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UN ITALIANO EN LA CORTE DE JOAQUÍN EL DE LA PAULA. Por Rafael Rodríguez González (2010)

La Murga de Joaquín el de la Paula. Foto: De autor anónimo (aprox. 1922)


Siempre me ha parecido raro que en Alcalá, tierra de tantos historiadores, antropólogos, cronistas, literatos de toda laya y demás sabihondos y eruditos de tan diversos troncos, variadas ramas y diferentes raíces, nunca se haya hecho ni tan siquiera una referencia a Fabrizio Cobertori Ilmanta, un italiano que habitó en nuestra ondulada villa durante los años que fueron de 1898 a 1919, ambos inclusive.

Sobre cuestiones tales como qué dejaba atrás, qué le llevó a elegir Alcalá para afincarse, y demás extremos de ese jaez, nunca han faltado habladurías, rumores y esos tan comunes “a mí me han dicho…”; “seguramente…”, pero no podemos hacer caso de ese tipo de especulaciones, que con otras de muy distinto carácter ya tenemos más que suficiente. Lo que sabemos es que Fabrizio fue amamantado, igual que Rómulo y Remo, en alguna de las colinas romanas, y que llegó a España, junto a su cónyuge, desde la isla de Cuba, de donde salieron al mismo tiempo que el ejército español. Fabrizio, al desembarcar en Cádiz, no tenía aún la treintena. Era un hombre alto, siempre muy bien vestido, pero lo que más destacaba en él, nada más verle, era su simpatía, la sonrisa natural de sus ojos y la expresión sinceramente acogedora.

Su esposa, también hija de la Gran Bota, se llamaba Francesca da Rimini. Buena parte de la celebridad que Fabrizio obtuvo en nuestro hornero pueblo se debió a Francesca, una dama que cuando llegó a Alcalá era una mujer… llamativa, esa es la palabra. No es probable que fuese la misma señora que inspirara al gran Piotr Igor Tchaikovsky el majestuoso poema sinfónico del mismo nombre, pero tampoco hay que descartarlo. A propósito, no se debe confundir a nuestro Fabrizio con el célebre autor piamontino de mismo nombre y apellidos, insigne seguidor de Mazzini.

Francesca y Fabrizio en una fotografía realizada en Sevilla en el estudio de Camilo Dosmolinos en 1909. (Este fotógrafo fue el primero en aplicar el color a la fotografía, adelantándose a la técnica del Autochrome estrenada en 1935. R.R.G.).

Relatar, no más fuese de manera esbozada, todo lo que Fabrizio hizo, casi hizo, dejó de hacer, y hasta deshizo, durante su orománica estancia, requeriría de un gran volumen. Vamos pues a conformarnos, a la espera de otras oportunidades, con unas pinceladas sobre la relación que Fabrizio mantuvo durante esos años con Joaquín Fernández Franco, nuestro cantaor más universal y desconocido, así como con algunos de los más allegados al hijo del Gordo y de la Paula. Nuestro italo-guadairíaco se enamoró del estilo, del arte, del Ser, en suma, de aquel racimo de gitanos alcalareños.

Entre los más cercanos a Joaquín estaban su compadre Viturino, Paco el de la Malena y el Tío Frasco. No obstante, quizás que el más apreciado fuese el conocido como Juanito el Yonó. “Juan, ¿has visto pasar a Fulano?”; “Yo no”, respondía Juanito, aunque no hiciera ni un minuto que Fulano había pasado, e incluso departido con él unos instantes. Su respuesta era invariable. “Juan, que están buscando gente para el verdeo…”. “Yo no”, decía Juan. “Hace frío, Juanito”; “Yo no”, contestaba, por más que sus labios, temblorosos, hubieran tomado el color púrpura, y sus pies no dejaran de moverse para servir de poleas que calentaran el cuerpo. “Juan, ¿quieres un vasito?”; “Yo no”, replicaba, al tiempo que, aligerando sus pasos, llegaba al mostrador antes que el que invitaba. Por lo demás, el Yonó era el gitano más elegante y de más gracia (que no “gracioso” en el sentido televisivo de hoy) cuando se ponía a bailar, cantando él mismo y al mismo tiempo unas letras, muchas de ellas tomadas de canciones populares, que, vertidas al compás de la fiesta gitana, alcanzaban un relumbre, más que especial, único.

Joaquín, cuando lo buscaban para una reunión, siempre procuraba que Juanito fuese con él. A veces, para vencer las reticencias de algún desconocedor del arte del Yonó, el solearero decía, con ojos pícaros, remarcando lo que subrayo: “Es que yo nó puedo cantar como este no venga”.


Paco Valdepeñas por Steve Kahn

(Por lo que he oído y visto, podríamos considerar al Yonó como uno de los antecesores de artistas que algunos hemos llegado a conocer, y que fueron desapareciendo inevitablemente, no sólo por lo natural de la duración de cada persona, sino principalmente porque las condiciones para la existencia de esos personajes, en tanto que tales, se extinguieron. Hoy podemos admirar en internet a algunos de ellos. Me permito recomendar a uno relativamente poco conocido: Paco Valdepeñas. Hay tres o cuatro vídeos, de entre los que aparece este Paco, que demuestran muy a las claras, pese a la insufrible torpeza de los realizadores de estas y otras tomas en que hay baile, que el arte se tiene o no se tiene, y sanseacabó, ¡y vaya si Paco lo tenía! Me refiero, claro, al arte innato, natural y espontáneo, ese que, saliendo del tuétano, recorre la sangre y aflora en la piel, en la expresión y en ese movimiento que a veces se manifiesta en postura, en amago, como si se dijera sin pronunciar. Desde luego, sería de género tonto no valorar en su justo término el arte que se aprende, es decir, el del artesano, ese que, como su propio nombre indica, hay que trabajarlo. De todos modos, pocos llegan a alcanzarlo, por muchas palizas que se den. Es éste muy apreciable, y hoy casi el único encontrable, pero sin posible comparación con el otro. Esto que digo vale, si es que vale, para el cante, el baile y el toque).

Fabrizio Cobertori, ya digo, quedó prendado del cante de Joaquín, de la expresión del Yonó y de la compañía de otros gitanos que le hacían estar en un mundo hasta entonces totalmente  desconocido para él. Se sorprendía, ingenuo, de que el arte de algunos de estos sus nuevos amigos no fuese “piu visitato”.

El matrimonio vivía holgadamente. Doña Francesca, que en cada una de sus salidas arrastraba las admiradas miradas de todo el mundo, es decir, de hombres y de mujeres, conducía la gestión cotidiana del negocio familiar, si bien la administración económica la llevaba en consuno con su amantísimo esposo, que es como deben ser las cosas.

Para nombrar con palabras exactas la industria de los Cobertori no recurriremos a expresiones relamidas, como esa de “casa de citas”; tampoco a esa otra, “local de lenocinio”, que puede traernos a la mente cualquier organismo oficial. Menos aún, como comprenderán, podemos emplear ese título tan categórico que desde el principio tienen ustedes en la punta de la lengua. Fabrizio le llamaba, sólo entre la gente de más confianza, negozio di lusso (tienda de lujo). Desde Sevilla, Utrera y Dos Hermanas, incluso Carmona y Écija, no digamos Mairena, venían señores al negozio. El alcalde de entonces (no va a ser el de ahora, dirán ustedes), recibía presiones para que pusiera fin a las actividades de la romana pareja; pero, al tenerlas también en sentido contrario, incluso por parte de personas “bien”, el regidor dejó las cosas como estaban, que no hacer nada es siempre cosa de gran alivio. De todas maneras, il negozio di lusso se convirtió en aquellos años en el reclamo turístico más emblemático de nuestra aromática localidad. Casi en seña de identidad, eso es.

Por muy poco no llegó a integrarse el italo-cubano-alcalareño en la escuadra carnavalesca de Joaquín el de la Paula. Los anárquicos y al mismo tiempo ceremoniosos ensayos llegaron a ser, con Fabrizio de ejecutante, lo más divertido del mundo, pero también lo más imposible de poner en pie. La frustrada integración fue compensada con el hecho de que alguno de la escuadra (unos dicen que Joaquín, yo creo que Pedro Roldán) compusiera una letra dedicada a pareja tan destacada. Cuando Fabrizio la oyó, en plena calle, “tomó” con sus amigos una de las tabernas de la Plazuela, y allí estuvieron hasta las tantas.

Trascribo a continuación parte de esa letra (1), fiel reflejo de aquellos carnavales, tabernarios y callejeros, en los que todo era auténtico y autóctono, sin copia ni remedo; sencillo, pero no falto de intención; atrevido, pero no insolente; prudente, pero nunca estrecho ni mojigato; dotado, además, de verdadero sentido musical.


Hoy les vamos a hablar de nuestro amigo Fabrizio,

el primer italiano que en Alcalá puso un piso.

Este romano es sobrino de Teodosio y Trajano,

y mucho nos alegramos de que aquí se haya quedado.

A él no se le da cuidao de gastarse los dineros,

porque dice, convencío: disfrutar es lo primero.

Na más lo vemos venir ya vamos entrando en calor,

que por apellidos lleva la manta y el cobertor.

Le gusta el cante y el baile, la fiesta de los gitanos;

lo vuelven loco Joaquín, Manuel Torre y su hermano.

Mira si le gusta el cante, que a cantar ya s’hatrevío;

no lo hace malamente, pero le faltan avíos.

Tiene la mujer más guapa que conoce el mundo entero, (2)

y en su piso tiene amigas que menean el plumero.

Al Yonó lo recibieron un día por la mañana;

se creyó que era el primero que tocaba la diana.

El pobre no se acordaba, emocionao como estaba,

que eso está más transitao que el puente que va a Triana.

Si tuviéramos la desgracia que se fuera de Alcalá,

al Papa de Roma diremos: ¡Hágase tu voluntad!,

pero mándanos otra romana que por lo menos sea igual.

Los hombres se vuelven locos y las mujeres rabian.

Lo que tienen que hacer ellas es gastar Heno de Pravia.

Y ellos que  metan los pies en dos sandalias

y tengan mucho cuidao con las duras represalias. (3)

____

(1) Se la escuché, va para cuarenta años, a Diego Ríos Carmona.

(2) Percátense del doble sentido de la frase.

(3) Quienes accedían al piso debían cambiar su calzado por unas sandalias que ponían al descubierto la higiene, o su falta, de los dueños de los pies. Al decir “las represalias“ se referían a tener que lavarse (y no sólo los pies, claro). En cuanto al famoso jabón, por aquellos años ya se iba consolidando en el mercado. La gente decía que el piso era lo más “espercuío” que había en Alcalá.

La pareja hubo de partir. No porque Francesca, aún lozana, no pudiera atender la dirección del negozio, cosa para la que, como todo el mundo sabe, la edad no es grande ni chico impedimento, sino porque, según llegó a saberse, el gobernador civil, temeroso de que la cosa adquiriese tonos más agrios, cedió a las exigencias del sector pretendidamente anti-vicio. Para bien y para mal, la fama del negozio había llegado a “las alturas”.

Días antes de la partida, tuvo lugar una gran juerga. Estuvieron Joaquín, sus hermanos Agustín, José y Vicenta, el Yonó, Tío Frasco, Manuel y Pepe Torre (nada menos), la Roezna, Carlos Franco, Juanito Talega, Manuel “el Tronco”, José Jiménez (padre de Fernanda y Bernarda), un panadero conocido como “Pepe Voy” (ya contaré lo de este), los guitarristas Javier Molina y Miguel Borrull, y algunos más que, a última hora, todos con sus zacáis brijindando, acompañaron a la pareja hasta el tren. Tres señoritas partían con los artífices del desde ese momento truncado turismo alcalareño. Fabrizio, agitando su pañuelo al modo italiano, decía a sus amigos, combinando sus dos lenguas romances: Ritornaré, compagnos, ritornaré, para gozar de vuestro arte; ¡ciao, ciao, fratelli!.

Pero no volvió. Fabrizio Cobertori Ilmanta, la bella Francesca y las tres girls murieron en el naufragio del Until Here, un barco de bandera británica, por lo que se ve muy ligero de cascos, que les llevaba de Cartagena a Marsella, hundido por el choque, al entrar en el puerto de Mallorca, con los restos de un submarino alemán de la Gran Guerra que aún nadaba entre dos aguas, y que en aquellos momentos estaba siendo remolcado.

Cuando Joaquín supo del trágico suceso, la pena no le permitió más que balbucear una única y sentida reflexión, mientras lágrimas heladas le caían por la cara: “Nadie sabe cuándo; ni aónde”. “Yo no”, dijo Juanito, que lloraba a su lado.

Submarinos alemanes (Fuente: ESPASA-CALPE, 1927)

JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PRIMERA PARTE). Por Rafael Rodríguez González

(SEGUNDA PARTE)

(TERCERA PARTE)

(PARTE CUARTA, O «PALABRAS PARA JULIO» DE ANDRÉS ASIDO)


JOAQUÍN EL DE LA PAULA MURIÓ HACE 75 AÑOS. Por Ramón Núñez Vaces, 2008

 

Joaquín el de la Paula
 por Capuletti

 

Fue el diez de Junio de 1933, cuando contaba cincuenta y ocho años de edad. Pasó la segunda guerra de Cuba, pasó tremendas escaceses, peló bestias, crió dos hijos y otra que fue adoptiva. Nada de todo eso es excepcional, nadie pasaría a la Historia por esas cosas en realidad tan comunes. Joaquín está en la Historia por su cante.

            Sobre él se han dicho y escrito ¡tantas cosas!, unas ciertas y otras completamente falsas, y se han elaborado tantas teorías sobre su cante y tantas leyendas sobre su existencia que, de plano, lo que cabe concluir es que ni la verdad ni la mentira pueden mejorar ni desmejorar su figura, ni le quitan ni le aportan elementos de admiración. Una nada desdeñable parte de quienes han escrito o hablado sobre Joaquín Fernández Franco, en cualquier fecha y lugar, no lo han hecho principalmente para aportarnos más conocimientos sobre su cante o sobre su existencia, cosa harto difícil si no imposible, sino sobre todo para servirse de su figura con objeto de darse relumbrón a sí mismos. Claro, tal propósito ha tenido como efecto obligado tener que inventarse cosas, adulterar algunas y omitir otras que fueron reales, esto último en caso de ser conocidas por los supuestos historiadores, la mayoría de ellos ignorantes de casi todo, como siempre sucede con los pretenciosos. Todo sea por la causa enfermiza de cultivar un ego desmedido.

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PROSA Y POESÍA DE RAFAEL RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (1955-2015) EN LA REVISTA ILUSTRADA DE LITERATURA «CARMINA»

 

[Foto: LGV Rota 2011]

 

I

 

OBRA ANÓNIMA

 

   ¿NOTÁIS LA BARBULLA DE LA MARCHA?. Anónimo del s. XXI (Compilaciones de Rafael Rodríguez González 2012)

   «OBSERVAD AL CIERVO: SABE». Anónimo del s. XXI encontrado en las escalinatas de las Setas de La Encarnación (Compilaciones de Rafael Rodríguez González —Sevilla 2012—)

   «QUE GROENLANDIA SE FUNDA» Poema Anónimo del s. XXI con otro visual de LGV. Compilaciones de Rafael Rodríguez González

   A SALVO DE RESFRIADOS. (Anónimo del s. XXI). Compilaciones de Rafael Rodríguez González

   ES UN PAPEL HALLADO EN CUALQUIER SITIO (Anónimo del s. XXI). Compilaciones de Rafael Rodríguez González

   PROCACIDADES PARA UNA BODA (Anónimo del s. XXI). Compilaciones de Rafael Rodríguez González

sintítuloacrílicosobrelienzoFAFI

Sin título

(Acrílico sobre lienzo)

Rafael Luna

 

II

 

OBRA HETERÓNIMA

 

ALBERTO GONZÁLEZ CÁCERES (1953-2009)

 

   ALGUNAS RIMAS DE ALBERTO GONZÁLEZ CÁCERES HECHAS POR ENCARGO (CON DOS PINTURAS DE RAFAEL LUNA, A PROPÓSITO DE ESTA EDICIÓN). Por Rafael Rodríguez González

   DISTANCIA. Alberto González Cáceres (1953-2009)

   «SUBIU O CLAMOR DA LIBERDADE / FLORIU ABRIL». Homenaje de «CARMINA» a la revolución portuguesa del 25 de abril de 1974 y 2ª edición de un poema de Alberto González Cáceres

   EL VACÍO (*). Poema de Alberto González Cáceres con fotografía de Manuel Verpi

   AL FILO DE LA NOTICIA* (29-2-2009). Poema de Alberto González Cáceres (1953-2009)

   PINGAJOS. Por Alberto González Cáceres (1953-2009)

   POR DESGRACIA… (*). Alberto González Cáceres (Alcalá, 1953-Monsaraz, 2009)

   TE QUEREMOS, LUIS. Alberto González Cáceres (1953-2009)

   LA PRÉDICA DEL INCURABLE. Por Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

   POR SI FUERA POCO (*). Por Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

   FIN DE LA MADEJA (*). Por Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

   BUSCANDO EN LA CALLE SOL. Alberto González Cáceres (1953-2009)

   EL LIBRO. Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

   ESTUPENDO. Por Alberto González Cáceres (Alcalá, 1953-Monsaraz, 2009)

  TERCER AVANCE: LA DESTILACIÓN DE LA VIDA. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

   SEGUNDO AVANCE: UN HOMBRE DE TALLA. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

   PRIMER AVANCE: LA LEJANÍA DEL PODER. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

   XIV (De «De Proelium»). Alberto González Cáceres

   HOMENAJE (1) DE «CARMINA» A LA LIBERTAD O AL AMOR (15 DE MAYO DE 2016). Poema y carta de Alberto González Cáceres (1953-2009) y Rafael Rodríguez González (1955-2015), respectivamente

 

 Jules et Jim

François Truffaut

(1932-1984)

 

FERNANDO GONZÁLEZ CÁCERES

 

   EL MARIDO DE MI MUJER. Por Fernando González Cáceres «Mimo»

 

[Foto: Lorenzo del Término, Lisboa 2012]

 

HÉCTOR BAUDILIO CÁRDENAS POSTIGO

 

   PASMOSA Y SINGULAR. Por Héctor Baudilio Cárdenas Postigo

[Foto: Lorenzo del Término, Marvão (Portugal) 2011]

 

JOAQUÍN DE GRADO

 

   YA ESTÁN EN LA HISTORIA. Por Joaquín de Grado

   LA PAZ ES IMPOSIBLE. Por Joaquín de Grado

   QUE NO PARE LA REFORMA. Por Joaquín de Grado

   ASÍ NO HAY SALIDA. Joaquín de Grado

   VA A PASAR. Por Joaquín de Grado

   «¡QUÉ LINDO, CHAMACOS!» Por Joaquín de Grado

   VERGÜENZA NOS DA. Por Joaquín de Grado

   AMNISTÍA Y LIBERTAD. Por Joaquín de Grado

   DE AQUÍ A LA ETERNIDAD. Por Joaquín de Grado

   LA JUSTICIA DE LAS FIERAS. Por Joaquín de Grado

   OTRO PARO, ¿Y…?. Por Joaquín de Grado

   EL REFERÉNDUM. Por Joaquín de Grado

   ESCENAS ESPAÑOLAS. Por Joaquín de Grado

   LO MEJOR Y LO PEOR. Por Joaquín de Grado

   NAPOLEONCITO HA HABLADO. Por Joaquín de Grado

   LA RELIGIÓN DEL VOTO. Por Joaquín de Grado

   DÚO ALCALAREÑO. María del Águila Barrios y Joaquín de Grado

   EL 20-N, REFERÉNDUM. Por Joaquín de Grado

[«Canto a la libertad» de José Antonio Labordeta (1935-2010)

 

JOSÉ CUEVAS DEL RÍO (1581-1613)

 

   TRES EN LA RIBERA. Por José Cuevas del Río (1581-1613)

   MÁS HOMENAJE (2) DE «CARMINA» AL 15-M, COMO DESDE HACE 5 AÑOS: SI LA LIBERTAD ES MENOS QUE EL AMOR, MÁS AMOR SI CABE, QUE LIBERTAD. Poema y carta de José Cuevas del Río (1581-1613) y Rafael Rodríguez González (1955-2015), respectivamente

 

Benjamín Franklin leyendo

David Martin

(1737-1797)

 

MARIO CORTÉS

 

   CARTAS A OLGA (5). Por Mario Cortés (2009). Con «Nota Preliminar» a los «Tres avances fúnebres» de Alberto González Cáceres

   EL ARTE PURO (DOY FE DE QUE HA EXISTIDO). Poema de Mario Cortés (1984)

   CARTAS A OLGA (4). Por Mario Cortés (2009)

   CARTAS A OLGA (3). Por Mario Cortés (2009)

   CARTAS A OLGA (2). Por Mario Cortés (2009)

   CARTAS A OLGA (1). Por Mario Cortés (2009)

  MIGUEL CON SUS PENAS (SUCINTO BOSQUEJO SINCOPADO DEL OCTOGÉSIMO CAPÍTULO DE UNA BIOGRAFÍA). Por Mario Cortés, 2008

El prestidigitador EL BOSCO

El prestidigitador

El Bosco

(1450-1516)

 

PARCO LACÓNICO

 

   LA MARCA ESPAÑA. Por Parco Lacónico

   UN JUEZ POR DERECHO Y DOS LIBROS. Por Parco Lacónico

   CON PERMISO DE PEÑAFIEL. Por Parco Lacónico

   ¡QUÉ MANADA! Por Parco Lacónico

   UN NOBEL, UN TRAPO Y UN MINISTRO. Por Parco Lacónico

   ACCIDENTES. Por Parco Lacónico

   LA BÁÑEZ, ESE CILICIO*. Por Parco Lacónico

   ESPAÑA, APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ. Por Parco Lacónico

   MINISTROS Y ENCUESTAS. Por Parco Lacónico

   LOS TRILEROS. Por Parco Lacónico

   1000 KILOS DE HACHÍS «ES-FUMADOS». Por Parco Lacónico

   ¡QUÉ FIGURAS! Por Parco Lacónico

   SÓLO PARA PRIVATIZAR Y ROBAR. Por Parco Lacónico

   LAS APARIENCIAS A VECES NO ENGAÑAN. Por Parco Lacónico (con fotos de LGV y pintura de Fafi)

   DECISIONES. Por Parco Lacónico

   Y VALDERAS SE CAYÓ DEL CABALLO. Por Parco Lacónico

   PARLAMENTOS, un texto breve de Parco Lacónico con LA JUSTICIA, dos pequeños dibujos de Xopi

   NADA NUEVO BAJO EL SOL. Por Parco Lacónico

Manolito María, Anzonini y Paco del Gastor

(primeros años 60, Madrid)

 

RAMÓN NÚÑEZ VACES

 

   DOY FE DE QUE HA EXISTIDO. Ramón Núñez Vaces

   LOS DOS JUANES. Por Ramón Núñez Vaces

   JUAN TALEGA EN CUATRO ADARMES. Por Ramón Núñez Vaces

   JOAQUÍN EL DE LA PAULA MURIÓ HACE 75 AÑOS. Por Ramón Núñez Vaces, 2008

Dolores Ibárruri y su hijo Rubén

(Probablemente la última foto que se hicieron madre e hijo)

 

RAÚL ROCA GALES

 

   RAMIRO RUIZ GANTERO EN CUATRO PARTES (4ª). De la serie «Personajes imaginables en hechos reales». Por Raúl Roca Gales, Delegado en Sevilla de Caja Luna Lunera, Sociedad Filantrópica Global. Compilación de Rafael Rodríguez González, 2010

   RAMIRO RUIZ GANTERO EN CUATRO PARTES (3ª). De la serie «Personajes imaginables en hechos reales». Por Raúl Roca Gales, Delegado en Sevilla de Caja Luna Lunera, Sociedad Filantrópica Global. Compilación de Rafael Rodríguez González, 2010

   RAMIRO RUIZ GANTERO EN CUATRO PARTES (2ª). De la serie «Personajes imaginables en hechos reales». Por Raúl Roca Gales, Delegado en Sevilla de Caja Luna Lunera, Sociedad Filantrópica Global. Compilación de Rafael Rodríguez González, 2010

   RAMIRO RUIZ GANTERO EN CUATRO PARTES (1ª). De la serie «Personajes imaginables en hechos reales». Por Raúl Roca Gales, Delegado en Sevilla de Caja Luna Lunera, Sociedad Filantrópica Global. Compilación de Rafael Rodríguez González, 2010

 

Murmúrios de sombras e silhuetas no Teatro Real de San Carlo

[Foto: Lorenzo del Término, Lisboa 2012]

 

URBANO URIBE DE URVANDO (1959-1986)

 

   LA NOCHE EN LAS BUTACAS. Por Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

   EL HOMBRE DE LA ACERA (*). Por Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

   YA NO PODÍA MÁS (*). Por Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

   REALIDAD DESPERDIGADA. Por Urbano Uribe de Urvando

   LO MÍO ES MÍO. Por Urbano Uribe de Urvando

   EL ENCUENTRO (*). Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

Conversaciones en torno a Cezanne

Guillermo Bermudo

2001

 

III

 

OBRA HOMÓNIMA

 

RAFAEL RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (1955-2015)

 

   FERNANDA DE UTRERA: «ALCALÁ SIEMPRE SE HA PORTADO BIEN CONMIGO». Manuel Ríos Vargas y Rafael Rodríguez González (1984)

   EVENTOS CONSUETUDINARIOS. Por Rafael Rodríguez González

   A PROPÓSITO DEL GUITARRISTA PACO DE LUCÍA. Por Rafael Rodríguez González

   LA CARRERA. Por Rafael Rodríguez González

   «TÓ» EL MUNDO ES FEO. Por Rafael Rodríguez González

   PABLO Y NÉSTOR. Por Rafael Rodríguez González

   AHÍ ESTÁ EL DETALLE. Por Rafael Rodríguez González

   EL EXTRAÑO CASO DEL NIÑO MONJE. Por Rafael Rodríguez González

   YA SON TREINTA AÑOS. Por Rafael Rodríguez González

   CORTAR EL NUDO. Por Rafael Rodríguez González

   GENTE INFRECUENTE (y III). Por Rafael Rodríguez González

   GENTE INFRECUENTE (II). Por Rafael Rodríguez González, con una pintura de Rafael Luna sin título (acrílico sobre lienzo)

   GENTE INFRECUENTE (I). Por Rafael Rodríguez González

   LÚGUBRE HORIZONTE. Por Rafael Rodríguez González

   PLÁTICAS MÍNIMAS. Por Rafael Rodríguez González

   GOBIERNO DE SALVACIÓN. Por Rafael Rodríguez González

   ALCALDES, O ZOQUETES. Por Rafael Rodríguez González

   LA LEYENDA DE LA CALLE MAREA. Por Rafael Rodríguez González (Para Antonio Herrera, con sus dolores)

   CIRCO PERO SIN PAN. Por Rafael Rodríguez González

   MERCADERES Y FARISEOS. Por Rafael Rodríguez González

   MIGUEL. Por Rafael Rodríguez González

   LAS MUJERES DE MI VIDA (CON VOCES SISADAS A PABLO NERUDA). Por Rafael Rodríguez González

   PESADILLA ESPAÑOLA. Por Rafael Rodríguez González

   LA COSA ESTÁ MALA. Por Rafael Rodríguez González

   CUANDO ACIERTO LO ADMITO. Por Rafael Rodríguez González

   ¿POR QUÉ TE DISCULPAS?. Por Rafael Rodríguez González

   «EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

   MANOLILLO EL TONTO Y EL CARRO ROBADO. De la serie «Herramientas de trabajo». Por Rafael Rodríguez González

   «INSECTS OF THE WORLD». Por Rafael Rodríguez González

   13 DE MAYO DE 1969. Rafael Rodríguez González

   URDIMBRES. Rafael Rodríguez González

   LUIS CERNUDA VA A CUMPLIR AÑOS. Rafael Rodríguez González

   COSAS SERIAS DE VERDAD. Rafael Rodríguez González

   PIENSO, LUEGO NO VOTO. Por Rafael Rodríguez González

   VINDICACIÓN DEL SALVAJISMO. Por Rafael Rodríguez González

   BORRACHOS. Por Rafael Rodríguez González

   ¡A LA COLA! Por Rafael Rodríguez González

   LA PISTOLA DE BELTRÁN. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

   CARTAS DE AMOR AL CHIVA. Rafael Rodríguez González

   PATRAÑAS. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

   EL TUFO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

   LORENZO Y EL SALTO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

   MANOLITO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

   TORERÍA. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

   EL BARCO (POEMA DE PABLO NERUDA). Por Rafael Rodríguez González

   JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE CUARTA O «PALABRAS PARA JULIO» DE ANDRÉS ASIDO). Por Rafael Rodríguez González

   JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE TERCERA). Por Rafael Rodríguez González

   UN VAPOROSO RECUERDO PARA GABRIEL CELAYA. Por Rafael Rodríguez González

   JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE SEGUNDA). Por Rafael Rodríguez González

   JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE PRIMERA). Por Rafael Rodríguez González

   BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González

   A PROPÓSITO DE UN «PCIH». Por Rafael Rodríguez González

   EPITELIOS. Rafael Rodríguez González

   MONSERGA POST-MUNDIAL PARA NIÑOS CIEGOS (A Dolorcita, lavandera). Unas letras de Rafael Rodríguez González, 2010

   UN ITALIANO EN LA CORTE DE JOAQUÍN EL DE LA PAULA. Por Rafael Rodríguez González (2010)

   ¿GALENO, O PODENCO?. Suave diatriba de un (im)paciente dolido. Por Rafael Rodríguez González (2009)

   CERVANTES Y ALCALÁ DE GUADAÍRA. Por Rafael Rodríguez González (Septiembre de 2009)

   ¿QUÉ ES, MUSA O MEDUSA?. Epinicio de Rafael Rodríguez González (Julio de 2009)

   ESE TÍO QUE CANTA. Por Rafael Rodríguez González (marzo de 2009)

   PALOMADAS. Por Rafael Rodríguez González

   DIÁLOGO ANTE UN CARTEL. A propósito de un cartel del pintor Guillermo Bermudo. Compilaciones de Rafael Rodríguez González

   CALÓ, CHELI Y ESPAÑOL (UNOS POCOS EJEMPLOS). Rafael Rodríguez González, 2008

   LA ALARMA. Por Rafael Rodríguez González, 2008

   LA HAZAÑA EN ALCALÁ DE UN CÓRDOBA QUE ES DE SEVILLA. Compilaciones de Rafael Rodríguez González

   FERNANDA DE UTRERA. Por Rafael Rodríguez González, 2003

   UNA TORMENTA DE VERANO. Por Rafael Rodríguez González, 2008

   PESADILLA A PLAZO FIJO. Drama onírico-especulativo en medio acto y dos escenas. Rafael Rodríguez González, 2008

 

TETRÍPTICO-RRG ODP 2002

Rafael Rodríguez González

(Fotografía: ODP 2002)

 

FERNANDA DE UTRERA: «ALCALÁ SIEMPRE SE HA PORTADO BIEN CONMIGO». Manuel Ríos Vargas y Rafael Rodríguez González (1984)

 

 

Fernanda de Utrera, junto a su hermana Bernarda, va a cantar en el VII Festival Flamenco «Joaquín el de la Paula». La casualidad ha querido que hoy, un día antes, «Alcalá/Semanal» publique esta entrevista que realizamos con ella hace poco, a su retorno de París, donde permaneció una semana, en compañía de Bernarda, sus sobrinos Inés y Luis y del tocaor Paco del Gastor. Así, en Utrera, en casa de su primo Andrés, deleitándonos con su charla, siempre salpicada de gracia, nos va contando cosas de hoy y de ayer.

   «Hemos estado dos días actuando en el teatro Carrés de Silvia Munt. La primera impresión, aparte de lo encantador que es París, ha sido el público, porque no esperábamos esa sensibilidad que han mostrado. Ha sido un éxito de público, a teatro lleno, y como te digo, un público que a mí me parece que sabía lo que estaba oyendo. Además, hemos grabado un disco Bernarda y yo, parte con la actuación en el teatro y parte en estudio de grabación. Yo quiero destacar que Bernarda ha grabado una seguiriya que, ya la escucharéis, es para rabiar.»

   Nos comenta su sobrino Luis que allí la han comparado con María Callas, por su sensibilidad, por su naturalidad, por esa cosa que hace llegar a lo más hondo un estremecimiento. «En fin, que estamos muy satisfechos todos, y a final de año volvemos, ya con más artistas, como Farruco y Chocolate.» Vuelve Fernanda a decirnos lo encantador de París, y lo refleja de esta manera: «Hay que tener un novio muy guapo, para estar en París con él, porque aquello es muy romántico.»

 

fernanda

Fernanda de Utrera

(1923-2006)

 

   Su actividad profesional, siempre en compañía de Bernarda, va desarrollándose en un buen número de festivales, dejando en todos ellos ese purísimo cante por soleá y por bulerías tan inimitables, «la gran fantasía, como mi prima Fernanda, nadie cantará en su vía, como decía esa letra de Perrate.» Además, ha realizado recientemente tres grabaciones para TVE, junto a otros artistas. En suma, que parece que ha llegado la hora de reconocer a la Fernanda como lo que siempre ha sido: una artista de los pies a la cabeza. Aunque para muchos aficionados eso siempre ha estado claro.

   Queremos que nos cuente más cosas, que trabaje su memoria, porque, entre otras cosas, hubo una época, lamentablemente pasada, que ella ha vivido en toda su intensidad y que, se diga lo que se diga, fue mejor en cuanto a arte se refiere. Un arte escondido, familiar, pero vivo a más no poder. «Me acuerdo, aunque era muy chica, de Pinini, de su cante por alegrías, que invitaba a bailar. Cuando entraba por la calle Nueva, como dice la copla, ésta se alborotaba, y ya estaban todos los chiquillos bailando. Recuerdo bien a Rosario la del Colorao, que hacía también fenomenalmente los mismos cantes. Y de Juaniqui me acuerdo perfectamente, y de cómo cantaba por soleá y por seguiriya. Es que entonces se puede decir que en Utrera cantaban todos los gitanos, sin ser ninguno profesional, pero con un arte indiscutible. Gitanos y no gitanos hemos convivido siempre en Utrera, y al poder estar los no gitanos en muchos bautizos, en algunas fiestas, al ir derramando nosotros lo nuestro, pues eso ha sido una de las causas, por las que aquí no se ha pagado nunca a ningún artista.»

   Le preguntamos por su padre, de quien sabemos que Fernanda aprendió no sólo el cante, sino también el ser y el estar en la vida. «Mi padre cantaba por seguiriya para rabiar, y se hacía todas las letras, que eran preciosas. Que no te quepa duda de que yo aprendí muchísimo de él.» Nos recuerda a Perrate, ese inmenso cantaor por soleá, por seguiriya, por bulerías, por varios estilos más.

 

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

 

   Cuando le preguntamos por sus tocaores es, como siempre, sincera: «Los ha habido y los hay muy buenos —y nos da una larga lista— pero lo que me hacía sentir a mí Diego del Gastor cuando empezaba por soleá, eso nadie.»

   Así, entre anécdota y anécdota, entre ocurrencia y ocurrencia, aquéllas y éstas a cual más jugosa, ya desgranando recuerdos, imposibles de reflejar en tan corto espacio. Pero Fernanda ha estado muchas veces en Alcalá, ha actuado en varias ocasiones, ha estado en fiestas de familia. «Yo le tengo que agradecer mucho a Alcalá porque siempre se ha portado bien conmigo. Mira, mi abuela paterna era de allí. Y no te digo de la gracia y el ángel que siempre ha habido allí. Juan Barcelona, Juan Castelar y otros gitanos que eran de lo mejor. Y ¿qué te voy a decir de Manolito María? Manolito era almíbar.» Se queja Fernanda de que todo esto ha ido desapareciendo, hasta en Utrera, donde siempre ha habido un vivero de arte y de buen gitanismo. Pero queda, queda algo, decimos nosotros, y Fernanda es un ejemplo señero.

   Nos recuerda a Antonio Mairena, diciéndonos que era un fenómeno, marcando una época en el cante. «Pero, mira, ustedes no lo conocieron en la época en que bailaba mejor que cantaba, te lo digo de verdad.» Y nos preguntamos nosotros, ¿cómo bailaría? Aprovechamos que Bernarda ha salido de la habitación, para preguntarle sobre ella: «Mira, al que está dormido lo despierta.»

   Cuando volvemos a Alcalá, satisfechos de haber pasado este rato con este genio del compás y del más puro arte gitano, llevamos en la mente esa letra de Perrate: «La gran fantasía, como mi prima Fernanda nadie cantará en su vía.» Mañana, en nuestro festival, se encargará de demostrarlo.

 

Utrera 1954

Utrera nevada

1954

 

[ALCALÁ/SEMANAL. Núm. 10 (10 de agosto al 17 de agosto de 1984)]

 
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FERNANDA DE UTRERA. Por Rafael Rodríguez González, 2003

YA SON TREINTA AÑOS. Por Rafael Rodríguez González

LOS DOS JUANES. Por Ramón Núñez Vaces

«EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

DOY FE DE QUE HA EXISTIDO. Ramón Núñez Vaces

JOAQUÍN EL DE LA PAULA MURIÓ HACE 75 AÑOS. Por Ramón Núñez Vaces, 2008

UNA TORMENTA DE VERANO. Por Rafael Rodríguez González, 2008

 

YA SON TREINTA AÑOS. Por Rafael Rodríguez González

 

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Antonio Cruz García, «Antonio Mairena»

 

La idea no es mía. Además, he tenido que discutir tanto y a veces tan agriamente con su autor, que ganas me han dado de mandarlo todo a paseo. Pero, por fin, una tarde de la primavera, quizás muy similar a aquella en que Merceditas cambió de color, mi amigo Ramón Núñez Vaces lo hizo de parecer. Mi persistente esfuerzo no había sido en vano. De manera que quedé encargado de plasmar por escrito la idea que mi segoviano y terco amigo había tenido. En realidad, de hacer lo que pudiera.

            Pero he de aclarar algún extremo más. No es que yo no tema al ridículo, pero mi sentido de la amistad, o del compañerismo, me lo hace despreciar en ocasiones. Y ésta es una de ellas: vale que yo lo haga, pero no consentiré, si de mí depende, que mi amigo el segoviano incurra en él. De modo que puede decirse que escribo el presente texto por solidaridad no exenta de sacrificio.

      Entremos en materia. Ramón quería escribir sobre Antonio Mairena, ahora que en septiembre se cumplirán treinta años de su fallecimiento. ¡En buen lío se iba a meter! ¡Escribir sobre Antonio Mairena! Nada menos. No es que yo pueda hacerlo bien, pero, como ya he dicho, lo que no podía consentir es que alguna o mucha gente se riera de este segoviano metido a exégeta de tan alta figura. Que lo hagan de mí, vale que sea. (Hay que reconocer que lo que escribió sobre Juan Talega no lo hizo mal del todo).

             Pero, ¿qué decir de Antonio Mairena que no se haya dicho ya y que además no falte a la verdad, esa que casi siempre es relativa? ¿Que ha sido el cantaor más completo y enciclopédico de la historia del cante? ¿Que gracias a su empeño y facultades el gran público —no sé si cabe utilizar esa expresión en el mundo del flamenco— pudo conocer formas cantaoras casi perdidas o limitadas a exiguas minorías? ¿Que su aportación a la creación y desarrollo de los festivales fue importantísima? ¿Que gracias a él y a otros pocos el cante gitano pasó a ser mejor considerado en la sociedad? Pues sí, todo eso es cierto, e incluso seguramente más cosas que mi incapacidad me impide reflejar. Bueno, y que cantaba mejor que bien.

            Pero, todo hay que decirlo, ha habido gente que no ha considerado favorablemente esas aportaciones, al menos del todo. Se trata de aficionados que todavía soñaban o sueñan con el cante en las casas de Triana, en las cuevas y en las gañanías, es decir, con la máxima pureza, con lo prístino. Pero el curso de la historia es, para bien y para mal, imparable e irreversible. Y ni el hacer de Antonio Mairena ni el de otros que no eran de su cuerda fue lo que determinó la realidad que acabó imponiéndose a finales de los años sesenta. La mutación en las formas de vida (vivienda, alimentación, oficios, comodidades, el coche en la puerta, la más absoluta comercialización, la televisión, artificiosidad a tope y tantas cosas que impuso la «revolución» tecnológica) es lo que cambió la realidad de las formas y del fondo del flamenco, lo mismo que de todo lo demás. Es verdad que para mal e irremediablemente, pero… Así que menos mal que por lo menos, en aquel tránsito trágico y definitivo, hubo un Antonio Mairena y algunos y algunas más,  últimos representantes de una época que fenecía. Gracias a los prodigios de la técnica podemos gozar de esos prodigios del arte.

            Hay algo que es necesario destacar: que Antonio Mairena fue el mayor aficionado al cante que se haya conocido. Rectifico: los habrá habido iguales, pero no más. Esta última quizás sea una de sus facultades —yo creo que la más esencial— menos conocidas o valoradas. Porque Antonio Cruz García no se levantaba, sino el último, de una reunión flamenca, ni dejaba de escuchar a alguien, ni concedía importancia al tiempo salvo para emplearlo en el flamenco. Se ha dicho que esa dedicación la ejercía para sacar provecho, para aprehender cada matiz, cada tonalidad y faceta. Pues claro, nada más natural, pero demostración irrefutable de su profunda e inagotable afición. Yo creo que era el capitán Nemo del flamenco, sumergido por siempre en el mar del cante y del baile para cumplir su propósito de que en el mundo terrestre ese Arte tuviese el lugar que merecía. Tarea en la que cualquiera hubiera fracasado, no sólo él. Y me remito a lo del curso de la historia. 

 

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 Joaquín el de la Paula

por Juan Valdés

 

            A mí me parece que hacer elogios es innecesario. Hacerlo de tal o cual cantaor correspondía cuando no existían medios de grabación y era la tradición oral la que ignoraba a unos y hacía inmarcesibles a otros. Por ejemplo, ¡cuántas cosas se han dicho de Frasco el Colorao, de Juaniquí, de Cagancho, de Joaquín la Cherna, de Tomás el Nitri, del Fillo, de la Andonda y más! ¿Y de Joaquín el de la Paula? Ese mismo que, por cierto, sigue sin tener una calle en Alcalá, su pueblo (aunque la tuvo en los años setenta). Sí la tiene, y grande, Antonio Mairena, desde poco después de su partida, en merecida gratitud. Tampoco tiene calle con su nombre Manolito el de María. ¡Increíble pero cierto! Pero, ¿qué más da?, el cante y sus hombres y mujeres no están en azulejos y placas, aunque no es de negar que lo merezcan, sino en el corazón de quienes tienen la facultad porque es una facultad, muchas veces dolorosa, que no está concedida a cualquiera de apreciar el arte que de ellos ha brotado.

 

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Manolito el de María

 

            Si los elogios son innecesarios, las comparaciones resultan absurdas. ¿Cómo y a cuento de qué hacerlo entre Antonio Mairena y cualquier otro cantaor que haya logrado celebridad, antes, durante y después de él? ¿Compararemos la aceituna con la pera? ¿El coco con la manzana? ¿El aguacate con la nuez? Claro que no, cada fruto tiene su sabor único, su textura diferenciada. Y cada uno nos aporta una sensación de placer distinta.

            Pero, claro, hay a quien no le gustan las nueces; a otros, las manzanas; existen los que no resisten ni que les mienten las aceitunas. «Hay gente pa tó», decía Rafael el Gallo (yo apostillaría a mi tocayo y hermano en la alopecia: «menos pa lo que tiene que haber»). Yo me cuento entre los que no les gusta todo (tengo un amigo que dice que a mí no me gusta nada, o casi). Sin embargo, o no obstante, jamás dejo de reconocer que tal o cual cantaor canta o cantaba muy bien, aunque a mí «no me ponga».

        Hay de todo, sí. Sé de gente que tiene la más completa colección de discos de flamenco: en ella se contienen todos los cantaores de los más variados estilos e idiosincrasias. Los más alejados de unos como estos de los otros. Es gente a la que le gusta eso: todo de todos. Me alegro por ellos, aunque me resulta difícil creerlo. De hecho, hay actualmente algún cantaor-cantante que tiene tantas facultades que es capaz de cantar por, o imitar a, la mayoría de los más conocidos de la historia. Sí, pero como el muchacho transmite menos que un cable de cartón, ¿de qué vale tanto poderío?

             La obra de Antonio Mairena produjo sus epígonos. Unos más afortunados que otros, como es natural. Al lado de excelentes seguidores hubo y hay imitadores que aunque se llevaran cada día de su vida escuchándole no lograrían otra cosa que aburrir y desesperar al oyente (aunque las tragaéras del gran público resultan increíbles). Lo mismo pasa con la pléyade de imitadores de otro celebérrimo cantaor, aunque en este caso no conozco ningún excelente seguidor, y sí muchísimos de los otros, hasta el punto de que cierto día, en un bar que ya no existe, uno que estaba cantando-imitando a ese celebérrimo de cuyo nombre no me acuerdo ahora, hizo que una lagartija cayera al suelo, muerta, y dos o tres grillos salieran de sus escondites, despavoridos.

 

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Antonio Chacón

Por Jiménez

 

              Con todo lo referente a Antonio Cruz García pasa lo que con todo: o se es o no se es, se vale o no se vale. Muchos de ustedes conocerán aquello de Antonio Chacón, cuando alguien le preguntó que por qué siempre se hacía acompañar de cierto individuo que ni hacía palmas, ni decía nunca óle y casi ni hablaba. «Porque sabe escuchar», fue la respuesta del maestro. Lección que deberían aprender muchos, antes que la de escucharse. Pero hay que perder la esperanza en su logro: aquí todo el mundo nace sabiendo.

            Ya no me quedan más recursos para seguir refiriéndome a Antonio Mairena. No sé si lo que digo a continuación es una procacidad, o un reflejo de cierto orgullo, pero el caso es que un día de verano, estando yo, con mis diecinueve años a cuestas, en un bar que visitaba a diario, llegó Manuel García Fernández, «El Poeta de Alcalá», acompañado o acompañando a Antonio Mairena. Manuel, como yo ya surtía en asuntos del cante, me presentó al astro, o al revés, más bien. La mirada  de Antonio, mientras nos dábamos la mano, hizo que me pusiera más encarnado que el tomate más maduro que pueda acabar en un gazpacho.

             Palabras, palabras. Lo que hay que hacer es escuchar. Para los noveles es difícil en este mundo tan trepidante y a la vez tan estancado. Para los ya experimentados también, porque el bote sifónico en que nos vemos sumidos no nos deja «ni atrás ni alante».

             Así que, del amplio conjunto de grabaciones (discográficas y no) que hay recogidas en internet, les propongo dos, aunque podrían ser cincuenta. Para los noveles puede que sean reveladoras; para los experimentados, o que crean serlo, dos ocasiones para romperse la camisa (las hayan escuchado ya o no). Una es de Perrate de Utrera en el primer Gazpacho de Morón (Perrate de Utrera & Diego del Gastor – Soleá – 1963). La otra es de Antonio Mairena (Antonio Mairena – bulerías – 1963), conseguida en el mismo festival. Para qué hablar más. Se podrían decir muchas más palabras, sesudas frases y elementos definitorios. Lo que tiene que hacer el interesado es escuchar. Que no, pues adiós, muy buenas.

 

LOS DOS JUANES. Por Ramón Núñez Vaces

Algunos de los lectores lamentarán la brevedad de este texto. Otros, al contrario, la agradecerán alborozados. Es lo que tiene esto de leer, y de escribir. Sea como fuere, la cuestión es informarles, a unos y a otros, del único encuentro que sostuvieron Juan Barcelona y Juan Carlos de Borbón y Borbón. Y del algo de cola que tuvo.

…………Es una breve y sencilla historia que ha llegado a mi conocimiento por fuente doblemente fiable: me la ha contado mi amigo Rafael, a quien a su vez se la refirió, hace una buena porción de años, nada menos que su amigo Pedro Romero Polo. Tengo que hacer notar en este momento que aún no me ha presentado Rafael (tan poco dado a esas cosas, es cierto), a su amigo Pedro, que es, como bien sé, una verdadera institución en Alcalá, y al que me extraña sobremanera no haber conocido personalmente por cualquier otro cauce a lo largo de los años en que he estado viviendo en este pueblo (aún paso aquí semanas enteras), adonde llegué desde Segovia en 1979, con una beca para estudiar las concomitancias entre el acueducto de mi ciudad natal y el que se conoce como «los caños de Carmona», denominación ésta de una inexactitud clamorosa, como todo el mundo sabe o debiera saber. Por cierto que, desde hace unos meses, asisto estupefacto a una especie de desmonte de una importante parte de la historia de Alcalá, dado que, por ejemplo, con tal de justificar la metástasis que le han hecho al puente romano, han salido algunos diciendo que su origen y basamento no es romano, sino de un tiempo que ni ellos mismos se atreven a concretar. Vivir para ver.

…………Pero bueno, ya me estoy enrollando, como tantas veces me dice Rafael. Vamos al asunto que quiero conozcan. El de Juan Barcelona y Juan Carlos, el de Borbón.

…………Sin embargo, resulta inevitable que antes diga algo sobre Juan, no el de Borbón (que también podría, y no poco), sino del de Alcalá, porque habrá alguna gente joven que ignore totalmente quién era el personaje, y no pocos adultos, y hasta viejos, que igualmente. Que yo no llegué a conocerlo también lo digo, pero como he tenido tan buenos informantes algo sé de Juan Barcelona.

…………Nuestro personaje era, si nos atenemos al Registro Civil, Ramón Jiménez Tinoco. El por qué del Juan, que lo fue desde chico, no lo sabemos, pero sí lo del apelativo de Barcelona, porque, según las fuentes consultadas, todas ellas de absoluta confianza (ya he dicho cuáles), se debió a que cuando se les preguntó a las mujeres que asistieron en el parto, una de ellas dijo: «¡Es más grande que Barcelona!». Y así recibió su apellido no oficial antes que los inscritos en el juzgado. En efecto, Juan fue un tipo alto, bien plantado, elegante de por sí y siempre impecable; seductor, hasta el punto de que el total de su descendencia nunca se ha podido determinar con exactitud.

…………Fue la suya una vida sin problemas derivados de ocupaciones laborales, siendo sus principales quehaceres los de «organizar» fiestas, o al menos ayudar en ello: era casi siempre el encargado de reunir a los participantes artísticos, sobre todo los de Alcalá, Utrera, Mairena y Dos Hermanas. Por otro lado, o por el mismo, Juan Barcelona poseía la facultad de hacerse notar (y antes hacerse presente) en cualquier reunión y escenario, aun sin desempeñar un papel concreto: por lo general, ni cantaba ni bailaba, pero su sola presencia le confería protagonismo, como si se tratara de un maestro que, ya entrado en años, deja, mientras observa la escena atentamente, que los discípulos se apliquen en la tarea. Destacaba muy mucho en ese difícil arte del «jaleamiento»: el óle a tiempo, el óle por merecimiento, los  esplantes a compás, eran cosa que Juan sabía hacer como nadie (en internet puede verse un clarísimo ejemplo de esto que digo).

…………Afortunadamente, existen dos grabaciones domésticas (por soleá y por bulerías, disponibles en la red de redes) que atestiguan que Juan Barcelona cantaba —mejor que bien, y más gitano imposible—, contrariamente a lo afirmado por mucha gente. No faltaría entre esa gente alguno capaz de decir que Colón no llegó a América porque él no estaba allí para verlo. Más o menos como lo del puente.

…………Pero es que además lo podemos ver y escuchar en uno de los capítulos del programa de TVE Rito y geografía del cante, donde canta, casi podríamos decir que al alimón, con Mercedes, la hija adoptiva de Joaquín el de la Paula (también existe un registro discográfico de esa aparición). Hacen los dos una rumba que constituye en sí misma un extraño portento, una verdadera joya, un impagable tesoro. Es una de esas rumbas que algunos de los gitanos que sirvieron en Cuba trajeron al suelo patrio, insuflándoles ese carácter único que sólo ellos podían darle, y que luego tantas variedades produjo. Desde luego, no hay nada que pueda compararse con lo que trajo y transmitió Joaquín el de la Paula. La rumba de Juan y Mercedes es prueba apodíctica.

…………Por su prestancia y gitanería, también por su cualidad de estarse quieto, Juan participó, que yo sepa, en dos películas, verdad que no en papeles de primera fila, pero siempre distinguiéndose en cada secuencia en que aparecía. Actúo nada menos que en La Blanca Paloma y en María de la O, de las que fueron protagonistas Juanita Reina y Carmen Amaya, respectivamente.

…………Recuerdo ahora una anécdota que a Rafael le contó un sobrino-nieto de Juan Barcelona. Un día se acercó a Juan un administrativo del Ayuntamiento, tan famoso por sus constantes despistes como por su buena voluntad, que, creyéndole una persona necesitada y deseosa de trabajo, le ofreció dos semanas en unas obras que iban a hacerse en la Casa de Socorro: él, el funcionario, hablaría con el encargado y arreglaría la cosa. Juan, riéndose para sus adentros, le dio las gracias y le aseguró, muy serio: «Mire usted por donde, pero precisamente hace un rato me ha salido una buena colocación».

…………Juan se encontró más tarde con su sobrino Joaquín —«Joaquín Bastián», trabajador a carta cabal—, al que le refirió el caso. «¡Qué buena vista tiene ese gachó!», le dijo al sobrino. Juan, con ese constante esquivar el trabajo, siempre beneficiaba a alguien, y en este caso fue su sobrino el que pudo aprovechar los días de labor que el funcionario inocentón había ofrecido al que, según sus propias palabras, no quería quitarle el puesto de trabajo a nadie.


***

Pero vayamos ya a lo de Juan Barcelona y Juan Carlos de Borbón. Sucedió que en la Feria de Sevilla, en la caseta «El Cortijo de Oromana», cuyo principal, si no único valedor era nuestro paisano Manuel Rodríguez Granados, popularmente conocido como «Manolito Orea», actuaban, como otros años, y junto a otros artistas, «Los de Joaquín el de la Paula», título que albergaba, con pocas variaciones de vez en vez, a Mercedes (la misma que grabó con Juan tan memorable rumba), Enrique el de la Paula, Manuel Algodón, el Platero, Luis el Piñonero, Manolo Heredia, el Poeta de Alcalá y los tocaores Manolo Vargas y Alfredo Aragón… Y Juan Barcelona, claro.

…………Aquella noche, «El Cortijo de Oromana» tenía dos invitados de excepción: Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia, entonces príncipes de España.

…………No sabemos si por la presencia de tan altos dignatarios, o porque a todos los de Joaquín el de la Paula les cogió como nunca, lo cierto es que cada uno de ellos obtuvo los mayores aplausos de que guardaban memoria.

…………Como es lógico, los príncipes tenían un horario que cumplir. Así que, sin excesivas formalidades, subieron al tablao y allí mismo fueron despidiéndose, uno por uno, de todos los artistas, mientras Manuel Rodríguez Granados, como maestro de ceremonias, les iba diciendo el nombre de cada uno de ellos. Llegado el turno de Juan Barcelona, que así fue presentado a los futuros monarcas, nuestro gitano hizo la mayor de las reverencias ante la princesa, y, ya ante Juan Carlos, se permitió retener un momento la serenísima mano entre las suyas, al tiempo que le miraba a los ojos y le sonreía con seriedad, casi sobrecogido por la importancia del encuentro.

…………Juan Barcelona y Juan Carlos de Borbón no volvieron a verse nunca más.

***

Dos años después, en el mismo sitio y por las mismas festivas fechas, volvió a recalar en Sevilla su Alteza doña Sofía, esta vez sin la compañía del Príncipe, que andaría ocupado en otros menesteres, seguramente menos placenteros. Y allí estaban otra vez «Los de Joaquín el de la Paula», y, por tanto, también Ramón Jiménez Tinoco, perdón, Juan Barcelona.

…………Se sucedieron las actuaciones: fandangos, alegrías, bulerías, cantes por soleá, el  auténtico baile gitano de Angelita Vargas… Y, a una hora relativamente prudencial, la despedida de la princesa de España. Nuevamente, la rueda de artistas. Cuando Sofía le extiende la mano a Juanillo, éste le dice, con una gravedad propia del más solemne de los cortesanos: «Señora, dele usted recuerdos a su marido, de parte de Juan Barcelona».

…………Sin embargo, doña Sofía siguió sonriendo del mismo modo en que había saludado a los demás artistas, es decir, de esa forma cortés, pero protocolaria, que se usa en tantos y tantos actos a que se ven obligados los miembros de las jerarquías. Pedro y Rafael, según asevera éste, están convencidos de que la princesa no comprendió bien, de que la esposa del llamado a ser Rey no se daba verdadera cuenta de a quién estaba saludando. Los dos están seguros de que Sofía de Grecia aún no estaba muy ducha en el idioma español y menos todavía en el trato con personajes de la categoría de Juan Barcelona. De lo contrario, le hubiera contestado a Juan de manera especial, y habría guardado aquella frase del hijo de Josele y la Roezna hasta hacerla llegar a su marido, el cual, ¿qué duda puede caber?, habría recordado perfectamente a nuestro paisano. Según ellos, no hay por qué llegar al extremo de culpar a la princesa consorte de que Juan Carlos no recibiera aquel saludo de Juan Barcelona, y de que, por consiguiente, no pudiera transmitirle el suyo posteriormente: a Sofía aún le faltaban uno o dos hervores en las cosas de España.

…………¿No lo creen ustedes así? Porque esos dos, Pedro y Rafael, Rafael y Pedro, no se equivocan nunca. Nunca. Nunca.


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«EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

A Paulino García-Donas, que quiso a Agustín


«Pocas veces habré estado igual de bien acompañado»

(Foto: Fernando Trigo
Archivo R.R.G.)

Si a Hércules, además de los doce trabajos que le encargaron, le hubieran añadido el de describir a Agustín Olivera Carmona, seguro que no hubiese logrado la gran celebridad de que siempre ha gozado. O sí, aunque de muy distinto tenor: el fracaso hubiera sido tan sonado que la fama la habría adquirido por ser uno de los inquilinos más destacados del monte del Fyasco, que era adonde los dioses mandaban a los perdedores (dicho promontorio está cerca del Olympo, claro que a menor altura).

Ninguna de las pocas personas que le conocimos en profundidad somos capaces de describirle. Es taxativamente imposible. Siempre que, entiéndase bien, usemos el vocablo describir en su término más riguroso y cabal. Podré, en mi caso, contar algunas anécdotas, definir algunas pinceladas, pero me será inalcanzable transmitir el ser de Agustín: su mirada, sus llegadas, sus despedidas, la cara que ponía ante tal o cual circunstancia. Porque Agustín se expresaba, casi exclusivamente, a través de sus gestos.

Tal vez si Velázquez le hubiera pintado, como hizo con Inocencio X… ¡pero qué va, ni siquiera el genial Diego lo hubiese conseguido! Gracias al arte del sevillano, el rostro del Papa manifestaba todo lo que era, porque era lo que era, y ya está: un elemento de mucho cuidado: nada de inocente, el tío; pero Agustín tenía más registros que el mejor órgano de la mejor catedral, y eso no se puede pintar, ni explicar por escrito ni de ninguna otra forma que no sea oyendo sus armónicos sonidos. Porque si tratáramos de un ser imaginario, vale; o de un ser real, pero simple, también. Mas queremos hacerlo de uno que supera, realmente, lo imaginable; que escapa a cualquier posibilidad de aprehensión, ni siquiera parcial.

Bueno, entonces —me podrá decir el ya renuente lector—, ¿a qué hablar del tal Agustín, si no vas a conseguir que le conozcamos cabalmente? En primer lugar, para complacer a algunos amigos que disfrutarán recordando algunas escenas o imaginando a Agustín en otras que no presenciaron. En cualquier caso, esos que tuvieron la suerte de conocerlo sí que lo verán descrito, no por mis impotentes palabras, sino por medio de la memoria indeleble que en sus molleras permanece. Sólo por eso merece la pena ponerse a escribir.

Pero además para sugerir en las mentes de quienes le trataron poco, o no le trataron nada, sea por motivos de edad u otras circunstancias, una especie de cabalística sobre el personaje. Ahí sí que me temo que mis palabras no alcancen ni una cuarta parte del propósito. Y entonces los dioses no tendrán más remedio que mandarme al monte del Fyasco.

Dejemos sentado, antes de nada, que Agustín era siempre el protagonista en cualquier  lugar y circunstancia. No porque él lo procurase (todo lo contrario), sino porque concitaba la atención de todo el mundo, fueran dos, siete, quince o cincuenta las personas reunidas o simplemente presentes.  Se diferenciaba más que la noche de la mañana de esa gente que quiere ser el niño en el bautizo, el muerto en el entierro, etcétera (incluso el hipotecado en el desahucio). El protagonismo le venía dado por su sola presencia: era completamente distinto de los demás, nadie se le parecía en nada. En fin, que si digo que era quien más destacaba de entre todos los concurrentes, estuviera donde estuviese, ya se figuraran —digo quienes no le conocieron o le vieron poco— que estamos ante un ser especial.

Me parece necesario advertir, para terminar este proemio, que las reseñas que siguen no guardan un estricto orden cronológico.

¡Con lo bien que lo pasaba pasando por sordo!

PRIMERA HOJUELA

Antes de empezar a juntarme con él le veía pasar, ágil, dispuesto, serio de una seriedad propia de tarea realmente seria, con la bombona al hombro, camino o de regreso de un piso, de una casa. Ningún repartidor más rápido y cumplidor, ni más amable. Agustín era «ayudante», porque en aquella época los camiones de bombonas de butano tenían dos tripulantes.

Agustín se presentó un día a las ocho de la noche en la «butanería», con la intención de comenzar el reparto. ¿Por qué, si la jornada daba comienzo a las ocho de la mañana y finalizaba a las tres del mediodía? Pues porque Agustín, en aquella tarde-noche de invierno, se despertó de una prolongada y desorientadora siesta, iniciada bajo los efectos de una anestésica ingesta de caldo, no precisamente del puchero. De modo que Agustín, que había consultado el reloj nada más despabilarse, y que seguía con el mono puesto, se encaminó raudo desde la calle San Miguel a la de Mairena. No es que no advirtiera, por el camino, cosas extrañas: un ajetreo distinto del acostumbrado, las tiendas abiertas… Pero él iba a trabajar, cosa sagrada. Y, como siempre, con el afán de hacerlo puntualmente. Por fin, llegado al tajo, Joaquín Osorno, el dependiente de la taberna lindante con la «butanería», le preguntó, sorprendido, adónde iba. El Pichi, que así apodaban al dependiente, no paraba de reír cuando Agustín le dijo que a trabajar. También Agustín rió de buena gana, elevando los brazos y agitando las manos sobre la cabeza, en un gesto tan característico de él.

«La madre que tenga un hijo…»

SEGUNDA HOJUELA

Agustín era hombre de estatura media-alta; de buena figura, delgado y recio (a lo escuálido y esquelético no llegó sino en sus últimos tiempos); resultaba ciertamente elegante si el atuendo le ayudaba lo más mínimo. Sin embargo, lo que más destacaba en su grácil fisonomía era una nariz hermosa, sin llegar a excesiva, y una más que descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del enjuto y alto gaznate.

Aunque su vida siempre estuvo afectada de inconveniencias, la aceleración de su deterioro se la proporcionaron el despido de su empleo (los conductores quedaron como únicos tripulantes de los camiones) y algo después la muerte de su madre, Manuela Carmona Franco (sobrina-nieta de Joaquín el de la Paula). Manuela era una mujer hacendosa, pero serlo no le libraba de algunos de los males que la pobreza impone, sobre todo cuando es heredada de generación en generación. Los dos hijos que se le habían muerto, Manolín y Fernando, siempre estuvieron cuidados y decentemente vestidos, igual que Agustín, pero algunas costumbres y determinadas carencias, como las alimentarias, todo empeorado por la aguda senilidad de Manuela, influyeron mucho en el tercer tercio de la vida de Agustín.

Y cuando Manuela faltó, su ya único hijo quedó a merced de la indulgencia del destino, es decir, de ninguna indulgencia.

«Juventud, divino tesoro…»

TERCERA HOJUELA

Cuando una noche llegué a la taberna que más frecuentábamos por aquel entonces, me di cuenta enseguida de que Agustín estaba deseando verme llegar. Servidos los vasos, no tardó en decirme: «¡Me pincha, ay, me pincha!». Le interrogué con la mirada. Me señaló a la parte posterior de su pescuezo, sin dejar de hacer movimientos parecidos a los que provoca el mal de San Vito. Fue al momento que, en una dependencia aneja a la taberna, extraje dos alfileres del cuello de su camisa recién estrenada. Su impericia en esas lides no le había permitido quitarle, por no haberlos visto, ni siquiera previsto, todos los que una de esas prendas suele contener. Añadamos, porque para qué ocultarlo, que en aquella época cada camisa que se quitaba iba derecha a la basura.

Pudo ser cualquiera de esas noches cuando, ausentes aún otros frecuentadores de la taberna, Agustín me contó lo de su visita al dentista, años antes. Ya sentado en el maléfico, o, según se mire, magnificente sillón, el sacamuelas fue a otra dependencia en busca de algún instrumento. Momento que Agustín aprovechó para salir de la consulta como alma que lleva el diablo. Y tal y como hubo entrado: con su dolor de muelas. La repulsión de nuestro amigo a las agujas y demás instrumentos sanitarios era superior a la que algunos sienten al trabajo. ¡Mucho más!, por difícil que sea de creer.

Unas copitas en La Bodega. Paz y sosiego

CUARTA HOJUELA

La primera vez que vi llorar a Agustín fue estando sentados en un banco de la plaza del Duque, el mismo en el que un año antes nos había hecho una foto Fernando del Trigo, en la que están con nosotros, y nosotros con ellos, Diógenes Domínguez y José Brea Ortiz, el Picoro de Alcalá (pocas veces habré estado igual de bien acompañado).

Sacó del bolsillo una carta, enviada, desde no recuerdo qué pueblo de Cádiz, por una hermana de la Caridad. Esta hermana se había interesado por la situación de Agustín —ya después de la muerte de Manuela—, y le había ayudado en algunas cosas; pocas, desde luego, porque Agustín, de ser mirlo, si no blanco del todo sí que lo hubiera sido tipo cebra: a rayas. En un momento dado la habían trasladado a un nuevo destino, y desde él se dirigía a Agustín, deseándole la mejor de las suertes y dándole algunos consejos de índole religioso y también prácticos. Consejos, unos y otros, que a Agustín no podían servirle. Los inseguros raíles por los que había discurrido su vida, que eran la familia y el trabajo, ya no existían. Estaba solo, por más que algunos le hiciéramos más leve la soledad, siquiera a ratos. En realidad, siempre había estado existencialmente solo, pero no es lo mismo estarlo teniendo buenas facultades que cuando ya apenas, y a duras penas, te sostienen.

Empecé a leer. Ahora podría decirles que, como soy viejo, se me nublan los ojos de lágrimas al revivir el episodio; pero aun siendo eso cierto, también entonces, teniendo yo treinta años, me ocurrió. Ir leyendo la carta de la beata, ver la cara que iba poniendo Agustín, verlo llevarse el pañuelo a los ojos… Terminé por concluir la lectura oral antes de la que continúe haciendo con la vista: no podía seguir pronunciando. Quedamos en que yo le escribiría la contestación, casi a su dictado, y así se hizo días después. Cuando le leí la respuesta apretó los labios, suspiró y subió y bajó la nuez cuatro o cinco veces. Después, al tiempo que daba con el dorso de la mano en su pierna, dijo: «Sí». Yo sabía que tras el sí y el golpeo estaba la más emocionada de las aprobaciones.

La segunda fue en la casa donde yo vivía a comienzos de los noventa. Recuerdo que vivían conmigo seis gallinas. Eran muy diferentes unas de otras, me refiero a su personalidad, como ya he contado en otro lugar. A una de ellas la conocía para mis adentros como «la Agustina»: tanto se parecía en gestos y actitud a mi amigo. Como siempre, puse alguna grabación. Los preferidos eran Manolito María, Fernanda, Juan Talega, Fernandillo, Perrate, Antonio Mairena, Joselero… Lo primero que escuchamos fue un cante de Manolito, a quien Agustín conoció y del que incluso fue vecino durante unos años, en la calle Ángel (no cabe mejor nombre para moradores que tenían tanto). Cuando Manolito cantó, estremecedoramente, aquello de «Endeque murió mi mare/la camisa de mi cuerpo/no tengo quien me la lave», Agustín rompió en un llanto que se esforzaba en reprimir.

Agustín fue, de joven y aproximadamente hasta los cuarenta, persona de gran agilidad, de reflejos asombrosos, capaz, en un combate de boxeo, simulado o no, de llegar al rostro del adversario decenas de veces, mientras el suyo permanecería intocado. Algunas personas me han referido que, cuando jugaba al fútbol, una habilidad pasmosa le llevaba de una portería a otra sin que nadie, al menos por las buenas, pudiera impedírselo. Pero esas dotes las fue perdiendo irremediablemente. Una alimentación escasa y desastrosa, el tabaquismo, el excesivo consumo de alcohol (siempre con la barriga vacía), todo ello durante tanto tiempo, no dejaban de nutrir el avance del mal del que a su vez eran causantes casi al cien por cien: la pelagra es una enfermedad cuyo origen y desarrollo se encuentran en una vida de hábitos insanos y necesidades no satisfechas.

No es cosa de negar que Agustín tenía, además, un ramito de locura; veta que procede, en casi todos los casos en que se produce, incluidos los de algunas personas que ahora estén leyendo esto, de su propia genética, sea desde la primera, segunda o tercera generación y por cualquiera de los dos lados coadyuvantes. O por los dos.

Justo en el centro (no sé por qué se agachaba), Dionisio, “Don Dionisio”

QUINTA HOJUELA

Agustín visitó varias veces aquella casa de la calle Corachas durante los cuatro años en que habité en ella, años que coincidieron con los últimos de su vida. En no pocas de esas ocasiones llegaba acompañado de nuestro amigo Jorge Pérez Díaz, que siempre, en connivencia conmigo, venía dispuesto a cocinar algún plato que complaciera a Agustín, tan necesitado de comer caliente y bien. Pero sólo lo conseguíamos de higos a brevas. Sus innatas manías (insisto, ¿hasta qué punto heredadas?), llegaban a ser realmente invencibles, aunque con un reducidísimo número de amigos transigía de vez en cuando, aceptando de buen grado la ayuda, el ofrecimiento y la disposición que le manifestábamos.

Privado de verdaderos medios de higiene, Agustín se lavó en aquella casa en tres o cuatro ocasiones. Recuerdo perfectamente que en la última de ellas, ya con una nueva muda completa (y quitados todos los alfileres de la camisa), se puso un flamante abrigo largo que le había traído Dionisio, nuestro inconmensurable amigo. Debajo, un traje de espigas de color café con leche, también aportado por Dionisio. Arriba, una mascota que yo, conocedor más o menos de su talla craneal, le había comprado. Y fue así como Agustín (además bien afeitado) salió aquel día a la calle: todo el mundo le miraba preso de curiosidad y admiración, nadie quedaba indiferente al verlo pasar; o mientras a pie quieto, en la puerta de La Bodeguita del Duque, miraba a un lado y a otro, divertidamente serio, sintiéndose extraño pero al mismo tiempo satisfecho, diría que hasta ufano, dentro de aquel atuendo. Se asemejaba al bueno de cualquier película del Hollywood de los primeros años. También hubiera podido parecerse al malo, pero su cara no casaba con ese papel.

«Una descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del alto y enjuto gaznate»

SEXTA HOJUELA

Agustín era poco hablador. Por tanto, no peroraba sobre esto o aquello, ni sobre el cante o el baile o la guitarra, que eran, en su vida, los únicos elementos realmente importantes, además, naturalmente, de la verdadera amistad. Él manifestaba su entusiasmo o aprobación con un hondo «¡Eso es!», cuando no con un proverbial «¡Por ahí se va a la Macarena!». Otras veces, con el «¡Ay, mama!», lo mismo podía expresar su rechazo o resignación ante lo que estaba viendo y oyendo, que un sobrecogimiento ante algo que le agradaba enormemente. Pero esas poco más que interjecciones, su mirada transmisora, su sonrisa en los ojos, el movimiento de los hombros, el agitar de sus manos, en fin, todo lo reunido en su figura y surgido de ella, eran como un compendio tangible, personificado, de tantos años —¿doscientos, trescientos?, menos mal que no se sabe— de arte y expresión flamenca. No he conocido un «casi total silencio» más expresivo e iluminador en toda mi vida. En relación al flamenco y a todo lo demás.

No era capricho, sino mandato inteligente y natural, el que yo, tantas veces en que me hallaba «enreáo» en alguna reunión en la que podía salir algo de flamenco, encargara a algún buen amigo que le buscara y trajera: «Llégate por Agustín, seguro que está en el Derribo». Llegado él, el ambiente adquiría una dimensión distinta: los cinco, o los siete, o los nueve reunidos notaban algo especial: no se trataba de que hubiera llegado un elemento más, un nuevo participante: se había personado una especie de patricio de la historia, un presente de historia con muchas historias dentro. No es que todos los reunidos lo apreciaran así, pero hasta al más despistado la presencia de Agustín le causaba, como poco, una sensación extraña y agradable, una leve incógnita, un sutil desconcierto. No sucedía sino que allí, acodado en el mostrador, sentado o erguido, estaba un hombre que, sin él mismo sospecharlo, tenía en sí los ecos del pasado y la autenticidad, no sólo estética, sino también moral. Ecos que llegaban a nosotros así, sin más historias, sólo por su presencia. ¿Qué era? ¿Cosa de magia? Digo yo que no, pero aun así, ¿cómo transmitía eso tan indefinible? Magia no, pero sí misterio.

Agustín no necesitaba ser ingenioso, ni contar chistes, ni aparentar nada (¡aparentar Agustín, vamos!): era Gracia metida en huesos, carne (poca) y movimientos. Una tarde-noche de Abril en que estábamos él, Dionisio («Don Dionisio», le decía Agustín, con sincero y absoluto respeto por su condición de maestro de escuela), Jorge y yo, ya un poco animados en la taberna de Antonio el del Derribo (él y su mujer, María, dignos de eterna recordación), decidimos irnos a la Feria de Sevilla. En autobús, que cogimos allí mismo. Agustín llevaba el traje de espigas, terno que ya iba mostrando signos de inevitable deterioro. Paseamos, entramos en una o dos casetas de las llamadas libres (y por eso atiborradas). En un puestecillo vi sombreros cordobeses, de cartón, naturalmente. Compré uno para Agustín: le venía a la medida. Poco más allá, una gitana vendía claveles: uno de ellos fue a parar a la solapa de Agustín. Y ahí fue la suya. El verdadero espectáculo, el de verdad vivo, no estaba en las casetas, ni la máxima atracción en la calle del infierno: iba andando por las calles del ferial. Agustín era en ese momento un personaje catapultado desde muchos años atrás y puesto allí, en la Feria de Sevilla del año de la Expo. A nadie pasaba inadvertido; niños había que tiraban de las manos de sus padres para señalar al personaje, semejante, quizás, a alguno de los que aparecían en las ilustraciones de los cuentos; era como si un sobrino-nieto del Planeta, o un hijo del Loco Mateo, tal vez un tío de la madre del flautista de Hamelín, hubiese resucitado y paseara por la Feria de Sevilla como si el tiempo no existiera.

A él le agradaba que la gente le mirara, mas en ello no existía fatuo orgullo, sino divertimento compartido. Agustín se sentía contento con el sombrero y el clavel. Parecía, además, como si esos dos elementos ornamentales le proporcionaran una velocidad propia de otros sus tiempos: era como si fuese el único participante de un desfile. Hube de frenarlo: «Para, Agustín, que vamos a tomar una copita». (Ni Dionisio ni Jorge resistían una marcha tan ligera).

Batiéndonos en retirada, y sin por un momento dejar de ser observado Agustín por el populacho, tomamos el autobús, donde casi todo el mundo estaba ya de cabeza caída. Nosotros, por el contrario, fuimos cantando y haciendo compás desde Sevilla hasta Alcalá, en la plataforma trasera que aún entonces tenían los autobuses de Casal. Bien que nos divertimos los cuatro. Agustín, al llegar nuevamente al Derribo, y mientras los demás nos alejábamos, cada uno para su olivo, se quedó plantado en la acera. Seguramente permanecería allí un buen rato, fumando, mirando a un lado y otro, aún con el sombrero y el clavel encima, creyendo posible que apareciéramos nuevamente para seguir juntos. Había estado unas horas acompañado por gente de su total agrado, y ahora tenía que volver a la oscura soledad de su inhóspita morada.

Aquella noche, y lástima que no haya quedado constancia documental de ello, Agustín fue el mago de la Feria, aquel hombre tan raro del traje de espigas y el sombrero de cartón negro. Algo imposible para cualquier otro humano. Cualquiera de nosotros hubiera resultado un payaso vulgar y chabacano. Él, por el contrario,  era el personaje.

Agustín con Manolo «El Poeta de Alcalá»

SÉPTIMA HOJUELA

La memoria de Agustín no fue nunca lo que se dice un portento. Pero por lo menos pudimos conocer, a través suya, algunas cosas de esas que en cuestión de poquísimos años desaparecen y nunca más pueden recuperarse, ni siquiera de oídas (y que es lo que definitivamente ocurrió una vez muerto Agustín). Por ejemplo, el cante de campanilleros. Agustín fue capaz de recordarlo íntegro (me parece que tenía siete u ocho estrofas) en una sola ocasión. Conste que lo cantaba muy bien, y, como ya nadie lo cantaba ni lo conocía, por supuesto que mejor que nadie: o sea, que también era único en eso. No era el mismo cante de campanilleros que hacían Manuel Torre y otros, sino uno algo más solemne y con unas letras más próximas al canto litúrgico, aunque totalmente inserto, el conjunto, en el flamenco más auténtico.

Cuando cualquiera de sus más próximos le insistíamos en que cantara tal o cual cosa, Agustín se esforzaba en recordar, pero las más de la veces daba en la mesa o en el mostrador con el dorso de la mano: «¡Ay, que no me acuerdo!». Y ahí había que dejarlo, todos sonriéndonos, contentos de seguir contando día a día con aquel desmemoriado que nos traía ecos, aun sin pronunciar palabra (¿ya lo he dicho antes?) de la memoria inmemorial.

Unas coplillas que nacieron de algún sufriente e ingenioso soldado, no se sabe en qué fecha, eran cantadas por Agustín lo mismo por soleá que por bulerías. Esas letras se referían a las condiciones en que se hacía el servicio militar donde, por rebote, fue a caer nuestro quinto.

La madre que tenga un hijo,

si quiere que se le muera,

que lo mande a la Turquilla

o a los campos de Pineda.

A los campos de Pineda,

cuartel de caballería,

donde los hombres no duermen

ni de noche ni de día.

Faltan cinco o seis estrofas más, pero mi senilidad avanza más rápidamente que la de aquella mujer que siempre andaba con las manos enlazadas bajo el delantal recogido, y mi memoria ya no es el prodigio que tal vez nunca pudo llegar a ser.

Agustín nunca fue pícaro, ni siquiera picarillo, pero a nadie le amarga librarse de obligaciones odiosas, de modo que desde el primer momento, aconsejado por su hermano Manolín (que toda su vida fue un pícaro redomado, si bien inocuo), se dio trazas de hacerse pasar por disminuido en sus facultades auditivas, por lo que, en el cuartel de Sevilla a que lo destinaron,  se encontraba libre de prácticamente todos los servicios. Pero, ay, un día, mientras Agustín, el soldado casi sordo, estaba junto a la baranda de madera de un corredor del ajado cuartel, del aparato de radio residente en la cocina salían cantes flamencos. Agustín, al oír alguno de su gusto, y como no podía ser de otra manera, se puso a hacer compás sobre la vetusta baranda. El capitán observó la escena: «Conque sordo, ¿eh?». Y así fue como Agustín pasó casi dos años en La Turquilla, donde los soldados tenían que bregar con toda clase de animales del Ejército. Me estoy refiriendo a los de cuatro patas, aunque también los había de dos, como patos, gansos y pavos. Briega que, como ya supondrá hasta el más lego, requiere de horas y esfuerzos casi sin límites.

De allí volvió Agustín con dos patadas de caballo, el mordisco de un cochino y una semana de arresto. Y unas ganas de Alcalá que no le cabían en el pecho.

Alcalá 1965 (vista del Castillo)

Fuente «La Voz de Alcalá»

OCTAVA HOJUELA

Nuestro amigo era endeble de memoria, sí, pero sólo en lo que afectaba a las palabras. Porque los ritmos y el compás, en cualquiera de los estilos musicales, eran para Agustín como los dedos de sus manos. Sonara lo que sonara, hasta cierto punto, claro. Agustín se movía, o bailaba, solo o acompañado, como si la música fuera parte integrante de él, o él de la música. De todos modos, eso ocurría muy contadas veces. Ya lo he referido en otro lugar: una noche bajábamos Dionisio y yo hacia una taberna de la plaza del Duque, por la acera de la Casa de Socorro. Entonces aparece Agustín por José Lafita; ya está en el centro del paseo; nosotros tocamos las palmas por bulerías, firmes, sosegadas, no vertiginosas; y entonces Agustín se marca un baile en aquel marco que ya hubiera querido Carlos Saura para alguna de sus películas.

Carlos Franco

También recordaba algunas, muy pocas, de las sencillas letrillas que Carlos Franco, el tío de la madre de Agustín, cantaba por tabernas y callejas y casas de vecinos. Vamos a transcribir dos variantes de una que dedicó a su sobrino-nieto:

Pobrecito el Agustín,

no sé lo que l’ha pasáo,

que tiene más menos carne

que la cola un bacalao.

Al pobrecito del Agustín

le tenemos que decir,

que tiene más menos carne

que el canasto un albañil.

Y también una que Agustín lo mismo cantaba por tarantos que por fandangos que por lo que fuera:

Yo entré en un jardín de flores

a comprar un real de puntillas,

y me contestó el sacristán

que estaba haciendo un gazpacho,

¡Ay, pájaro frito, limones agrios!

NOVENA HOJUELA

En sus últimos años, algunas noches, no todas, a Agustín se le venían apareciendo «muñecos» a los pies de la cama. Esas visiones le alarmaban en el momento de tenerlas, dado que desconocía por completo el origen y la naturaleza de los muñecos, pero cuando me las contaba resultaban como si hubiesen sido producto de un sueño. Incluso se reía. No sé si se trataba de delirium tremens propiamente dicho, pero de que eran alucinaciones no hay ninguna duda. Tenemos aquí, fuera o no delirium tremens, otra singularidad de Agustín: él no veía bichos repugnantes, sino muñecos que, al recordarlos al día siguiente, le hacían reír. Una risa asombrada, eso sí.

Un mediodía de primeros de noviembre de 1994 le llevamos, Dionisio y yo, al hospital de Valme. La noche anterior, y después de más de quince días sin aparecer por allí, llegué a La Bodeguita del Duque, decidido a convencerlo de lo que yo mismo no estaba convencido: que tenía que ir al hospital, porque si no… Quince días o más, he dicho, estuve sin bajar al Duque: para qué verlo cada vez peor, cada vez más cerca del final; más que avecinándose, entrando en lo irremediable. Aceptó. Y a la mañana siguiente, puntual, esquelético, con el temor en los ojos (¿y ya la renuncia pensada?), se introdujo en el coche de Dionisio. Por el camino me entregó las llaves de la casa en que durante tantos años malvivió, y el dinero que tenía guardado: una cantidad modestísima pero que por eso mismo cualquier otra persona hubiera ido gastando en la diaria alimentación y otras cosas imprescindibles. Quedó ingresado. Tanto Dionisio como yo sabíamos en qué acabaría todo aquello, y así lo comentamos durante el regreso a Alcalá.

El doctor Marín León, en su informe de asistencia del 26 de noviembre de 1994 (fecha del alta voluntaria de Agustín), escribió, entre otras cosas, lo siguiente:

«…Se trata de un paciente que presenta malnutrición, con mala absorción, trastorno del humor y lesiones pelagroides dérmicas, sugestivo todo ello de una pelagra».

«Se ha instaurado tratamiento con dieta, negándose el paciente a comer a pesar de habernos adaptado a la voluntad de la dieta del paciente. Se intenta poner nutrición parenteral con aportes elevados de Miacina, para dejar en reposo el intestino e intentar dejar recuperar la mucosa, pero el paciente también se niega».

«Por otra parte presenta una neumonía cavitada en LII, que dados los antecedentes del paciente se planteaba la posibilidad de una tuberculosis. Se ha instaurado tratamiento con  Clindamicina y Ceftriozona, que el paciente ha realizado durante 8 días, y no hemos podido evaluar la respuesta radiológica, aunque clínicamente la auscultación sugería la situación similar (…) El paciente, que desde el principio ha presentado en múltiples ocasiones una conducta con poca colaboración [Agustín se había negado a que le hicieran casi todas las pruebas], lleva insistiendo varios días en irse voluntariamente, habiéndole podido convencer en varias ocasiones, pero en la situación actual el paciente se niega totalmente a cualquier tipo de cooperación y pide el alta voluntaria; a pesar de mi persistencia el paciente no acepta permanecer en el Hospital ni recibir ningún tipo de tratamiento». Y el voluntarioso doctor finalizaba con el preceptivo diagnóstico:

1.- Pelagra.

2.- Mala absorción.

3.- Neumonía cavitada en LII.

4.- Etilismo crónico.

5.- ¿TBC pulmonar?

Fernanda de Utrera

DÉCIMA HOJUELA

Agustín, que era un remanso de paz, un refugio de placidez, un ser de un extremado buen comportamiento, también tuvo una etapa en que sacaba los pies del plato en cuanto alguien que él presumía molestoso se acercaba. Conste una parte de la verdad: distinguía a un molestoso a mil kilómetros, pero exageraba mucho. También es cierto que esa facultad la posee más gente, pero a la mayoría no nos da por coger una silla con el propósito de golpear con ella al molestoso. En realidad, lo de coger la silla e intentar alzarla (las fuerzas no le acompañaban, aunque sí los nervios) sólo lo hacía cuando estaba con sus más seguros amigos, que, siempre alertas, sólo con mirarlo o ponernos delante le hacíamos desistir de actitud tan riesgosa (sobre todo para él). A Agustín, en aquel tiempo, le resultaba molestoso cualquiera que no se comportara con la exquisitez de la que él era ejemplo; también todo aquel que de alguna forma interfiriera en el «microambiente» en que él se hallaba con sus amigos (todo esto se producía casi exclusivamente en un bar que frecuentábamos mucho por aquel tiempo, «Los Cuatro Vientos», cuyos clientes le resultaban desconocidos en su mayoría). Molestosos hay más que moscas, pero si uno se dedicara a matar moscas no le quedaría tiempo para nada más.

Manuel Ríos Vargas había concertado una cita con Fernanda de Utrera, en casa de nuestra diosa, y Agustín vino con nosotros. Se trataba de hacerle una entrevista que se publicaría en Alcalá/Semanal. Nunca vi bajar y subir más la nuez de Agustín que aquel día cuando nos dirigíamos a Utrera. El hijo de Manuela Carmona y sobrino-nieto de Carlos Franco, el hijo del betunero, el máximo trabajador en la carbonería de Saturnino y en el reparto de bombonas de butano, el soldado al que no dejaron ser sordo, el humilde en todos los sentidos, incluido el de su sapiencia, el Agustinito, como todavía lo llamaban algunos viejos, el delicado, el escrupuloso, el raro, el amigable, el franco, el reservado, iba en coche a Utrera, ¡a casa de la Fernanda! Cuando, antes de embarcar, y en continuación de una broma que sosteníamos desde hacía tiempo, le dije que yo iba a hablar con Fernanda para arreglar definitivamente su matrimonio con él, Agustín me miró, reprobador y asustado, como si por un momento me hubiera creído capaz de hacer tal cosa. Llegados, recibidos estupendamente, comenzó la charla. Unas botellas. Unas tapas. Y durante las dos horas largas (en realidad cortas) que estuvimos en aquella casa, Agustín se mantuvo sin mover más que la mano para tomar el vaso, ¡sólo dos o tres veces y porque se le insistía! Derecho en la silla, sin tocar su espalda el respaldo, bebiéndose las palabras y los gestos de Fernanda. Una malajá de una de las habitantes de la casa impidió que nuestra gitana más amada hiciera unos cantes que estaba a punto de regalarnos. Nos fuimos con esa pena, pero Agustín disfrutó aquel encuentro durante mucho tiempo.

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

¿Saben lo que son fandangos en americano? Yo sí, porque se los escuché a Agustín. De las letras no puedo decirles mucho, salvo que eran tan ininteligibles como carentes de significado. Eran completamente improvisados y perfectamente cantados: la música era la que tenía que ser, y no digamos el compás. El americano era el inglés, claro. El inglés más estrambótico, estrafalario y surrealista del mundo. Algunos chavales, entre los que se encontraba Juan Manuel López Flores, que después fue, y sigue siendo, fecundo guitarrista, disfrutaban de las cosas de Agustín en el paseo del Derribo. Esos adolescentes, y hasta los niños, se quedaban quietos a su lado, mirándole, como contagiados de su aparente calma, hasta que Agustín salía con alguna de las suyas y ya estaba formado el alboroto. Era cuando cantaba cosas como esta, recibidas probablemente de su tío Carlos Franco: «Ay, mira lo que tengo guardáo/un pico y una pala/que me l’habían regaláo».

Cuando llegué, después de que los municipales hubieran ido en mi busca, la cara del chófer de la ambulancia era lo más parecido a un aguafuerte de Goya. Agustín, en pijama hospitalario, los pies en fundas de plástico, no parecía tener frío. «Allí no se puede estar», me dijo. Él, cuando la frase reflejaba algo serio, importante, irrefutable, siempre pronunciaba todas las letras, marcando cada sílaba: «no se pue estar», hubiera dicho si no. Entramos, se acostó, y me dijo que le comprara una butaca, de esas plegables, para ponerla en el patio: quería tomar el sol. El sol ya no le dio más, porque a los cinco días se apagó definitivamente. Durante esos días estuvimos atendiéndole, hasta donde podíamos, Javier Rodríguez Terrón y yo, más él que yo. Se le alimentaba con chocolate y agua. El quinto día, cuando llegué con otros, ya agonizaba, silencioso, quieto, sin sentir, a punto de la expiración.

En la lápida de su nicho (del que el año pasado fue desalojado) se grabó esta letra flamenca:

Por donde quiera que vayas

me tengo que ir contigo,

porque yendo en tu compaña

llevo la gloria conmigo.

Agustín fue una alegría, una excepción, un ser inclasificable, una sorpresa, una realidad inmudable, un desperfecto sublime, un regalo imprevisible, un punto fijo, un hálito envolvente, un misterio cercano. En suma, alguien indescriptible.

Y, pues que es así, ya me marcho, voluntariamente, sin esperar el dictamen de los dioses, tampoco el de los mortales, al monte del Fyasco. Allí, entre tantos gilipollas, mitológicos y no, me será incluso más agradable recordar a Agustín.


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FLAMENCO EN «CARMINA»
BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González
«CHIMES OF FREEDOM» POR YOUSSOU N’DOUR. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (1)
«EL MES DE LOS CARACOLES» POR ANTONIO MAIRENA. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (2)

JUAN TALEGA EN CUATRO ADARMES. Por Ramón Núñez Vaces

A Jesús Vázquez Luna, que huele a humo

Ahora en diciembre habría cumplido ciento veinte años, y en julio hizo cuarenta que murió. Da igual: valga cualquier pretexto para recordarlo, para invitar al disfrute de su cante natural y sapientísimo.

            Yo, con o sin el permiso del respetable, y mal que me pese, sostengo que cualquiera no está facultado para apreciar el cante de Juan Talega (ni el de otros y otras, añado), porque, como dijo un gran sabio, «para tener gracia se han de reunir muchas circunstancias». Y lo del cante gitano, lo de estar y ser en ello, es una gracia. Una Gracia, más bien. Despreciada por muchos, adulterada por otros, desconocida por los más. Una gracia que se tiene o no se tiene, ni más ni menos. O que te atrapa un buen día para no soltarte jamás. Pero, ojo, hablo de aquel cante gitano, de ese que murió porque no tenía más remedio, que así es la muerte natural: nada había ya que lo sostuviera, que le diera nuevas células, que le hiciera rebrotar. Nada puede vivir fuera de su medio natural (el hombre metido a astronauta sí, pero ¿es eso vida?). La consunción era inevitable, por mucho que algunos quieran, de buena fe o por los euros —no pocas veces, misteriosamente, se compaginan ambas cosas— alargar de forma artificial una apariencia de vida representada por seres y cantes que no son más que maquetas sin nervio.

     

            Juan Fernández Vargas nació en Dos Hermanas. Su padre, hermano de Joaquín el de la Paula, se había trasladado a pueblo tan pródigo en aparceros (mayetos), al resultarle más favorable para el trato de caballerías, porque Agustín Fernández Franco («Agustín Talega»), que también cantaba, y bien, era un tratante ni muy chico ni muy grande, pero por lo menos lo suficientemente dotado para sacar adelante la familia sin demasiadas estrecheces. Que Juan viviera ochenta años, diez más que su primo Enrique y casi veinte que su otro Manolito María, puede que se debiera, entre otros factores, a que sus años de niñez y adolescencia lo fueron, por lo menos, de mejor alimentación, e incluso mejor aireados. 

            El padre de Juan era tan aficionado al cante como su hermano Joaquín. Pero si éste era la «anarquía vital» —en cuanto tenía dos perras gordas ya estaba en Triana—, Agustín tenía casa donde recibir a otros cantaores gitanos de renombre, amigos suyos, de manera que Juan aprendió «lo que no había en los escritos», y nunca mejor dicho. Fue así que Juanito supo de Tomás el Nitri, de los Cagancho, de la Andonda, del Fillo, de la Serneta, de Paco la Luz… Con su tío Joaquín y Manuel Torre la relación fue, como diríamos ahora, en vivo y en directo, ¡qué maravilla, qué sueño! Vamos, que tuvo un aprendizaje igualito que el que ahora se quiere dar en los colegios a unos niños super alimentados y  ansiosos por llegar a casa y encender el ordenador, sin absolutamente nada que ver, no ya con la sociedad en que surgió el flamenco, sino incluso a años luz de la que le contempló durante algo más de cien años. O que el que pretenden impartir algunos «talleres» de flamenco para adultos (el término entrecomillado espanta, por muy léxicamente correcto que sea), a treinta y seis euros la hora.

            Juan siguió con el oficio de su padre, ocupación que fue yendo a menos a medida que pasaban los años. Camiones, furgonetas y tractores fueron sustituyendo a las bestias de carne y hueso y cuatro patas. Ya por entonces a Juan lo buscaban para cantar en reuniones y fiestas, reclamado por señores —señoritos y no— verdaderamente aficionados al cante bueno de los gitanos. Esta dedicación, durante los años cuarenta y primeros cincuenta, hizo, por un lado, que Juan, siempre admirado (mas no siempre igualmente recompensado), pudiera llevar a su hogar un dinerillo bastante necesario; por otro, que su prestigio cantaor fuera creciendo, hasta llegar a ser considerado como el heredero, o el transmisor, de los grandes cantaores gitanos de la «media antigüedad»; sobre todo, que no únicamente, por soleá, seguiriyas y tonás. 

            Pero ni se arrimaría uno a ser justo si a Juan Fernández Vargas se le calificara, e instituyera, simplemente como gran heredero y excelente transmisor. Porque si el medianillo, el imitador, el falto de sello propio, puede permanecer a caballo de la historia por unos cuantos años —y ni uno más—, los cantaores que cuando cantan sienten la sangre en la boca perdurarán para siempre en la memoria y el paladar de los aficionados (distingamos siempre entre aficionados y público).

            Porque Juan Talega aportó al cante gitano, como muy pocos otros, ese «algo» que eleva a los intérpretes a un lugar destacado, a distancia del común. Valgan unos pocos ejemplos. ¿Quién podrá cantar las bulerías de Manolito María, aquellas que empiezan: «Coje una silletita, por Dios primita, siéntate enfrente…»? (letra ésta tomada de unas sevillanas antiquísimas). ¿Quién tendrá en la voz y en el sentío el poderoso quebrao de Manuel Torre? ¿Quién como él, «el acabareuniones», la facultad asombrosa de hacer que algunos esperaran decenas de horas con tal de «cogerle bueno», es decir, enloquecedor? ¿Quién como Fernanda Jiménez Peña aquello de «en la ventanita, dejaba yo las llaves…»? ¿Y lo que le salía por soleá y por seguiriya a Juanito Mojama? Ya sabemos la respuesta, ¿verdad? Pues pasa igual con Juan Talega: él era de esos pocos que para cantar no tenían más que abrir la boca, ¡y encima siempre cantaba bien!, y muchas veces mucho mejor que muy bien. Y ni a Juan ni a esos otros hay que darles mérito alguno: cantaban así, como el agua brota del manantial. ¿Quién como él podría decir aquello de «Oleaítas del mar, que fuerte venéis…»?.

            El cante de Juan estaba ensamblado en mimbres tan  fuertes y flexibles como los de los cantaores más arriba mencionados, lo que pasa es que los grandes hacen con lo recibido de otros su sello propio, así, sin más, sin ni siquiera saberlo, dotados de cabo a rabo de su personalidad. Todo el mundo tiene personalidad, ¡pues claro que sí!, pero no todo el mundo la tiene a un nivel tan alto, encumbrado y olímpico.

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Las majaderías que se han escrito sobre el flamenco y sus personajes no cabrían en los cajones de dos o tres cómodas de las antiguas. Una de ellas la he leído recientemente: ¡que Juan Talega no aprendió a cantar con guitarra sino ya maduro, casi viejo! Aun siendo un gran disparate merece la pena refutarlo, porque será hacerlo sobre una visión del flamenco (y me estoy circunscribiendo al gitano) que es casi la imperante, incluso entre algunos que pasan por eruditos. Visión de corto alcance, antievolutiva, de piñón fijo, de llave 10/11. Es decir, de menos vuelo que una gallina clueca.

            Está clarísimo que el cante gitano existía mucho antes de que la bajañí entrara en escena, en esa escena. La guitarra se fue incorporando al cante y al baile por medio de elementos no gitanos a medida que los calés asentados en pueblos y ciudades fueron abriéndose al resto de la población, y viceversa: lugares comunes en que se vivía, relaciones laborales y comerciales, etcétera. Como no podía por menos que ocurrir, unos y otros se influyeron, y así fue desarrollándose una correspondencia que durante poco más de ciento cincuenta años produjo, entre otras cosas, esa especie de regla de aligación, magnífica y profunda, entre cante e instrumento.

            Pero conste que al cante nunca le ha sido imprescindible el acompañamiento de la guitarra, como se puede demostrar en cualquier momento. Fueron los tocaores los que se adaptaron, en un ejercicio más que admirable, al cante; los que, inspirados en el sentir sonoro del cantaor, lograron tan inmensamente bella aportación al arte flamenco, abriendo un gran diorama del que hemos podido disfrutar durante tantos años.

            Un amigo mío añadiría que lo bueno y lo malo siempre conviven en todo tiempo y en toda forma viviente, y que por consiguiente la aportación de los guitarristas también ha servido para acelerar la deformación que, seguramente inevitable, se ha ido produciendo hasta nuestros días. Y que ha habido y hay guitarristas, famosos y no, pa matarlos. Por mi parte, y en cuanto a la trabazón cante-toque de la que han podido disfrutar aficionados y público, he de reconocer, a pesar de tener que coincidir con mi amigo, que actualmente y desde hace ya bastantes años, gran mérito tiene el cantaor que logra cantar a compás cuando es acompañado por un guitarrista que se esfuerza (¡es que se esfuerzan!) en no tener ni ritmo, ni compás ni nada de nada. Y cuando el cantaor es de la misma cuerda que el tocaor, ¡apaga y vámonos! Como diría mi amigo: transmiten menos que un cable desenchufao.

            En fin, esa atrocidad, la de afirmar que Juan no supo cantar con guitarra hasta bien entrado en años, es, por supuesto, totalmente absurda, pero es que no se tiene en pie en cuanto le escuchamos: tanto la guitarra más torpe y mostrenca como la más enjundiosa enloquecían de placer acompañando a Juan, guiándose por él, llevando a sus cuerdas el compás, la sencilla frondosidad, la cadencia y la Harmonía de su cante. Pero bueno, algunos han pisao la flor de la tontería, qué le vamos a hacer.

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Lo que no llegó a hacer hasta avanzada edad fue impresionar su voz. La admiración y el interés que Antonio Mairena tenía por sus cantes «transmisibles» hizo que pudieran llegar al conocimiento de los aficionados, aunque en número escaso de grabaciones; sometidas éstas, además, a las condiciones nada favorables de los estudios, tan extrañas para nuestro personaje. Sin embargo, el cante de Juan nos estremece por igual: ¡el manantial siempre fluía, puro en cualquier circunstancia! También quedó Juan registrado en aquella memorable colección de la casa Ariola que en tantas personas de mi edad hizo surgir el enamoramiento por ese arte. La participación de Juan en los festivales que entonces cobraban vida afirmó el aprecio de cuantos descubrían la figura venerable de aquel portador de la verdad flamenca.

            La relación que desde mucho antes había tenido Juan con Diego del Gastor se hizo prácticamente cotidiana en los años sesenta, cuando el antiguo tratante se convirtió en uno de los más asiduos de las fiestas, o reuniones, o juergas, que se celebraban en Morón de la Frontera, tanto en la finca del norteamericano Pohren como en Casa Pepe y otros lugares cuyas paredes, aún hoy, parecen querer transmitirnos algo de lo que presenciaron. Las grabaciones realizadas en aquellos recintos, domésticas pero de gran calidad, dan fe del capítulo más glorioso del cante gitano antes de su definitivo ocaso.

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Ahora voy a referirme al orgullo, al amor propio que algunas veces cualquier persona ha tenido que dejar de lado porque las circunstancias obligan. Estando Juan al borde de la despedida, llegó a verlo un señorito, conocedor del trance que en poco tiempo Juan estaba llamado a cumplir. Cuando el moribundo oyó el nombre del visitante se negó rotundamente a recibirle: que no entrara, que se fuera, que no, que ni pensarlo, que de ninguna manera.

            El motivo de tan drástico rechazo se remontaba a años atrás, cuando Juan, siendo un hombre más que maduro, fue lanzado a una alberca por tres o cuatro borrachos, después de una fiesta en la que había estado cantando, como dice la letra, «por lo que me quieran dar». Uno de los «bromistas» fue el señorito que ahora quería ser recibido, puede que sintiendo un sincero arrepentimiento. Yo no lo sé. Lo que sí sabemos es que tuvo que irse sin verlo.

            La persona a la que oí el relato del suceso decía comprender la actitud de Juan, pero sólo «hasta cierto punto», pues le parecía dura en exceso, demasiado tajante, incluso desagradecida. Mas yo digo, ¿es que ni a la hora de la muerte puede uno plantarse y mandar al diablo servidumbres enojosas?.

JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE SEGUNDA). Por Rafael Rodríguez González

Duda y decisión de Andrés Asido

 Andrés, ya lo he dicho, había quedado confuso tras leer la carta. Le ocurría lo que a cualquier persona con sentido del deber en circunstancias parecidas: no podía permanecer, una vez conocido el contenido de la carta, como si la cosa no fuese con él. Andrés tenía claro que el Fabrizio Cobertori que había conocido no se correspondía, ni poco ni mucho, con la figura que aparecía en la carta del francés. Andrés no había observado, a lo largo de tantos años, ningún signo de que el italiano estuviera ocultándose. Además, al Fabrizio que por más de dos décadas residió en Alcalá no se le había conocido ninguna veleidad intelectual o literaria, aunque ciertamente contase con antecedentes familiares en ese terreno (1). Era evidente que no se trataba de la misma persona. ¿Que nombre y apellidos coincidían? Pues no sería más que eso, una simple coincidencia. Andrés sabía de un célebre médico sevillano, Delio del Carril Iraeta, cuyo nombre y dos apellidos eran exactamente iguales que los de un tabernero santanderino afincado en Alcalá, más conocido como «el Mangurrino». Incluso pensó Andrés que en la Gran Bota los apellidos Cobertori e Ilmanta pudieran ser tan corrientes como aquí, los García, Rodríguez, Pérez o Jiménez.

            ¿Qué hacer? ¿Devolver el paquete a Jean Rien, explicándole el motivo de haberlo abierto y exponiéndole al francés que el Fabrizio que había estado en Alcalá, no dos años ni cuatro, sino veinte, no podía ser el mismo a quien el señor Rien había dirigido su carta? Algunos de ustedes recordarán que en «Un italiano en la corte de Joaquín el de la Paula» se advertía de que no había que confundir al Fabrizio «alcalareño» con el autor piamontino. Pero, como es evidente, en esos momentos era imposible que Andrés Asido conociera esa duplicidad onomástica, al menos con total certeza.

            Por fin se decidió Asido. Escribió a Jean Rien de Colombey-les-Deux-Églises relatándole lo sucedido, disculpándose y, además, rogándole que los dos libros quedasen en su poder. Andrés esperaba que, una vez traducidos por Traster de Forniqué y Pons, podría admirarlos. Aún se conservan esos dos ejemplares, así como las traducciones realizadas por el profesor. Lo doné todo al Archivo Histórico Municipal de Sevilla, en 1990.

            Aun estando seguro de poder contar con la ayuda de su amigo el profesor para redactar la carta en francés o en italiano, Andrés optó por escribirla en español, porque, pensó, si el intelectual francés conocía el italiano a la perfección, ¿cómo no iba a estar al menos familiarizado con el idioma común de los españoles? Andrés supo después, gracias a la correspondencia que mantuvo con el francés, que Jean Rien dominaba, además de la lengua de Pasteur, la de Dante y la de Ramón y Cajal, la de Eça de Queiroz, la de Mihai Eminescu, la de Pávolv, la de Darwin, la de Ibsen, la de Andersen, la de Palme, la de Fuerbeach, el griego moderno y el antiguo, por supuesto el árabe y ni que decir tiene que el latín, además de manejar bien el letón y el suhajili.

            Y de esa primera carta de Andrés Asido nació una correspondencia gracias a la cual hemos sabido cosas interesantes del Cobertori Ilmanta que nunca estuvo en Alcalá, y también del que estuvo.

 

Algunas cosas más sobre Asido

 Casi todo lo que sé de Andrés Asido me fue transmitido por una de mis abuelas, cuyo padre, uno de mis cuatro bisabuelos, era amigo del funcionario. Transmisión oral, que es lo más precioso que puede llegar a un nieto, pero también documental, porque fue por esa vía como llegó a mi poder casi toda la correspondencia de Asido que pudo conservarse. (Siempre realizaba copia de sus cartas y guardaba con mucho cuidado las recibidas. Más adelante veremos una de las suyas).

            Por esa mi abuela supe que Asido poseía la que estoy seguro ha sido la colección más extraordinaria que se haya podido conocer en todo el Occidente, al menos en los tiempos modernos. Desde que existen los décimos de lotería siempre ha habido quienes los coleccionen. Asido lo hacía, pero con la particularidad más sorprendente que quepa imaginar: sólo coleccionaba décimos premiados. Naturalmente, su colección era bien exigua, ya que, como no podía ser de otra manera, los décimos que reunía procedían exclusivamente de los adquiridos por él mismo. Pocas personas conocían esta singularísima afición de Asido. A lo sumo, ese mi bisabuelo, que era el administrador de loterías, un hermano de Andrés y dos amigos más: Fernando Torres Ríos, el mejor artesano zapatero de que se tiene memoria, y Antonio Conde Jiménez, un pequeño propietario de tierras que sólo echaba cuenta de estar siempre con sus amigos. Ni Carmela, la mujer de Asido, conocía el hecho. No se pudo llegar a saber si, de haberle tocado el gordo, el décimo agraciado hubiera engrosado la colección. Yo creo que sí, porque Andrés era en todo fiel a sí mismo.

            La cojera de Andrés era otro de los factores de su nombradía. No es que no hubiera más cojos en Alcalá en aquella época; bien al contrario, el porcentaje de cojos sobre la población total era entonces casi treinta veces superior al actual. Andrés quedó cojo cuando, al desprenderse unos sacos de cien kilos del carro del padre de los hermanos Bolero, esos que algunos llegamos a conocer ya viejos pero aún en activo, cayó uno de ellos sobre el muchacho, que en esos momentos corría a cumplir el encargo de su madre: «Anda, lleva estos zapatos a gobernar». Desde aquel momento se le conoció en el pueblo como «El cojo Asido». El remoquete daba para algunas bromas, desde luego. Si ocurría algo extraño o que llamara la atención no faltaba el ocurrente que dijera: «¿Habrá sido el cojo Asido?», o «el cojo ha sido», aprovechando que la ortografía raramente se pronuncia. Pero, por regla general, cuando se le nombraba, fuese por su nombre o por su nombrada cojera, se hacía con sumo aprecio y respeto.

            Quede también constancia de que Andrés incursionó brillantemente en el campo de la Física. Aunque no pudo lograr una aplicación práctica, debido sobre todo a la falta de contactos oportunos, su teoría sobre el desarrollo sobredescendiente de la motricidad feneléctrica bien merecería ser recuperada.

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 1. Andrés supo por el propio Fabrizio que un primo de su madre, Luigi Piradero, había sido un afamado y prolífico autor de comedias burlescas. Encuentros en tercera clase, El celoso en llamas, Casi blanca, El ladrón de calderetas, El silencio de los carteros, El doctor vago, El tesoro de mala madre, La guerra de las lacias y muchas otras fueron muy celebradas en su tiempo.

 

 

JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE TERCERA). Por Rafael Rodríguez González

JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE PRIMERA). Por Rafael Rodríguez González

 

 A usted, si es que leyó en ESCAPARATE (1) este verano pasado lo que se publicó sobre Fabrizio Cobertori Ilmanta «Un italiano en la corte de Joaquín el de la Paula»), puede que le interese lo que viene a continuación, donde se relatan hechos ciertos, comprobados y comprobables, que alguna relación guardan con aquello.

 

 

 Andrés Asido fue funcionario de Correos entre 1901 y 1926. Era Andrés persona de grandes inquietudes, gran aficionado a la lectura, a las ciencias, a todo, en fin, lo que supusiera ejercicio intelectual. No obstante, en lo que más destacaba era en el celo que ponía en sus funciones. Ni una carta extraviada, ni un despacho sin arribar a su destino, ni un encargo irrealizado, ni un usuario desatendido. Amaba su trabajo (la comunicación humana, decía él) y lo demostraba día a día. Asido estaba considerado por los vecinos como una de las tres personas imprescindibles del municipio. Decir que las otras eran los enterradores no es desmerecer la figura de Andrés, más bien lo contrario. Dos lo eran para despachar a los muertos, Asido para atender a los vivos.

 

Un paquete para Fabrizio Cobertori

 Un día, pasados ya dos meses desde la partida de nuestro italiano, quiero decir del que vivió en Alcalá durante tanto tiempo, y cuando ya se conocían las irreparables consecuencias del naufragio del Until Here, llegó a la oficina de Correos, sita entonces en la calle de Juan Abad (2), un paquete dirigido a Fabrizio Cobertori Ilmanta. Andrés observó que el envío procedía de Barcelona y que el remitente era un tal Jean Rien de Colombey-les-Deux-Églises, indicando como lugar de residencia una casa de huéspedes en el número 17 de la calle del Bisbe, llamada «Pensión Corbacho».

            Asido dudó qué hacer con el paquete. ¿Devolverlo al remitente?, ¿abrirlo por si contenía algo de interés sobre el difunto Fabrizio o su señora, en el sentido de tener que realizar algún trámite o comunicar con alguien? Andrés optó por lo segundo. Asido era hombre curioso, pero de ningún modo por estar afectado de propensión al fisgoneo. Su interés era movido por el ansia de servir, de ser útil a quien lo necesitara, porque Andrés no era un simple y acomodadizo funcionario, sino un verdadero servidor público. Todo el mundo sabe que ejemplos de ese tipo nunca han abundado (véase la nota 2).

            Abrió por fin el probo funcionario el atadijo y se encontró con dos libros y una carta. Como estaba escrita en italiano (los libros en francés), y aunque le resultara en gran parte inteligible, decidió ponerla en manos de su amigo Jaume Lluis Traster de Forniqué y Pons, profesor en la Universidad de Sevilla (este hombre veraneaba cada año en Alcalá, de ahí su amistad con Asido). Andrés quedó confuso tras la lectura de lo traducido, porque… pero leamos la carta de Jean Rien y seguiremos después.

 

«Barcelona, 29 de Febrero de 1920

 

Admirado amigo:

 

            Después de casi dos años sin noticias suyas, he sabido de su estancia en Alcalá de Guadaíra. Se lo debo a un viajero que subía al tren en Barcelona, muy apresuradamente, para dirigirse creo que a Madrid. Oí de labios de ese señor, al despedirse de otro que desapareció entre el gentío del andén antes de poder dirigirme a él, que Fabrizio Cobertori residía en tan pintoresco lugar de Sevilla, recomendándole encendidamente, o al menos así me pareció, que le frecuentara. Ni que decir tiene que albergo todas las esperanzas de que se encuentre bien de salud y a seguro resguardo de sus pérfidos perseguidores, que tan ridícula pero gravemente han estado haciéndole a usted la vida poco menos que imposible.

            He tenido el atrevimiento de enviarle mis dos últimos libros. En Lo desmedido de lo transcendental en la cotidianeidad incesante he querido mostrar (usted en su sabiduría juzgará si acertadamente o de frustrada manera) la enorme distancia existente en todas las épocas entre la entrega del hombre a una causa, en el caso de ser noble, y las posibilidades reales del éxito de esa dedicación. En el más reciente, obra sobre todo divulgativa, De la pretensión generalizada de la sabiduría, me refiero a una presunción común a todos los seres humanos, a saber: sabemos de todo, aun sin saber lo que es saber, tampoco lo que es todo y mucho menos de qué se compone ese todo ni cada una de sus partes en sí y en relación al todo en su conjunto y a las demás. 

            ¡Cuántos de sus admiradores, diría que todos si no hubiera algunos que le creen sin vida, esperamos un  nuevo libro de usted! El último que llegamos a conocer, La impronta contingentista en el pensamiento relativista alemán del primer lustro del siglo XVIII, nos dejó a todos tan admirados que leerlo una y otra vez se ha convertido en un placer del que gozamos a diario. Permítame la osadía de considerar esa obra incluso superior, si es que tal cosa fuese posible, a la que de entre las suyas siempre se ha tenido por cimera: Historia de la relación entre iguales subjetivos a través de condicionamientos preestablecidos en el curso de la Reforma.

            En estos momentos, por motivos que me resultaría muy enojoso contarle, me es imposible desplazarme hasta Sevilla, de modo que espero poder mantener la correspondencia que siempre me ha resultado tan grata y necesaria. Le agradeceré que en su primera carta me indique su domicilio, para no tener que recurrir nuevamente a la fórmula que en esta ocasión he empleado, y que no es otra que confiarse a la suerte de que en la oficina de correos haya alguna persona que se preocupe de hacerle llegar el envío.

            Le expreso mi más ferviente deseo de que cuanto antes pueda reintegrarse a la luz pública y seguir así aportando a la Humanidad todo su saber, libre ya de ser objeto de odios absurdos. Por si en algo le sirviere de consuelo, me place comunicarle que el general Encabritiatto, según me han informado algunos amigos de fiar, está gravemente enfermo. No obstante, algunos de sus catorce hijos siguen en sus trece y no cejan en sus lamentables propósitos.

            Le reitero mis más sinceros saludos y el más exaltado deseo de bienestar.»

 

 

 

1. También puede encontrarlo en este mismo blog.

 

2. El conocimiento de que la oficina de Correos se hallaba entonces en dicha calle se lo debemos a nuestro paisano Juan Manuel Benítez Díaz, que fue hasta hace unos años eximio cartero, uno de los pocos que ha destacado a gran altura en el desempeño de la labor funcionarial, heredero o continuador, por tanto, de Andrés Asido en ese aspecto. En la memoria de muchas personas ha quedado la elevación y el relieve que alcanzó Juan Manuel Benítez durante los fecundos años de su desempeño en cargo de tanta talla y envergadura..

 

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JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE SEGUNDA). Por Rafael Rodríguez González