LA LITERATURA COMO BLUFF. Por Enrique Martín Ferrera (Mayo de 2010)

 

Foto:  EMF

 

 Al principio era el verbo, al final, la verborrea.

Stanislaw Jerzy Lec

 

 

 ¿Cómo olvidar que los bosques enteros son talados

para abastecer la hoguera saturnal de las industrias

 de la nadería y la incultura…?

 Juan Pedro Quiñonero (El Taller de la Gracia)

 

 

            Hágase escritor en seis meses. No es chanza; es el lema del anuncio que leía ayer mismo, al pasar junto al escaparate de una academia donde se enseñan no sé cuántas disciplinas y ocupaciones varias. Hoy, que todo el mundo siente la necesidad y el sagrado deber de decir algo en voz alta (yo mismo, al escribir esto), no es de extrañar que existan empresarios dispuestos a explotar ese nicho de negocio, organizando cursos o talleres intensivos donde se expiden certificados que nos capacitan para reconocernos como escritores y que nos reconozcan como tales.

 

              ¿Pero, por qué escritor y no podólogo o sexador de pollos? Un cuestionario al que hoy día fueran sometidos al albur un grupo de aspirantes a la escritura profesional –debe leerse escritor que piafa por alcanzar el éxito, que nada tiene que ver con el escritor que sólo aspira a escribir– desenmascarados por obra y gracia de un potente suero de la verdad, arrojaría algunas respuestas poco o nada sorprendentes a la sencilla pregunta ¿por qué escribe usted?, o a esta otra, algo más alambicada, ¿qué es lo que le impulsa a ocupar sus horas en esa ñoñez de garrapatear sin descanso, cálamo en mano, sobre el papel?  No está demás aclarar en este punto que todos los incipientes escritores que sueñan con alcanzar el éxito proclaman hacerlo a mano, salvo aquellos que ostentan mayores ínfulas o dotes para el exotismo, que dicen aporrear una vieja Underwood o una Remington. Lo del ordenador es una vulgaridad que sólo puede permitirse confesar quien ya ha alcanzado el estatus de escritor consagrado por nivel de ventas y apariciones públicas, miembro de número del sanedrín de las letras.

            Un muestrario de posibles respuestas a dichas preguntas tendría que incluir, sin duda, algunas de las siguientes perlas: escribo para lograr salir en televisión, para ser famoso y conceder mil entrevistas tras el parto de cada uno de mis libros; para ser jurado en los premios literarios, después de haber cazado yo mismo esas liebres; para pontificar como tertuliano en la radio y ser reclamado como columnista por los periódicos, pudiendo así opinar de todo sin saber de nada (que es una de las experiencias más orgásmicas que existen); para ocupar el sillón más chulo y más chachi de la Academia, el de la letra che; para que los políticos babeen por hacerse una foto a mi lado después de que me den el Nobel de Literatura, para qué vamos a andarnos con falsas modestias…     

            Son poderosos reclamos para despertar vocaciones, a qué negarlo. Los aspirantes a literatos profesionalizados suelen estar vacunados contra la falta de pragmatismo y los idearios trasnochados. Vaya, que si nuestro encuestado candidato a escritor exitoso tuviera que reescribir o plagiar esa suerte de poética que Vicente Aleixandre tituló «Para quién escribo», un solo verso le bastaría para resumir sus postulados, con este comienzo y colofón: escribo para mi público, digo, espectadores y televidentes.

            Como es lógico, el lector (el exigente y maduro lector, se sobrentiende) no tiene vela en este entierro. En estas exequias se puede prescindir incluso del propio muerto, es decir de la literatura.

            Escribir, y hacerlo bien, ahí es nada. Una de las ocupaciones más solitarias y obsesivas que uno pueda imaginar, un trabajo de corredor de fondo que, a pesar del tesón y las muchas horas empleadas, no garantiza el nacimiento de vástagos cuerdos y sanos, ni el logro de unas páginas que no nos avergüencen en demasía, no digamos ya de una obra maestra. La paradoja está en retirarse, en huir y apartarse del mundo, buscando o sufriendo toda esa soledad implícita a tan raro quehacer, sin más propósito que el ver recompensada esa dedicación posteriormente con el incordio de ser  reconocido por la calle, o con alcanzar a hablar en una tribuna o en los medios, o con el calor humano de pequeñas multitudes, en epifanías de feria y grandes superficies, como revancha por todo aquel aislamiento padecido antes. 

            Recuerdo ahora una reseña dedicada por el mallorquín José Carlos Llop (uno de los mejores poetas vivos que conozco, dicho sea de paso) a Patrick Modiano en el suplemento cultural de ABC. Allí se calificaba o definía a éste como «un escritor que escribe». ¿Y qué singularidades posee esa rara avis del escritor que escribe? Según Llop, el no asistir a festivales, el no dar conferencias, el no postularse apenas en nada que no tenga relación con su mundo…

Modiano, nos dice, nunca ha ido por ahí ejerciendo de escritor, esa obligación para mantener en la memoria colectiva la existencia si no de unos libros, sí de su posibilidad; o de uno mismo como metáfora un tanto ridícula de la propia obra.

 

Julian Gracq (Louis Poirier)

Fotografiado por H. Cartier Bresson

 

             De todo eso huyó también Louis Poirier (1910-2007) que compartía esa extraña opinión de que un escritor debe dedicarse a escribir, y no al cultivo de un personaje para si mismo que pueda eclipsar a la propia escritura. Claro está que a este francés no le gustaba el circo literario, con todos esos contorsionistas, tragadores de sables y sonrientes payasos tristes. De hecho Poirier fue siempre un anodino profesor de instituto, y para firmar los libros que le darían fama literaria se refugió en el uso de un seudónimo, JULIEN GRACQ, fruto, según desvelaría el propio Louis, de la curiosa mezcla del Julien Sorel de «Le Rouge et le Noir» de Stendhal y del nombre de aquellos reformistas de la antigua Roma, los hermanos Graco.      

            Julien Gracq llegó a ver publicada su obra completa en Gallimard, que lo incluiría -cosa inaudita, sin palmarla previamente- en el santoral de la  «Bibliothèque de la Pléiade». Sin embargo, rechazó su ingreso en la Academia Francesa y el mayor premio literario galo, el Goncourt, con el que pretendían galardonar en 1951 su novela «Le Rivage des Syrtes». Siempre consideró que esas cosas distraían al lector de la obra en si misma considerada, que era lo único por lo que pretendía ser juzgado y valorado el discreto Louis Poirier, desapareciendo él mismo detrás de sus páginas.

 

La portada original de «La litterature à l´estomac»

en la edición de Jose Corti de 1959

 

            Hace sólo unos meses la joven y prometedora editorial Nortesur tuvo el acierto de publicar en castellano La literatura como bluff, un opúsculo escrito por Poirier, es decir Gracq, en la Francia de los años posteriores a la segunda gran guerra del siglo XX, pero que dada su sorprendente actualidad uno podría suponer concebido en este 2010 nuestro. Vería la luz concretamente en 1950, en las páginas de «Empédocle», la revista que dirigía Albert Camus, con el título original de «La Littérature à l´estomac», en evidente referencia a determinada literatura que algunos querían hacerle (y hacernos también hoy) tragar a toda costa. Los editores españoles (o la traductora) se han inclinado aquí por lo de BLUFF, ese neologismo inglés que se coló primero en la lengua francesa y luego en la española. Bluff, el María Moliner ya venía definiendo el palabro en cuestión (antes que la R.A.E. lo aceptara) como «cosa que asombra, admira o atrae el interés de la gente sin tener realmente mérito o importancia para ello.».  

             Leer «La literatura como bluff»  es penetrar en un sugerente territorio llamado Gracq, sentarse frente a un exquisito conversador y dejar que nos contagie, con su bien hilado discurso, de lúcida rebeldía, del virus de su enojo; un enojo más que justificado, pues alguien trata de darle (de darnos) gato por liebre:

Cuando el placer literario se desengancha cada vez más del deleite solitario y sentido para socializarse al máximo, para convertirse en perpetuo intercambio de señas de reconocimiento, en placer-reflejo, en sistema para unirse a una colectividad en movimiento y, en último término, para convertirse en buenas palabras, la presión multiforme que nos oprime por todos lados consigue que acabemos por ver (en el sentido literal de la palabra) aquello en que de verdad se plasma, consigue que no veamos en realidad sino la moda del día, lo que se lleva, y sus aspectos monstruosos, grotescos, aberrantes.

No sabemos -nos dice también Gracq en su librito- si hay una crisis de la literatura, pero salta a la vista que existe una crisis del criterio literario

            Y añade más adelante:

Ese público desorientado, intimidado, que se resiste al máximo a usar su capacidad para opinar, él, el muy indigno, cuenta pese a todo (…) con una defensa: por muy poco decisiva que le parezca esa práctica (ya que las decisiones las toman en otra parte), al menos no ha perdido la costumbre de leer. Pero hete aquí que se le viene encima, para alterarlo y desconcertarlo todavía más, el reflujo de la reacción, menos auténtica aún, pero convincente por su número, de otro público: el público que no lee. Es lícito suponer (resulta difícil comprobarlo) que hace unas cuantas décadas las personas que no leían no influían aún en la reputación de los escritores, aunque no fuera más que por esa misma razón de que, al no leerlos, no disponían de ningún otro medio para ni tan siquiera sospechar que existiesen.

 El escritor de hoy -diagnostica nuestro autor-, con independencia del rango que le otorguen como artista la crítica ilustrada o sus pares, más allá del círculo de personas que leen, existe (o no existe) de forma mucho más determinante como estrella en el círculo de personas que no leen. (…) Porque el escritor dispone hoy en día de mil formas de mostrarse que, en muchas ocasiones, tienen un alcance infinitamente mayor que sus libros, resulta que su colocación es infinitamente más rápida si tira por otros caminos que no sean el de la absorción despaciosa y la digestión lenta de una obra escrita para un público no siempre hambriento (…) La mirada que se posa en el rostro de un personaje famoso lo ve, incluso a su pesar, como cubierto del sutil barniz que toma del calor de los miles de ojos que se abrasaron en él.

             Asistimos, nos dice Gracq en resumen, a

una transmutación extraña de lo cualitativo en cuantitativo que obliga al escritor de hoy a ser la representación, como suele decirse, de una superficie, a veces incluso antes de tener talento.

 

   Julian Gracq

en un dibujo de Hans Bellmer 

 

             ¿Y los críticos literarios?  El juicio de Julien Gracq es también inapelable:

ya nadie explica nada, sólo se alinea.

            La crítica, cuando pienso en la variopinta familia que se aglutina bajo ese apellido, se me viene siempre a las mientes aquel cuadro del genial Bruegel el Viejo expuesto en el napolitano Museo Nazinale di Capodimonte, donde un ciego guía a otros ciegos, camino de un hoyo que ninguno de ellos puede ver, como en la parábola bíblica. Por mi parte, como otros muchos lectores, prácticamente me olvidé ya de leer a los pedantes, a los chismosos, a los sectarios y a los pesebristas; con lo que, tras el espulgo, nos queda un mínimo número de reseñadores literarios a los que dedicar unos minutos. Así pues, a la hora de elegir lecturas, seguiremos dejándonos llevar principalmente por nuestro propio instinto, o por el elogio de una obra que de cuando en cuando descubrimos en la cita de algún autor de nuestro gusto, una invitación tácita que no cabe rechazar. Un buen libro siempre conduce a otro u otros libros que le sirvieron de alimento, que se adentraron antes en el corazón del escritor.

            Doctores tiene la Iglesia, sí, pero ya casi nadie explica nada, sólo se alinea. Dónde hallaremos emuladores de, pongamos, un Cyril Connolly; capaces de hacer salir de la oscuridad y la confusión a las páginas de la crítica, a esas páginas que se supone van a servirnos para educar nuestro avinagrado paladar y hacernos de lazarillo, entre las tinieblas, al enfrentarnos al enorme hacinamiento y el tótum revolútum de la inabarcable letra impresa.

            Al concluir la versión española de «La Littérature à l´estomac», panfleto o purgante estomacal destinado a los lectores franceses de 1950, uno juraría que Gracq pergeñó este texto ayer mismo, para nosotros, para hacernos salir de nuestra ataraxia.

            «La literatura como bluff», no hay libro más actual. Si no me creen, dedíquenle una noche, y luego enciendan la televisión, pongan la radio, abran los periódicos… Salgan, y echen un vistazo a buena parte de la mercancía que surten los libreros, averigüen de forma discreta el título y la ralea del ejemplar en cuya lectura anda enfrascado ese joven universitario que está tendido sobre el verde del campus; interróguense sobre esa confabulación de clones, sobre el porqué de esa misma portada, mil veces repetida, bajo tantos brazos, omnipresente en el ligero equipaje de quienes leen en el metro, salpicando paisajes de playa, sobre las toallas de los bañistas; encima de cualquier mesa, a medio leer, en casa de nuestros propios vecinos y parientes…;  atisben de reojo el nombre del prolífico autor del libro que sostiene esa señora, la misma que agradece el tibio sol primaveral sentada en la terraza de aquel céntrico establecimiento que tanto nos place; esa dama de porte distinguido que toma café, fuma y pasa las páginas en la mesa de al lado, sin otorgar más importancia a lo que lee que a esa revista de colorines que tomara en sus manos hace unas horas para asesinar el tiempo, mientras aguardaba su turno, esperando a que el peluquero pusiera color, volumen y concierto en su cabeza.

            No hay nada de original en esta situación, sino el repetido mal del que ya nos advertía, unos cuantos siglos atrás, Montaigne en sus «Essais»:

Gran desgracia es haber llegado a una situación en la que la mejor prueba de la verdad sea la multitud de creyentes, con un gentío en el que los locos superan tanto en número a los cuerdos.

 

La máquina de escribir

de Fernando Pessoa

 

 

8 comments.

  1. Avanti!!!

    Q.-

  2. […] ] “La literatura como bluff, no hay libro más actual.” [ .. ] Carmina. Blog literario, La literatura como bluff. Por Enrique Martín […]

  3. Mucho me alegra esta referencia a Gracq, un exttraodnario escritor. ¡Felicidades por esta refrencia!
    http://misiglo.wordpress.com/2009/10/04/transformacion-y-contemplacion/
    Un saludo coirdial
    JJP

  4. http://www.editorialnortesur.com/beta/libros/la-literatura-como-bluff.html

  5. LINK ACTUALIZADO: http://www.editorialnortesur.com/libros/la-literatura-como-bluff.html

  6. Buenas tardes,
    Te invito a ver una serie de collages que titulé “Contra Pessoa”
    http://www.youtube.com/watch?v=cnbnSHBlyyM

    Así como dos libros de artista (ejemplares únicos) como homenaje al autor del “Libro del desasosiego”

    http://www.peresalinas.com/libros-artista/PEQUE%D1OS/2009.htm

    Espero que sean de tu agrado.

    Un cordial saludo.

  7. Pere Salinas,

    No están sino muy bien esos libros que editas, esos collages, tu web…

    Gracias por visitar CARMINA.

    L.

  8. Pere:

    Tus creaciones no tienen nada que ver con lo BLUFF. Me alegra que hayas querido compartir con nosotros tu pintura poética, y traernos con ella a CARMINA la hermosa voz de Teresa Salgueiro, que siempre se agradece.

    Esos libros tuyos son pequeñas joyas. Al adentrarse virtualmente en ellos, uno sueña con poder alargar la mano a través de la pantalla y acariciar las texturas de esas páginas consagradas a Pessoa, a Hölderlin/Scardanelli…

    Cierto, la pintura puede ser poesía muda y la poesía una pintura parlante, como recordaba citando a Simónides el personaje de la tercera parte de mi PIERO: http://carmina.ekiry.com/?p=16695

    Un cordial saludo.
    EMF

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