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UN ALIENTO DESDE EL DESORDEN (CON DIBUJO DEL AUTOR). Vicente Núñez

 

Cuando, con ocho años, aquella provecta dama inglesa de los Baños del Carmen me dijo: «Visente, has una fogtificasión», quedé deslumbrado. Muchos antes, palabras como alhucema, troje, alcuza o tizne, por el acuse alentador con que penetraban en los corredores de mi ensueño, me revestían de una carne que sonaba desde una lejanía reencontrada, y que ya nunca se apartaría de mí. Regresaba yo entonces a un reino antiguo mío a través de la palabra devuelta, portando el trofeo de una carga y la luz infranqueable de una conquista.

            Muy pronto me di cuenta de que una construcción ontológica por la palabra sólo podía tener desarrollo dentro de relaciones vacías y que mi vida se derrumbaba como un muro de trapo a medida que se instalaba dentro de ella una aridez métrica y ácida que disolvía en anillos dispersos la última razón amorosa de mi existencia. Atrapado en ese discurso, mi agitación ofensiva se convertía en canto. Un aliento desde el desorden.

            Odié los encadenamientos y las tipificaciones de las escuelas poéticas. Porque me parecían firmes derrumbes consentidos y engendradores de culpa. La humillación que supuso atravesarlas me trajo el conocimiento de lo que debía desdeñar.

            Yo no sabía deslindar del todo los términos de pérdida y conquista. Si la imaginación poética era una huida ¿a qué incógnito territorio nos trasladaba? El lenguaje nunca poseerá más libertad que la huida, pese a Shelley. La belleza no nos redime de la insumisión. El hombre verdadero reside en la oscuridad de la luz. Es el debate entre lo honesto y lo veraz… Una educación no represiva es muy peligrosa para la poesía.

 

COLOQUIOS (25): «EN EL ANIVERSARIO IX DE VICENTE NÚÑEZ» (con dibujo del poeta, y 2). Gabi Mendoza Ugalde

 – Voló en Ronda.

– ¿Con ala delta?

– No. Se limitó a mover los brazos.  Todos lo vieron, y lo contaron después: Voló treinta metros. Fue fácil para él porque es un ángel. 

COLOQUIOS (24): «EN EL ANIVERSARIO IX DE VICENTE NÚÑEZ» (1). Gabi Mendoza Ugalde

– Vicente es siempre todavía.

Vivir es ver pasar.

– Azorín ya es Vicente. Machado, tampoco.

VICENTE NÚÑEZ. Fotografía de Olga Duarte Piña 2000

CAPRICHO ANDALUZ. Vicente Núñez (texto y dibujo)

El juglar

 

No había superado ese drama íntimo de la muerte de mi madre, y de otras ausencias, y me refugié en mi exilio interior y real de Poley.

             Andalucía es más profunda que el teatro; es el epigrama, la campiña; es la siesta; es el calor y el agua; es el delirio de que puedan aparecer los dioses y nos conviertan en inmortales.

            El andaluz está atravesado de intuiciones y vive improvisando, como un bailaor. El andaluz no es guitarrista: es la guitarra. Andalucía es eternal, semidéica. Por eso la autonomía no nos ha dado nada: los políticos no saben nutrirse de lo hondo. Los políticos sólo saben abastecerse de lo superficial y, claro, ocurre que Andalucía tiene también, infinitamente, más superficialidades que cualquier otra autonomía. Pero los políticos no entienden lo hondo, no entienden la seriedad y la corporeidad racial del andaluz, que es nuestra medalla. Nos inundan con su orientalismo exagerado de Sherezade, pero Andalucía está necesitando otra vez una Tartessos que nos limpie la mierda de tanto marraneo sacro-árabe… El andaluz es Roma viva. Necesitamos que nos limpien de ese arabismo que se inventaron los viajeros románticos para vender un pre-turismo… Necesitamos… Aquí tenemos el duende, que es un fatum que nos une al Destino: un Sino. Y tenemos el ángel, que es el don, la gratitud, aquello que se da sin merecimiento. Tenemos el idioma: una clase congénita que nos impide despegarnos del idioma. El idioma es nuestra alcurnia. Andalucía es selecta porque todo lo exterior lo resiste muy bien. Tenemos el cante, que es la vivencia artística anterior a la literatura. Tenemos el don de no hacer nada y llamarle a eso trabajo, que es lo propio del andaluz poeta. Porque los andaluces trabajan más que los catalanes: pero, además, sueñan. Tenemos tantas cosas que Madrid, España entera, es un capricho andaluz.

             Nos pesa la ancestralidad. Los andaluces somos macetas ancestrales. ¿Para mal? No: la ancestralidad es motor y refugio. Cura, protege y alienta. Pero es verdad que Andalucía es tan importante que, por eso, políticamente es una mierda. ¿Quién le mete mano a un viejo de tres mil años? Mas, no importa. Pese a todo, Andalucía es lo futuro. La historia andaluza aún no ha empezado. Andalucía es la futuridad.

EL HAZ DE LUZ DEL FOCO. Vicente Núñez

 

¡Claro, el mundo es chaplinesco! ¡Es cinematográfico y, por eso, éisensteniano, porque Chaplin nos demostró con su comportamiento ante las cámaras que era similar a toda la doctrina corpuscular de Heisserberg! Esa teoría consistía en que la materia se modifica, se esconde ante el ojo del observador, que era lo que hacía Chaplin.

             El cine y la literatura son mitos y tienen la liturgia del atrezzo, de la ciudad de papel, de la ciudad de cartón… Hollywood… Pero son más rito que liturgia, por lo tanto modificables. Se pueden modificar todas las liturgias, pero el rito queda entero y desnudo reclamando liturgias nuevas que constaten la perennidad de lo que el ser humano sólo puede ser: teatro.

            El cine es la piel: la literatura nunca es piel. Se es cine en tanto se es corazón, hígado, farola… Somos cine porque somos piel y el que no tenga piel no tiene cine, ni espiritualidad, ni transcendencia siquiera. Quien no conecta con la luz no conecta con el cine.

            El haz de luz del foco es un magma lleno de promesas y futuro. Hay que acercarse a ser sorprendido por el haz lumínico. Y el haz me hará real en el ensueño de la penumbra.

            De pequeño, durante las proyecciones del Pathe Baby, que a mí me filmaban mucho en casa, alzaba la mano para que me penetrara el haz del foco como a Santa Teresa de Dios. Tengo recuerdos del cine desde los tres años y suelo decir que yo hago cine aunque, en realidad, no he rodado nunca una película. Tampoco necesito hacerla: ya las grabo en mi cabeza.

PICASSO O LA MIRADA DE POLIFEMO. Vicente Núñez

VICENTE NÚÑEZ. Dibujo de Luis Caro 1991

VENTA DE «REVIENTA» (Monturque). Vicente Núñez

Qué actitud cinematográfica, qué desconocimiento de sí mismos en su rusticidad. Si posaran, ya no sería lo mismo. Esta venta es un enclave altamente vital y literario; aquí la vida es tan densa, tan real, tan autóctona, que necesariamente se convierte en sintaxis, en narrativa, y he dicho siempre, dieciocho años llevo frecuentando el sitio, que el enclave me recuerda a mis maestros John Dos Passos y Faulkner… Los silos, la carretera de concreto, el cruce de caminos, la maquinaria agrícola de color amarillo, la actividad del grano, todo pleno de vida y de literatura, ambas ignorándose. La literatura, si no encuentra esos focos prototípicos de nutrición, vale poco. 

INTRUDER IN THE DUST (1949) de Clarence Brown

EL LÁTIGO EN LOS LABIOS (UN DIÁLOGO REAL CON VICENTE NÚÑEZ). Texto de Jesús Ferrero y fotografía de Olga Duarte Piña

En Monturque, 2000

—En un lugar de La Mancha que ya no pertenece a La Mancha, es decir: en Madrid, conocí el extremo dolor, Jesús, lo conocí. Pero eso quedó en el pasado, que es la región de la muerte. En cuanto volví a Andalucía volví a recobrar el extraño y familiar sabor de la vida.

Así me hablaba en Aguilar de la Frontera el poeta Vicente Núñez poco antes de su muerte, y bien puedo decir que su personalidad sibilina, unida a un casi inconcebible sentido de la hospitalidad, dejaron en mí una huella imborrable que me va a acompañar siempre, por eso me veo ahora en la necesidad de trasmitir el complejo mensaje que me legó en varias horas de intensa conversación con él.

Nada más llegar a Aguilar de la Frontera, encontré al poeta en su taberna habitual: un establecimiento frecuentado por los hombres del pueblo, en una esquina de la Plaza Mayor. Los que hayan estado allí reconocerán que es una de las plazas más originales y extrañas de Andalucía. Se trata de una edificación octogonal y alucinantemente blanca, que se abre al visitante como un mandala, y que desconcierta mucho a la mirada, en parte porque, tratándose de plazas, la mirada está mucho más habituada a los cuatro lados que a los ocho. Ocho lados resultan una exageración que tiende a desorientar. Vicente Núñez lo explicó mejor en un poema, donde viene a decir que esos ocho lados “ya sólo apuntan a un exceso, a una febril idea métrica. Ya sólo tienen una insólita meta radical: equivocarse.” Equivocarse o equivocarnos, haciendo que de pronto nos sintamos en un lugar que de tan sorprendente parece un no lugar.

Y bien, bajo los arcos de esa plaza, en la taberna que ya menté, hallé sentado a Vicente Núñez. Su aspecto era el de un personaje alejandrino y kavafiano, trasportado a la campiña cordobesa, caracterizada por la amable sucesión de las colinas de color ámbar gris, llenas de vides y olivos. Vicente iba bien peinado, llevaba una chaqueta oscura y varios anillos de oro blanco en una mano, y fumaba innumerables cigarrillos negros, de factura española. Su voz, honda y quebrada, retrataba a un fumador empedernido y a un notable bebedor, pero también a alguien que sabía hablar al mismo tiempo (y entrelazando dos registros enemigos) desde la lucidez de la experiencia y desde el calor de un corazón tragicómico, dotado de un sentido del humor muy irónico, que le permitía usar la lengua como un látigo finísimo, y nunca como una tralla. Nobleza obliga.

Una de las primeras sentencias que formuló Vicente en aquella taberna ubicada en el interior de un octógono fue bien simple:

—La fama es infamia.

Supe que había algo parecido a un autorretrato invertido en esa formulación. Conocía pocos poetas tan poco famosos como Vicente. Cualquier miserable perpetrador de cuatro versos tristes era más conocido que él. En cualquier lugar, en cualquier provincia dejada o no de la mano de Dios, cierto, pero también en Madrid y Barcelona, podías encontrar a cientos de personas y personajes exhibiendo sus libros de versos o sus novelas, componiendo, todos juntos, un himno aburridísimo a la falta de sustancia,que viene a ser casi el único argumento de nuestra época, donde ya siempre la fama es indicio de infamia. Por razones que él me explicó con precisión y a la vez con vaguedad, Vicente se retiró a su pueblo y renunció a cualquier forma de relación con la fama, y en parte también con la infamia, tras un período en Madrid en el que su entrega al amor le produjo una honda corrosión. Daba la impresión de que se había sentido sin suelo y sin aliento.

Desde entonces habían sido raras las ocasiones en que había dejado su pueblo, circunstancia bien rara en una persona como Vicente, de sexualidad filogriega. Luego me comentó que a él no le gustaban los efebos de la época clásica. No, a él le gustaban los muchachos de tipo minoico. Resultaba sorprendente su afirmación. Vicente no me hablaba del Hermes de Praxíteles o del Discóbolo de Mirón, me hablaba de los kuros de la escultura arcaica, que podían conducirnos a Creta, cierto, pero también a Micenas. Y qué duda cabe que quien haya visitado el Museo Nacional de Atenas habrá observado que los Apolos de la época arcaica resultan más misteriosos, y probablemente también más bellos, que los del clasicismo, de un idealismo tan calibrado.

Durante un buen rato, Vicente estuvo explayándose en lo que él entendía por “dimensión minoica”. Esa alegría de vivir, ese esplendor gozoso de los cuerpos que todavía nos trasmite la pintura cretense era lo que de verdad le conmovía.

Algunos meses antes, Vicente había padecido una trombosis, y caminaba con cierta dificultad, circunstancia que le humillaba bastante, aunque lo llevaba con toda la dignidad que le quedaba en el cuerpo, y le quedaba mucha. Le quedaba tanta que hasta podía derrocharla, y con una generosidad que sólo puedo considerar inaudita (a Vicente le gustaba mucho ese adjetivo) fumó y bebió todo lo que quiso.

Recuerdo que nos dirigíamos desde la taberna al restaurante cuando Vicente comentó:

—Si me cortaran las piernas me quedaría más ligero de piernas.

Apreciación irrefutable. El poeta, que no secundó nuestras risas, me susurró al oído:

—Y lo más grave es que me las han cortado.

—¿Quiénes?

—Los cortos que cortan las piernas de los largos. Los cortos que cortan y cortan. He levantado mi tienda de amor entre animales —añadió, y se echó a reír a carcajadas.

En el restaurante seguimos bebiendo. ¡Y qué vino! Un fino glorioso que nos fue elevando hacia sinceridades cada vez más densas y más elementales. Entonces Vicente murmuró:

—Es una maldición haber creído tanto en las palabras. Se puede caer en la tentación de la verdad, pero nunca en la de las palabras. Las palabras deben ser azotadas.

No otra cosa venía haciendo Vicente desde hace años con sus “sofismas”, algunos ya muy famosos entre sus amigos. Como en toda conversación larga y sostenida, hubo un momento en que nos callamos, buscando el reposo de la mente y los sentidos. Vicente volvió a llenar las copas de oro líquido y dijo:

—El silencio es corpóreo.

Con lo que me venía a indicar que las palabras no lo eran, o que lo eran menos. Para que lo fueran, había que tensarlas como él las tensaba en sus mejores poemas, “había que ponerlas en juego”, como me vino a decir. Según Vicente, las palabras servían más para ponerlas en juego (retorciendo y trastocando lo que nombraban) que para comunicar. Y es que, según me dijo, la sintaxis era “la forma en movimiento”, pero no el fondo, que sólo podía agitarse (o al que sólo veíamos agitarse) “cuando el lenguaje se convertía en un látigo”.

Yo seguía callado, pensando en lo que acababa de decirme cuando, completando y a la vez contrariando mis pensamientos, Vicente añadió:

—No hay que fiarse de las palabras pero tampoco del silencio.

—¿Por qué?

—Porque es un perro hambriento.

Gloriosa definición que el poeta remató diciendo:

—Un perro hambriento el silencio, y las palabras pirañas. Nada es del todo verbo. Más abajo, nos habla otro silencio: algo que aparece detrás de un tiempo muerto, algo que grita desde el ser cuando callamos.

Me dejó temblando y durante un rato sus palabras resonaron en mi cabeza como dictámenes. Tras el almuerzo, lleno de manjares cordobeses, continuamos hablando y bebiendo, mientras se iba acercando el atardecer. El cielo empezaba a enrojecer cuando nos dirigimos a su casa en el automóvil de un amigo. Mientras íbamos en el coche, Vicente parecía feliz. Se veía que el vino le había sentado bien. En muchos aspectos, estaba haciendo una apuesta, en muchos aspectos, estaba jugando con la muerte. Circunstancia que lo convertía en una encarnación clara de la sentencia “genio y figura hasta la sepultura”.

Finalmente llegamos a su casa, que me pareció un cofre lleno de ecos que me conducían al mundo de Vicente Núñez y al de su poesía. Tras una celosía, se veía un pequeño jardín cautivo, de una frondosidad desconcertante, que le daba una profundidad que no tenía. Luego estaba el cuarto donde trabajaba, y cuya ventana daba a la calle. Una de las paredes la llenaban los anaqueles repletos de libros. En las otras había cuadros. Las imágenes religiosas y de familia se mezclaban con los retratos de Rimbaud y Baudelaire, en un ambiente andaluz, barroco y acogedor, dominado por el cromatismo cálido.

Vicente se sentó junto a la mesa camilla, se quitó la dentadura que le venía doliendo todo el día, se relajó, y encendió un nuevo cigarrillo. Fue uno de los momentos más extraños del día. Nos quedamos solos en su cuarto. Miento. Un perro ladró al fondo del pasillo y desapareció en las sombras. Entonces Vicente me estuvo hablando del vértigo.

Me asombró que no identificara el vértigo ni con el tiempo ni con el espacio, ni con las alturas ni con las profundidades. El vértigo, según él, podía ser un olor, un sabor, una mirada y hasta una palabra bien dicha y bien dirigida al centro del seso y al centro del corazón.

No mucho después me incorporé, le di un fuerte abrazo y salí de su casa. Afuera me esperaba un automóvil que me fue conduciendo hasta Córdoba a través del encarnado y ennegrecido atardecer que, ayudado por la luz de la luna llena, recortaba con nitidez, sobre un horizonte lleno de fiebre, las colinas amablemente grises de la alta campiña.

Nunca más volví a ver al poeta.

Que la tierra le sea leve.

(Córdoba, Revista BORONÍA, septiembre de 2009)