese! Ése y todos, porque son todos iguales». Ya eso me subleva. Va a pasar la furgoneta por la ITV y vuelve proclamando que el tío escudriñador de vehículos es más feo que pegarle a un padre. Y así prácticamente todos los días: es feo el barrendero, el pescadero, el de la carne en el supermercado, el repartidor de bombonas, cualquier cliente de cualquier bar que Manolito frecuente, el médico que le atiende en el centro de salud, el joven que pasa corriendo…

            Pero una mañana de abril, estupenda por fina y amable y con una temperatura que ya quisiera uno poder disfrutar todo el año, Manolito, también estando yo presente, dijo, al poco de pasar una pareja de jóvenes cuya pinta no me gustó nada: «Ojú, que tío más feo». No el tío, sino la tía, que tendría un oído tan fino como el mío, se volvió como se revuelve el caballo de un rejoneador y le gritó a Manolito, mientras el «tío», a muy poca distancia, se sonreía, que él sí que era feo, más feo que una multa y más estropeáo que las ruinas de la Expo, y que las Tres Mil Viviendas, y que… Y ahí ya no sigo porque los padres de Manolito salieron, más bien fueron sacados, al baile.

            Pero Manolito no escarmienta. Cuando los domingos sale con algunos amigos a pasear por el campo, no falta que le oigamos decir, al paso de algún carrerista: «¡Sabe que no es feo ese tío!». Cuando alguna vez le den un guantazo no seré yo quien lo devuelva.

            Y Manolito sigue así, como si el sentido de su vida se resumiera en esa especie de máxima: «Tó el mundo es feo». Menos él. Según él.

PABLO Y NÉSTOR. Por Rafael Rodríguez González

 

pablonerudajoven

Pablo Neruda

12 de julio de 1904-23 de septiembre de 1973

Hace cuarenta años, por estas fechas, Nixon y Kissinger —por citar sólo a dos de los sobresalientes— seguían los mensajes que sus agentes enviaban desde Santiago de Chile. Lo hacían con más avidez que algunos a los pilotos de carreras, o que los futboleros fanáticos a sus astros peloteros, esos que hacen pelotas con el dinero como los escarabajos con la mierda. Pero allí sucedían cosas muy distintas. Se aplastaba la experiencia encabezada por Salvador Allende, e incluso lograban después, con la formidable y continuada ayuda de quienes tendrían que haber hecho lo contrario, que las verdaderas enseñanzas de aquella experiencia y su aplastamiento fueran ignoradas casi por completo.

         Por aquellos días se encontraba muy enfermo Pablo Neruda, el poeta más total que haya conocido mi menesterosa sesera. Ya se apuntó entonces, y se ha confirmado ahora, que, aun siendo grave, no lo mató la enfermedad, sino que la muerte fue ayudada, inoculadamente ayudada, por quienes no podían consentir ni un día más que aquella conciencia permaneciera alerta, creativa, concitadora de adhesión y bienquerencia. Qué otra cosa podían hacer las alimañas que lo tenían entre sus garras, sino asesinarlo.

        De él decían algunos: «Es comunista, pero es bueno». Otros, esto: «Es bueno, pero es comunista». Con el orden de las palabras no pasa como con los factores en la aritmética.

         Estas líneas son simple recordación de aquel septiembre, y la obra de Pablo Neruda nos sirve para, entre otras muchas cosas de altura, insistir en que la verdadera libertad, es decir, no la de unos pocos, necesariamente ha de ir de la mano de la justicia. Lo demás son milongas de rasa estofa. Y, hablando de libertad, me tomo la de reproducir unos versos de un amigo venezolano, Néstor Flavio —que tanto me enseñó de Neruda—, dictados por teléfono meses antes de morir en los sucesos de 1992. Néstor era un hombre íntegro y valiente. Hacen falta muchos así, a qué dudarlo:

 

El primer pecho

que horade una bala

que sea el mío.

Las primeras piernas

que espachurren,

y la primera cabeza

que revienten,

que sean las mías.

Me halagará,

aunque no lo vea,

que en alguna noticia

se diga:

fulanito fue

la primera víctima mortal

en la revolución que acabó

por fin

con la ignominia.

Nadie me quite

el privilegio.

Sé que hay miles

anhelando el título.

 

AHÍ ESTÁ EL DETALLE. Por Rafael Rodríguez González


callealcalareñaM. Verpi

Calle de Alcalá
Foto: Manuel Verpi

2013

 

Es que ya no quedan asas, ni rebabas, ni salientes, ni prominencias de ningún tipo con que coger esto. Nada, no hay por dónde.

         Lo peor no es que exista el Gurtel, ni el caso Nóos (que es Síis), ni los ERE, ni lo de Blanco ni lo de tantos «negros» y lo de cientos y cientos más y los que no saldrán; no, lo peor es que desde tantos puntales se colabora al máximo con el entramado político-económico-constitucional que hace que la corrupción sea inevitable a todos los niveles, sea del volumen que sea, tanto la corrupción como el nivel. Este sistema ni quiere ni puede evitarlo. El Estado es la fábrica que forja la corrupción. Que es totalizadora, que es omnipotente y omnipresente. Ineludible.

         Dejemos al margen, hasta cierto punto, el trinconeo a tutiplén, el saqueo sistemático, los sobreseimientos, el atrápameaesejuezcabrón y otras heroicidades. ¿Es que no es corrupción elevada al cubo la legislación que favorece al que no trabaja sobre el que lo hace o necesita hacerlo pero no puede? ¿No es corrupción que se eliminen servicios fundamentales o se lleguen a deteriorar con igual o peor resultado? ¿No es corrupción que todo lo que se viene restando (desde 1985) al sistema de pensiones vaya a engrosar los capitales de especuladores y banqueros (que es lo mismo), además de a las grandes empresas, cuando la única deuda sagrada que hay que pagar es la que se tiene con los productores? ¿Es o no corrupción que los sucesivos gobiernos «democráticos» se hayan plegado, gustosa y enfervorizadamente, a los dictados de los amos europeos y mundiales en todos los ámbitos, especialmente en la industria, la agricultura y la ganadería, además de en la producción de armamento? La eliminación, y antes la venta fraudulenta, de sectores industriales enteros, fueran estatales o no, ¿es o no es corrupción? ¿Lo es o no la legislación que permite —más bien alienta— el alegre y triunfal éxodo de empresas que se han lucrado del trabajo de decenas de miles de trabajadores españoles?

         ¿No es corrupción que en una, o dos o tres reuniones, totalmente restringidas y bloqueadas, se tomen decisiones que afectan —siempre para mal—a millones de personas, sin que éstas tengan la más mínima posibilidad de pronunciarse? ¿En nombre de qué y con qué derecho? ¿Con el de los votos cosechados, acaso? ¿Acaso los votos emitidos llevan una letra pequeña que permiten ignorar y vulnerar lo, más que prometido, asegurado? ¿No es corrupción que los magnates y sus matones «ordenen» el mundo para su exclusiva conveniencia? ¿Es o no es corrupción que las empresas de la energía manden sobre lo que no es suyo, determinando por sí mismas, además, cuánto tienen que ganar por un elemento esencial que es de toda la Humanidad? ¿Es o no corrupción que los llamados medios de comunicación se usen más que nada para aborregar conciencias e inocular la emponzoñadora infracultura a todas horas? (Los ejemplos no cabrían en quince tomos o en mil vídeos).

         ¿No es corrupción que la población de España (ojalá fuera sólo ella) reciba en cada noticia, en cada información, en cada programa «tertulia», sea de extrema derecha sea de una supuesta «progresía», un cúmulo cada vez más grueso de medias verdades y mentiras enteras?

       «¡Es que eso que señalas es el sistema establecido, la legalidad, el orden fijado!», podrá decirme alguien. Efectivamente. Ahí está el detalle.

 

EL EXTRAÑO CASO DEL NIÑO MONJE. Por Rafael Rodríguez González

 

SanHugoenelRefectorioZURBARÁN

San Hugo en el refectorio de los Cartujos

Francisco de Zurbarán

1598-1664

 

Son muchas las ocasiones en que los mayores hacen con las criaturas cosas deleznables. Con las suyas propias, quiero decir. Eso trae como consecuencia, en multitud de casos, unos resultados abominables. Es lo que pasó con Manuel Pobre Zapato. Ruego no se rían de los apellidos del aquel entonces muchacho. Porque la cosa es realmente seria, con independencia de lo chusco que resulte el nombre.

            Fue que a Manolito, a la hora de hacer la primera comunión, lo vistieron de fraile. A un niño de apenas siete años. De fraile. No le pusieron barba, ni le raparon para hacerle un cerco en la cabeza, al estilo del que lucía fray Junípero Serra, o, salvando las distancias, el renegado Tomás de Torquemada, pero lo vistieron de fraile. De fraile. Hay que tener malas entrañas para vestir a un niño de fraile. Esa es mi opinión y de más gente, prácticamente de cuantas personas se enteran del caso. Dejando aparte lo que esos padres creyeran querer a su hijo.

            ¿Es que alguien puede siquiera soportar la idea de vestir a un niño de fraile? Porque no es lo mismo vestirse o que lo vistan a uno de monaguillo, o de seise, o de esos que no sé cómo le dicen que sueltan el sahumerio, o, en fin, con alguno de esos tantos hábitos ropajes como hay. Porque vestirse o que te vistan de fraile imprime carácter, que diría Ortega. Y más cuando no se han cumplido siete años. A esa edad, un pantalón y una camisita bien planchados y sin ninguna costura delatora de remiendo. No un manteo de fraile. Por Dios santo. Si ni a Marcelino, el de Marcelino, Pan y Vino, lo vistieron así…

            Y con la calor que ese niño pasaría a últimos del mes de mayo.

           

            Que por mayo era, por mayo,

            cuando hace la calor,

            cuando los trigos se encañan

            y están los campos en flor,

            cuando canta la calandria

            y responde el ruiseñor

 

            Que escribió uno del que no se conoce el nombre. Y menos mal que no le pusieron capucha. En todo caso, lo del calor no revestiría mayor importancia. Lo que realmente la tuvo fue la afectación del hecho sobre la psique de Manolito. Es decir, sobre su personalidad al completo. Como también diría Ortega. Y tal vez Freud, no sé. (Cuando menciono a Ortega no me refiero a Ortega y Gasset, sino a un barbero muy borracho que había en el pueblo de Manolito, y que era un filósofo y ensayista mucho más agudo y atinado que don José, dónde va a parar. «Aquí estoy ensayando una borrachera», solía proclamar en la taberna. Ni que decir tiene que cada ensayo era un éxito).

            Manolito siguió yendo a la escuela después de aquel episodio, pero ya nunca fue el mismo. Su abuelo, un cabrero famoso en el pueblo, dijo cuando lo vio de fraile: «El Demonio tiene más formas que plantas tiene el campo. Pero ésa no la querrían ni las cabras». El abuelo de Manolito era célebre por sus exageradas sentencias, pero en este caso no le faltaba algo de razón. Y dijo también: «Dicen que el hábito no hace al monje. Menos mal». 

             Pero estas últimas palabras fueron fatales. Está probado que al ser pronunciadas se desató una tormenta seca y se fue la luz eléctrica durante un día entero. Fuera por designios de Hípnos, o por los de Hermes, o por los de Yseff, el hermano pequeño de Yhavé, lo cierto es que Manolito fue presa del hábito. O preso del hábito, como también puede decirse. Y lo fue durante toda su vida. Presa y preso. (Yhavé, también llamado Jehová, era el mayor de doce hermanos. Después le  seguían o no, según Jataré, Loharé, Ambras, Jacé, Sejó, Siés, Noés, Nato, Canane, Péate y el pequeño Yseff, que era el que más poderes tenía, pero todos malignos. Esto lo supe por el propio Manolito). Además, los padres de Manolito estuvieron de pelea una semana entera.

            Debido al poder de quien fuera pero algo pasó ese día después de que su abuelo dijera aquello.

            Ensimismado y totalmente absorto en pensamientos que ni siquiera los maestros de escuela más severos eran capaces de hacerle revelar, Manolito apenas si llegó a aprender las cuatro reglas y a manejar una ortografía más que incierta. De Historia no conocía más que la que llaman sagrada, y si de Geografía, los alrededores del Mar Muerto. Todo lo demás parecía que se encontraba tras un muro infranqueable para Manolito. Más que infranqueable, ajeno por completo. Manolito no es que fuera raro, Manolito es que era lo más extraño que pudiera conocerse, si es que el verbo conocer pudiera ser de aplicación en este caso.

            El caso se iba dando a conocer —ya ésta es una acepción distinta— entre la comunidad educativa, aunque entonces no existía; y entre la gente corriente las cábalas tomaban voz. «Ese niño tiene encima un hechizo de cojones», aseguraba algún perspicaz observador; «Dios quiera que vaya cambiando con la edad», manifestaba un optimista; «¿no será hijo de un cura?», osaba decir alguna mujer tan ligera de lengua como de cascos. Manolito no jugaba al fútbol, ni a la pídola. No iba al río a bañarse, ni pedía que le dejasen subir en bicicleta. No tenía amigos. Ni peleaba con nadie.

 

SanSerapioZURBARÁN

San Serapio

Francisco de Zurbarán

1598-1664

 

            Por aquel entonces murió su padre, y Manolito quedó, como es normal, junto a su madre y sus cuatro hermanos, tres varones y una niña. La familia tiró para adelante gracias a que el mayor de los hermanos (trece años, todo un hombre) comenzó a trabajar, y a la ayuda que prodigaban una tía paterna y su marido.

            Manolito empezó a preocupar seriamente a su madre. Cuando volvía de la escuela, Manolito se iba al corral, se sentaba en una piedra y allí permanecía, con la cabeza entre las rodillas, hasta que la madre llamaba voz en grito: «¡Niñoooos, venga a comer!». Eso sí, Manolito comía, y no poco, aunque no parecía aprovecharle mucho. «Este niño tiene que tener una solitaria», le decía la madre a las vecinas. Cuando una de éstas sorprendió a Lorenza espiando a su hijo a través de la puerta del retrete común, no dudó en espetarle:

            ¿Tú eres tonta? ¡Si no tiene edad para eso, me cago en la masa del pan y en las esteras del molino!

            Llevaba razón, porque el espíritu de Onán no podía aún encarnarse en aquel cuerpo. De si llegó a hacerlo después y si fue que sí con qué intensidad no he llegado a saberlo, que esas cosas no se preguntan entre hombres de verdad.

            «Pero, niño, ¿a ti qué te pasa? Ni juegas, ni corres… ¿Tú estás alelao o qué? ¡Me cago en la leche que mamó Juanete!».  La madre de Manolito no sabría lo que era un tratamiento de shock, pero de que lo practicaba no hay ninguna duda.

            Cierto día acusaron a Manolito, siendo ya un muchachito de doce años, de haber agredido a un bergante algo mayor que él. Lo que de verdad había pasado es que el supuesto agredido se había acercado a Manolito, le había cogido la mano e intentado besársela, a modo de lo que por aquel entonces se hacía con los curas al cruzarse con ellos por la calle. Fue en ese momento cuando Manolito, al rechazar la operación, golpeó sin proponérselo al jocoso, haciéndole sangrar por la nariz. El otro era alto y fornido, al contrario que el enclenque y bajito Manolito, pero el tal era uno de esos bravucones que a la menor descarga muestran la popa y toman rumbo a la nave nodriza. Y además contando embustes, que es lo más feo que puede hacer un mozalbete. Si lo sabrá el que escribe. Me refiero a otros que escriben.

 

calleguzmánelbuenosevilla

Calle Guzmán el Bueno

Sevilla

(postal antigua)

 

            A raíz del incidente, la madre se decidió a llevarlo a un buen médico. Que los había, como incluso los hay ahora. Entre lo poco que tenía junto y lo que aportaron su cuñada y el marido reunieron lo suficiente. Al séquito de Manolito les impresionó la casa de don Salvador Agüero, en la sevillana calle de Guzmán el Bueno, porque este doctor de tan esperanzador nombre tenía la consulta en su propio domicilio. Más o menos como todos en aquélla época. Como estaban en pleno julio y eran las cinco de la tarde, el fresco que desprendían el zaguán y el patio, todo de mármol y con la vela por debajo del lucernario, a los mayores les pareció entrar en la gloria, y así lo dijo Fernando, el marido de la tía de Manolito. Y entonces habló el niño, que era lo que nunca, o casi, hacía: «El camino de la gloria no es tan corto ni tan fácil». Mientras la amanuense del doctor, a quien no se le había escapado el detalle, les invitaba a tomar asiento en unos sillones de mimbre dignos de hacerles una reverencia después de ser usados, Fernando se cagaba para sí en la madre que lo parió, en la madre de su mujer y en la de Manolito, que era la única madre presente. «¡Vaya el niño, vaya el niño!», se decía Fernando, mordiéndose la lengua.

            La señorita hizo entrar en el despacho de Agüero a la madre de Manolito. A los diez minutos salió Lorenza y entró el niño. Pasó media hora. Y otra media. La madre, su cuñada y su concuñado se miraban, inquietos. Por fin, Manolito apareció y con él don Salvador, que hizo pasar a los mayores, mientras el pre-púber se sometía a las preguntas de la asistenta: «¿Quieres agua?» «¿Y caramelos?». A los dos ofrecimientos se negó. (Si le hubieran hecho un tercero podría haberse sentido Cristo en el desierto).

            Don Salvador no fue muy prolijo, pero sí taxativo: «Lorenza, su hijo padece  una congestión vehicular de índole cenital, producto de una intensa exposición a elementos transcendentes». Lorenza se quedó como la que ha perdido el tren. El doctor agregó: «Tengo que decirle que esa dolencia no tiene tratamiento, ni siquiera paliativo. Pero seguramente irá desapareciendo en el transcurso de su vida». La madre de Manolito pensó en ese momento si en la de su hijo o en la de la suya. Volvieron al pueblo, y nada, a aguantar.

            Por aquellos días, algún diablillo hizo circular entre la chiquillería una letrilla inocente. Inocente pero molesta, lo cual no sé cómo se conjuga.

 

            Manolito lito lito,

            Manolito lito lán,

            es un niño tan bueno

            que lo llevan al altar

 

            Pasaron los años, que esos nunca dejan de pasar, y Manolito, de la mano de su hermano mayor, se hizo pintor. No es que fuera el Velázquez de la brocha gorda, pero sí adquirió cierto prestigio entre ciertas familias, sobre todo porque de él nunca salían blasfemias, ni juramentos, ni palabras malsonantes. Manolito era una balsa de aceite. O de pintura de aceite. Sus colegas, casi todos gente de muy distinto proceder, le apodaban «Manolito el misionero». Desde luego, no les faltaba algo de razón, porque este pintor, en cuanto tenía a su alcance a los hijos de los dueños de la casa, les lanzaba admoniciones sin descanso, lo que tampoco caía bien  a algunos padres, que habían contratado a un pintor, no a un padre monje que se dedicara a predicar brocha en mano. También había hecho el servicio militar. Fue en Melilla, en Regulares. Manolito (el diminutivo le acompañó toda su vida) se hizo famoso entre jefes y tropa por ser siempre el que ayudaba a misa, y por ser el único soldado de Regulares que no se comportaba con la misma regularidad que los demás.

            Los años otra vez los años fueron ablandando el caletre de Manolito, que fue pasando de una ortodoxia propia del Concilio de Trento a la adoración de la mitología no cristiana ni judía más errabunda que pensarse pueda. Porque, como ya han podido comprobar en el caso de Yhavé y sus hermanos, Manolito recibía revelaciones de ultratumba, o de donde fuera. Y se le aparecían dioses, oráculos y semidioses. Y sus correspondientes hazañas. Aunque hay que reconocer que casi siempre se hacía un lío con las revelaciones. Como antes con la religión católica.

            Nunca se le vio en compañía de mujer, salvo su madre y su hermana. Manolito vivió siempre en una nube religiosa y mitológica que seguramente le ahorraba dedicaciones más terrenales. Aunque es de suponer que alguna que otra vez se vería obligado a bajar de la nube. Quién sabe.

            Las arrugas surcaron su cuerpo, y la endeblez se hacía patente a pasos agigantados. Pero no por eso dejaba de trabajar. Yo me acostumbré a su compañía, porque a pesar de que teníamos caracteres muy distintos me resultaba agradable escuchar sus prédicas, e incluso oír sus suspiros frailunos, que me hacían evocar los pocos atrios que he pisado.

            Una mañana de domingo, paseando por el campo, cayó muerto a mis pies. ¿Se lo llevó Hermes, directamente al Tártaro? Imposible. ¿Tal vez fue el malvado Yseff, en una de las suyas? No. Yo tengo el convencimiento de que fue su abuelo, el célebre cabrero. Que dijo: «¡Ea, ya está bien de tonterías!». Y desde allí le pegó fuerte con la garrota.

 

 Sobrevivió la escultura de unos zapatos

(Budapest 2006)

Foto:  ODP

 

YA SON TREINTA AÑOS. Por Rafael Rodríguez González

 

antoniomairena
Antonio Cruz García, «Antonio Mairena»

 

La idea no es mía. Además, he tenido que discutir tanto y a veces tan agriamente con su autor, que ganas me han dado de mandarlo todo a paseo. Pero, por fin, una tarde de la primavera, quizás muy similar a aquella en que Merceditas cambió de color, mi amigo Ramón Núñez Vaces lo hizo de parecer. Mi persistente esfuerzo no había sido en vano. De manera que quedé encargado de plasmar por escrito la idea que mi segoviano y terco amigo había tenido. En realidad, de hacer lo que pudiera.

            Pero he de aclarar algún extremo más. No es que yo no tema al ridículo, pero mi sentido de la amistad, o del compañerismo, me lo hace despreciar en ocasiones. Y ésta es una de ellas: vale que yo lo haga, pero no consentiré, si de mí depende, que mi amigo el segoviano incurra en él. De modo que puede decirse que escribo el presente texto por solidaridad no exenta de sacrificio.

      Entremos en materia. Ramón quería escribir sobre Antonio Mairena, ahora que en septiembre se cumplirán treinta años de su fallecimiento. ¡En buen lío se iba a meter! ¡Escribir sobre Antonio Mairena! Nada menos. No es que yo pueda hacerlo bien, pero, como ya he dicho, lo que no podía consentir es que alguna o mucha gente se riera de este segoviano metido a exégeta de tan alta figura. Que lo hagan de mí, vale que sea. (Hay que reconocer que lo que escribió sobre Juan Talega no lo hizo mal del todo).

             Pero, ¿qué decir de Antonio Mairena que no se haya dicho ya y que además no falte a la verdad, esa que casi siempre es relativa? ¿Que ha sido el cantaor más completo y enciclopédico de la historia del cante? ¿Que gracias a su empeño y facultades el gran público —no sé si cabe utilizar esa expresión en el mundo del flamenco— pudo conocer formas cantaoras casi perdidas o limitadas a exiguas minorías? ¿Que su aportación a la creación y desarrollo de los festivales fue importantísima? ¿Que gracias a él y a otros pocos el cante gitano pasó a ser mejor considerado en la sociedad? Pues sí, todo eso es cierto, e incluso seguramente más cosas que mi incapacidad me impide reflejar. Bueno, y que cantaba mejor que bien.

            Pero, todo hay que decirlo, ha habido gente que no ha considerado favorablemente esas aportaciones, al menos del todo. Se trata de aficionados que todavía soñaban o sueñan con el cante en las casas de Triana, en las cuevas y en las gañanías, es decir, con la máxima pureza, con lo prístino. Pero el curso de la historia es, para bien y para mal, imparable e irreversible. Y ni el hacer de Antonio Mairena ni el de otros que no eran de su cuerda fue lo que determinó la realidad que acabó imponiéndose a finales de los años sesenta. La mutación en las formas de vida (vivienda, alimentación, oficios, comodidades, el coche en la puerta, la más absoluta comercialización, la televisión, artificiosidad a tope y tantas cosas que impuso la «revolución» tecnológica) es lo que cambió la realidad de las formas y del fondo del flamenco, lo mismo que de todo lo demás. Es verdad que para mal e irremediablemente, pero… Así que menos mal que por lo menos, en aquel tránsito trágico y definitivo, hubo un Antonio Mairena y algunos y algunas más,  últimos representantes de una época que fenecía. Gracias a los prodigios de la técnica podemos gozar de esos prodigios del arte.

            Hay algo que es necesario destacar: que Antonio Mairena fue el mayor aficionado al cante que se haya conocido. Rectifico: los habrá habido iguales, pero no más. Esta última quizás sea una de sus facultades —yo creo que la más esencial— menos conocidas o valoradas. Porque Antonio Cruz García no se levantaba, sino el último, de una reunión flamenca, ni dejaba de escuchar a alguien, ni concedía importancia al tiempo salvo para emplearlo en el flamenco. Se ha dicho que esa dedicación la ejercía para sacar provecho, para aprehender cada matiz, cada tonalidad y faceta. Pues claro, nada más natural, pero demostración irrefutable de su profunda e inagotable afición. Yo creo que era el capitán Nemo del flamenco, sumergido por siempre en el mar del cante y del baile para cumplir su propósito de que en el mundo terrestre ese Arte tuviese el lugar que merecía. Tarea en la que cualquiera hubiera fracasado, no sólo él. Y me remito a lo del curso de la historia. 

 

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 Joaquín el de la Paula

por Juan Valdés

 

            A mí me parece que hacer elogios es innecesario. Hacerlo de tal o cual cantaor correspondía cuando no existían medios de grabación y era la tradición oral la que ignoraba a unos y hacía inmarcesibles a otros. Por ejemplo, ¡cuántas cosas se han dicho de Frasco el Colorao, de Juaniquí, de Cagancho, de Joaquín la Cherna, de Tomás el Nitri, del Fillo, de la Andonda y más! ¿Y de Joaquín el de la Paula? Ese mismo que, por cierto, sigue sin tener una calle en Alcalá, su pueblo (aunque la tuvo en los años setenta). Sí la tiene, y grande, Antonio Mairena, desde poco después de su partida, en merecida gratitud. Tampoco tiene calle con su nombre Manolito el de María. ¡Increíble pero cierto! Pero, ¿qué más da?, el cante y sus hombres y mujeres no están en azulejos y placas, aunque no es de negar que lo merezcan, sino en el corazón de quienes tienen la facultad porque es una facultad, muchas veces dolorosa, que no está concedida a cualquiera de apreciar el arte que de ellos ha brotado.

 

manolitoeldemaría

Manolito el de María

 

            Si los elogios son innecesarios, las comparaciones resultan absurdas. ¿Cómo y a cuento de qué hacerlo entre Antonio Mairena y cualquier otro cantaor que haya logrado celebridad, antes, durante y después de él? ¿Compararemos la aceituna con la pera? ¿El coco con la manzana? ¿El aguacate con la nuez? Claro que no, cada fruto tiene su sabor único, su textura diferenciada. Y cada uno nos aporta una sensación de placer distinta.

            Pero, claro, hay a quien no le gustan las nueces; a otros, las manzanas; existen los que no resisten ni que les mienten las aceitunas. «Hay gente pa tó», decía Rafael el Gallo (yo apostillaría a mi tocayo y hermano en la alopecia: «menos pa lo que tiene que haber»). Yo me cuento entre los que no les gusta todo (tengo un amigo que dice que a mí no me gusta nada, o casi). Sin embargo, o no obstante, jamás dejo de reconocer que tal o cual cantaor canta o cantaba muy bien, aunque a mí «no me ponga».

        Hay de todo, sí. Sé de gente que tiene la más completa colección de discos de flamenco: en ella se contienen todos los cantaores de los más variados estilos e idiosincrasias. Los más alejados de unos como estos de los otros. Es gente a la que le gusta eso: todo de todos. Me alegro por ellos, aunque me resulta difícil creerlo. De hecho, hay actualmente algún cantaor-cantante que tiene tantas facultades que es capaz de cantar por, o imitar a, la mayoría de los más conocidos de la historia. Sí, pero como el muchacho transmite menos que un cable de cartón, ¿de qué vale tanto poderío?

             La obra de Antonio Mairena produjo sus epígonos. Unos más afortunados que otros, como es natural. Al lado de excelentes seguidores hubo y hay imitadores que aunque se llevaran cada día de su vida escuchándole no lograrían otra cosa que aburrir y desesperar al oyente (aunque las tragaéras del gran público resultan increíbles). Lo mismo pasa con la pléyade de imitadores de otro celebérrimo cantaor, aunque en este caso no conozco ningún excelente seguidor, y sí muchísimos de los otros, hasta el punto de que cierto día, en un bar que ya no existe, uno que estaba cantando-imitando a ese celebérrimo de cuyo nombre no me acuerdo ahora, hizo que una lagartija cayera al suelo, muerta, y dos o tres grillos salieran de sus escondites, despavoridos.

 

antoniochaconpojiménez

Antonio Chacón

Por Jiménez

 

              Con todo lo referente a Antonio Cruz García pasa lo que con todo: o se es o no se es, se vale o no se vale. Muchos de ustedes conocerán aquello de Antonio Chacón, cuando alguien le preguntó que por qué siempre se hacía acompañar de cierto individuo que ni hacía palmas, ni decía nunca óle y casi ni hablaba. «Porque sabe escuchar», fue la respuesta del maestro. Lección que deberían aprender muchos, antes que la de escucharse. Pero hay que perder la esperanza en su logro: aquí todo el mundo nace sabiendo.

            Ya no me quedan más recursos para seguir refiriéndome a Antonio Mairena. No sé si lo que digo a continuación es una procacidad, o un reflejo de cierto orgullo, pero el caso es que un día de verano, estando yo, con mis diecinueve años a cuestas, en un bar que visitaba a diario, llegó Manuel García Fernández, «El Poeta de Alcalá», acompañado o acompañando a Antonio Mairena. Manuel, como yo ya surtía en asuntos del cante, me presentó al astro, o al revés, más bien. La mirada  de Antonio, mientras nos dábamos la mano, hizo que me pusiera más encarnado que el tomate más maduro que pueda acabar en un gazpacho.

             Palabras, palabras. Lo que hay que hacer es escuchar. Para los noveles es difícil en este mundo tan trepidante y a la vez tan estancado. Para los ya experimentados también, porque el bote sifónico en que nos vemos sumidos no nos deja «ni atrás ni alante».

             Así que, del amplio conjunto de grabaciones (discográficas y no) que hay recogidas en internet, les propongo dos, aunque podrían ser cincuenta. Para los noveles puede que sean reveladoras; para los experimentados, o que crean serlo, dos ocasiones para romperse la camisa (las hayan escuchado ya o no). Una es de Perrate de Utrera en el primer Gazpacho de Morón (Perrate de Utrera & Diego del Gastor – Soleá – 1963). La otra es de Antonio Mairena (Antonio Mairena – bulerías – 1963), conseguida en el mismo festival. Para qué hablar más. Se podrían decir muchas más palabras, sesudas frases y elementos definitorios. Lo que tiene que hacer el interesado es escuchar. Que no, pues adiós, muy buenas.

 

CORTAR EL NUDO. Por Rafael Rodríguez González

 

Alejandro cortando el nudo gordiano, de Jean-Simon Berthélemy (1743–1811)

Alejandro cortando el nudo gordiano

Jean-Simon Berthélemy

(1743–1811)

 

Todo está atado y bien atado. Es una frase que se le atribuye al anterior Jefe del Estado. Sea o no cierto que la dijera (seis palabras seguidas era mucho para él), ha sido y es una realidad. Ha seguido rigiendo la oligarquía económico-política, sólo que de un forma mucho más descarada que en tiempos de Franco, y el pueblo, del que forman parte las llamadas capas medias —de todos modos tan heterogéneas— y los que no tienen más que su fuerza de trabajo para venderla (aunque muchas veces se crean otra cosa), sigue apechugando con todo. Atado y bien atado.

         Y no porque el Desalmado de El Pardo tuviera una inteligencia superior, sino porque aquí todos los que fulgían en el mundo de la política estaban atados a algo o por algo. Y siguen estando. En el terreno de los oligarcas estaba clarísimo: cambiar lo imprescindible para poder seguir entronizados. Para la socialdemocracia, lograr todo lo que se pudiera para jugar el papel de alternancia, de modo que se conjurara cualquier peligro proveniente de su izquierda. Por su parte, los dirigentes del PCE, y no pocos de sus militantes, enfrascados, y por tanto atascados, en el sueño de reemplazar a los socialdemócratas como fuerza respetable, responsable y evolucionista. (La actuación en Portugal de la OTAN y los «recién creados» socialdemócratas servía de lección a todos, para algunos de manera vergonzosa).

     Desde antes de la muerte del Alevoso, la izquierda que luego trocó en llamarse «transformadora» (en realidad transformista), renunció a la imprescindible labor pedagógica por medio del estudio de las teorías y la historia, y a la educadora por medio de la práctica. ¡Fuera, nada de eso!, sino mera y ciega dedicación a las elecciones y, cómo no y en consecuencia, a la lucha interna por los cargos, siempre disfrazada esa lucha —algunos creyéndoselo— de pugnas ideológicas. (Todo esto está dicho con trazos bastos, pero es así).

         Y la fuerza se pierde, el nervio se afloja, el cerebro se acomoda. Y se abandonan sanas conductas, y se rechaza el análisis riguroso, y hasta se reniega de los objetivos. Hasta que el magma se convierte en fría escoria, paralizada, inútil. En residuo impuro.

         Y ahí estamos. Por ejemplo, en un 1º de Mayo en que las dirigencias sindicales se desgañitan pidiendo al Gobierno —que es lo mismo que rogar a la gran oligarquía, española y europea— que afloje la presión, que pacte, que tome otro rumbo económico. Los asistentes a las manifestaciones no saben muy bien qué es lo que hacen en ellas, salvo que es un medio para expresar su protesta. Porque ni desde las tribunas discursiles ni desde ningún partido se dice algo que organice, que oriente, que dirija hacia la consecución del imprescindible objetivo: hacer caer esta ruina. Todo lo contrario: todos se esfuerzan en apuntalar la ruina. Lo peor es que pasa lo mismo en toda Europa, salvo honrosas pero arrinconadas excepciones. Todo está atado y bien atado.

         Pero nudos más fuertes se han cortado. Recalco: cortado.

 

GENTE INFRECUENTE (y III). Por Rafael Rodríguez González

 

https://www.youtube.com/watch?v=Y7QLIfX8uuw

 

Mi tía Guadalupe, hermana de mi padre y de dos hermanos más, nos contó a tres de sus sobrinos las andanzas de Francisco. Yo creo que al que principalmente dirigía el relato era a mí, porque era el más chico de los tres, y quizás también porque fuera su preferido, tal vez por aquello de que al más raro se le quiere más, o algo así, no recuerdo bien el dicho o el refrán. Es lo mismo que me pasaba con mis abuelas y demás parientes mayores, tanto de primero como de segundo grado, y eso que yo era un poquito arisco. Lo de raro ya lo he dicho.

 

         Todo sucedió en Aracena, donde mi tía vivía desde pocos años antes, al  haberse desposado con José Porrino, una persona de la que decir que era excelentísima sería casi no decir nada. Ya habían tenido dos hijos, José Rafael e Isabela, muy pocos años menores que yo. No sé si su madre, mi tía, les llegaría a contar la historia de Francisco. Es difícil asegurarlo, porque las madres, y las tías, a veces parece que actúan dentro de un desorden al que no se le encuentra una explicación razonable.

 

         De haber sido sevillano, o de cualquiera de los pueblos que alimentan a la ciudad de Sevilla, tan sevillana ella, Francisco hubiera sido Currito, o Frasquito, o Paquito, o Francisquín, e incluso Currichi o Currón. Pero en la sierra la gente es más seria y adusta, sin que eso sea impedimento, yo creo que más bien lo contrario, para que la bonhomía sea, o al menos fuese en aquellos tiempos, característica principal de la inmensa mayoría de los habitantes.

 

         Francisco siempre llevaba una gran talega, e incluso dos, con frutos del tiempo: si en agosto, uvas e higos; membrillos en septiembre; en noviembre, diciembre y enero, nueces, castañas y bellotas. Todo para su propio consumo, que Francisco era voraz en extremo, pero los chiquillos siempre se veían beneficiados a su paso. Los que se quedaban con tres palmos de narices, o de hocico, eran los perros y los gatos que se acercaban a lo que Francisco tiraba al suelo, que eran cáscaras sin provecho. Pero eso era hasta que Francisco salía de Confitería Rufino: al rato había perros y gatos que se esforzaban por espantar a otros para poder aprovechar, a lametazo limpio y duro, cuando no engulliéndolos directamente, los papeles de las magdalenas que Francisco iba deglutiendo. A mí me resultaba chocante que Francisco tirara los papeles de las magdalenas, aunque cuando mi tía dijo que eran docenas comprendí que los papeles no les resultaban imprescindibles a Francisco. Hasta los más ansiosos tienen la posibilidad de llegar al hartazgo, salvo, por lo que se ve, en cuestiones de dinero.

 

         Para que Francisco se sintiera ahíto se requerían, en conjunción podríamos decir que simbiótica, horas y kilos. Era raro cruzarse con Francisco sin que estuviera comiendo: frutos del campo, bocadillos y magdalenas se le juntaban en el estómago de tal manera que, al menos cuatro o cinco veces al día se le veía bebiendo en la hermosa fuente de la hermosa plaza de la hermosa Aracena. Muchas veces, cuando ya el agua había cumplido sus funciones, se le veía irse, casi corriendo, a su pobre domicilio: los intestinos necesitaban hacerle sitio a la carga que Francisco iba a tardar bien poco en suministrarles.

 

         Decía la madre de mis primos que un día comió tanto, tanto, que pidió  ayuda para llegar a su choza, porque le resultaba casi imposible moverse. Pero no se piense que Francisco estaba gordo, sino que aquella mañana se hallaba repleto y la comida, estancada, ni iba para abajo ni para arriba. Por algún sitio rompería, qué duda cabe. Pero no hubo testigos de si por abajo, si por arriba o por ambos sitios a la vez. Era más bien delgado, de estatura media y muy ágil. Si no hubiera sido porque Francisco tenía un metabolismo a prueba de atracones quizás hubiera llegado a rodar por las cuestas de Aracena. Y por el valle sevillano le habrían podido llamar el Bola.   

 

         Otro de los manjares para los que Francisco hacía trabajar sus jugos gástricos eran los huevos duros. No es que llegara a comerse de una vez tantos como Paul Newman en «La leyenda del indomable», pero, según mi tía, que afirmaba no conocer la procedencia de tantos huevos duros, no le andaba muy a la zaga. Ya en aquel tiempo, por arisco y raro que yo fuera, no se me escapaban algunos detalles. En el corral del molino de aceite del que José Porrino era propietario, había muchas gallinas y, por raro que parezca, muchos huevos. Yo siempre he pensado que los huevos duros que consumía  Francisco procedían de las gallinas de mi tía, y que incluso los cocía ella.

 

         Me hubiera gustado ver alguna vez a Francisco, pero no pudo ser, porque mi abuelo nos llevaba a la bella Aracena muy de tarde en tarde y eran visitas de ida y vuelta en un día. He de confesarlo: nunca he pasado una noche en Aracena. Con lo fresquito que se tiene que dormir. Es una de las grandes frustraciones de mi vida. Y no son pocas.

 

         Pero yo, tan raro y tan arisco, tuve la perspicacia de preguntar a mi tía sobre, como diríamos ahora, los ingresos de Francisco, porque tanto comer habría que pagarlo con algo, es decir, con dinero. Y entonces mi tía descubrió el misterio. Resulta que Francisco vendía papeletas de descuento para entrar a la Gruta de las Maravillas, y lo mismo para comer en el Restaurante Casas (donde ponían los mejores huevos a la flamenca que imaginarse pueda), comprar en la Confitería Rufino (la mejor de las mejores en cientos de kilómetros a la redonda) y beber y tapear en la taberna de Gómez, donde el mejor tinto de Badajoz dejaba la lengua como una lija para las uñas, ligero resquemor que las lascas de jamón aliviaban sublimemente (esto lo supe ya de más mayor).

 

         De manera que los turistas, tanto españoles como extranjeros, no todos, pero sí los que consultaban a los aracenences acerca del personaje, les daban a Francisco las pesetas que pedía por aquellos «bonos-descuentos» que, por supuestísimo, atesoraban la misma validez que una promesa electoral.

 

         Pero tenía que haber alguna explicación para el consentimiento de las actividades financistas de Francisco, porque ya sabíamos los sobrinos, incluso yo, el más chico y raro, que el proceder que linda o incurre en estafa está inmerso en la consideración de delito y por tanto es perseguible, imputable y condenable, y no sé cuántas cosas más. (Después supe que había que añadir a ese lío unas palabras: «según y conforme»).

 

         Preguntamos (en realidad fui yo quien pregunté), y mi tía lo aclaró todo.

 

         Si Francisco gozaba de tanta permisividad (no sólo para «engañar» a los turistas, sino también para disponer de frutos campestres con dueño) ello se debía a la realización de un hecho heroico.

 

         Fue que una niña, descuidada por sus padres mientras visitaban Las Grutas, cayó al mayor de los lagos que allí se hallan. Francisco, al que como otras veces uno de sus tíos (uno de los porteros y cicerones, el único normal de la familia) había dejado entrar, no dudó en tirarse al agua y rescatar a la chiquilla.

 

         Desde aquel día, Francisco gozó del respeto y admiración de los aracenences, y tuvo las puertas abiertas (aunque el campo no tenga puertas) en todas las fincas del término, así como lograba obsequios de distintos establecimientos, o, por lo menos, abaratamiento en sus compras.

 

         Francisco se moriría, como todo el mundo, pero, por lo que contaba mi tía, yo deduzco que harto de comer. Y bien merecido se lo tenía.

 

grutadelasmaravillasaracena

Gruta de las maravillas

Aracena

 

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GENTE INFRECUENTE (I). Por Rafael Rodríguez González

GENTE INFRECUENTE (II). Por Rafael Rodríguez González, con una pintura de Rafael Luna sin título (acrílico sobre lienzo)

 

GENTE INFRECUENTE (II). Por Rafael Rodríguez González, con una pintura de Rafael Luna sin título (acrílico sobre lienzo)

 

 

sintítuloRAFAEL LUNA

 

 

De entre los hasta ahora mil quinientos veintitrés escritos que he dedicado a los tontos de mi pueblo, textos en que se alude tanto a los que saben que lo son como a los que se sentirían ofendidos si se les dijera que lo son (estos constituyen la inmensa mayoría del total), recupero uno que no podrá molestar a nadie, sencillamente porque el sujeto al que se refiere murió allá por la mitad de los años veinte, cuando reinaba Alfonso XIII y mi abuela Reyes era una mujer de treinta y pocos años. Además, Antoñito Quienes no tuvo descendencia ni apenas parientes, con lo que no tiene más trascendencia que la que aquí le demos. Aclararé, antes de continuar, que Antoñito Quienes no era el apodado Ñuguito, aquel que se pasaba todo el día en la calle restallando un pequeño látigo, y al que también me he referido en alguna ocasión. Eran coetáneos, pero el Ñuguito era uno y Antoñito Quienes era otro. Lo recalco porque hay mucha gente que considera que todos los tontos son iguales. Nada más lejos de la realidad.

 

         Especifiquemos, y para hacerlo dividamos la población en tres grupos: los que no son tontos, los que lo son pero no lo saben, y, por último, los que lo son oficialmente, por así decirlo. De las tres especies, la que más variedad nos ofrece es la tercera. Que todos sus individuos tienen un denominador común es completamente obvio, pero también que cada uno de ellos tiene una personalidad única e inconfundible. Esto no sucede en las otras dos congregaciones, cuyos individuos se distinguen muy poco entre sí, adoradores como son de la norma. Además, la frontera entre los que no son tontos y los que lo son pero no lo saben es siempre muy tenue, de modo que no son pocas las ocasiones en que no se sabe si este o aquel individuo pertenece a una u otra fracción. Con los tontos oficiales no hay ese problema. Y, por cierto, es el único conjunto merecedor de respeto, per se.  

 

         Pero avancemos, que no es cosa de enfrascarse en asuntos científicos, al menos en esta ocasión.

 

         Yo no me creía lo que contaba mi abuela, porque si todos los cuentos eran mentiras, lo lógico sería que todo lo que contaban las abuelas fuese mentira. Pero como mi padre, mi madre, mis tías y algunas personas más, todas ellas de confianza, me aseguraban que sí, que aquello era verdad, pues acabé por creerlo. Y hoy estoy más convencido que nunca de que así es, porque lo que uno ha visto a lo largo de la vida deja en pañales lo de Antoñito Quienes. Y lo de bastantes más.

 

         Tampoco es para tanto, como veremos enseguida. Antoñito era de una familia muy conocida, respetada e incluso temida. De buena posición económica y de extremada religiosidad. Quienes no era su apellido, que de todos modos no revelaré, sino el mote (antes todos los tontos oficiales tenían mote). Se debía a que la primera vez que le amenazaron con que le quitarían las latas él preguntó, en tono retador: «¿Quiénes?». (Cuando durante el larguísimo proceso de elaboración de este texto le comenté a un mi amigo lo de los motes de los tontos oficiales, él me dijo que ahora no tienen motes, sino cargos, con lo que me quedó claro que no se había enterado de lo que yo le decía, porque ese mi amigo no distinguía bien entre los oficiales y los no catalogados).

 

         Pues bien, Antoñito Quienes estaba casi todo el día por la calle, igual que el Ñuguito. Pero si éste andaba hora tras hora dale que te pego al látigo, Antoñito llevaba atado con una guita a su cinto un manojo de latas de más o menos volumen que, llegadas a la altura de su rodilla derecha, sonaban a poco que su portador se moviera. Era un sonajero andante, una alarma transeúnte, un aviso itinerante.

 

         «Ea, ya viene ahí el tío de las latas», decía alguna gente cuando le oía acercarse. «Yo no sé por qué la familia no lo tiene arrecogío», piensa en voz alta alguna vecina. «¿Qué quieres, que lo metan en el manicomio?», manifiesta otra comadre, más indulgente.

 

         Como son tantos días, meses y años los que Antoñito Quienes lleva haciendo ruido mientras transita por las calles de Alcalá, casi todos los vecinos han dejado de quejarse, y todo lo más se miran cuando sienten sonar las latas. Los hay que reprenden a sus niños o a alguien que hace, circunstancialmente, mucho ruido: «Anda, que formas más escándalo que Antoñito Quienes».

 

         Antoñito no se mete con nadie, ni tiene explosiones que le hagan violento en ningún sentido. Él sólo da la lata con las latas, pero eso, ya digo, es ya un hecho consuetudinario completamente asumido, tanto como los cagajones de burros y mulos y las hileras de virutillas de las cabras. Pero…

 

         Su padre le tiene dicho a todos los taberneros de Alcalá que mucho cuidado con proporcionarle a Antoñito cualquier clase de bebidas. El padre puede hacer pasar apuros a quien contravenga sus indicaciones. Pero el caso cierto es que de vez en cuando, aunque muy de tarde en tarde, Antoñito Quienes aparece ebrio por las calles más habituales de su tránsito.

 

         La imbecilidad de Antoñito no podía dejar de surtir sus efectos al ligarse con el alcohol. (Y aquí podríamos recomenzar con lo de los que lo son, los que no lo son, los que no lo saben, etcétera). Entraba en cualquier taberna y se metía por enmedio de las reuniones, diciendo a toda voz cosas ininteligibles, se bebía los vasos de los reunidos, prodigaba gestos que podían mover a escándalo… Y así hasta que, advertidos, aparecían su padre y su tío y lo retiraban de la circulación.

 

         No quedaba ahí la cosa porque Antoñito Quienes, como tantos hijos de familia (de los que son, de los que no lo son, de los que no lo saben), sentía atracción por las mujeres, y, alguna que otra vez, todas ellas estando bebido, había asustado a algunas féminas, sin que la cosa nunca pasara a mayores, salvo aquella en que una joven señora casi le rompe el paraguas en la cabeza, o la cabeza a paraguazos.

 

         Antoñito murió joven, y poco hay que destaque en su existencia fuera de su cotidiano paseo con las latas prendidas y sus muy eventuales episodios de embriaguez. Como todo tonto oficial que se precie (pero hay excepciones) nunca trabajó ni desarrolló actividad física alguna, salvo las más indispensables, y tampoco todas. Sí tenía otra costumbre cuyo ejercicio era cumplido con todo rigor: santiguarse cuatro o cinco veces frente a cada establecimiento religioso de la localidad. Por eso iba diariamente hasta el más lejano, la ermita de San Roque.    

 

         Un día le dijeron al padre de Antoñito Quienes quién era el que se divertía suministrando alcohol a su hijo. La paliza que el progenitor propinó al cobarde sinvergüenza y seguro integrante del grupo de los que no lo saben, ha quedado en los anales. Al padre de Antoñito no lo molestaron, gracias a su posición. («Algunas veces, aunque sean pocas, se alegra una de algunos privilegios», decía mi abuela).

 

         Pero aquel mismo día, que era domingo, Antoñito Quienes subió a la torre de la iglesia de Santiago el Mayor. Como siempre, con el permiso del sacristán o del cura. Con sus inseparables latas, por supuesto, pero esta vez bastante ajumado. Al bajar se le desprendieron las latas, se enredó en ellas y fue golpeándose en cada escalón, hasta matarse.

 

         Fue una muerte muy sonada, y no sólo por el ruido que produjeron el cuerpo y las latas, aunque estas contribuyeran bastante a ello, sino sobre todo porque sucedió en misa de once, justo cuando los fieles se acercaban a recibir la sagrada hostia. El que le daba la bebida se fue de Alcalá ese mismo día, baldado y todo.         

 

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CONTINUARÁ… Exposición de Rafael Luna en la Casa de la Provincia (Sevilla, desde el 14 de marzo hasta el 28 de abril de 2013)



 

GENTE INFRECUENTE (I). Por Rafael Rodríguez González

 

Ranilla01

 La barriada de Los Pajaritos en construcción en La Ranilla

1959

(Fuente de la fotografía: Sevilla en estampas)

 

Coquito, era Coquito, y nadie, salvo quizás él, su madre y el médico que de vez en cuando les visitaba sabían su nombre y apellidos. No le vi nunca, porque yo empecé a callejear por Sevilla a los quince años, y lo que contaba mi tío Pepe, hermano de mi madre y de tres hermanas más, acontecería en los primerísimos años sesenta, cuando algunos teníamos una edad en la que no pisábamos la gran ciudad como no fuera para ir a operarnos de las amígdalas, ponernos las primeras gafas o probarnos los zapatos de Segarra que papá siempre adquiría, que a eso íbamos. Lo nuestro cotidiano era ir de la casa a la escuela y viceversa y jugar con pelotas de trapo y palos que simulaban rifles del Oeste o de donde fuera. Ya también leíamos tebeos, e incluso algunos libros que eran casi tan instructivos como los tebeos.

 

            Coquito salía de su portal de Los Pajaritos y muy pronto estaba en Luis Montoto, enseguida en la puerta Carmona, seguía por San Esteban y Águilas, pisaba la Alfalfa y llegaba a la Encarnación por Pérez Galdós. Algunos tenderos reclamaban su atención:

 

            —¡Coquito, déjame una!

             —¡A hacer puñetas!— respondía Coquito, sin mirar al requirente.

            

             No falta el camarero con guasa:

             —Llévamela a mi casa. Si está ahí mismo, en el Tardón.

             —¡A hacer puñetas!

 

            Al pasar por el mercado de la Encarnación se produce la apoteosis, la gran rechifla, el no va más en la atención popular hacia Coquito, que se ve forzado a  pronunciar de seguido un montón de veces su «¡A hacer puñetas!».

            Tras el apogeo, Coquito, más aprisa aún, toma la calle de Las Sierpes. Todo el mundo le mira con simpatía, aunque nuestro hombre oye a su paso algunos comentarios un tanto hostiles, casi siempre de gente siempre ociosa a las puertas de los casinos:

            —Vergüenza no hay, ¡que locos de estos anden por la calle!

            —Como que esto se está poniendo en un plan…

 

            Algún betunero quiere hacerse el gracioso:

            —¡Regálame una entrada para el circo!

 

            Cuando Coquito llega a la Plaza de San Francisco es observado por las señoras desde ventanas y balcones. Pero son las fámulas las que, desde los portales, le dan a la sin hueso, si bien en tono quedo:

 

            —Coquito, bonito, que bien la llevas, es que no hay otro como tú, mi alma.

 

            Las más atrevidas:

 

            —Ay, si mi marido tuviera la fuerza que tú tienes… Ya quisiera yo, y él también. ¡Qué alegría, Coquito!

 

            A su paso, los anticuarios de Hernando Colón le siguen a través de los escaparates, casi del mismo modo en que escudriñan un cuadro o cualquier otro objeto que necesitan catalogar lo más certeramente posible. Alguno hay que, conocedor de la hora en que suele pasar, sale a la puerta para mejor recrearse, hasta perder de vista a  Coquito, que ya ha llegado a Alemanes.

 

            Entre la catedral y el Palacio Arzobispal ha oído las groserías que sueltan algunos conductores de coches de caballo, pero no se da por aludido, no sea que después de mandarlos a hacer puñetas los improperios tomen un carácter más virulento.

 

            Nuestro hombre se relaja al entrar en el Patio de Banderas y seguir por el barrio de Santa Cruz. Apenas se cruza con alguien.

 

            (¿Es verdad que este barrio está habitado? Durante años y años en que he transitado por él, nunca, o muy rara vez, tan rara que no la recuerdo, he visto entrar o salir a alguien de alguna de esas casas. De esas casas de ese barrio que parece casi todo él un decorado de cine o de teatro, como si fuera un gran paripé adosado a la muralla).

 

            Coquito vuelve a aligerar el paso en cuanto desemboca en los Jardines de Murillo; cruza en dirección a la estación de autobuses, pero tuerce a la izquierda, porque Coquito, dejando su carga en la acera, entra en una tienda de ultramarinos en la que le suministran un bocadillo que, de inmenso que es, desmiente la denominación. Será grande, pero Coquito se lo zampa en un abrir y cerrar de ojos, y, tras despedirse con un gesto, prosigue el recorrido. Aún tiene que oír a uno, o dos, o tres taxistas, que le dicen sandeces como estas:

 

            —Sobre el hombro, ¡ar!

             —Descansen, ¡ar!

             —Media vuelta, ¡ar!

 

            Antes pasaba por San Bernardo, para continuar por Eduardo Dato, pero desde que unos golfillos empezaron a tirarle piedras siempre coge por la ronda, hasta llegar nuevamente a la puerta Carmona. Y, ¡hala!, otra vez en Los Pajaritos.

 

            Hasta que su madre no le abre la puerta y entra en el piso, Coquito no baja de su hombro derecho la bombona de butano. Vacía, en la ida y en la vuelta, claro. Mi tío Pepe no nos contó si Coquito y su madre eran de Sevilla o habían llegado desde un pueblo, ni por qué tenía esa manía de pasear casi a diario una bombona, invento de novísimo uso, ni de qué se mantenían él y su madre. Seguramente no lo sabría, y yo, aunque podría, no me lo voy a inventar, que sería lo fácil.