SIEMPRE NOS QUEDARÁ VIENA. De la serie «NOTICIAS DE UN IMPERIO» (Núm. 8). Por Pablo Romero Gabella

 
El tercer hombre (cartel de la película)

Cartel de la película El tercer hombre
Carol Reed
(1906-1976)

 

Viena: zona cero del mito habsbúrgico. El lugar de los lugares, el santuario para los peregrinos creyentes en lo imposible y también para los turistas del paquete Viena-Praga-Budapest («¡por favor, sigan a la señorita del paraguas rojo!»). La ciudad imperial de deseos confesos de vals y kitsch, tal como el mundo pudo ver por tv el pasado concierto de año nuevo, en ese plano contra plano de la bella actriz española y el joven director venezolano;  mientras, tomaban acta de todo ello señoras orientales con kimono a juego.

   El jurista y político Francisco Sosa Wagner en la introducción de una obra de la cual ya sabrán en esta sección, escribe que «las ciudades, como los hombres, son alegres, tristes, lujuriosas o continentes, apacibles o levantiscas…Y desde luego, elegantes y chabacanas. Viena es la elegancia». ¿Y cuál es la razón de esta elegancia vienesa que a todos parece atraparnos?  Dejemos que el profesor Sosa Wagner nos ilustre:

   «Estoy aludiendo a la elegancia como sencillez y, sobre todo, a la elegancia de la generosidad. Porque Viena dejó de ser la capital de un imperio con más de cincuenta millones de habitantes al finalizar la Gran Guerra para convertirse en la capital de un país pequeño con poco más de ocho. Esta amputación verdaderamente drástica y dramática, hubiera enojado de manera irreversible a cualquier otra ciudad, la hubiera amargado… A Viena, no. Viena aceptó esa mutilación y…salió fortalecida…dispuesta a seguir siendo la gran ciudad que fue, a no dejarse arrebatar el cetro del arte y del buen gusto. Sólo una ciudad elegante puede comportarse de esta forma…»

   El Imperio le dio la elegancia y ésta jamás se perdió. Para el profesor y para toda la cofradía de la Cripta de los Capuchinos, la  esencia de la ciudad de los aristócratas, de los burgueses judíos, de los pintores en bata, y de psicoanalistas y músicos que los necesitaban, no ha muerto del todo, a pesar de que en 1938 los nazis extirparan con su brutalidad habitual a toda su influyente comunidad judía, y muestra de ello son los dos cadáveres dormidos de Petrópolis.

   Del mismo modo he encontrado una referencia curiosa en  Doce cuentos peregrinos (1992), la colección de relatos que García Márquez dedicó a su visión de Europa y de los europeos. Y no es baladí que en relato titulado «Me alquilo para soñar», haga la siguiente referencia a Viena, la elegante:

   «Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginar un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva…»

   Viena, la ciudad imperial donde una señora logra un trabajo que consiste en contar sus sueños: toda una declaración de intenciones. Pero a la vez, es la Viena de postguerra, de la verdadera, de la del 45. Mercado negro, espías y una fugitiva. Unos ingredientes que nos son conocidos a todos (bueno, a todos los que aún pensamos que el blanco y negro no es el nuevo naranja guantanamero de la incultura). Me estoy refiriendo a El tercer hombre, la película dirigida por Carol Reed en 1949 con un guión del escritor británico Graham Greene. Y también con la inolvidable música de Anton Karas, con el sonido inconfundible de su cítara que  tiene algo de fado porque es un lamento irónico.

   Un año después se publicó el guión en forma de novela debido a que Greene pensaba que «es imposible escribir el guión de una película sin antes escribir un relato. Una película no depende sólo de una trama argumental, sino también de unos personajes, un talante y un clima, que me parecen imposibles de captar por primera vez en el insípido esbozo de un guión convencional«.

   Para documentarse visitó, junto al director, la Viena horadada por las bombas soviéticas, empobrecida y humillada por la ocupación de las cuatro potencias y donde ya se podía sentir el olor a guerra fría. Para Greene nada quedaba de su supuesta grandeza y mucho menos de la elegancia a la cual se refiere Sosa Wagner. En la Viena postmítica, una vez retirados los oropeles del imperio y de su imitación malnacida del Reich nazi, solo quedaba la desnudez de la geografía urbana. Viena quedó desnuda a sus ojos y allí puso a sus personajes, todos perdedores y que magníficamente interpretaron Joseph Cotten, Orson Welles y Alida Valli.  La geografía vienesa nos quedó marcada en la noria del Práter y en sus enormes alcantarillas, que de tan ordenadas que eran no parecían albergar ninguna pestilencia. ¿Podría ser esto la elegancia de una ciudad?

   Pero volvamos a Greene. Al comienzo de su novela, nos relata la historia —«una historia fea, siniestra, triste y monótona»— el oficial británico Colloway (en la película, lo interpretaba el siempre eficaz Trevor Howard) y nos ofrece el siguiente retrato de Viena:

   «No conocí la Viena de entreguerras y soy demasiado joven para recordar la Viena de entreguerras con su música de Strauss y su encanto fácil y falso; para mí era sencillamente una ciudad cubierta de ruinas sin dignidad…No tengo suficiente imaginación para visualizar cómo fue antes…»

   Sin embargo, muchos —al contrario que el flemáticamente pesimista Colloway— aún seguimos  teniendo la suficiente imaginación para pensar que siempre nos quedará Viena.

 
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«LOS DÍAS CONTADOS» O LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ EN TRANSILVANIA [2ª PARTE]. De la serie «NOTICIAS DE UN IMPERIO» (Núm. 3). Por Pablo Romero Gabella

«LOS DÍAS CONTADOS» O LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ EN TRANSILVANIA [3ª PARTE]. De la serie «NOTICIAS DE UN IMPERIO» (Núm. 4). Por Pablo Romero Gabella

«LOS DÍAS CONTADOS» O LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ EN TRANSILVANIA [4ª PARTE, Y ÚLTIMA]. De la serie «NOTICIAS DE UN IMPERIO» (Núm. 5). Por Pablo Romero Gabella

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