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POR DESGRACIA… (*). Alberto González Cáceres (Alcalá, 1953-Monsaraz, 2009)

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(Fuente: Blog del fotógrafo Manuel Sonseca)

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Lo sabe todo el mundo.

Nada permanece para siempre.

Todo el mundo sabe, sí,

que no hay mal que cien años dure,

ni cuerpo que lo resista.

Pero nada ha cambiado por sí solo.

Ninguna fuerza ha dimitido.

Ningún opresor se tiró del carro.

Ningún vampiro suelta su presa.

También se sabe

que aunque la amabilidad

no caracteriza al infame,

a veces intenta y logra

seducir a la víctima,

que confíe y ceda

para mejor despojarla.

El infame es una rata,

es miles de ratas

que no pueden, es que no pueden

dejar de roer: les va la vida en ello.

Hay que comprender al infame, sí.

Incluso, según algunos, compadecerle.

¿Significa eso

que hayamos de entregarle

nuestros órganos,

que le otorguemos el derecho

a pacer sobre nosotros

cual ovejas sanguinarias?

(Ayer vi un tulipán

en la tele, naturalmente)

(Vi también un adorable niñito negro,

de la mano de su adorable madre rubia,

aunque no sé

qué será de ellos mañana.

Ni de mí)

Ya lo dijo un sabio:

la violencia es

la partera de la Historia:

la sociedad vieja,

preñada de la nueva,

no la reconoce

y procura ahogarla

con cruel ferocidad.

(Cuánto me gustó ver claveles

en cañones de fusiles,

aunque unos y otros fueron traicionados)

(Por el contrario, nunca me gustaron

rosas falsas en falsos puños,

inútiles para empuñar

las herramientas del futuro)

Las cosas, por desgracia,

son dolorosamente complicadas.

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…………(*) Esta composición de Alberto la he hallado recientemente ¡debajo del frigorífico! Y eso gracias a que el mulato Afonso se prestó, por fin, a retirar el aparato para limpiar. Data del año 2008. Mario Cortés

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YA NO PODÍA MÁS (*). Por Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

El ángel ebrio
(1948)
Akira Kurosawa
1910-1998

Me pasaba desde chico, pero cuando la madurez me alcanzó la cosa llegó a extremos que nunca antes pude sospechar. De hecho, durante la adolescencia y la juventud mantuve la esperanza, cada vez más ansiosa a medida que pasaban los años, de que como mucho a los treinta me vería librado de esa carga, por momentos más y más pesada.

—¿Tú sabes si el corcho flota?

—Hombre, si lo echas en agua sí.

*

O esto:

—¿Tú te has fumado alguna vez un puro de enea?

—Eso no se puede fumar, ni se hacen puros de enea.

*

Y esto:

—¿Tú sabes lo que vale un peine?

—¿No lo voy a saber, si me compro uno todos los días menos los domingos?

*

También esto:

—¿Por qué las cosas tienen cada una un nombre?

—Para que los más torpes sepan qué es cada cosa.

*

Y así un año, y otro. Así un día, y el siguiente, y el otro… Es como ir por un sendero inacabable, sin saber adónde conduce, con el Sol dándote fuerte y el piso lleno de guijarros que tienes que pisar inevitablemente.

—¿Por qué te caes si pisas una cáscara de plátano?

—Porque estabas de pie.

*

—¿Tú sabes si los relojes saben la hora que es?

—Los que están en hora sí.

*

—¿Para qué se ponen las mariposas en las páginas de un libro?

—Ellas no se ponen, las ponemos nosotros para que nunca puedan volver a volar, ni siquiera en sueños.

*

Tengo que confesarlo: cada vez estaba más hastiado; soportar la situación sobrepasaba mis fuerzas. Y como algunas, muchas veces, decir fuerza es lo mismo que afirmar voluntad, decidí acabar con aquello.

—¿Por qué, si está más cerca del Sol, hace más frío en la montaña que en el llano?

—Porque al Sol le dan miedo las alturas, y se retrae.

*

―¿Por qué se dice eso de que «la cara es el espejo del alma»?

―Porque los espejos son muy engañosos.

*

—¿Por qué nunca pasa lo que uno quiere?

—Porque siempre quiere uno lo imposible.

*

Entonces le hundí el cuchillo en la boca del estómago. «¿Por qué?», alcanzó a musitar; «¡Ah!», le respondí. Y se acabaron las respuestas absurdas a mis razonables preguntas.

(Tomado de la declaración de Mariano Sánchez Luque, el 23 de Marzo de 1979, entre las 15.00 y las 19.30 horas, en el Juzgado de Guardia de Sevilla)

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(*) Este es otro de los textos de Urbano Uribe de Urvando que he encontrado, como los suyos anteriormente publicados en «CARMINA», entre los papeles de Alberto González Cáceres. He de decirte, Olga, que mi búsqueda y selección entre las montañas de papeles empieza a ver su final: sólo me queda, calculo, algo menos ¡del ochenta por ciento! ¿Crees que viviré para culminar la tarea? (Y el negro Afonso no me ayuda en absoluto; sólo se presenta, puntual, a la hora de comer. Así que el que se ve negro soy yo). Mario Cortés.

TE QUEREMOS, LUIS. Alberto González Cáceres (1953-2009)

He visto que en «CARMINA» hay en curso un homenaje a Luis Cernuda (¡cuán aficionados sois a los aniversarios!), y como entre los papeles de Alberto encontré, ya hace tiempo, unas líneas dedicadas a tan cimero poeta, ahí os las mando por si acaso sirvieran para el caso.

Mario Cortés

Retrato de Luis Cernuda (detalle)
Lápiz sobre papel

Gregorio Prieto
1897-1992

Londres
1939

Luis, ¿te acuerdas de mí?

Sí, hombre, soy aquél
que se asemejaba
al Hermes de Praxíteles.
Soy también el prodigio rubio
al que hubieras dado el mundo.
Soy el que no decía nada,
pero lo decía todo
acercando un cuerpo interrogante.
Soy aquel otro al que ofrendaste
algunos poemas mejicanos.
Soy el ala del amor de un marinero.
Soy todos ellos. Y más.
Y en ti me reconozco,
en ti nos reconocemos,
amor, sufrimiento, gloria, entrega.
Ninguna palabra
dice lo mismo que otra,
pero todas van a ti
y tú les das realidad, deseo. Vida.
Por eso uso las tuyas, Luis.
Te lo juro,
en nosotros no habita el olvido.

***

CERNUDA EN «CARMINA»:
LUIS CERNUDA VA A CUMPLIR AÑOS. Rafael Rodríguez González
LUIS CERNUDA. Trenzando juncos para los asnos. Por Enrique Martín Ferrera (Junio, 2009)
Homenaje de «CARMINA» en el 110º aniversario del nacimiento de Luis Cernuda 1902-2012:
CARTA DE LUIS CERNUDA A VICENTE NÚÑEZ ACERCA DE SU ARTÍCULO «SOBRE TRES TEMAS CERNUDIANOS»
CARTA DE LUIS CERNUDA A VICENTE NÚÑEZ DONDE SE REFIERE A SU POEMA «ELEGÍA A UN AMIGO MUERTO»
LUIS CERNUDA EN UNA FOTO DE JUAN GUERRERO. Leyenda por Enrique Martín Ferrera
EN «CARMINA» EL 28 DE FEBRERO DE 2012 CON «LOS DÍAS TERRESTRES» DE VICENTE NÚÑEZ Y UNA CARTA DE LUIS CERNUDA (110º ANIVERSARIO 1902-2012)


LA PRÉDICA DEL INCURABLE. Por Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

Rebusco y rebusco y vuelvo a rebuscar, tal que la coplilla infantil, entre el berenjenal de los papeles –propios y apropiados- de Alberto. La líneas que siguen a modo de versos (a mí todo me parece completamente estrafalario), son la transcripción de una de las letanías que pronunciaba un vecino suyo, Aníbal Costa, ya fallecido también, a quien en Monsaraz conocían como el «incurável» (metaplasmo: «el loco incurable»). Eso es lo que dice Alberto en una anotación grapada al texto. Pero aunque hay constancia de la existencia de dicho «incurável», estoy convencido de que todo es del propio González Cáceres. Y a él lo adjudico: él sí que era un verdadero incurable. (Mario Cortés)

No estoy para bromas

de mal gusto.

Nunca lo estuve,

por más que las haya aguantado

por cientos; no, por miles.

Mejor dicho, no estoy para bromas

sean de la clase que sean.

Las bromas no traen nada bueno, siempre

tienen malas consecuencias.

Una vez, de broma,

ofendieron a mi madre,

y a mi padre.

La boca del bromista

no la rompí de broma,

aunque algunos hicieron bromas,

pasado el momento,

sobre dos dientes en el suelo

bañados en sangre.

Otro día alguien quiso

divertir a un pisaverde,

pero a costa de un amigo,

y de mí, de nosotros.

Yo le dije al bellaco:

«Te voy a arrancar la cabeza de un puñetazo».

Vio el vil clara la posibilidad,

por mis ojos, por mi tono,

y arrió velas en un soplo.

Yo nunca he sido violento, no,

y espero morirme sin llegar a serlo.

Pero no me vengan con bromas

injustas, hirientes, ridículas.

No me digan, por ejemplo,

«¿Qué vas a hacer con el dinero?»,

o «¡No tienes hijos que mantener!»,

ni «¡Qué bien vives!».

No tengo hijos, ni dinero, pero,

por favor, no quiero que me den bromas.

No aspiro a nada, sino a pasar

por el tiempo lo mejor posible,

lo menos mal que se pueda.

Si quieren, ni me hablen. Ni hablen

de mí cuando doblo la esquina.

No soporto las bromas, no quiero

nada con chistosos.

Bastante tengo con esa broma

pesada y larga que es la vida.

POR SI FUERA POCO (*). Por Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

 

Pero llegó el hampa

con carta blanca, alentada,

protegida por sus cómplices,

colocando a mansalva 

drizas fuertes, enganchadoras

como perchas de caza

que dejan colgados

pájaros ilusos, torpes,

fáciles como trofeos infantiles.

Los de abajo, más que nunca,

hubieron de cubrirse

de las tinieblas, huir

de los espectros de carnes huidas

y seso habitado por estalactitas de pus.

Arriba, algunos, no, muchos

amasaban el fruto

del espanto, de la sangre podrida,

del dolor de cada madre,

de la ignominia desatada

sin límites visibles.

 

Fue la explosión que ahogó

juventud y rebeldía,

el boom que sirvió

de freno a tantas cosas.

De nariz vesánica y vena alanceada,

Madrid no fue ya capital

de la gloria sino el infierno.

Hombres y mujeres, barrios enteros

acabaron ocupándose

de aquello que no tenía remedio,

de aquello que arruinó 

vidas, las vidas, todas las vidas.

Pero no las de los de arriba.

 

Por si fuera poco,

de un lugar nebuloso, satánico, evasivo,

lleno de frascos y probetas,

de dólares ponzoñosos,

de microscopios que sólo ven

lo que conviene ver,

de cobayas aún no humanas,

vino, no, nos trajeron,

a nosotros, a todos,

potente, laberíntico, esvástico,

un virus nuevo, novísimo,

el último grito en virus.

Lo hicieron y lo soltaron, eso pasó.

Es lo que nos ha pasado, lo que nos pasa.

¿Qué merecen sus autores, de profesión asesinos?

El Nobel, y colgarlos.

 (*) Este texto de Alberto fue escrito poco después del suicidio de Urbano Uribe de Urvando, aquel su amigo que optó por tal salida al creer que había contraído, por vía sexual, el SIDA, lo que creo ya haber referido. (Mario Cortés)

FIN DE LA MADEJA (*). Por Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

DesnudoporRafael  Luna

Desnudo

Rafael Luna

Cuando el sexo ya ceja

de latir entre ceja y ceja,

cuando ya cada paso

se convierte en queja,

cuando alumbra el ocaso

el fin de la madeja;

entonces, oh vida aún presente,

todo me sabe a fracaso:

lo conseguido y lo acaso,

lo posible y lo urgente,

lo que palpo y lo ausente.

La enfermedad, la torpeza,

el fastidio del hastío,

el cansancio, la pereza,

en fin, todo este desvarío,

me trata con suma crudeza.

Y pienso, sin nada de tristeza:

mejor irse en un suspiro,

darse a la fuga con presteza.

Y puesto que abasto firmeza

para cumplir lo que aspiro,

ya, oh vida, en tu seno expiro.

(*) Se trata, muy probablemente, de la última composición (no fechada) del alcalareño Alberto González Cáceres, cuando ya tenía decidido —firmemente— el suicidio. Que éste no llegara a producirse se debió al repentino agravamiento de la enfermedad y la inmediata muerte. (Mario Cortés)

EL MARIDO DE MI MUJER. Por Fernando González Cáceres «Mimo»

Atareado en la ímproba labor de rebuscar entre los papeles de Alberto González Cáceres (¡qué dos años!), hallé, para mi sorpresa, un escrito de su hermano Fernando, ese al que apodan «Mimo», el único de la familia que sigue viviendo en Alcalá. Puesto en contacto con él, ha autorizado su publicación. «Sólo si es en CARMINA», me ha dicho. «No, va a ser en Alfaguara», le contesté. El texto se lo dejó a Alberto, según la anotación de éste, en la única visita que le hizo en quince años, pocos meses antes de su muerte, en 2009.

(Mario Cortés)

Nos conocimos en el bar de su padre, que yo visitaba a diario. Ella tenía diecisiete, yo diecinueve. Le gusté enseguida. A mí me atrajo, de ella, su gusto por mí, lo que es muy natural, según creo, en esas edades tan egocéntricas. (Por eso los ególatras son unos inacabados).

            «Cóbrate lo del marido de mi mujer», le digo algunas veces al camarero cuando Juan Carlos y yo coincidimos, cada uno por su lado, en el bar en que más me conocen, y saben, por tanto, de mi afición a la chanza. Y ello sin que el camarero tenga ni idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. «Vaya, hombre, gracias, gracias», replica siempre Juan Carlos. También sucede al contrario. Llego, y enseguida se lleva el índice al esternón. Es la señal para que yo diga: «Esto lo paga el marido de mi mujer».

            Pongamos que ella se llama Elisa. Ha sido mi mujer, la única de mi vida. Y Juan Carlos es su marido.

            Elisa y yo yacíamos (que es una forma de decir lo hacíamos) de vez en cuando, lo más a escondidas que pueda imaginarse: como un cura y una feligresa, o como el marido que coge dinero de la hucha de su mujer. Su madre quizás sospechara algo, pero nunca le insinúo a Elisa nada que nos hiciera sospechar a nosotros.

            Mi mujer supo de mi naturaleza homosexual al poco tiempo de haberse iniciado nuestra relación carnal. Ella ya tenía alguna experiencia en el trato con homosexuales, si bien completamente distinta a la sustentada conmigo: su padre y uno de sus tres hermanos también «lo eran». Lo de su marido (hombre divertidísimo) no lo supo la madre de Elisa hasta que un día lo sorprendió in fraganti. Elisa no tuvo que sorprenderme, ni siquiera sorprenderse ella: se lo dije después de haber terminado una escena heterosexual especialmente satisfactoria para ella. (A mí me satisfacía el cumplir lo que consideraba una misión especial, que antes de empezar a ocurrir me habría parecido una misión imposible).

            A ella no le importó gran cosa. Es más, supo enseguida que lo nuestro no correría nunca el riesgo de malograrse por los mismos motivos detonantes que tantas relaciones «normales»: yo era su capricho, su juguete más íntimo y personalizado, y nada más. Ella sabía que sería la única de entre miles de millones de mujeres en tenerme. La única excepción en mi exclusividad. Que me tendrían y yo tendría cualquiera sabe cuántos… vale, pero ella iba a ser la única en retozar con su polichinela de carne y hueso. La verdad es que ni ser o no la única le importaba. Lo crucial para ella era que yo asistiera sus solicitudes. 

            Juan Carlos hizo su aparición dos años después. Le prendieron la gracia y el desparpajo de Elisa. Mucha gente decía entonces que Elisa se parecía a la Marisol de unos años antes, con una chispa fresca y espontánea, sin moldeado alguno. De hecho, todavía canta y baila más que aceptablemente, y suelta sus decires con el mismo donaire. Dicen que los contrarios se atraen y eso debió de suceder, no porque Juan Carlos fuese, o sea, soso o aburrido, sino porque carecía y sigue careciendo de cualquier atractivo, al menos para mi gusto, ajeno a su bonhomía, a su placidez y templanza. (*)

            En cuanto a mí, era imposible que me sintiera celoso. Yo era consciente tanto de mi papel con Elisa como de mi sino sexual-amoroso, fijo e inalterable. Un sino que no impidió que durante muchos más años, aunque con menos intensidad y frecuencia, continuara complaciendo los deseos de Elisa. Creo que ya lo he dicho. 

            Fue a los dos años de casados cuando Juan Carlos supo lo nuestro. Ya tenían un niño. Y que no haya dudas en cuanto a lo de tenían. Yendo yo por su misma calle —él por la otra acera— Juan Carlos me saludó con la mano, mientras sonreía de un modo raro. Hacía unos minutos que Elisa se lo había dicho. Mientras se lo contaba llegó a llorar, digo ella, pero no por miedo, ni por angustia, sino de emoción, de emoción gratificante, liberadora incluso.

            Los días siguientes a la revelación los pasó Juan Carlos queriendo ver el futuro. Cayó al fin en la cuenta de que todo podía seguir igual, dado que hasta entonces en nada le había perjudicado la particular cohabitación de su esposa conmigo. El marido de mi mujer podía estar completamente seguro de que nunca, jamás, de ninguna manera y bajo ningún concepto pretendería yo arrebatársela. ¡A ella!, de la que yo era un servidor del que prescindiría cuando le pareciera.  Pretensión que, deducía Juan Carlos con buen fundamento, de cualquier forma hubiese resultado inútil: ella le quería. Y no como la niña a la muñeca o el niño a la equipación de fútbol, sino como al amiguito o la amiguita con que se intima desde pequeñines hasta resultar inseparables para siempre. En este caso, la muñeca, o la equipación, se llamaba Fernando.

            Y además y sobre todo lo mío era otra cosa.

            Juan Carlos la quería tanto como ella a él. (Y han seguido queriéndose). Y el querer hace hacer tonterías. Estando embarazada Elisa por segunda vez, a Juan Carlos no se le ocurrió otra cosa que proponerme que fuese padrino de la criatura que su esposa alimentaba en la barriga.

            —¿Y si son dos? —le dije, tratando de disimular con la broma mi estupor.

            —¡Qué va! Es uno, o una. ¿Qué, contamos contigo?.

            —¿Pero Elisa está de acuerdo? —respondí, intentando tragar saliva.

            —Todavía no se lo he dicho, pero ¿no va a estar?.

            Por suerte, Juan Carlos iba a Correos, lo que me dio la oportunidad de ir inmediatamente a ver a la preñada antes de que la cosa pasara a mayores. Cualquiera que me conozca aunque sea de perfil sabe de mi mayúscula aversión a cualquier convención o acto público, semipúblico e incluso privado en que mi persona corra el peligro de ser algo relevante o llamadora de atención. Juan Carlos me demostró que no, que no me conocía tanto como llegué a creer. ¿Yo bautizando a un chiquillo? ¿Yo presidiendo un banquete en el que no le arrancarían al homenajeado las tiras de pellejo? ¿Yo prodigando sonrisas falsas, apretones de manos refractarias y saludos insalubres? ¡Quiá! Es lo que le dije, y más, a Elisa. Yo comprendía que la intención de Juan Carlos era complacerla a ella al darme papel tan relevante en hecho tan sobresaliente. «¡Es que no se entera!», dijo Elisa, un poco enfurruñada. Y era verdad, Juan Carlos todavía no era consciente de la naturaleza de la liga Elisa-Fernando. En este lío no podía aplicarse aquello de «Tanto monta, monta tanto, Juan Carlos como Fernando», porque Elisa-Juan Carlos y Elisa-Fernando eran dos conjunciones completamente distintas. ¿Cómo va a ser lo mismo un juguete que un esposo y padre de dos hijos? Elisa convino conmigo en que ella ya tenía decidido que el padrino fuese el padre de Juan Carlos. Y así fue. Cuando el marido de Elisa quiso disculparse por tan imperativa sustitución yo le dije, queriendo hacer un chiste, que era mejor así, no fuera que yo le pegara lo mío al niño desde la pila del bautismo. O no lo cogió o se le atragantaron las realidades, porque ni siquiera esbozó una sonrisa.

            Ningún juguete es imperecedero (no pasa lo mismo con los juegos). Hace ya unos años (no los concreto porque no quiero), que nuestra relación, me refiero con Elisa, se limita a sonreírnos cuando nos vemos por la calle, del mismo modo que pueden hacerlo dos amigos que recuerdan sus éxitos como jugadores de futbolín o el día que lo pasaron tan bien en una fiesta, o cuando, borrachos, cambiaron los cubos de la basura ya vacíos de unas puertas a otras. Algunas veces, cuando hemos pasado meses sin vernos, nos preguntamos por la salud, por la marcha económica (me alegro infinitamente de que les vaya bien, no como a mí), y ella alguna vez me pregunta sobre mis actividades en el campo sexual. Mis respuestas, bastante detalladas porque a ella así le gustan, incluyen desde mentiras hasta episodios reales pero exagerados, pasando por realidades que, como es natural, también pueden ser tomadas por mentiras. Pero ella sabe distinguir, ¿no va a saber?.    

            Juan Carlos sabe perfectamente que desde hace equis años ya no hay  relación sexual (ya no soy muñeca, ni equipación deportiva), pero por eso digo a veces, cuando coincidimos en el bar,  con todo el cariño, el respeto y la admiración que me causa hombre tan cabal: «Cóbrate lo del marido de mi mujer». Sin que el camarero tenga ni puñetera idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. Aún y para siempre. 

(*) Juan Carlos es su nombre real. Fernando González me ha hecho notar algo que ya sabía: que el marido de su mujer se parece mucho físicamente a su tocayo el Rey, semejanza que se acentúa con el paso del tiempo, aunque la diferencia de edad entre el Rey y nuestro Juan Carlos sea de casi veinte años. Si pudiera diría los apellidos del marido de Elisa, con lo que hasta al más centrado de ustedes se le ocurrirían las bromas tontas que padece casi a diario Juan Carlos, el de Alcalá.

(Mario Cortés)

REALIDAD DESPERDIGADA. Por Urbano Uribe de Urvando

 

Buceando en el maremágnum de papeles de Alberto González Cáceres he tropezado con un segundo relatillo de su gran amigo Urbano. Yo, después de leer varias veces el texto, no he dado con la realidad, «desperdigada» o no, que se supone contiene. Será que la torpeza es ya en mí lo preponderante. (Mario Cortés)

 

La ronda de noche
Rembrandt
1606-1669

 

Dábamos otra vuelta por donde tantas veces. Joaquín, como siempre, cabizbajo y con gesto compungido. Moreno, con carreras y piruetas impropias de nuestra edad según me decía mi abuelo. Gómez tentándolo todo, plantas, árboles, rocas, como si reuniera en sí una horda de ciegos inquietos queriendo reconocerlo todo a su paso. Vicente andando como si lo hiciera en solitario, como si no oyera lo que decíamos los demás, como si los demás fuésemos no más que hojas que cayeran levemente a su lado. Para mí era tan cargante pero yo conseguía, o casi, que él también se convirtiera para mí en hojarasca, mientras me divertía con los otros. Y Ricardo, con su lengua imparable, gracioso las más de las veces.

   Ya entrábamos en el trecho en que árboles, arbustos y matas altas y bajas y espesas nos hacían imaginar –por lo menos a Joaquín, a Moreno y a mí- que nos internábamos en una selva que nunca habíamos visto pero que no nos producía miedo. Tan sólo Vicente seguía su marcha tan derecho como una baqueta, sin observar a su alrededor, con la mirada puesta en un punto que yo imaginaba albergaría una gran selección de espejos de todas clases, también de los cóncavos y convexos, donde contemplarse él, el gran Vicente. ¡Bah!.

   Fue entonces cuando aquello apareció ante nosotros. También cabría decir nosotros ante aquello. Paramos en seco, las bocas abiertas salvo para tragar saliva. Yo, he de reconocerlo, era el más dotado para la observación, así que fui el único en darme cuenta de cuanto hacían los demás, de la actitud que tomaban, y todo eso en instantes de segundo y sin perder detalle de lo que nos habíamos encontrado. Todos dimos media vuelta, ya sin que Gómez lo tocara todo, Moreno sin correr pero andando que se las volaba, sin que Ricardo pronunciara palabra alguna, Joaquín con gesto también como siempre triste pero de una tristeza digamos que angustiada. Y Vicente marchando como si algo le quemara el trasero, aunque ni así abandonase su pose engallada, esta vez de pollo amenazado de cazuela.

   La abuela Araceli se quitó el delantal, se sacudió la ropa para no dejar ni una pelusilla sobre ella y salió. Su hija y el yerno la siguieron con la vista a través de la ventana, hasta que la esquina lo impidió, pasando inmediatamente a que si para qué, que si por qué, a cuento de qué y demás qués. Cuando la abuela Araceli volvió no dijo nada, se puso el delantal y se fué a la cocina, de donde salió enseguida para meterse en su cuarto. Su hija y el yerno movían las cabezas como peleles, mientras hablaban de lo caro que era el coche y todo lo demás y mirándome de vez en cuando, mientras yo fingía estar embobado con el televisor, con Franz Johan y Herta Frankel.

   La moto se le vino encima a Gaspar y los ay y los Dios mío se fundieron en el desvanecimiento aunque antes llegó a oír a alguien esto es grave, esto es grave, vamos a ver, y ya entonces Gaspar no veía nada.

   El padre de Gómez, Gómez padre, como le decía Moreno, fue un día a casa de Joaquín. Gómez padre mandó a Gómez a casa de su tía Rosa, a pedirle unas facturas. Cuando Gómez volvió encontró a su madre llorando y a Gómez padre que iba al cuarto de baño a lavarse la cara, en la que Gómez y Joaquín, que le había acompañado, advirtieron algo de sangre. Gómez cogió de nuevo los papeles que había soltado y se fue a casa de su tía Rosa a devolverlos, diciéndole que no eran esos los que quería su padre.

   La noche pasó. La mañana, la media mañana, el mediodía. Conrado se puso su único terno y fue al entierro, solo. Si la gente le miraba más o menos le importaba un pito. Y lo mismo a los otros no implicados. Toda la vida siguió naturalmente, corrientemente, con episodios fuera de lo corriente de tarde en tarde.

   Vi en el cine a Alfonso y González; pero no por eso, sino porque la película era malísima me salí al poco tiempo de haber empezado. El portero me dijo es malilla ¿eh?, o sea que no se extrañó de que a mi edad alguien se saliera del cine sin acabar la película porque no le gustara, y no porque tuviera que volver a su casa porque le apretara una necesidad y en el cine no se podía por las obras.

   Gómez padre, que iba con Gómez, paró en la calle a Gaspar y le preguntó sobre un montón de cosas que no pude oír; pero sí recuerdo que me puse terriblemente colorado, mientras observaba a Gómez que había logrado soltar su hombro de la mano de su padre e intentaba escurrirse sin que lo lograse porque en seguida Gómez padre le dio una voz llamándole, y Gaspar se fue y yo le seguí a cierta distancia.

   ¡La ocurrencia de Moreno de seguir por la derecha, sabiendo que podía ocurrir lo que fuera! Yo no, yo no, yo no. Pero al pobre hay que perdonárselo todo.

   ¿Qué es este sabor tan malo, tan amargo? Me estoy ahogando, me duele mucho entre la nariz por dentro y la garganta y veo corpúsculos rojos y azules y quiero que todo esto pase enseguida, enseguida.

 

 

Fragmento de Calle Mayor(1956)
Juan Antonio Bardem
1922-2002

 

BUSCANDO EN LA CALLE SOL. Alberto González Cáceres (1953-2009)

Foto: Fernando Mejido

LO MÍO ES MÍO. Por Urbano Uribe de Urvando

 

 

Foto: LGV 2010

 

Encontré este relatillo, como tantos otros escritos de más personas, entre los papeles de Alberto González Cáceres. Urbano Uribe de Urvando (1959-1986) fue uno de los más queridos e incesantes amigos de Alberto. Natural de Sevilla, vivió casi sus casi veintisiete años en dicha ciudad, de donde salía a visitar a Alberto como quien dice a cada rato. Físicamente un coloso, era tambaleante en lo anímico. Se suicidó al creer que había contraído el SIDA —lo que resultó incierto, según develó la autopsia—, en aquellos años de puesta en valor de virus escapado de laboratorio en forma de mono verde que muerde a humano. En literatura, admirador furibundo de Julio Cortázar, por más que ese fervor no lograse frutos en sus escritos, como también me pasa a mí. (Mario Cortés) 

 

Me avisaron a tiempo, es aquél, salió precipitadamente y alcanzó a verlo. Ya estaban ambos en el bullicio, pero no se desalentó, puedo pescarlo, menos mal que es alto. Gritarle no serviría de nada, como no sea para llamar la atención de tanta gente que me lanzaría miradas como puntillas, indignada por un comportamiento tan impropio en fechas y circunstancias tan singulares aunque todos los años es lo mismo, y además para espantarlo, lo que no convenía de ningún modo. Tengo que seguirlo, lo cogeré, pues claro que lo cogeré. A ver por qué me he tenido que retrasar quedándome en el bar sabiendo lo que podía pasar, verse cogido en la bulla, lo que odia tanto. Allí está, no lo pierde, ni siquiera puede permitirse distraerse unas décimas de segundo; va ligero, parece mentira que con tanta gente pueda avanzar tanto, pero es que no tiene que estar pendiente como yo de por dónde va y de la gente que hay delante y a un lado y otro. Pero lo cogeré, vaya si lo cogerá. Ahora va por Alfaqueque y de allí a Redes, claro, seguro, pero le da igual que el tío tire por calles cortas y estrechas.

            Ya me pasó otro año, verme encerrado entre tanta gente. Allí está, va a entrar por San Vicente, y casi se tiene que quedar parado porque ya están formadas las filas en las aceras, que no dejan pasar a nadie, como si se tratase de soldados preparados para un desfile y el teniente repasándolos con la mirada. Que no, que no se mueven, aunque adviertan la desesperación del que quiere pasar. Es que tengo que cruzar la calle, tengo ya que decir con voz enérgica y hasta amenazante que si van a dejarme pasar ante una pareja inmóvil como todas las demás cuyo varón no es más que un alfeñique sesentón endomingado que cuando ha oído el vozarrón le hace sitio incluso apartando a su mujer, una señora de maquillaje solidificado, escandalizada por el lance igual que la que sorprende al cura con una catequista. Señora, deje de asustar al espejo, está tentado de decirle, pero seguro que le retrasaría.

            Como salga a la calle Alfonso doce va a ser difícil seguirlo, si no imposible, porque puede tirar a la izquierda, o a la derecha hacia la Puerta Real, o por la calle Bailén o perderse en la Plaza del Museo, si no se mete en Rafael Calvo. Pero menos mal que se ha quedado parado en la esquina, por qué no él también, es más alto de lo que me pareció y no lo perderé de vista. El tío no ha vuelto la cara en ningún momento, pero podrá identificarlo a cada instante de esta persecución que ya lo está cansando, sobre todo porque me duele la pantorrilla derecha y la planta del pie izquierdo le quema como si andase sobre brasas con pesas atadas a los tobillos, como si fuera de penitencia pero vaya la que me están haciendo pasar estos miles que no me dejan pasar, una penitencia que tal vez pudiera hacer valer ante el Cristo que me va a poner peor la cosa porque ya se ve venir y ha sobrepasado la esquina de García Ramos. Sí, pero ahí va hacia Monsalves; mejor, porque por esas calles debe haber menos gente. Tanta gente que lleva paraguas pero menos mal que ya no hay peligro de lluvia porque si esto se poblara de paraguas abiertos cómo iba yo a seguirlo por muy alto que fuera. Ha de aligerar porque el tío puede irse por Almirante Ulloa y volver a Alfonso doce y entrar en algún urinario de un bar, aunque no intentará nada porque no sabe que le estoy siguiendo aunque me estén matando los dolores; también puede desviarse para San Eloy.

            Había supuesto menos gente pero había la misma; otra, pero la misma cantidad, pero ésta, por lo menos, aunque con una pachorra desesperante, se mueve, anda, daba alguna esperanza de alcanzar el objetivo que seguía avanzando como si nada le obstaculizara, como si saltara sobre la gente, como si, más que alto, fuese sobre zancos. No se ha desviado, va a llegar a la calle del Silencio y como tire para Alfonso doce ya la cosa se va a poner imposible aunque él también se quedará atascado porque hacia La Campana no hay Dios que avance como no sea el que viene en el paso. Vamos a seguirlo, dijimos los cuatro pero me he quedado solo y ahora aquí estoy más perdido no que el barco del arroz pero sí que una aguja en un pajar porque de aquí no hay forma de salir ni siquiera siguiéndole a él, a él, porque yo al otro tío no le veo, es que ya ni siquiera recuerdo quién era, porque yo no sé por estas calles, que sacándome de las del polígono ya no sé dónde estoy, y ellos los cabrones se habrán vuelto y estarán celebrándolo a mi costa y a la del viejo, y volver atrás es más difícil todavía que seguir adelante porque es una verdadera marea la que empuja.

            Ahí está, no es tan alto cómo me parecía, o será que la demás gente es más baja de lo que a uno le parece. A ver si puedo, pero es que es tan difícil aproximarse, tan trabajoso, hay que emplear los codos, servirse de la envergadura para cargar contra la gente, desplazándoles un poco; al menos se ha quedado parado, La Campana es La Campana. Hay gente que me asaetea con la mirada; sí, ya estoy empleando los codos, mi altura, ¿o es que cada centímetro cuadrado va a ser intransitable porque toda esta gente planta en ellos sus pies durante horas en que no hay artrosis, ni reúma, ni la operación me está molestando, ni ¡ay!, Antonio, que me duele el costado? Pero sea como sea este a mí no se me escapa; ya lo tiene a pocos metros. Algunas veces pido perdón después del empujón, pero será por lo amenazante de mi mirada que nadie dice «pase, pase, no importa», o no, seguramente es porque se creen propietarios de la calle cuando ni lo son de las casas donde viven. Si no fuera de Sevilla todo esto me parecería increíble. O no, porque aquí viene la gente y ve todo esto como lo más natural del mundo, esta inmovilidad, este estatismo, y hace lo mismo, quedarse a pie firme las horas que les echen, que será eso de donde fueres haz lo que vieres.

            Yo me voy a arrimar a la pared y aquí esperaré a que se despeje un poco la cosa, sea la hora que sea, hasta que vea una oportunidad de volver o mejor de ir para el barrio, porque como este vuelva al bar si aún le quedan ganas y fuerza y nos encuentre allí a todos se va a formar una buena cuando descubra de qué va la cosa.

            Esta me ha dado con el paraguas en la pierna pero no voy a perder el tiempo ni la mirada no sea que ahora que casi le tengo a mano se me pierda porque ha podido salir y ya está a punto de entrar en la calle Tarifa donde ojalá le cayera el puñal que tiró Guzmán el Bueno. Como tire por Lasso de la Vega, sea a izquierda o derecha va a ser peor; si lo hace por Amor de Dios que éste lo ampare porque ya no va a tener escapatoria. Todavía me estorba la cantidad de gente, a momentos casi ni le veo, va ya por Amor de Dios, no sé cómo ahora puedo acordarme de chistes, que encima me está doliendo la barriga, que a un borracho en la Alameda lo quería llevar un municipal al cuartelillo que hubo en la Gavidia, y el borracho le decía «¡Ay, guardia, por amor de Dios!», y el municipal le contesta «No, por Trajano, que cae más cerca».

            Más decidido que este no lo he visto nunca, ¡vaya si lo conocen los caras que se han quedado allí! Y yo haciendo el canelo pero ya me voy ahora que el camino se ha despejado aunque sea un poco. Ellos allá; ahora, que yo no voy a aparecer por el bar por lo menos en una temporada.

            ¡Pero no lleva el paraguas! ¡Y además este hombre no tiene planta de hacer cosas así! ¡Esos mamones se han quedado conmigo y con mi paraguas! ¡Yo me cago en cuantos muertos tienen pero los voy a poner a caldo habas, hijos de puta! ¡Cualquiera sabe lo que han hecho con mi paraguas! ¡Me cago…! ¡Es que me cago! ¿Y adónde entro yo ahora?.