ÁNGEL MONGE PÉREZ Y LA HACIENDA DE LOS ÁNGELES VIEJOS. De la serie «Historias de vidas» por Olga Duarte Piña y Lauro Gandul Verdún, 2006

 
 
 

Espadaña y torre

Espadaña y torre de la Hacienda de los Ángeles
(Foto: Olga Duarte Piña 2006)

 
 
 

Leyendo al Padre Flores parece que el origen de esta Hacienda de Los Ángeles Viejos está en un suceso extraordinario que aconteció a Fernando III el Santo: «a distancia de una milla» de Alcalá «fue arrebatado en éxtasis, apareciéndosele la Virgen María Madre de Dios, acompañada de coros Angélicos y de Santos, animándolo y prometiéndole su favor y auxilio». Por este hecho el Santo Rey en 1249 funda en el lugar «un convento de San Francisco con advocación de los Ángeles».

   Sin dejar las Memorias Históricas de don Leandro nos encontramos con que  cuenta que los franciscanos «claustrados» allá por 1534 estaban próximos a su expulsión, y habían de entregar a los «observantes», de la misma orden, los conventos que aún conservaban, todo ello por mandato de Carlos V, «mas para que tuviesen algunos domicilios hasta que se fuesen acabando con el tiempo, les concedió para su morada entre otros este convento de Los Ángeles de Alcalá en el que se quedaron». Tal vez aquellos franciscanos viejos y seráficos, precaristas en sus moradas, sabedores de que no los desahuciaban porque no era mucho el tiempo que les restaba, parecieran a quien puso el nombre del sitio unos ángeles viejos.

   El edificio pasó de convento a hacienda de aceite, de los franciscanos a los jesuitas, y a la Casa de Alba tras la desamortización de Mendizábal. A principios de los noventa la Hacienda de Los Ángeles Viejos llevaba décadas abandonada y en ruinas, pero siete siglos y medio de historia no habían conseguido acabar con ella definitivamente. Quizá los restos inmateriales de tanta vida ocurrida entre sus nobles muros la mantuvieron lo suficientemente en pie como para que alguien que entró en su patio de labor, por primera vez, un cuatro de noviembre de 1992 todavía pudiera salvarla de su destrucción absoluta, de su desaparición, del olvido.

   Ángel Monge Pérez nace en el municipio aragonés de Jaraba, a orillas del río Mesa, a pocos kilómetros de Zaragoza, adonde se traslada con siete años. Con veintitrés se viene a Sevilla. En 1992 vive en Nervión, que muchos consideran un buen barrio residencial «pero que a mí me ahoga porque han instalado El Corte Inglés y cambia el barrio que tenía una belleza peculiar. Me ahogan los sesenta mil socios del Sevilla todos los fines de semana; me ahoga la EXPO´92 y veo una transformación de la ciudad que no me gusta. La ciudad para mí empieza a ser muy incómoda. Se va configurando como un lugar que no me aporta sino que me resta, fundamentalmente, vivencia interior. En este año yo decido huir de la ciudad. Y busco, busco desesperadamente, un espacio en el campo».

   «Alguien me ha dicho que esta hacienda está en venta. Después de perderme durante horas por los caminos llego aquí un día frío. Un sábado. Nada más entrar en ese patio de labor, yo, inmediatamente, me enamoro del lugar sin necesidad de ver nada más. Ese patio me atrae con un magnetismo brutal. En él me planto y contemplo a mi alrededor las construcciones, su disposición, sus elementos, sus líneas… Siento muchas cosas: el paso de los siglos, el peso de la historia; siento de una manera inmediata lo que este lugar había significado durante mucho tiempo. Percibo almas de gentes, emociones, esfuerzo, sufrimiento, trabajo… Capto de una manera absoluta lo que este espacio ha representado y esa noche ya no duermo, no descanso, tampoco la siguiente; sólo espero a que llegue el lunes para confirmar que el precio que me dicen es el real. Como en ningún momento disimulo mi especial interés por la hacienda ante el vendedor, el precio sube un poco el día del trato. Pero la compro. Ese mismo lunes pongo en venta mi casa, pido ayuda económica a la familia y voy disponiéndolo todo para abandonar la ciudad como lugar de residencia. Me vengo aquí un cuatro de febrero de 1993, justo tres meses después de haber llegado por primera vez, un día muy frío también».

   Aunque a la vista estaba que la instalación eléctrica no funcionaba, que había goteras por todos lados, que todo estaba muy arruinado, que en verdad la hacienda estaba semihundida, que se encontraba en un estado lamentable; a Ángel Monge no le preocupa lo más mínimo. Es la relación con el espacio lo que le importa, pero había que recuperarlo y mantenerlo. En ningún momento se plantea alguna finalidad de naturaleza lucrativa: simplemente quiere conquistar el lugar para poder estar en él. Consiste en un deseo superior, propio de un artista. No en balde, él dice que ésta es su obra, que al no saber pintar, ni apenas ser un buen literato o un compositor de música, su capacidad y su deseo de crear se han concretado en Los Ángeles. Una  pregunta que se hace y a la que no halló, ni halla, respuesta es la siguiente: «¿Cómo es posible que estos sitios con esta belleza y esta armonía tan extraordinarias estén tan abandonados?». La Andalucía rural le había atraído desde la infancia. Cuando viene del norte, viene seducido, sobre todo por esa connotación agraria específica que tiene Andalucía y su repercusión en el conjunto de la cultura propiamente andaluza. A Ángel Monge no le encaja que los andaluces, los sevillanos, no tengan querencia por todo este patrimonio histórico rural, cuyos hitos se encuentran -tarea cada vez más difícil- rodeados además de parajes naturales de una belleza inseparable no sólo de lo puramente biológico o geológico, sino también de unas manos andaluzas que lo han creado generación tras generación.

   «Lo primero que me compro es una  hormigonera y un andamio, son las primeras adquisiciones. Yo solo empiezo a derribar las cosas que están en muy mal estado y a retirar los escombros los fines de semana, y así pasan dos o tres años. En un momento determinado aparece por aquí una persona, una psicóloga suiza, de setenta años de edad, muy culta, que se queda atrapada también por el patio de labor. Desea alquilar un pequeño espacio para quedarse a vivir. Ella vivió aquí seis años, hasta que ya no podía subir las escaleras. Así puede tener un jardinero un día o dos a la semana que, además, me ayuda en los trabajos de restauración. Al poco tiempo aparece otra persona que también quiere venirse a vivir aquí y me alquila otro pequeño espacio. Con ese dinero ya consigo tener a un ayudante fijo que además conoce algo de construcción y empezamos a trabajar. Luego me entero que las haciendas están empezando a ser demandadas para celebraciones y encuentros, y consigo que se empiecen a celebrar en la finca. Ello me permite tener a otra persona fija más y luego vienen los marroquíes. A partir de ese momento llegamos a una recuperación potente de la hacienda, pues eran conocedores de sus propias técnicas tradicionales de construcción, que se mantienen aún en Marruecos y aquí ya no, aunque sí son probablemente muy parecidas a las que aplicaban los albañiles que levantaron este edificio. Recuperamos forjados, cubiertas. Quitamos. Pusimos. Durante más de diez años continúa aquel proceso. Ellos son fundamentales y su contribución esencial. Una buena relación de convivencia y un interés recíproco entre dos culturas posibilita que diariamente salvemos este espacio».

   «Hay una ignorancia de la importancia histórica de estas haciendas y del territorio rural que las rodea. Además hay una dejadez absoluta, una insensibilidad de nuestros gobernantes en general por conocer o querer implicarse en la historia de los pueblos. Yo creo que el gran patrimonio de Alcalá está en el territorio del término municipal de 27.000 hectáreas rústicas y apenas 500 urbanas. Dependiendo de lo que se haga con esas 27.000 hectáreas, de ahí nacerá, una Alcalá diferente, o seguirá esa evolución de reproducción o copia de patrones urbanos, que no responden a modelos concebidos para los seres humanos, que hoy son un fracaso y que ya prácticamente en Europa nadie continúa aplicando».

 
 
 

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