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SANIDAD E INSTRUCCIÓN PÚBLICA. Por José Manuel Colubi Falcó

 

librosdeanticuarioenSevilla 2012 lgv

Naturaleza muerta

[Foto: LGV Sevilla 2012]

 

Sanidad, instrucción pública, administración de justicia, los tres pilares fundamentales del edificio estatal. Mas no siempre han sido atendidas por el poder con la debida diligencia: la Historia, maestra de la vida, ha ofrecido, ofrece —y temo que siga ofreciendo— innumerables ejemplos de negativas o, lo que es peor, de simulacros de concesión de esos derechos inalienables e irrenunciables de toda persona humana.

   La Antigüedad, fuente inagotable de ideas, nos cuenta casos paradigmáticos de cómo sus legisladores atendieron esos derechos. Así, Diodoro de Sicilia (siglo I a.C.), en su Biblioteca histórica XII, 12, 4-13, 1-4, atribuye a Carondas de Catana, legislador del siglo VI a.C., una ley de instrucción pública y refiere también la adopción de medidas similares en el campo de la sanidad en otras ciudades griegas. Dice así:

   «Escribió también otra ley mucho mejor que ésta y que había sido descuidada por los legisladores más antiguos que él. En efecto, legisló que todos los hijos de los ciudadanos aprendieran las letras, proporcionando el Estado las pagas a los maestros. Pues supuso que los pobres en recursos, como particularmente no podían darle los salarios, se verían privados de las más hermosas prácticas. En efecto, el legislador juzgó la gramática más importante que las otras enseñanzas; y con mucha razón pues gracias a ésta se lleva a cabo las más y más útiles actividades para la vida: votaciones, cartas, testamentos, leyes, y otras cosas que mejoran mucho la existencia. Porque, ¿quién no compondría un digno encomio del aprendizaje de las letras? Pues sólo a través de éstas los muertos son recordados por los vivos; los que se hallan en lugares lejanos gracias a las letras se reúnen, como si estuvieran cerca, con quienes distan muchísimo de ellos; para los pactos en tiempo de guerra entre pueblos o reyes la firmeza de las letras contiene la más segura fe en lo tocante a la permanencia de los acuerdos; en general, sólo las letras guardan las más hermosas manifestaciones de los hombres prudentes, los oráculos de los dioses, y además la filosofía y toda la cultura, y las transmiten siempre a los futuros por toda la eternidad. Por ello hay que entender que, si bien la naturaleza es la causa de la vida, de una buena vida lo es la educación basada en el conocimiento de las letras. A partir de esa idea con esta legislación mejoró a los analfabetos, como hombres privados de algunos grandes bienes, y los juzgó acreedores de público cuidado y gasto, y tanto superó a quienes antaño habían legislado que los particulares enfermos fueran curados por médicos a expensas del Estado, que, mientras éstos consideraron dignos de cuidado los cuerpos, él curó las almas turbadas por la incultura, y en tanto suplicamos no tener nunca necesidad de aquellos médicos, anhelamos pasar todo el tiempo con los maestros del saber.»

[El Alcalá, año I – nº 8, enero de 1992]

 

FAETÓN. Por José Manuel Colubi Falcó

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La caída de Faetón
Johann Liss
Siglo XVII

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En el Diccionario de la Real Academia Española, el conocido DRAE, bajo la voz Faetón puede leerse: «Carruaje descubierto, de cuatro ruedas, alto y ligero.» Hay, aquí, una metonimia por la cual se designa al carruaje mediante el nombre del mitológico auriga. El mito, griego, explica, como todos, una realidad que no es otra que la de un orden universal en perfecta armonía, cuya transgresión, voluntaria o involuntaria, origina catástrofes y exige reparación. Lo leemos en Hesíodo (Teogonía, 986 y ss.), Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica V, 23) y Ovidio (Metamorfosis II, 19 y ss.), entre otros. El protagonista, Faetón, el brillante, el luminoso (de pháos » phôs, luz), será quien cometa esa transgresión —su carro abandona la órbita y causa glaciaciones e incendios en la tierra— y paga su culpa. Diodoro dice:

…………«En efecto, muchos poetas e historiadores cuentan que Faetón, hijo del Sol, siendo niño todavía logró convencer a su padre de que le cediera durante un solo día la cuadriga; y que, habiéndosele concedido ésta, al arrear a la cuadriga no pudo controlar las riendas y los caballos, menospreciando al niño, se salieron de su acostumbrada ruta y, primero, extraviados por el cielo, lo incendiaron y crearon el hoy llamado ciclo Galaxia, y luego, prendiendo fuego a gran parte de la tierra habitada, quemaron totalmente no poca de la misma. Por ello, Zeus, irritado ante lo sucedido, fulminó con su rayo a Faetón y restableció al Sol en su acostumbrada ruta. Y que, caído Faetón junto a las bocas de un río hoy llamado Pado [el Po, en el Norte de Italia, que desemboca en el Adriático], antiguamente denominado Erídano, sus hermanas [las helíades] lloraron su fin muy desconsoladamente, y que por el exceso de dolor se metamorfosearon, convirtiéndose en álamos negros; que éstos cada año, en la misma estación [hóran en el texto, estación, hora], destilan resina [dákryon, lágrima, resina, savia, en el texto], que, solidificada, se convierte en el llamado ámbar, que por su brillo se diferencia de los de su misma naturaleza y se da en los entierros de los jóvenes, según el luto de éstos.»

…………La función del Sol, los llantos de las helíades, su metamorfosis y lágrimas, el origen del ámbar y el porqué de su uso en los entierros de los jóvenes, explican el atractivo que siempre ejerce en las gentes la mitología.

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«CARMINA LUSITANA». Por José Manuel Colubi Falcó

Escultura romana de Conímbriga

 

Se publica  el tercer número de «CARMINA» –cármenes, poemas, canciones…-. El título de la revista se ve acompañado y ornado por el adjetivo «LUSITANA». ¿Por qué éste? Porque lusitana tiene un componente legendario que nos introduce en los arcanos del noble pueblo portugués, y que acrece incluso ese aire mágico que se respira en la misma raíz de carmen. ¿No damos mayor énfasis, consciente o inconscientemente, a la expresión cuando llamamos lusos a nuestros hermanos y vecinos?

            El mismo nombre de esa tierra, Lusitania, nos lleva a un mundo entre divino y mágico; su epónimo, el que le da nombre al pueblo y, por ende, a aquélla, es Luso, y Luso es el hijo del dios Líber, que se identificará con Baco; y Baco es el dios del vino, y el vino es gran inspirador de poetas. ¿Qué otra cosa no hacían Alceo y Anacreonte sino beberlo y cantarlo en sus poemas? Basta ver el banquete griego. Y el no griego también.

            De esa Lusitania que solemos indentificar literariamente con Portugal nos hablaron los antiguos, con palabras que permanecen indelebles en los escritos: Polibio de Megalópolis, Posidonio de Apamea, Diodoro de Sicilia, Estrabón de Amasea, Plutarco de Queronea, Apiano de Alejandría, entre los escritores en lengua griega; y entre los que escribieron en latín, el paduano Tito Livio, el enciclopédico Plinio el Viejo, el bolsenés Rufo Festo Avieno. Naturalmente, en los escritos de éstos no todo es real, ni historia auténtica, también hay leyenda, fantasía, que el buen historiador sabe separar de aquélla, pero que embellece la narración y da vida y encanto a los relatos.

            Los autores mencionados hablan, más que de la Lusitania -que con Augusto, en el año 27 a.C., pasará a ser una circunscripción administrativa, una provincia de la Hispania Ulterior-, de los llamados lusitanos, que son, entre los iberos, los más valientes -άλκιμώτατοι, dice Diodoro-, frugales, rápidos y veloces en la persecución y en huida, ágiles danzantes –el ágil lucio, que así llama al lusitano Avieno, también otros escritores-, resistentes al hambre y a la sed, al calor y al frío, aunque con la contradicción de los pueblos primitivos: valentía junto a dejadez en el modo de hacer la guerra, fidelidad inquebrantable al jefe junto a falta de disciplina. Fueron ellos, sin duda, los que mayor resistencia ofrecieron a los ejércitos romanos, y de su seno, del de la Lusitania, emergieron caudillos eminentes: Púnico, Césaro, Cauceno y, sobre todo, Viriato, quien logró humillar a la misma Roma en la persona del cónsul Serviliano y sólo sucumbió por la traición; sus soldados quemaron el cadáver solemnemente, cantando cármenes exequiales. Su último caudillo sería Sertorio, a quien, por cierto, un lusitano, hombre del pueblo, del campo, regaló la célebre cierva -un presente de Diana- cuyas imaginarias revelaciones servirían al romano para mantener vivos los ánimos y la disciplina. Después, en plena paz, proseguiría la intensa romanización de la provincia.

            Originariamente, los lusitanos ocupan las tierras situadas entre el «Durius» y el «Tagus» -aunque hay autores que también llaman lusitanos a los «calaicos»-, luego se extienden sobre todo hacia el sur, llegando hasta el Promontorio Sacro (cabo San Vicente), hasta la Punta de Sagres, lugar al que no se puede acceder de noche ni celebrar sacrificios en él, pues entonces lo ocupan los dioses. Y cuentan también sus gentes que en la zona paroceánida el Sol, cuando se pone, se hace más grande y a medida que se apaga por sumergirse en la profundidad el piélago silba, y que la noche cerrada acompaña inmediatamente después de la puesta. Es un país próspero, cuyo aire, puro, sano, hace muy prolíficos a hombres y animales, veloces a sus caballos e incorruptibles los frutos de la tierra, en el que, salvo durante los tres meses de invierno, siempre hay rosas, violetas blancas, espárragos, y pueden comprarse a precios muy bajos cereales, vino, carnes de animales salvajes y domésticos.

            El país está regado por ríos grandes y pequeños, navegables, que fluyen paralelos en dirección al Océano: el Durio, el Tago y, en buena parte, el Ana. El Tago, sin duda el principal, tiene una boca de veinte estadios de anchura, es de gran profundidad -tanto que puede ser remontado por barcos con una capacidad de carga de diez mil ánforas-, y cuando sube la marea fórmanse dos esteros y la llanura se hace navegable; es, además, célebre por sus arenas auríferas -«Tagus auriferis harenis celebratur», dice Plinio-. Otros ríos son el Mundas, de «Mundicus» (el Mondego de hoy), el Vacua (Vouga), el (Guadi) Ana, que marca el límite de la provincia.

            Con Augusto Lusitania quedó constituida en provincia, en el año 27 a.C.; sus límites eran, al norte, el «Durius» (Duero), al oeste, el Océano, al este se adentraba en Salamanca y en la actual Extremadura; al sur, el Mar Exterior y el río (Guadi) Ana, que la separaba de la Bética. Estaba dividida en tres conventos jurídicos: Emeritense (Mérida), Pacense (Beja) y Escalabitano (Santarem), y sembrada de ciudades hermosas y famosas: Olisipón, la antigua capital, la Lisboa de hoy, llamada «Felicitas Iulia», famosa entonces por sus veloces caballos, pues sus yeguas eran fecundadas por las auras del favonio, el céfiro o viento de poniente -«oppidum (…) equarum e fauionio uento conceptu nobile», escribe Plinio-; «Augusta Emerita» (Mérida), la nueva capital, junto al Guadiana -«Anae fluuio adposita»; «Norba Caesarina» (Alcántara); «Salacia» (Alcazar do Sal), de sobrenombre «Vrbs Imperatoria»; «Ebora» (Évora), llamada «Liberalitas Iulia»; «Scallabis» (Santarem), el «Praesidium Iulium»; «Myrtilis» (Mértola); «Metellinum» (Medellín) … y otras muchas y no menos afamadas. 

 

«CARMINA» Nº 3