INCENDIO DEL TEMPLO DE JERUSALÉN. Por José Manuel Colubi Falcó

 

Destrucción del templo de Jerusalén
Nicolás Poussin
(1594-1665)

“Amigos, he perdido el día”, dijo Tito, según Suetonio, en una cena al recordar que ese día no había hecho favor a nadie. Este Tito mandaba la fuerza que incendió el templo de Jerusalén el 29-VIII-70. F. Josefo lo cuenta así:

             «Tito se retiró a la [torre] Antonia, decidido a atacar, al día siguiente, bajo la aurora, con toda su fuerza y dominar por todos los lados el templo. La divinidad desde antiguo lo había condenado al fuego y ya era presente el día designado por el Hado en el decurso de los tiempos, el décimo del mes Loo, en el que también antaño fue incendiado por el rey de los babilonios [586 a.C.]… Entonces uno de los soldados, sin esperar la orden y sin miedo a empresa de tal magnitud, sino haciendo gala de un ímpetu demoníaco, coge un tizón de la madera que ardía y, levantado por un camarada de armas, arroja el fuego por una portezuela de oro por la que se tenía acceso, desde la escalera norte, a las estancias de alrededor del templo. Habiendo prendido la llama, se produce un griterío de los judíos… y corrían todos a su defensa, sin mirar por la vida ni escatimar fuerzas… Uno a la carrera lo comunica a Tito, y éste, que descansaba en la tienda, dando un salto, corrió como estaba hacia el templo para impedir el incendio… Había griterío y tumulto… el César con la voz y con la diestra hacía señal a los combatientes de apagar el fuego, pero no oían sus voces pues tenían presos los oídos por un griterío mayor y no se fijaban en las señas de la mano, ocupados unos en combatir, otros, en la cólera. Ni exhortación ni amenaza detuvo las iras de los que corrían hacia allí, sino que la pasión era el general de todos. Empujándose en las entradas, muchos se pisoteaban entre sí, muchos sufrían las desgracias de los vencidos en las ruinas de los pórticos, calientes aún y desprendiendo humos. Situados ya cerca del templo, fingían no oír las órdenes del César y animaban a los de delante a arrojar fuego… Los más del pueblo, gente débil e inerme, era degollada allí donde se hallaba, y alrededor del altar se acumulaba un montón de cadáveres… César, como no era capaz de dominar los ímpetus… y el fuego mandaba… llegado al interior, contempló lo Santo [de los Santos] del templo… y como la llama no había llegado aún dentro… pensando que podía todavía salvar la obra, salta afuera e intentaba exhortar a los soldados a apagar el fuego, y ordenó a Liberalio, centurión de sus lanceros, rechazar a palos a los insubordinados.» En vano.

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