RAMÓN GAYA. Por Enrique Martín Ferrera

 

Nada tan presuntuoso como la ignorancia, ni tan falso como el arte pretencioso que deja a un lado la humildad eterna del arte y se empina sobre zancos que no son pies ni tocan la tierra ni lo humano.

José Antonio Muñoz Rojas

«Dejado Ir»

(Anotación de 18-5-1979)

 

Las grandes obras son las que no son jaulas de cosas, sino nidos, nidos de donde nace y se levanta mucha más vida que la depositada en ellos.

Ramón Gaya

«Insistencias»

Ramón Gaya en Venecia
Foto: Juan Ballester
 

Hoy, 10 de Octubre de 2010, se cumplen cien años del nacimiento de Ramón Gaya.

Hay artistas limitados, cultivables como ciertas setas, artistas de vuelo gallináceo, artistas que se dejan arrastrar cómodamente por el viento de turno de los tiempos. Su luz, si alguna vez brillaron, es tan efímera como el manifiesto de moda que suscribieron. Pero existe, afortunadamente, otra minoría de artistas, de artistas plenos, flores agrestes, que buscan el milagro, lo intemporal e inagotable de la creación, al consagrarse a su arte. Y lo hacen a pesar de que ello suponga, además de sacrificio y dolorida aspiración,  nadar contracorriente; aunque el camino sea pedregoso, aunque haya que volar cual «pájaro solitario»… Gran pintor y enorme escritor -su escritura resulta sorprendentemente tan límpida y gozosa como su pintura-, Ramón Gaya es una de esas aves no gregarias que pertenecen, sin duda, a la segunda categoría citada: la de los creadores hondos, trascendentes, tocados por la gracia, dotados de una especial sensibilidad, esa sensibilidad que nuestro artista consideraba «el buen don de unos dioses…menores, pero que  no es algo a ejercer, a explotar, sino a ir…siéndola, llevándola buenamente, y nada más. Sin presumir.» (Rf. Diario de un Pintor – apunte de 26-4-1953, París)

Toda la obra de Ramón Gaya es por naturaleza propia un incondicional a la Pintura, afirmación de su presencia y su posibilidad, de su continua resurrección frente a la barbarie y el ruido, contumaz recordatorio de la misión espiritual del hacedor.

La Lámpara
Ramón Gaya
Habitación del artista
Méjico

1955

 

Bien significativa, respecto a sus pretensiones en cuestiones artísticas, resulta la cita de los Dichos de Luz y Amor de San Juan de la Cruz que eligió para encabezar su insuperable ensayo sobre Velázquez: «Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.»

En otro trabajo suyo de 1975, Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica), nos dice el pintor: «El arte creador -no el arte artístico, pues éste es más bien, como se sabe, una simple prueba de talento, de ingenio, incluso de genio algunas veces-, el auténtico arte creador, hacedor de criaturas, es siempre un acto natural, un acto original, un acto principio, y quiérase o no,  sagrado, es decir fatalmente emparentado con la religión, pero…sin serla.»

Tanto pintando como escribiendo, Gaya siempre huyó de la petulancia, de la retórica, de la charlatanería, de los ropajes superfluos, de las ocurrencias ingeniosas, del adorno innecesario, de los decorados, del galimatías hueco, de las mixtificaciones, de la mentira… En suma, lo que él despreciaba eran esas cualidades tan al uso, hace tiempo, en el moderno laberinto de la estética contemporánea.

Las Meninas
(Homenaje a Velázquez)
R.Gaya
1996
 

En  El Taller de la Gracia de Juan Pedro Quiñonero, que tanto y bueno viene regalándonos, en páginas memorables, sobre su paisano, el pintor de Murcia, podemos leer: «A través de su obra escrita, Gaya también nos recuerda, así mismo, otra cosa esencial: el Museo clásico tiene algo de casa del ser de un pueblo. Sin el Museo del Prado, dice Gaya, España sería algo mucho más deshilachado,  absurdo, incomprensible.»

La pinacoteca madrileña atesora algunas de las pinturas más queridas -y homenajeadas- por el artista murciano. Por eso, no es de extrañar que en aquel mismo ensayo ya referido (el dedicado a la naturalidad del arte) completara Gaya su declaración de principios artísticos, mirando atrás y compartiendo esta reflexión en la que se rebela contra la deriva de sonambulismo y sordera que aún hoy aqueja al Arte: «La decisión que se tomara, al empezar el siglo XX, de procurarnos a toda costa un arte…en sí mismo, desasido, desentendido de la realidad -un arte inventado, ideado, imaginado, fantaseado, colocado encima, pegado encima, puesto, superpuesto, postizo, añadido, o sea, un arte, cuando mucho, pergeñador, confeccionador de cosas-, pudo parecer entonces, hace setenta y tantos años, una vívida acción purificadora, salvadora, que nos libraba para siempre del tontísimo y tristísimo realismo, pero nos damos cuenta hoy, a la vista de tanta basura artificial como ha ido acumulándose, que era tan sólo una decisión estúpida, y también, quizá, un tanto…satánica, juguetonamente satánica, de un satanismo estéril, infantil, pueril.»

 

Ramón Gaya ante «Las Hilanderas» de Velázquez
Foto: Juan Ballester, 1992
 

Lejos de emplear sus días en esos frívolos juegos artificiales, Gaya, como aquel pájaro del que nos hablaba San Juan de la Cruz, se iría a lo más alto, solo, poniendo el pico al aire, resistiendo con firmeza y fe los embates de los múltiples vientos de vanguardias y moderneces, tirando por un sendero donde los demás sólo veían maleza y espinos, por la vieja senda que una mayoría, ciega y domesticada, juzgó como un acto y un empeño absurdos: un querer trillar los campos ya agostados del realismo. De nuevo el eterno malentendido, pues para nuestro pintor «la realidad no es más que un punto de partida, pero no hacia una estilización, sino hacia una trascendencia.»

Gaya sólo aspiraba, estaba obligado, a la naturalidad, a la verdad más honda, al misterio sacro de esa criatura que es la obra de creación viva, ese venero inacabable al que siempre se puede regresar para saciar nuestra sed de eternidad; a esa obra a la que el artista trata de ir sin violencias, poco a poco, desnudando y mostrando por fin el alma de las cosas, para hacerla suya y habitarla. A esa búsqueda de un mundo propio, al hallazgo de la obra redentora, se refiere Ramón Gaya en uno de sus sonetos, donde trata de hacerse comprender por los demás a través de la poesía. Escúchale, es su corazón quien te habla y, luego, olvida las palabras y sólo siente, aquello que te susurraba esa voz por dentro, cuando te asomes al brocal de sus cuadros y te aventures empozándote sin miedo en el universo vivo del pintor, todo luz y levedad, que sigue latiendo en su pintura.

Ramón Gaya leyendo su poema «De Pintor a Pintor»
en un museo que lleva su nombre
Murcia
18 de mayo de 2001
 

DE PINTOR A PINTOR

«El atardecer es la hora de la pintura.»

Tiziano

Pintar no es ordenar, ir disponiendo,
sobre una superficie, un juego vano,
colocar unas sombras sobre un plano,
empeñarte en tapar, en ir cubriendo;

pintar es tantear -atardeciendo-
la orilla de un abismo con tu mano,
temeroso adentrarte en lo lejano,
temerario tocar lo que vas viendo.

Pintar es asomarte a un precipicio,
entrar en una cueva, hablarle a un pozo
y que el agua responda desde abajo.

Pintura no es hacer, es sacrificio,
es quitar, desnudar; y trozo a trozo,
el alma irá acudiendo sin trabajo.

 

Ramón Gaya en el hotel de la Rue Bonaparte
Foto: Isabel Verdejo
París
1995

3 comments.

  1. […] -Juan Ballester anima con fidelidad y sabiduría el blog de referencia, Ramón Gaya. -Enrique Martín Ferrera publica en Carmina su Ramón Gaya. […]

  2. […] su centenario, muchos coinciden en varios y excelentes homenajes a su figura: libros , páginas , comentarios y […]

  3. Un placer, Enrique, coincidir en la evocación de un gran artista.
    Un abrazo.
    José Julio

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