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HOMENAJE DE «CARMINA» A ANTONIO DE LA TORRE, EL MEJOR ACTOR DE ESPAÑA. Foto de Miguel Hermosín Martínez (Alcalá, 20 de noviembre de 2006)

 
 
 
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GENTE INFRECUENTE (y III). Por Rafael Rodríguez González

 

 

Mi tía Guadalupe, hermana de mi padre y de dos hermanos más, nos contó a tres de sus sobrinos las andanzas de Francisco. Yo creo que al que principalmente dirigía el relato era a mí, porque era el más chico de los tres, y quizás también porque fuera su preferido, tal vez por aquello de que al más raro se le quiere más, o algo así, no recuerdo bien el dicho o el refrán. Es lo mismo que me pasaba con mis abuelas y demás parientes mayores, tanto de primero como de segundo grado, y eso que yo era un poquito arisco. Lo de raro ya lo he dicho.

 

         Todo sucedió en Aracena, donde mi tía vivía desde pocos años antes, al  haberse desposado con José Porrino, una persona de la que decir que era excelentísima sería casi no decir nada. Ya habían tenido dos hijos, José Rafael e Isabela, muy pocos años menores que yo. No sé si su madre, mi tía, les llegaría a contar la historia de Francisco. Es difícil asegurarlo, porque las madres, y las tías, a veces parece que actúan dentro de un desorden al que no se le encuentra una explicación razonable.

 

         De haber sido sevillano, o de cualquiera de los pueblos que alimentan a la ciudad de Sevilla, tan sevillana ella, Francisco hubiera sido Currito, o Frasquito, o Paquito, o Francisquín, e incluso Currichi o Currón. Pero en la sierra la gente es más seria y adusta, sin que eso sea impedimento, yo creo que más bien lo contrario, para que la bonhomía sea, o al menos fuese en aquellos tiempos, característica principal de la inmensa mayoría de los habitantes.

 

         Francisco siempre llevaba una gran talega, e incluso dos, con frutos del tiempo: si en agosto, uvas e higos; membrillos en septiembre; en noviembre, diciembre y enero, nueces, castañas y bellotas. Todo para su propio consumo, que Francisco era voraz en extremo, pero los chiquillos siempre se veían beneficiados a su paso. Los que se quedaban con tres palmos de narices, o de hocico, eran los perros y los gatos que se acercaban a lo que Francisco tiraba al suelo, que eran cáscaras sin provecho. Pero eso era hasta que Francisco salía de Confitería Rufino: al rato había perros y gatos que se esforzaban por espantar a otros para poder aprovechar, a lametazo limpio y duro, cuando no engulliéndolos directamente, los papeles de las magdalenas que Francisco iba deglutiendo. A mí me resultaba chocante que Francisco tirara los papeles de las magdalenas, aunque cuando mi tía dijo que eran docenas comprendí que los papeles no les resultaban imprescindibles a Francisco. Hasta los más ansiosos tienen la posibilidad de llegar al hartazgo, salvo, por lo que se ve, en cuestiones de dinero.

 

         Para que Francisco se sintiera ahíto se requerían, en conjunción podríamos decir que simbiótica, horas y kilos. Era raro cruzarse con Francisco sin que estuviera comiendo: frutos del campo, bocadillos y magdalenas se le juntaban en el estómago de tal manera que, al menos cuatro o cinco veces al día se le veía bebiendo en la hermosa fuente de la hermosa plaza de la hermosa Aracena. Muchas veces, cuando ya el agua había cumplido sus funciones, se le veía irse, casi corriendo, a su pobre domicilio: los intestinos necesitaban hacerle sitio a la carga que Francisco iba a tardar bien poco en suministrarles.

 

         Decía la madre de mis primos que un día comió tanto, tanto, que pidió  ayuda para llegar a su choza, porque le resultaba casi imposible moverse. Pero no se piense que Francisco estaba gordo, sino que aquella mañana se hallaba repleto y la comida, estancada, ni iba para abajo ni para arriba. Por algún sitio rompería, qué duda cabe. Pero no hubo testigos de si por abajo, si por arriba o por ambos sitios a la vez. Era más bien delgado, de estatura media y muy ágil. Si no hubiera sido porque Francisco tenía un metabolismo a prueba de atracones quizás hubiera llegado a rodar por las cuestas de Aracena. Y por el valle sevillano le habrían podido llamar el Bola.   

 

         Otro de los manjares para los que Francisco hacía trabajar sus jugos gástricos eran los huevos duros. No es que llegara a comerse de una vez tantos como Paul Newman en «La leyenda del indomable», pero, según mi tía, que afirmaba no conocer la procedencia de tantos huevos duros, no le andaba muy a la zaga. Ya en aquel tiempo, por arisco y raro que yo fuera, no se me escapaban algunos detalles. En el corral del molino de aceite del que José Porrino era propietario, había muchas gallinas y, por raro que parezca, muchos huevos. Yo siempre he pensado que los huevos duros que consumía  Francisco procedían de las gallinas de mi tía, y que incluso los cocía ella.

 

         Me hubiera gustado ver alguna vez a Francisco, pero no pudo ser, porque mi abuelo nos llevaba a la bella Aracena muy de tarde en tarde y eran visitas de ida y vuelta en un día. He de confesarlo: nunca he pasado una noche en Aracena. Con lo fresquito que se tiene que dormir. Es una de las grandes frustraciones de mi vida. Y no son pocas.

 

         Pero yo, tan raro y tan arisco, tuve la perspicacia de preguntar a mi tía sobre, como diríamos ahora, los ingresos de Francisco, porque tanto comer habría que pagarlo con algo, es decir, con dinero. Y entonces mi tía descubrió el misterio. Resulta que Francisco vendía papeletas de descuento para entrar a la Gruta de las Maravillas, y lo mismo para comer en el Restaurante Casas (donde ponían los mejores huevos a la flamenca que imaginarse pueda), comprar en la Confitería Rufino (la mejor de las mejores en cientos de kilómetros a la redonda) y beber y tapear en la taberna de Gómez, donde el mejor tinto de Badajoz dejaba la lengua como una lija para las uñas, ligero resquemor que las lascas de jamón aliviaban sublimemente (esto lo supe ya de más mayor).

 

         De manera que los turistas, tanto españoles como extranjeros, no todos, pero sí los que consultaban a los aracenences acerca del personaje, les daban a Francisco las pesetas que pedía por aquellos «bonos-descuentos» que, por supuestísimo, atesoraban la misma validez que una promesa electoral.

 

         Pero tenía que haber alguna explicación para el consentimiento de las actividades financistas de Francisco, porque ya sabíamos los sobrinos, incluso yo, el más chico y raro, que el proceder que linda o incurre en estafa está inmerso en la consideración de delito y por tanto es perseguible, imputable y condenable, y no sé cuántas cosas más. (Después supe que había que añadir a ese lío unas palabras: «según y conforme»).

 

         Preguntamos (en realidad fui yo quien pregunté), y mi tía lo aclaró todo.

 

         Si Francisco gozaba de tanta permisividad (no sólo para «engañar» a los turistas, sino también para disponer de frutos campestres con dueño) ello se debía a la realización de un hecho heroico.

 

         Fue que una niña, descuidada por sus padres mientras visitaban Las Grutas, cayó al mayor de los lagos que allí se hallan. Francisco, al que como otras veces uno de sus tíos (uno de los porteros y cicerones, el único normal de la familia) había dejado entrar, no dudó en tirarse al agua y rescatar a la chiquilla.

 

         Desde aquel día, Francisco gozó del respeto y admiración de los aracenences, y tuvo las puertas abiertas (aunque el campo no tenga puertas) en todas las fincas del término, así como lograba obsequios de distintos establecimientos, o, por lo menos, abaratamiento en sus compras.

 

         Francisco se moriría, como todo el mundo, pero, por lo que contaba mi tía, yo deduzco que harto de comer. Y bien merecido se lo tenía.

 

grutadelasmaravillasaracena

Gruta de las maravillas

Aracena

 

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GENTE INFRECUENTE (I). Por Rafael Rodríguez González

GENTE INFRECUENTE (II). Por Rafael Rodríguez González, con una pintura de Rafael Luna sin título (acrílico sobre lienzo)

 

CINE NEVERÍA, 1988. Acrílico sobre lienzo de Rafael Luna

 

cinenevería1988RAFAELLUNA

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CONTINUARÁ… Exposición de Rafael Luna en la Casa de la Provincia (Sevilla, desde el 14 de marzo hasta el 28 de abril de 2013)

 

NADA ES PARA CHIPRE. De la serie «RECORTES», Nº 66. Por Pablo Romero Gabella

«—¿Qué impuesto se decretó para la provincia de Chipre?

—Dos mil medidas de trigo, mil odres de aceite y ochocientas cabezas de ganado.

—¿Qué has traído?

—Nada mi gran señor, he venido yo en vez del tributo.

—¿Por qué?

—Mi país es pobre y para pagarlo muchos de nosotros pasaríamos hambre?

—¿Hambre? Tu aspecto no es precisamente de estar hambrienta.

—Si es que no soy de tu agrado hazme volver a Chipre aunque represente una gran carga para mi país se te pagará ese tributo, si es eso lo que quieres.

—Quiero ambas cosas.

—No mi señor eso no es posible. Tendrás que elegir mi persona o el tributo de mi padre.

—He dicho que quiero ambas cosas… Tienes mucho que aprender aún princesa y ahora mismo vas a iniciar tu educación. Encargate de que la encierren en lugar seguro y reclama a su padre el pago de lo exigido.

—Europa ya violó a los griegos y ahora viene por nosotros.»

[Diálogo entre el faraón Keops y la princesa chipriota Nélifer, de la película Tierra de faraones (1955)/Declaraciones de un ciudadano chipriota recogidas en Luis Doncel, «Chipre rectifica y renegocia el rescate», El País, 19 de marzo de 2013]

MARÍA DOLORES EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS. De la serie «RECORTES», Nº 64. Por Pablo Romero Gabella

«La indemnización que se pactó fue una indemnización en diferido en forma efectivamente de simulación de lo que hubiera sido en partes de lo que antes era una retribución… Aquí se quiso hacer como hay que hacerlo, es decir con la retención a la Seguridad Social. Si yo hiciera mi mundo todo sería un disparate porque todo sería lo que no es y entonces al revés, lo que es no sería y lo que no podría ser sí sería ¿entiendes?»

[Declaraciones de la Secretaria General del PP, María Dolores de Cospedal sobre la situación  laboral de su ex Tesorero Luis Bárcenas, El País, 26 de febrero 2013, pág. 32 /Película Alicia en el país de las maravillas, 1951]

ALCALDES, O ZOQUETES. Por Rafael Rodríguez González

En Paraguay llaman zoquete al cargo público. Ignoro si con la misma exactitud guasona que aquí lo haríamos.

            El alcalde de Sabadell, el de X, el de Y, el de K —nos faltarían letras en el alfabeto—, están imputados como presuntos culpables de prevaricación en distintos grados, siendo la sirvengonzonería en grado superlativo el denominador común. Enjuiciados judicialmente no están todos los alcaldes de España, es cierto, pero en el discernimiento popular se salvan poquísimos.

            El de Sabadell, uno de los alcaldes más cursis de España, dijo, al dejar en suspenso su cargo: «Me aparto unos centímetros», como el que va a freír un huevo y no quiere que le manche el aceite. El que no manchó su honor fue un antecesor suyo, que echó a empujones de su despacho a un empresario que intentó sobornarlo. «Me aparto unos centímetros», dice el relamido. Lo que tienes que hacer es irte al infierno, mamarracho.

            «El mejor alcalde, el rey». Pues ya ni eso.

            Un amigo, tan exagerado como casi todos los que tengo, jura que iría a comer con un alcalde sólo si este devolviera todo lo que se haya comido. Y puntualiza: «Antes, antes».

            Otro dice que, en un futuro, la sociedad habrá alcanzado tal nivel de equidad y conciencia que los encargados de ejercer el mínimo control necesario lo serán por rotación. Vale, pero no creo que a la Humanidad le quede tanto tiempo.

            A Pepe Isbert y a Manolo Morán, alcalde y conseguidor, respectivamente, en Bienvenido Míster Marshall, no se les puede achacar haber creado escuela de alcaldes y conseguidores (pobrecitos míos; digo Isbert y Morán). Además, éstos de ahora ni tienen gracia ni son buenos actores.

            Hay alcaldes a quienes les pierde el ego; a otros, la ambición pecuniaria; los hay que ambas cosas y otras más. Lo que es seguro es que para entonces el ego y la ambición ya habrán echado a perder sus municipios.

            «La gente es tonta, ¡un hombre honrado no puede ser alcalde!». Esto se lo oí, siendo yo un pollo, a un viejo que hablaba con otro acerca de la conveniencia de que fuese nombrada alcalde determinada persona (a la que conocí y traté muchísimo). Es una verdad que nunca tomé como absoluta.

            «¿De dónde vienes?», le pregunta un paisano a otro. «De pedir cita con el alcalde, ¡y vaya lo que me han dicho!». «¿El qué?». «Esto: ¿pero usted quién se ha creído que es?». Tal hecho, no se confundan, sucedió en Zamarra de Enmedio.

            Hay alcaldes que son muy sonados; otros hay que están más sonados que los rivales que le buscaban a Urtain. Se puede pertenecer a ambos grupos simultáneamente.

            Los zoquetes demostradamente corruptos, y también los sospechosos de serlo, son votados elección tras elección. La mayoría de esos votantes considera que hacen bien (los alcaldes), porque «yo haría los mismo». ¿No es para sentirse orgullosos de esos votos? En la democracia de los piratas, es decir, en la realmente existente, sí.

MIGUEL. Por Rafael Rodríguez González

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Con cincuenta y cuatro años de edad y poco más de treinta de servicio, Miguel acaba de jubilarse (aunque le digan prejubilarse). Una buena retribución le acompañará, o deberá, debiera o debería, hasta el fin de su existencia. Esto último se manifiesta a todas luces de lo más lejano: ninguna enfermedad, excelente silueta, poderío en las piernas, que es facultad de lo más esencial… Si acaso, el abuso del tabaco, pero como es alto de cuello… ¿Y ahora? Pues nada, a dedicarse a sus aficiones principales: la música, la literatura, la pintura. La primera y la tercera de forma ejecutante, porque Miguel, además de saber de música (creo que también sabe música), toca la guitarra, y, según me aseguran algunos conocidos, nada sospechosos de embaucadores, al menos en esto, es un óptimo pintor. En cuanto a la literatura, no tengo referencias sobre que Miguel escriba más allá de correos electrónicos y balances económicos, pero sí me consta que se lee lo que no hay en los escritos: ¡hasta ha leído alguna cosa mía! (Me embarga la emoción y no puedo seguir escribiendo; continuaré mañana).

…………Pasado el trance de la turbación impedidora, voy a procurar contarles lo que soñé no hace mucho. Relacionado con Miguel, claro, si no, a qué todo esto. A ustedes les parecerá increíble, pero yo sé que es cierto, quiero decir el sueño, vamos, que lo he tenido, que lo he soñado tal y como a continuación les refiero. Tan verdad como que esa noche me tuve que levantar para aplicarme una crema contra la epicondilitis. Y, no mucho después, a dar unos pasos para combatir el espasmo de los gemelos de la pierna izquierda, o de la derecha, qué más da, si son gemelas. Más tarde, a orinar. Luego, a beber. Al cabo de poco me despertaron los síntomas de una hipoglucemia, no severa, afortunadamente. Mientras me comía dos o tres onzas de chocolate (en esto no se puede decir que sea peor el remedio que la enfermedad), hube de acudir a la llamada de mi madre, que quería saber la hora. Pues aun así y todo, el tiempo dio de sí para tener un sueño, ese sueño.

Suena el teléfono en la sucursal bancaria:

—Miguel, ¿es usted?

—¿Quién es?

—José Luis, el de… ¿es usted Miguel?

—Sí, sí.

—Le llamo, ya lo sabrá usted…

—Sí, hombre. Vente por aquí más o menos a las doce; no, mejor a la una. Pero aquí no, nos vemos en el bar, sí, el de la callejuela, y ya luego nos vamos para la oficina.

—Es que a esa hora tengo que recoger a la niña, pero bueno, sí, vale, tardaré dos o tres minutos, la dejaré con mi prima, la de la tienda.

—No te preocupes, yo te espero. Trae todos los papeles, no se te olvide ninguno. Hasta luego.

…………(Llegado a este punto me desperté, y por eso lo recuerdo todo perfectamente. Dí dos vueltas en la cama y de nuevo quedé dormido).

«¡Vete de aquí, canalla, que no te vea otra vez, asqueroso, que te rajo la cabeza, so mierda, que eres una mierda, que te vayas, me cago en tus muertos, cabrón!». El tendero decía esas cosas temblando de indignación, y el asqueroso-mierda retrocedía sin perder de vista la mano que se le aproximaba blandiendo un cuchillo enorme. Pero la gente —¡qué inoportuna es a veces la gente!— enseguida empezó a inmiscuirse: «Ya está, chiquillo, ya está, déjalo que se vaya»; «Mira que después va a ser peor para ti»; «Cálmate, Fernando, que te va a dar algo»; «Venga ya, hombre, si no merece la pena». El carnicero resopló, bajó los brazos y por fin quedó inmóvil, quizás aliviado (¿quizás?) por la presión apaciguadora, y el carterista se fue por la callejuela más próxima, seguido por los insultos de todos los presentes  —ahora muy decididos—, en su mayoría clientas de la carnicería. Pero Miguel, que había observado parte de la escena desde la puerta del bar en que había de  encontrarse con José Luis, en menos que se parpadea logró agarrar al descuidero, arrojarlo al suelo, ponerlo boca abajo y sentarse a horcajadas sobre él. Inmediatamente, el público, que se había desplazado hasta la embocadura de la callejuela para ver cómo iba la cosa, le gritó a Miguel que no, chiquillo, que no seas loco, que lo dejes irse, si no ha llegado a robarle a la mujer, que ese tío es un hijo de puta —expresión totalmente gratuita, como casi siempre—, pero que para qué nos vamos a meter en líos, si al final va a ser lo mismo. Un cliente del bar se lamentaba, llevándose las manos a la cabeza: «¡Hay que ver, hay que ver, hay que ver!», sin saberse si lo hacía contra la actitud de Miguel o contra la inseguridad ciudadana que existe desde que existen las ciudades. Miguel se irguió y tras él el caco, que recibió un fuerte empujón de nuestro héroe. Éste, cuya figura no se había descompuesto lo más mínimo, dijo a los indignados-miedosos-inconsecuentes estas profundas palabras, en tono y modo semejantes a los de Moisés ante los suyos: «¿Lo veis? Después pasa lo que pasa». En ese momento vi y oí a Nobeo Minucio, consejero del rey Poliginio y de su primogénito y sucesor, Colicasto. Nobeo Minucio se dejó caer con esta enigmática frase: «Tan lejano está el sueño de la realidad como la realidad de los sueños».

…………(Otra vez me desperté, y por eso puedo, como ya he dicho antes, recordar al detalle esta segunda fase de mi visión onírica. Algunos de los lectores conocerán por sí mismos la mecánica de los sueños, cosa que nunca se ocupó de explicar Sigmund Freud, tan ensopado en las supuestas significaciones).

No había hecho Miguel más que salir de la callejuela —en el otro extremo el manilargo seguía comprobando si había cesado totalmente el hostigamiento hacia su inviolable persona—, cuando apareció el hombre con quien Miguel había quedado citado, que se precipitó hacia él, seguramente para interesarse por lo ocurrido, siendo en ese momento atropellado, con resultado de muerte, por un vehículo que transitaba a  toda velocidad y que salió a escape tras un instante empleado en recuperar el control, perdido momentáneamente a causa de la funesta interposición del cuerpo ahora destrozado.

…………(Para mí, el sueño no ha podido ser más decepcionante: jamás podré saber qué es lo que iban a tratar José Luis y Miguel, ni qué hubiera ocurrido si en lugar de a la una  hubiesen quedado más o menos a las doce, o si en vez de en el bar lo hubieran hecho en la oficina bancaria, y por qué Miguel prefería el encuentro en el bar, y precisamente en ese, cuando hay otros más espaciosos y cercanos; tampoco si a la niña que dejó José Luis con su prima en la tienda —si es que llegó a dejarla, que esa es otra— fue a  recogerla su madre o quien fuese, aunque a mí me da la impresión de que la chiquilla vivía sola con su padre. Es imposible cuantificar cuántas incógnitas pueden derivarse de estos hechos o de sus posibles variaciones. Entre ellas, qué fue lo que impulsó a Miguel a ir contra el ratero. ¿Tal vez  alguna acción sufrida por el propio Miguel a manos de aquel indeseable? Porque Miguel tiene muchas virtudes, pero no la del arrojo así como así. Yo, desde luego, no voy a estrujarme el cerebro intentando desentrañarlas. Pero qué lástima que no se pueda soñar de nuevo ese sueño, fueran los resultados los que fuesen, es decir, con independencia de los deseos de uno —que no intervienen en los sueños, al menos directa y palpablemente, sobre todo palpablemente—. Ahora bien, he de hacerles un ruego: la locución de Nobeo Minucio, aquel consejero de los reyes Poliginio y Colicasto, no es un juego de palabras, y tampoco, estoy seguro, lo otro que aparenta, así que, por favor, aplíquense un poco para ayudarme a desembrollar la oración. Por favor. Va en ello mi salud mental. Porque, en el improbable caso de que el consejero regio se me aparezca otra vez, ¿va a dar la casualidad de que sea para descifrarme la frase? Lo demás puedo digerirlo, e incluso olvidarlo, pero eso no. Ayúdenme. Le tengo espanto a este tipo de incógnitas).

EL PARAÍSO EN LA OTRA CAJA, POR FAVOR. De la serie «RECORTES», Nº 35. Por Pablo Romero Gabella

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«Juan Manuel Sánchez Gordillo lleva media vida ocupando fincas que él considera improductivas, ha cortado las vías del AVE, ha liderado una sentada en la sede del Banco de España en Sevilla. Era un cuarentón lleno de energía, de cabellos alborotados de poeta romántico, envuelto en una capa constelada de lamparones y de caspas, de verba exaltada. También ha impedido aterrizar y despegar aviones del aeropuerto sevillano, pero el asalto a dos supermercados por parte de miembros del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), el suyo, le ha catapultado como estrella mediática. Expuso sus tesis con detalle. En la futura sociedad, las panaderías, todas en manos del Estado, prestarían un servicio público, como las escuelas y la policía; dejarían de ser  instituciones comerciales y suministrarían pan a los ciudadanos de manera gratuita. El costo se financiaría con impuestos.»

[Lourdes Lucio, «El juez imputa de un delito de robo con fuerza a dos jornaleros»,  El País (Andalucía), 10 de agosto de 2012/Mario Vargas Llosa, El paraíso en la otra esquina, Barcelona, 2010, pág, 246 (1ª ed. 2004)]

EL DIABLO SE VISTE DE PRADA. De la serie «RECORTES», Nº 33. Por Pablo Romero Gabella

«Con ello, se pone un valladar más firme a los últimos estertores de las fuerzas secretas extranjeras en nuestra Patria y se inicia la condenación social de las organizaciones más perniciosas para la unidad, grandeza y libertad de España. Esto es, ni más ni menos, lo que están promoviendo el criptomusulmán Obamita y toda su cohorte de lacayuelos europeos, muy atildadamente disfrazados de paladines de los derechos humanos y apóstoles de la democracia. Esta alianza del Occidente apóstata y neopagano con el Islam más desatadamente cristofóbico nos recuerda cada vez más aquel pasaje del Apocalipsis en el que se nos narra la visión  de la Bestia de la Tierra y la Bestia del Mar.»

[Preámbulo a la Ley de 1 de marzo de 1940 sobre represión de la Masonería y del Comunismo, BOE nº 62, p. 1537, citado en J.A. Ferrer Benimeli, El contubernio masónico-comunista, Madrid, 1982, pág. 402 / Juan Manuel de Prada, «Chusma», ABC, 28 de julio de 2012]

«LUMPENBOURGEOISIE» O CONVERSACIÓN ENTRE MAGRIS, LEBLANC, VELASCO, BUR Y LANDA. De la serie «RECORTES», Nº 21. Por Pablo Romero Gabella

 

Museu do Carmo (L. del T. 2015)

Museu do Carmo
[Foto: Lorenzo del Término (Lisboa 2015)]

 

—M: Creo que el criterio de evaluación cultural ha cambiado.

—L: No se puede tirar uno descaradamente a lo comercial.

—L: Silvestre apunta: los negros con las suecas perseguirán, las suecas a los negros divertirán, todos juntos y unidos se abrazaran…

—B: A mi me parece una tontería, no tiene argumento y las letras de las canciones son para que cuenten algo.

—M: Nadie pensaba que un día se iba a equiparar cantidad con valores…

—L: Esta es una letra de protesta es un grito lanzado contra los convencionalismos burgueses.

—M: Lo que yo llamo lumpenbourgeoisi, que no es sino una burguesía de las formas y que ha decidido que mucho es igual a interesante.

—B: Todo eso estará muy bien, pero cómo sigue ¿se casa el negro con la sueca?

—L: No sea usted antiguo, eso ¿a quién le importa? Lo que no se puede tener es pelos en la lengua.

—V: En esta canción pegamos duro señor Silvestre…

—L: ¡Eso! tenemos que denunciar el hambre de la India.

—B: Y digo yo, ¿es malo que se case el negro con la sueca?

—M: Pero no, no estoy preocupado por la cultura y sobre todo, no tengo nostalgia del pasado. ¡Nada de nostalgia del pasado!»

 
[Entrevista a Claudio Magris por Juan Cruz en El País 26 de mayo de 2012 / Diálogo de la película Una vez al año ser hippy no hace daño de Javier Aguirre, 1969]