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EL ARTE PURO (DOY FE DE QUE HA EXISTIDO). Poema de Mario Cortés (1984)

 

Paco Valdepeñas

 

Noche de juerga decente.
Vino, tapas, aguardiente.
La Prisa no está presente.

Adviene un silencio abarcador.
En los chorlos del quelaor
el aire retrueca y suena
(Porte rancio, tez morena).

De la raza, el baile es la enseña,
esplendor de una sangre
que no esconde lo que sueña.

Algunos sienten el riego
de una orquesta de venas
con un ritmo sin sosiego,
sin cordeles ni cadenas.
Pero en guitarras serenas
y compás negado al lego
están marcados a fuego
los lindes de la faena.

Baila y canta el gitano.
Los brazos, chispas sin pausa.
Dos luceros en las manos.
El cante, quejas con causa
y elegías de lo humano.

Están en cada desplante
los mengues y los canguelos,
pero los oculta el Arte
al compás de este revuelo.

Sale del baile el bailaor,
alza el picote en terquelo
que dedica al tocaor:
«No sé qué tienes más grande,
las baes o el corazón».

Mientras, el Tiempo, en la calle,
se cansa como un anciano.
Entra, como en un valle
un viento total, diluviano.
¿Qué pasa? ¿Ya nos vamos?
¿Es que hay que despedirse?
Mas nadie quiere irse
sin pétalos en las manos.

Después, a solas o con amigos,
querrás emular la Gracia.
Pero esta Virtud es reacia:
sólo verás en tu ombligo
pobres posturas lacias.

Ahora arrastras una cuita,
ansia más que anhelo:
¿cuándo, amigos, otra cita?

 

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Chorlos: el sonido a modo de palillos que se produce con los dedos.
Quelaor o querelaor: Bailaor.
Mengues: Diablos.
Canguelos: Temores, miedos.
Picote: Vaso.
Terquelo: Brindis.
Baes: Manos.
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PRIMER AVANCE: LA LEJANÍA DEL PODER. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

 

 

Lo primero que a uno se le ocurre decir sobre Eurico Chance Zaíd es que toda su vida fue un hombre continuamente ocupado. No puede decirse, sin embargo, que le faltó tiempo, porque el tiempo nunca falta, ni sobra, la medida del tiempo no existe, lo que marcan los relojes son espacios de movimientos, el tiempo es lo único que es inalterable, lo único que no está sujeto a transformación alguna. Yo casi me atrevería, por eso, a decir que el tiempo es la única materia inmaterial, por más que se materialice permanentemente. Y es también inesquivable e insorteable. El tiempo es único, es la unicidad total en tiempo y forma. No es un concepto, ni una forma imaginaria, ni una entelequia, es algo completamente real que no está sujeto a nada sino a sí mismo, y que además todo lo abarca. Lo único que quizás se le parezca, al tiempo, son los recuerdos que mantenemos sobre personas y demás hechos; pero hechos, personas y recuerdos tienen principio y fin. El tiempo no. Sería yo partidario de que, en vez de proclamar eso de El tiempo es oro, se dijera El Tiempo es Dios (no al revés, ojo), aunque sólo fuese por hacer la cosa más comprensible a quienes precisen de referencias extranaturales, siquiera sean de tipo panteísta, o casi. Pero sobre estas cosas sigan reflexionando ustedes solos, porque yo he de volver a ocuparme de Eurico Chance Zaíd.

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CARTAS A OLGA (5). Por Mario Cortés (2009). Con «Nota Preliminar» a los «Tres avances fúnebres» de Alberto González Cáceres

 

Benjamín Franklin

 

Bueno, Olga, lo que te envío en esta y en las próximas entregas es lo último (que yo sepa en este momento) que Alberto escribió y que hasta ahora me he negado a descubrirte: unas necrológicas escritas por un moribundo y que serán póstumas. Es para reírse, que además creo yo que es para lo que las escribió Alberto. O no o sí y no. No es que la muerte le resultara indiferente, al contrario, es que la encontraba divertida; tomaba de ella sólo sus aportaciones positivas, si bien él no veía otra clase de aportaciones: tanto esto y lo otro, tantas alegrías y tantos sufrimientos, y a morirse, el que quiere y el que no quiere, de una manera o de otra, rabiando o más plácidamente que una mosca cuando llega el frío. Según me dijo, estaba preparando un tratado que hubiera titulado «La importancia de la muerte en la presunción de la vida». No sé si, de haberlos, podré encontrar los apuntes. «Todo lo que apunta, además de un brote, puede ser un final que, brotando indicante, sea al mismo tiempo un acicate inútil», decía Alberto, y cito de memoria, que le dijo James Franklin a su hermano Benjamin, después de leer los primeros poemas de éste.

 

  Periódico fundado por James Franklin

en 1721

 

          Afonso no ríe. Sólo llora. Ahora Alberto no podría decir sobre Afonso aquello de «es feliz». Está casi todo el día asomado a la parte posterior de la casa, mirando al campo, como si Alberto fuera a aparecer surgiendo de entre los sembrados.  

            Te envío en primer lugar la nota preliminar. Después irán una por una las tres necrológicas. Me pregunto cómo Alberto podía estar tan al tanto de algunas de las cosas de estos tres amigos, habiendo estado sin ir por Alcalá estos últimos años. Me lo pregunto, pero enseguida hallo la respuesta si tengo en cuenta que tenemos otro amigo que no ha dejado de estar en estrecho contacto con Alberto hasta hace muy poco. Delante de mí tengo algunas de sus cartas: me las llevaré a Alcalá para entregárselas (no tienen ni un cuarto de interés que las de Pablo a Fernando. Puedes decírselo si es que antes no ve él mismo todo esto en el ordenador, en el caso de que haya aprendido a manejarlo).

            Las necrológicas te las mando tal y como las ha dejado Alberto, con su título y los subtítulos y todo. No puedo dejar de decirte que al leer esas notas he advertido con más claridad que su inteligencia estaba ya un tanto, si no menguada, sí que desvariada; algo pirada, creo que es la palabra. Me parece que ni un elucidario nos ayudaría a poner en claro lo que quería decir en algunos pasajes. Pero cumplamos la voluntad de nuestro amigo.

            Nos vemos en Alcalá dentro de un mes, porque al final tendré que quedarme más tiempo para intentar arreglar algunas cosas, sobre todo las relacionadas con Afonso, que Alberto no pudo dejar zanjadas.

 

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CARTAS A OLGA (4). Por Mario Cortés (2009)

«Praça do Giraldo» con perrito

Foto LGV

Évora, 1991

Alberto murió el martes, en Évora. Cinco días ha estado en el hospital, que era donde ya únicamente le podían ayudar a no pasarlo mal. Sabes que desde el primer momento, en cuanto conoció el diagnóstico, hace ya año y medio, se negó a todo tratamiento. Hace tanto tiempo que yo lo tenía asumido, y tan compenetrado estaba con Alberto en sus deseos y su voluntad, que en realidad no me encuentro tan mal como cabría creer, después de la muerte de un amigo de esta clase tan superior. Me quedan de él tantas cosas vivas y palpables, que siempre estarán conmigo, que Alberto no se me ha ido. Voy a dejar el tema, que, si no, me pongo a decir cosas para las que no estoy preparado y que además son totalmente prescindibles.

                    Ya casi no tengo espacio ni tiempo para seguir con las cartas de Pablo Osorno; ya veremos, una vez en Alcalá, como ya te dije, qué hacer con ellas, si publicarlas todas o qué sé yo. Mira lo que decía Pablo sobre Benavente.

Cuando fue recibiendo premios, distinciones y nombramientos, y adquiriendo una fama como no se recordaba hubiera tenido en vida un dramaturgo, y los compromisos sociales le ocupaban todo el tiempo, a la fuerza me tenía que molestar que las nuevas amistades, o simples relaciones, le fueran apartando, no sólo de mí, sino también de otros amigos sinceros, tuvieran o no que ver con lo que ya sabemos; gente modesta por lo general. Y en sus obras de teatro también se notó: ya no eran críticas ni contenían el relativo sarcasmo de antes, que fue precisamente lo que le dio celebridad. Tenía poco más de cincuenta, una edad que yo ahora sé de sobra que no es buena para mudanzas y cambios, salvo para admitir los que imponen los años. Pero JB casi se hizo otro.

            ¡Pues vaya que si Pablo hubiera llegado a conocer al Jacinto Benavente de después de la guerra! Porque con la vejez le afloraron todos los defectos que, qué duda cabe, tenía dentro de sí. Ya sabes eso de que el que es, por ejemplo, tonto, cuanto más viejo, más tonto. Menos a la guapura (a la feúra sí) y a las facultades físicas, ese dicho se le puede aplicar a todo, a todo. Yo me lo aplico a mí mismo, y así no me voy desconociendo. «Conocerse es condición necesaria para la imprescriptibilidad», me dijo Alberto que decía Fabrizio Cobertori Ilmanta, el autor piamontino, compañero de Garibaldi. No se sabe cuándo murió Pablo. Fernando murió en 1950, cuando tenía sesenta y poco, en un accidente en el que volcó el coche en que viajaban él y su patrón camino de Los Palacios. El patrón salió herido, pero sin mayores consecuencias. Benavente murió a los ochenta y ocho, en 1954.

Uno de los hechos que más influyeron en el total retraimiento de JB para con sus amistades «peligrosas» fue la detención de Jaime H.G., íntimo de Jacinto, alto cargo en el Gobierno de Eduardo Dato. Ya se sabía de este Jaime que era asiduo de una casa cuyo dueño, o al menos el tipo que la regentaba, era un tío bastante raro y se decía que proclive a los niños. Aun así parece que, o Dato no sabía nada, o valoraba en tanto a su apadrinado político que no tuvo en cuenta el detalle. El caso es que para el señor H. G., que fue puesto en libertad inmediatamente, la carrera política acabó de repente y para siempre. Si se trató de una celada, o no, ¿cómo saberlo? E igualmente si el alto cargo era «aficionado» a guarrerías de esas. Jacinto, desde luego, no lo era, eso puedo asegurártelo. Muy al contrario, las aborrecía a muerte. Él sabía de las andanzas y aficiones del tal Jaime, ya te digo que muy amigo suyo, por lo que creo que sí, que se trató de una celada, de una conspiración, puede que por parte de gente de Romanones. Otros dijeron que de García Prieto. De hecho, el tío de la casa no estuvo ni un mes encerrado. Y después se fue de Madrid. A partir de ahí Jacinto sólo recibía, y frecuentaba fuera, nada más que a personas de «intachable» conducta en lo sexual y en todo lo demás. Al menos eso creía él, o quería creerlo.

            Bueno, Olga, ya sé cómo le llegaron a Alberto las cartas. No te lo había dicho: son en total veinticinco; datadas entre 1925 y 1928. En 1925 es cuando Pablo y Fernando reanudan su relación, gracias a la visita profesional que le hace a Fernando, en el almacén de aceitunas, un madrileño amigo, sólo amigo (¡sólo!) de Pablo, que le transmite los saludos de éste y sus deseos de que le escriba. Pablo supo que Fernando se encontraba trabajando allí gracias a una visita anterior del madrileño y el posterior comentario de éste a Pablo sobre la actitud galante de Fernando hacia él.

            Alberto y yo, pero por separado, conocimos a Mariano, hijo y nieto de almacenistas de Dos Hermanas, que era unos años mayor que nosotros. No estoy seguro de si fue el padre o el abuelo el que fue alcalde de Dos Hermanas. Seguramente fue el padre. Este Mariano murió hace cuatro o cinco años de una cosa mala en un sitio por el que, según él, nunca pecó y que rima con su nombre, perdóname la broma tan basta. Yo lo conocí en los Jardines de Murillo, de los que era habitual en aquellos años en que todavía se podía disfrutar, en un sentido amplio, de las noches jardinescas. Por aquel entonces, esa clase de enemigos de la libertad que son los atracadores estaban acabando con aquel y otros espacios al aire libre, los mejores y más propios para aquellos encuentros, fuesen más afortunados o menos, eso ya depende de otras cosas. Puede que encuentros parecidos en lugares como ese inspiraran a Cernuda cosas como aquella que comienza así: «No decía palabras/ acercaba tan sólo un cuerpo interrogante…». A Alberto le rompieron una clavícula, y a mí, otro día y en otro sitio, me hirieron, muy poco, con una navaja. Por defendernos, por no hincar la rodilla, porque ni él ni yo llevábamos más que cuatro duros. Y tú sin saber que soy un héroe.

            Mariano charlaba y charlaba, hasta que yo me ponía de pie y, fuese cierto o no, le decía que había visto a alguien que posiblemente… eso. Porque es que si no… Nunca supimos nuestras profesiones, aunque yo creo que era un rentista y nada más. De mí me decía que parecía abogado, y yo, ante tamaña acusación, le reconvenía: «Un respeto, Mariano, un respeto». Alberto y él se conocieron en el mismo lugar, lo que pasa es que como Alberto y yo jamás coincidimos en los de Murillo (y en ningún otro sitio tan de medio ambiente (y no es ocioso el término): parece que teníamos un GPS impremeditado), Mariano no pudo saber que Alberto y yo éramos amigos. Mariano me habló de Alberto en más de una ocasión, y lo mismo hacía de mí con Alberto. La única explicación que le encuentro a lo de las cartas es que a la muerte de Fernando Brenes las recogió el abuelo, o el padre, de Mariano. Y de ahí, muchos años después, fueron a parar a Alberto. Desde luego que me parece totalmente acertado que Mariano le diera las cartas a Alberto, era el más indicado para ello. Todos conocemos a algunos que cualquiera sabe lo que formarían con las dichosas cartas.

            En la próxima ya tenemos los escritos de Alberto. El misterio te será desvelado.

                                                                                                            Mario

Jardines de Murillo

Sevilla

CARTAS A OLGA (3). Por Mario Cortés (2009)

CARTAS A OLGA (5). Por Mario Cortés (2009). Con «Nota Preliminar» a los «Tres avances fúnebres» de Alberto González Cáceres

CARTAS A OLGA (3). Por Mario Cortés (2009)

 

 

 

Puede usted estar segura, señora Duarte Piña, de que ni aunque consiguiera convencerme de que a mi vuelta veré Gandul respetado, el castillo en el siglo XVIII y el río como en mi imaginación, podrá lograr que le adelante qué diablos contienen los escritos de Alberto.

            La estancia de Fernando en Madrid parece que no se compuso sólo de somnolientos días en el cuartel, con sus correspondientes y tediosas guardias.

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CARTAS A OLGA (2). Por Mario Cortés (2009)

 

El premio Nobel de Literatura en 1922

 

Lo primero que hoy tengo que transmitirte es el saludo de Alberto. «Dile a Olga y a Lauro que las ganas de volver a Alcalá, aunque fuese por poquísimo tiempo, me las acaba de quitar Mario, al contarme cómo sigue nuestro querido pueblo, y, lo que es peor, cómo podrá estar con el paso por el espacio en movimiento de tantos truhanes». Eso de las ganas es un decir, porque si su estado se lo permitiera, no dudéis de que ya lo estaríais viendo por ahí. Él dice que hace dos años de la última vez. Yo creo que son cuatro. Es posible que yo haya exagerado algo, pero ya sabéis que tiene otro informador que pinta las cosas peor de lo que están, porque todo puede empeorarse, aunque sea en la imaginación. Ya lo dijo Juan de Mairena: «No creáis en lo limitado de la ficción». Por cierto, por más que he buscado esa cita en el libro, y en más de una edición, no logro encontrarla. Pero tiene que estar, si lo dice Alberto es que está.

            El saludo también de Afonso, el asistente, un mulato más joven o menos viejo, pero poco, que  Alberto y yo. Afonso es de Angola, está casi totalmente sordo, a causa de una explosión. Es analfabeto y sonríe siempre. «Es feliz», dice Alberto. Dos palabras, tres sílabas, siete letras: nada más podrá oírsele sobre Afonso.

            No vayas a figurarte, al leer los párrafos siguientes, que todas las cartas de Pablo a Fernando versan sobre lo mismo, ya te dije que hay muchas otras cosas, y más interesantes:

            (…) Por la noche, en su casa, el mismo día que te presenté a Jacinto, me sugirió la idea de estar contigo. Tú ya te habías dado cuenta de que lo habías impresionado, y él de que tú te habías percatado de ello. Yo se lo dije claro, que a ti no te gustaban los hombres de esa edad, por más que mostraran su rendida admiración. Como es lógico, lo comprendió perfectamente, y ya sólo se refirió a ti tres o cuatro veces más en todo el tiempo que duró tu heroica estancia militar en la capital del Reino. Si te nombró con alguien más aparte de mí, no puedo saberlo. Seguramente que sí. Aquella noche estuvimos colocando algunos libros que le habían llegado, y al irme me dijo, con sonrisa maliciosa (tan benaventiana): ¿Qué, tiene Fernando pase de pernocta?.

 

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CARTAS A OLGA (1). Por Mario Cortés (2009)

 

Monsaraz (Portugal).

 

Querida amiga:

            Supongo que leíste el mensaje que te envíe al salir de Roma, rumbo ya a Lisboa. Si no ha sido así, ya no importa: quería avisarte de que una vez llegado a Monsaraz enseguida recibirías noticias. Como vas a comprobar, lo que tengo que contarte sobre los asuntos que ahora me ocupan no cabe en una sola entrega, así que irás recibiendo más correos, de manera que ni tú, ni, de haberlos, otros lectores, tengáis que dedicar mucho tiempo seguido a su lectura. El tiempo apremia, hay muchas cosas que hacer, hay que emplear el tiempo justo en cada cosa, vamos, vamos, vamos… 

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MIGUEL CON SUS PENAS (SUCINTO BOSQUEJO SINCOPADO DEL OCTOGÉSIMO CAPÍTULO DE UNA BIOGRAFÍA). Por Mario Cortés, 2008

13 Goya (Las tragedias)

Edición ilustrada con algunas de «Las tragedias» de Goya

Una mañana más Miguel se despertó sobresaltado, había soñado la misma escena que otras veces, salía temprano del bloque intentando que no hiciera ese ruido tan estrepitoso la puerta tan pesada, pero era vano el intento porque el ruido al final se producía pero bueno ya qué más daba si ya por fin se iba definitivamente, claro que en el sueño porque la realidad era muy otra, seguía anclado en el bloque y no sabía si sin remedio o hasta no se sabía cuándo. En los últimos días había hablado tres veces con Fernando, el presidente de la comunidad, hombre amable y razonable, pero esas cualidades no daban sus frutos acerca del problema del bajante y del seguro de la comunidad. Lo mismo con dos de los comerciantes de abajo, cada uno con su carácter y su actitud incluso con sus intenciones que Miguel no podía descifrar porque era sumamente difícil y porque para qué, qué más daba, si al final todo era igual.

Ahora lo que más le agobiaba era el conflicto con el vecino de abajo, Bernardo, aunque en realidad no había conflicto, pero sí, no aparentemente porque Bernardo siempre empleaba buenas palabras, muy conciliador pero cuando Miguel no estaba delante lanzaba tremendas acusaciones de las que eran receptores Fernando y su mujer, y todo a voz en grito de manera que Miguel si estaba en el piso pudiese escucharlas. Todo un tipo Bernardo, desagradable hasta el límite, con una voz que hubiera hecho retroceder a un tigre hambriento, pero para qué problemas, para qué gritos, para qué empantanarse en su terreno. Y eso que Miguel le había soportado y seguía soportándole entre otras muchas cosas, entre otras muchas, el televisor bien fuerte a cualquier hora, madrugada incluida durante ya casi siete años. Y pensar que se fue Miguel de su anterior domicilio huyendo del ruido de dos vecinas con el cerebro vacío pero que lo llenaban con el ruido insoportable para una persona normal. Pero bueno ya parece que la cosa se va enderezando, ya se subsanó la pequeña fuga de agua que a lo largo de tres años manchó un poco el techo del cuarto de baño de Bernardo y ya visitó un pintor experto el sitio y vamos a que pronto se haga, aunque a Miguel aún no le han puesto las losas de su cuarto de baño y lo tiene todo embarbascado, cajones por acá, muebles por allá, todo repartido por el piso, parece que en el pasillo y alguna habitación hubiera un baratillo, todo por el suelo.

6 Goya (Las tragedias)

Pero peor aún, los de la compañía de aguas van a poner un contador nuevo, y ya verás como vienen a ponerlo cuando ya todo esté instalado y tendrán que formar otro estropicio o casi para el nuevo contador, que al fin y a la postre nunca pueden leer porque Miguel nunca está cuando viene el empleado de la subcontrata a hacer la lectura y le facturan los recibos por consumo estimado, estimen lo que estimen, porque cualquiera sabe la estimación que estiman estimar. Que es que para colmo Miguel cada vez está peor de las varices, y la diabetes, cómo no, no deja de darle problemas que se añaden a los demás y los agravan, y las rodillas y los hombros y algunas piezas dentales, y ahora, pero Miguel reconoce que esto es por su culpa, los pies, y los hongos y cuántas cosas más, sí, la tensión también, sin contar el tremendo robo que sufrió a primeros de año y que lo dejó en total tenguerengue.

Para Miguel este año ha sido el peor de su vida que ya es larga y aun así no ha perdido el humor aunque o tal vez por eso cada vez más piensa con más frecuencia lo que siempre ha pensado, que la vida es lo más absurdo que puede existir en el Universo y que éste también, que sí, que hay alegrías, buenos ratos, una porción de años en los que lo positivo gana a lo negativo pero según y cómo pero que sobre todo después nada merece la pena salvo repantigarse en esos pequeños y escasos momentos medio qué pero que no, que sigue todo, hasta lo bueno, siendo completamente absurdo y que maldita la casualidad de la vida porque causalidad no hay si no es la casualidad.

7 Goya (Las tragedias)

Y encima y abajo y al lado los ruidos, siempre los ruidos que persiguen a Miguel, que llegan a amargarlo a ratos o por momentos. La música o el televisor a todo volumen en algunos bares que obligan a la gente a desgañitarse para poder conversar o simplemente hacerse oír, los camareros gritando como corraleras pero sin la entrañable gracia y modulación de éstas, la música o lo que sea en los coches de gamberros a cualquier hora pero mucho peor a las cuatro de la madrugada, el tipo que se pone frente al trabajo de Miguel con una pianola al máximo y con una música malísima que se clava en el cerebro y le retumba todo el día y cada vez que se despierta por la noche, continuamente, los estúpidos que abajo en la calle tocan el claxon cada vez que hay un atasco que es varias veces al día como si fueran a conseguir algo con eso como no sea echar afuera un poco de los kilos de estupidez que se les reproducen constantemente, el ruido de las motos con escape libre que cada día hay más y que nunca Miguel ha visto a un guardia parar a uno de esos y menos multarlo, claro, si no los paran ni los hay los guardias, en fin, ruidos por todas partes, ruidos a todas horas, ruidos agobiantes, ruidos que hasta se les oye cuando no están, porque parece que están acechando y van a aparecer de un momento a otro.

Ese mismo día pero por la tarde Miguel se fue a Sevilla, era el 7 de Diciembre, en medio del puente de la Constitución y de la Inmaculada (volar los puentes, pensó Miguel), porque iba a escudriñar un poco en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en la Plaza de San Francisco, a ver si encontraba algún libro de los que ya perdió o no compró en su juventud y que tanto recuerda y más le interesan, porque es con la relectura y más a esa edad más que madura cuando uno se entera mejor de lo que lee, aunque también es cuando ya menos sirve o no sirve para nada en un sentido práctico.

Había poca gente y no le costó detenerse en algunas casetas y lograr hacerse con tres títulos que reconoció inmediatamente, todos en la misma, el de un viejo librero viejo conocido de Miguel, unos euros y ya tenía un volumen de 1970 de narraciones de Chéjov, editado por la RTVE con prólogo de Laín Entralgo; ¡lo que editaba entonces la televisión española, libros! volvió a pensar Miguel, el segundo era “El son entero”, de Nicolás Guillén, y, por último, porque Miguel no vio ninguno más que le resultara de verdad interesante y además estaba deseando irse ya para Alcalá, pero que le dio mucha alegría encontrarlo, “Conversaciones con Lukács”, libro que también leyó casi del todo de muy joven pero sin enterarse apenas de nada.

En esa plaza sí había poca gente pero para llegar a ella Miguel había sorteado a duras penas una aglomeración tremenda en todos sus accesos, pero el regreso, por donde escogió volver Miguel con tal de coger un taxi fue superlativo en dificultad y en consecuencias deplorables, porque no más entrar o casi entrar en la calle de las Sierpes, avanzando casi a empujones, viendo las malas miradas llenas de suficiencia de tanta gente que por lo visto se encuentran a gusto metidos en la bulla, luciendo pretendidamente sus trajes de mierda en sus cuerpos de cartón piedra o de reboce de grasa y sus abrigos más propios para la batalla de Stalingrado que para el frescor de Sevilla, casi alardeando ellos de ser los propietarios de esas calles céntricas, casi tolerando graciosamente que circulen, o casi, tantísimas personas, tantas, con los comercios llenos pero poquísimas bolsas en las manos de menos personas.

Fue entonces ya casi llegando a O’Donnell cuando la densidad humana era abrumadoramente agobiante y un hombre o lo que fuera empujó o apuñaló o lo que sea a una mujer y ésta cayó de inmediato al suelo mientras se hizo un vacío de más de dos metros a su redonda y la gente más próxima comenzó a dispersarse por donde podía y luego la otra más próxima y así sucesivamente aunque a pesar de todo permaneció durante tantas e inmediatas evacuaciones al menos una persona por cada dispersión, que aunque de momento no atinaban a hacer algo de lo que querían, que era auxiliar a aquella mujer, al fin lo consiguieron, aunque poco podía hacerse porque Miguel al día siguiente se enteró por la prensa impresa de que en la calle Sierpes a tal hora una mujer había sido agredida falleciendo poco después, pero no aclaraba nada porque decían las letras que la policía seguía investigando los hechos.

15 Goya (Las tragedias)

A Miguel se le ocurrió entonces que la policía debería investigar los no hechos porque tal vez descubriría más indicios de lo hecho, mientras recordaba que en aquellos momentos sintió, y cómo, un golpe de un hombre que se revolvía y apresuraba ostensiblemente el paso pero del que no se quedó ni con la cara ni con el aspecto ni cualquier característica física salvo el olor que desprendía que era una mezcla de alcohol, de perfume pésimo y de tabaco fumado a grandes dosis. Cayó en ese momento en que un quizás asesino se había rozado demasiado por él, y pensó que vaya honor.

Por fin llegó a La Campana pero allí era imposible lograr un taxi pero ni mucho menos volver por el mismo sitio para tirar por el barrio de Santa Cruz para llegar a la estación del Prado, así que esquivando y esquivando y más esquivando mientras veía y sobre todo oía hasta dos ambulancias y por lo menos tres coches de policías, pudo salir a la avenida después de transitar Martín Villa, Laraña, la Encarnación, Imagen, Almirante Apodaca, tantos nombres para una sola calle y Santiago y desde ahí un mediano trayecto hasta la estación. Hasta aquí desde que llegó a La Florida y a Menéndez Pelayo todo había sido rápido pero no así la llegada del autobús y luego el viaje hacia Alcalá, plagado de paradas todas con muchos usuarios, las cosas que tienen los puentes, y ya después de la de la Cruz del Campo y más todavía la de Los Pajaritos el autobús tan lleno, tan rebosante como la calle de Las Sierpes y más cuando llegaron a Torreblanca que por poco se tiene que bajar hasta el propio conductor. Un hombre comenzó a filmar con una cámara de vídeo quizás con la intención de después formular una denuncia por lo que a todas luces y a todo apretujamiento era ilegal y peligroso, pero tuvo que desistir porque los contundentes movimientos cortos y los codazos se lo impedían.

Miguel tiene más penas, muchas, además de los ruidos, de las inconveniencias vecinales, de los percances domésticos, de las enfermedades, de los robos, de las aglomeraciones, sean producidas por los puentes laborales o por lo que sea, del escalofrío que produce el recuerdo del roce de un asesino… Pero su sentido del humor, siempre críticamente vivo, vive tanto que lo hace vivir. Hasta que la vida ya no sea vida porque no lo sea el vivir y el humor ya no tenga sentido.

11 Goya (Las tragedias)