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EL LIBRO. Alberto González Cáceres (Alcalá de Guadaíra, 1953-Monsaraz, 2009)

Las hojas amarillentas, el extraño dibujo de la portada, el marfil de la contracubierta, las cómo evitables manchas, el olor que desprendía a poco de tocársele… Todo, todo en el libro le impelía a venerarlo, a tenerlo como parte de sí. En realidad, a tratarlo mejor que a sí mismo. El autor del libro era, a gran distancia sobre cualquier otra, la persona más admirada: hasta había soñado, dormido y despierto, un encuentro con el escritor, en una arboleda, en un jardín solitario, en alguna taberna desconocida. Nunca en su casa, porque no le hubiera parecido digno tan deprimente recinto para recibir a tan alto personaje.

 

            No sabía cómo ni cuándo el libro había llegado a sus dominios, pero no hubiera soportado separarse de él, y no digamos perderlo para siempre. Mudanza tras mudanza había sido puesto en todas las mesas, depositado en todas las repisas. Siempre con él, siempre, y, sobre todo,  siempre a la vista. «¿Es bueno ese libro?», le dijo alguien —ignorante o no— alguna vez. Y él contestó, volviendo la cara, ocultándola para disimular el disgusto por la intromisión: «Es que lo estoy leyendo», pero sin querer ni poder ocultar en su voz el rotundo rechazo a la posibilidad de prestarlo.

            Fernando, que así se llamaba mi amigo, había maltratado tanto su cuerpo, a fuerza de no tratarlo bien, que en unas pocas semanas entró en una espiral de profunda debilidad, de ausencia de ganas de permanecer en una vida ya inasumible por completo. Y cayó en cama. Su rechazo a los tratamientos médicos, que alcanzaba a ser de carácter inmunológico, por decirlo en términos específicos —otros, errados, dirían patológicamente psíquicos—, y en lo que tanto nos parecíamos, nos obligó a nuestro amigo Javier y a mí a atender al moribundo. (Transcurría lento y sofocante, como un guiso pesado en una mala cocina, el verano de 1996).

            Un mediodía llegué junto con otros tres amigos; allí estaba Javier, que permanecía a su lado desde temprana hora. Mis tres acompañantes estaban advertidos de que muy probablemente sería la última vez que vieran a Fernando. Una vez idos, y con ellos Javier, notó Fernando que nos habíamos quedados solos, y fue entonces cuando me pidió, con voz débil y sin embargo enérgica y eficaz: «Léemelo». No tuvo que añadir más. Cogí el libro de la desvencijada mesita de noche y comencé a leer. Lo hice lenta pero firmemente, procurando dar las inflexiones adecuadas a cada frase, en unos textos plagados de diálogos. Al acabar cada uno de los breves relatos me tomaba un exiguo respiro, ayudándome con un trago, no sólo para mantener húmedos los contenidos de mi cavidad bucal, sino también para sostener el ánimo, porque es verdad que a veces sirve. 

            Fernando, cuyas últimas fuerzas estaban concentradas en la audición de aquellas historias en mi pobre fonética, miraba al techo sin ver más que las imágenes que su imaginación era capaz de plasmar en aquellos últimos momentos. Cuando, tras más de cuatro horas y al borde de la extenuación, acabé la lectura, Fernando, aún con los ojos abiertos, volvió su mirada hacia mí y me dijo, con una sonrisa jubilosamente triste, luminosa antes de llegar a mortecina: «Ea, ya me he enterado». Le dejé bien arropado, a pesar de lo tórrido de la noche, y salí, seguro de no encontrarle con vida a la mañana siguiente.

            Tuve que volver a mi casa por la llave, pero al poco ya estábamos José Luis, Dionisio, Mario y yo —a Javier le era imposible— comprobando lo inevitable: Fernando era cadáver. Avisada la policía, llegado el médico y la juez, a quien entregué el parte médico de una reciente y breve estancia de Fernando en el hospital, esperamos a que los de la funeraria metieran el cuerpo en la caja. Entonces puse el libro, su libro, su único libro, sobre su pecho. Aquel ejemplar de «Historia de una anguila y otras historias», de Antón Chéjov, con veinticinco cuentos en una edición de 1946 (Colección Austral, de Espasa-Calpe) se habrá convertido en polvo, igual que el retrato del gran Pávlovich  —que también puse en la caja— y el cuerpo de Fernando, aquel analfabeto que amó a un libro por sobre todas las cosas.

Foto: ODP

ESTUPENDO. Por Alberto González Cáceres (Alcalá, 1953-Monsaraz, 2009)

 

Argumento para película muda

con fragmentos de la Sonata en Si menor de Franz Liszt [1]

 

 

Todas las mujeres de la familia, madre, abuelas, tías abuelas, tías, primas, primas segundas, amigas de máximo grado y hasta conocidas más o menos cercanas, dijeron lo mismo al verle: «¡Estupendo!». Luciano, el padre, un hombre optimista y confiado, quiso bautizar al niño con ese nombre. Pero, como era de esperar, Luciano topó con la Iglesia. Más concretamente con don Braulio, el párroco. Don Braulio era inflexible. El caso es que, ante la negativa parroquial a bautizar a Estupendo como Estupendo, Luciano y Rosarito tuvieron que elegir otro nombre: «Ea, venga, póngale usted Tadeo mismo». Y es que había nacido el día de San Judas Tadeo. A don Braulio le pareció estupendo.

            Pero Tadeo fue Estupendo para todos. Hasta el maestro de la miga, al tocarle levemente con el puntero, decía: «Vamos a ver, Estupendo, vamos a ver…». Y Estupendo fue Estupendo, siempre. En el servicio militar —allá en la Turquilla, tan cerca del pueblo— los cabos, el sargento, incluso el teniente, le llamaban Estupendo. Se dio el caso de que el capitán, una vez que fue a darle un permiso, se dio cuenta y tuvo que rectificar sobre la marcha: «Bueno, Estu…, ejem, ejem…, Tadeo, que usted lo disfrute».

            Y como Estupendo era inteligente, sencillo, educado, vigoroso y buen cumplidor de las obligaciones, todo el mundo, al oír pronunciar su sobrenombre, convenía con una sonrisa, mostrando su aprobación.

            Como era lógico, Estupendo tuvo que empezar a trabajar mucho antes de entrar en filas: en un molino, en una caballeriza, y, después, en una tienda de tejidos, donde le reservaron el puesto hasta después de venido de la milicia. Ni del molino ni de la caballeriza salió porque su trabajo fuese deficiente, todo lo contrario, sino porque su madre, muy aprensiva —aprejensible, como tan expresivamente se decía— le insistía: «Hijo, que te vas a dejar la salud»; «Estupendo, que te va a matar un caballo de una patá, como le pasó a tu tío Antonio». Estupendo prefería esos trabajos, no en vano era un joven fuerte y no le temía a la tarea. Además, le gustaba bregar con las bestias, «las de cuatro patas», como decía su padre. Pero ni éste quería llevarle la contraria a su mujer ni Estupendo disgustar a la madre. Luciano esperaba poder dejarle a su hijo el puesto de custodio de algunas fincas urbanas y otras propiedades de una buena familia, pero mientras tanto… Así que el mostrador fue el lugar de trabajo de aquel mozo que, sobre todo en las tardes carentes de clientes, con la congoja invadiéndole el alma, sentía como si algo aciago subiera por su garganta. Mala, muy mala edad para la quietud, salvo que se sea un baldragas.

 

* * *

 

 

Una de esas tardes, ya mudada en noche, casi al cierre, ya Estupendo dejándolo todo recogido y en orden (don Francisco, el dueño, se había ausentado como otras veces, confiando totalmente en Estupendo), entró Evaristo. Evaristo y su madre vivían muy cerca de la tienda. A Estupendo le subió la sangre a la cabeza, se le secó la boca y se le alteraron los pulsos. Aquel muchacho, de pocos años menos que él, lo ponía malo. Nunca habían cruzado una palabra hasta ese momento. Pero, miradas, cientos.

 

            —¿Tú cómo te llamas? —inició Evaristo.

            —¿Yo? Tadeo.

            —¿Y por qué te dicen Estupendo?.

 

            Estupendo encogió los hombros por respuesta. No hubiera sido capaz en aquel momento de pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas. Evaristo —¡si sabría Estupendo su nombre!— le atraía poderosamente. Sus andares, su leve vello asomando, su baja estatura contrastando con la robustez de sus brazos, lo imaginadamente granítico de sus piernas, la mirada insinuante y a la vez esquiva, la amplia frente en contundente cabeza, la boca entreabierta como invitando a ser visitada… Por lo que fuera, pero el caso es que Evaristo lo ponía malo. Estupendo salió del mostrador, cerró apresuradamente la puerta, volvió adentro y apagó la luz. No pasó un instante y ya se le había acercado Evaristo hasta no poder más…

            Estupendo asomó la cabeza y miró a todos lados. A un gesto suyo, Evaristo salió como hueso de almeza por cerbatana. Estupendo, preso de un nerviosismo distinto al de minutos antes, pero nerviosismo al fin, repasó la escena, y, por último, guardó en el bolsillo un trozo de tela que hubo de doblar con cuidado, no fuera que… Y fuese.

 

* * *

 

           

 

La noche tiene más ojos que estrellas. A la mañana siguiente, al ir a abrir la tienda, don Francisco ya era conocedor de «la cosa», como enseguida se dio en llamar a lo sucedido o a lo que se daba por sucedido. Estupendo llegó puntual, como siempre. El propietario se comportó de la manera acostumbrada: pausadamente, dando a cada paso una parsimonia diríase que palaciega.

              No eran más de la diez cuando a la madre de Evaristo, Reposo, una viuda cuya vida de casada había dado lugar a toda clase de comidillas —con sus correspondientes digestiones—, se le vio arriba y abajo frente a la tienda. Don Francisco mandó a Estupendo a la botica. Reposo, cuando comprobó que don Francisco estaba solo, entró por fin, haciendo gestos de desesperación.

 

            —¡Ay, don Francisco, qué vergüenza, qué vergüenza más grande!

            —Señora, ¿qué es lo que ha pasado? —dijo el tendero, queriendo atenuar lo ocurrido.

            —Usted lo sabe, don Francisco, ¡qué vergüenza!, ¡quién iba a decir que ese…! Le dio dinero, don Francisco, le dio dinero y lo asustó, si no ¿cómo iba mi niño…?

            —Bueno, ya está bien, Reposo, —dijo firmemente don Francisco, dejando clara su intención de poner fin a la escena— ya lo solucionaré yo esto.

             La madre de Evaristo salió, repitiendo una y otra vez lo de qué vergüenza y lo de que quién iba a decir, y cómo mi niño… Estupendo, que se demoró en la calle hasta verla salir, entró en la tienda, rojo como tomate maduro. El temor a la que podría venírsele encima le produjo tal descomposición que no sabía si aguantaría lo que se le estaba viniendo atrás. El patrón, casi sin mirarle, le indicó que se fuera a su casa y que dijese a su padre que hiciera el favor de venir a la suya después del almuerzo.

 

 

* * *

 

Luciano no supo nada hasta que se entrevistó con don Francisco. Éste, con una calma forzada y con los circunloquios que tan bien manejaba, enteró al padre de Estupendo, el hombre optimista y confiado, de lo que parecía que había ocurrido en la tienda la noche anterior, y también de la actitud de la madre de Evaristo,  lo único que para él resultaba realmente grave.

 

            —Mire usted, Luciano, a estas horas seguro que lo sabe todo el pueblo, por culpa de esa víbora, que una mala lengua es lo más malo que hay en el mundo. Y la gente sabrá… lo que quiera decirle esa mala madre. ¿Y el hijo? ¡Valiente escamocha!

            —Claro, claro —acertaba a decir Luciano, al que habían abandonado optimismo y confianza— ¿Pero qué vamos a hacer ahora, don Francisco? Estupendo…

            —Estupendo… Yo hablaré con él esta tarde. Dígale usted que venga temprano, a la hora de abrir. Yo creo que voy a poder solucionar este lío. Y usted, Luciano, anímese, que Estupendo no ha hecho nada del otro mundo; vamos, que son cosas que… Y conste que yo…

            —Gracias, gracias, don Francisco, yo lo confío todo a usted; lo malo es Rosarito, que ella…

 

            Don Francisco dio unas palmadas en el hombro de Luciano como aliento y despedida y se puso a pensar —o a darle vueltas a la cabeza; que no es lo mismo, según su propio dictamen.

 

* * *

 

Desde su casa a la tienda ya pudo advertir Estupendo los repasos visuales de vecinas y vecinos, el corrillo de las tres o cuatro que hablaban siguiéndole con la mirada, la canción que entonaba el carbonero en la puerta mientras observaba a Estupendo como si fuese la partitura, el guardia que parecía sonreír… Todo, fuese o no con él, lo sentía Estupendo como si le estuvieran asaeteando (de haber conocido lo de San Sebastián se habría sentido el santo).

            El encuentro con don Francisco no fue muy largo. El patrón había llegado a una conclusión que expuso a Estupendo con una concisión propia de las circunstancias.

 

            —Eso lo puedes hacer mañana mismo. Y tus padres lo van a sufrir una temporada, pero peor sería que te quedaras aquí, viendo todos los días a esa…, y a ese… Verás como enseguida encuentras trabajo allí, como han hecho tantos. Y ya vendrás por aquí cuando puedas. Ahora, eso sí, tienes que escribir a tus padres, porque si no…

            —Claro, claro, don Francisco —repetía Estupendo, igual que su padre al mediodía—, de verdad que estoy de acuerdo —y lo estaba.

            —Yo te lo digo porque sé cómo es el pueblo. Lo que hay que ser es un hombre de bien toda la vida de uno. Lo demás…—y tragó saliva don Francisco— concholes, cada uno es como es.

 

            ¡Si sabría don Francisco cómo es el pueblo, que su hermano Antonio se fue, casi por lo mismo que ahora lo haría Estupendo, hacía poco menos de cuarenta años! Esto, por supuesto, no se lo dijo al próximo exiliado, al que las últimas palabras de don Francisco le habían provocado las lágrimas.

            Al despedirse, don Francisco metió en el bolsillo de Estupendo una cantidad de dinero que hoy en día ya querría para sí cualquier cesante.

           

* * *

 

 

 

Estupendo llegó a Barcelona, y, tras dos o tres empleos poco duraderos, recaló en San Sadurní de Noya, donde encontró trabajo en las bodegas Codorníu. Así perdió el pueblo a Estupendo, San Sadurní de Noya ganó a Tadeo y éste se libró de vivir una vida malsana, llena de podredumbre y purulencia. Estupendo visitó varias veces a sus padres, a los que nunca dejó de escribir. En una de esas visitas, que fueron tres o cuatro —bastantes para la época—, Estupendo avistó a Evaristo: deforme, aborricado, abotargado —agofalláo, como aún se dice—, privado de cualquier indicio de anterior atractivo. Estupendo pensó que no sólo su cara, sino todo él, era ahora, por fin, el espejo de su alma. Vamos, que hubiera sobrepasado en horror al famoso retrato.

            Don Francisco participaba de aquellas visitas, durante las cuales, ya anciano, siempre lloriqueaba un poco, con ese llorar de los muy viejos que ya no da lágrimas, pero sí conocimientos que hay que aprehender… si se es capaz de mirar lejos.

            Estupendo no pudo estar en el entierro de sus padres, muertos el mismo día y en las mismas circunstancias: inhalación de humo procedente de un brasero. Dicen que es una muerte dulce ¡quién sabe! Y cuando tuvo lugar el fallecimiento de don Francisco hizo llegar unas flores a su sepultura. Y lloró, pues claro que lloró.

            Tadeo se jubiló en 1954, cuarenta años después de haberse colocado en Codorníu. Yo, cada vez que bebo unas copas de cualquiera de sus cavas, me digo: Estupendo, sí señor, estupendo. 

 

En Monsaraz

2003

 

[1] Gentileza de Mario Cortés.

 

TERCER AVANCE: LA DESTILACIÓN DE LA VIDA. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

 Decir Olgo Laurel Verdín es decir palabra. Recuerdo ahora que una tarde, siendo Olgo muy joven, se hallaba con dos amigos tomando café y ligados. Largo plural el de los ligados. A sus amigos, el aguardiente parecía producirles el efecto contrario al acostumbrado, es decir, que habían quedado sin habla y en profunda quietud, limitándose al fumeteo, al libamen y a escuchar a Olgo, a cuya disertación asentían delicada e ininterrumpidamente. Pero Olgo necesitaba ampliar el auditorio, compartir con más humanos sus… lo que fuera.  Así que, respetuosamente, como siempre, se dirigió a un arriero (aún los había) que, sentado y cabizbajo, asistía un tanto perplejo al parlamento: «¡Amigo! ¿Qué es para usted la palabra?». El arriero tardó un poco en levantar, y no del todo, la cabeza, y miró al grupo sólo cuando terminó su respuesta: «La palabra es una cosa que si se da hay que cumplirla». Olgo comprendió muy bien aquel día lo de Agamenón y su porquero.

             Eso sucedió en aquellos años en que a Olgo le venían como dedil a un dedo estos versos de Rubén Darío:

 

¡Oh, terremoto mental!

Yo sentí un día en mi cráneo

como el caer subitáneo

de una Babel de cristal.

 

            Unos años después, pocos, estos otros le resultaban pintiparados (mas no se quiera encontrar en el cuarto verso relación alguna con el tabaco ni con el anís tipo Cazalla):

 

Que lo que diga la inspirada boca

suene en el pueblo con palabra extraña;

ruido de oleaje al azotar la roca,

voz de caverna y soplo de montaña.

 

            POEMARes, CARMINAntes, poemas sueltos, versos libres, senderos abiertos libremente, amores de libro, libros que son amores hasta que la muerte o haberlos prestado los separe, penalismo, acusados, juzgados, reos y absueltos, recuerdos de un polvero de Alcalá, dicha de la poesía dicha, cuerpos y mentes en viajes con destino humano… Dispensen, pero esto es una necrológica, no una biografía, así que no podrán encontrar aquí una relación, ni sucinta ni somera, de los hechos que Olgo llevó a cabo en su relativamente corta vida. Pero sí, ahora reparo en que he dejado sin señalar una de las actividades preferidas por Olgo: la fotografía. Podría haber escrito, por ejemplo: imágenes retenidas en tres retinas... Uno, que lo único que sabe del tema es que en las fotos sale lo que está delante de la cámara, puede sin embargo opinar que sin su compañera Laura Delarte Pimpante, sin la inspiración contagiosa que emana de esta Artemisa verdadera (no como la de Éfeso ni la del Halicarnaso), ama poética y dueña real del realismo mágico fotográfico, difícilmente Olgo hubiera podido alcanzar el nivel que logró. Hay que decir, por si acaso, que jamás Olgo se ufanó de sus realizaciones fotográficas. La modestia siempre casa muy bien con lo comprobable, como ya dijo Pepito Hoys sacudiendo el inexistente polvo del asiento de la Guzzi y sonriendo.

 

            Olgo ha caído, descendido o ascendido, da igual, cuando más estaba aportando a la industria de la comunicación eléctrica en su versión más apropiada para la culturización, si no de las masas populares, sí al menos de algunas masas encefálicas (no confundir esto con la pseudocultura fálica visual que es la única que alguna gente adquiere en internet). Puede que de haber vivido algunos años más, Olgo hubiera conseguido que su Carminante se convirtiera en el Sitio por excelencia. No el sitio para quedarse o para que lo dejen a uno, ya saben a lo que me refiero. Si otros blogs son hechos por y para anacoretas mentales, Carminante, aun contando con elementos anacoréticos, siempre inevitables y a veces saludables, ha sido una verdadera bibliofototeca en la que realmente había libertad, libertad concreta, no abstracta y volátil.

 

            Digámoslo solemnemente: Alcalá ha tenido, hasta ayer como quien dice, un amante que la ha querido con pasión, aun sabiendo que no obtendría correspondencia, que así es como son los amores poetizados, nunca los reales, lo que revela el culmen hasta el que llevó Olgo la poetización de su vida: a la materialización de lo inaudito. Puede comprobarse, si se es capaz de observarlas evitando los médanos del prejuicio, que muchas de las actitudes de Olgo hacen tambalearse no pocas certidumbres con marchamo científico.

 

            Tampoco Olgo aspiró jamás a ser admitido en comilonas de tartas repartidas, ni en banquetes egocéntricos, centrípetos y centrifugados al mismo tiempo, tampoco en desfiles de apariencias. No le iban, no, los círculos que tuvieran más de viciosos que de circunferenciales.

 

            No es que no tenga yo más libros de poesía a que recurrir, pero es que Darío, el Supremo, parece que conoció a Olgo:

 

Por eso ser sincero es ser potente:

de desnuda que está, brilla la estrella;

el agua dice el alma de la fuente

en la voz de cristal que fluye en ella.

 

            Ahora que ya Olgo Laurel Verdín es conducido hacia la otra orilla por medio de aguas que de tan oscuras y aceitosas han de resultarle familiares, la Poesía no está de luto, ni Olgo será llevado en parihuela de cañas de bambú del este de Kerala envueltas en sedas de Antioquía, ni será cubierto de pétalos de trinitarias de la parte media de los Países Bajos, ni una dama lusitana de larga cabellera le espera, junto a la torre de Belem, con un laúd en las manos para cantarle versos, tristes de tan dulces, este mediodía en que no tiritan los astros ni de cerca ni de lejos ni Laura será de otro como antes fue suya. Ni siquiera podrá producirse la metempsicosis de Olgo en alguien llamado Lautaro o Lauro o Laureano o Laureal o en algún animal intrínsecamente poético como el burro o la gacela o la golondrina. Poesía y Muerte, hermanas y cómplices («¡Ea, hasta la próxima!»), se darán el beso con el que sellan la culminación de otra de sus tantas faenas: se ha cumplido la destilación de otra vida.

 

            De lo que podemos estar seguros es de que mientras ya se desvanecían sus sentidos, cuando el calor último hacía caer por la piquera las postreras gotas de flema, Darío diría, y Olgo oiría, dentro ya de los más recónditos dominios de Falopio:

 

cuando ningunos duelos

ya sufra

y mis nervios se calmen,

y esté mi lengua muda.

 

            Por mentira que parezca.    

 

 

 

CARTAS A OLGA (1). Por Mario Cortés (2009)

SEGUNDO AVANCE: UN HOMBRE DE TALLA. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

 

 

En Mairena

Foto ODP

2010

 

 

Ha muerto José Luis de la Avena Nuño, no obstante haber sido un hombre al que nadie hubiera tenido por objeto de tan insalvable tránsito. Tan pleno de vigor y tan falto de incidencias patológicas estuvo toda su vida, que era una persona a la que en cada celebración de su cumpleaños nunca se le dirigía el consabido ¡Y que cumplas muchos más!. Y es que a todo el mundo le parecía obvio que así sucediera. O sea, que siempre se daba por descontado que los cumpleaños se sucederían y se sucederían y se sucederían… eternizándose la sucesión, como si de algunos mandatos políticos al servicio del pueblo se tratase. Tanto es así que las dos únicas indisposiciones por las que pasó, y que para cualquiera hubieran representado un verdadero via crucis, para José Luis fueron como reclamarle a Hacienda la devolución de algún cobro indebido; un asunto molesto, pero resuelto al cabo de un período prudencial; un trámite administrativo, más que un trasiego entre batas y sábanas blancas y verdes, sobre las que resaltaba agradablemente la morenez de José Luis.

 

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PRIMER AVANCE: LA LEJANÍA DEL PODER. Alberto González Cáceres (2009). Publicación «post mortem». Texto cedido por Mario Cortés (2010)

 

 

Lo primero que a uno se le ocurre decir sobre Eurico Chance Zaíd es que toda su vida fue un hombre continuamente ocupado. No puede decirse, sin embargo, que le faltó tiempo, porque el tiempo nunca falta, ni sobra, la medida del tiempo no existe, lo que marcan los relojes son espacios de movimientos, el tiempo es lo único que es inalterable, lo único que no está sujeto a transformación alguna. Yo casi me atrevería, por eso, a decir que el tiempo es la única materia inmaterial, por más que se materialice permanentemente. Y es también inesquivable e insorteable. El tiempo es único, es la unicidad total en tiempo y forma. No es un concepto, ni una forma imaginaria, ni una entelequia, es algo completamente real que no está sujeto a nada sino a sí mismo, y que además todo lo abarca. Lo único que quizás se le parezca, al tiempo, son los recuerdos que mantenemos sobre personas y demás hechos; pero hechos, personas y recuerdos tienen principio y fin. El tiempo no. Sería yo partidario de que, en vez de proclamar eso de El tiempo es oro, se dijera El Tiempo es Dios (no al revés, ojo), aunque sólo fuese por hacer la cosa más comprensible a quienes precisen de referencias extranaturales, siquiera sean de tipo panteísta, o casi. Pero sobre estas cosas sigan reflexionando ustedes solos, porque yo he de volver a ocuparme de Eurico Chance Zaíd.

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CARTAS A OLGA (5). Por Mario Cortés (2009). Con «Nota Preliminar» a los «Tres avances fúnebres» de Alberto González Cáceres

 

Benjamín Franklin

 

Bueno, Olga, lo que te envío en esta y en las próximas entregas es lo último (que yo sepa en este momento) que Alberto escribió y que hasta ahora me he negado a descubrirte: unas necrológicas escritas por un moribundo y que serán póstumas. Es para reírse, que además creo yo que es para lo que las escribió Alberto. O no o sí y no. No es que la muerte le resultara indiferente, al contrario, es que la encontraba divertida; tomaba de ella sólo sus aportaciones positivas, si bien él no veía otra clase de aportaciones: tanto esto y lo otro, tantas alegrías y tantos sufrimientos, y a morirse, el que quiere y el que no quiere, de una manera o de otra, rabiando o más plácidamente que una mosca cuando llega el frío. Según me dijo, estaba preparando un tratado que hubiera titulado «La importancia de la muerte en la presunción de la vida». No sé si, de haberlos, podré encontrar los apuntes. «Todo lo que apunta, además de un brote, puede ser un final que, brotando indicante, sea al mismo tiempo un acicate inútil», decía Alberto, y cito de memoria, que le dijo James Franklin a su hermano Benjamin, después de leer los primeros poemas de éste.

 

  Periódico fundado por James Franklin

en 1721

 

          Afonso no ríe. Sólo llora. Ahora Alberto no podría decir sobre Afonso aquello de «es feliz». Está casi todo el día asomado a la parte posterior de la casa, mirando al campo, como si Alberto fuera a aparecer surgiendo de entre los sembrados.  

            Te envío en primer lugar la nota preliminar. Después irán una por una las tres necrológicas. Me pregunto cómo Alberto podía estar tan al tanto de algunas de las cosas de estos tres amigos, habiendo estado sin ir por Alcalá estos últimos años. Me lo pregunto, pero enseguida hallo la respuesta si tengo en cuenta que tenemos otro amigo que no ha dejado de estar en estrecho contacto con Alberto hasta hace muy poco. Delante de mí tengo algunas de sus cartas: me las llevaré a Alcalá para entregárselas (no tienen ni un cuarto de interés que las de Pablo a Fernando. Puedes decírselo si es que antes no ve él mismo todo esto en el ordenador, en el caso de que haya aprendido a manejarlo).

            Las necrológicas te las mando tal y como las ha dejado Alberto, con su título y los subtítulos y todo. No puedo dejar de decirte que al leer esas notas he advertido con más claridad que su inteligencia estaba ya un tanto, si no menguada, sí que desvariada; algo pirada, creo que es la palabra. Me parece que ni un elucidario nos ayudaría a poner en claro lo que quería decir en algunos pasajes. Pero cumplamos la voluntad de nuestro amigo.

            Nos vemos en Alcalá dentro de un mes, porque al final tendré que quedarme más tiempo para intentar arreglar algunas cosas, sobre todo las relacionadas con Afonso, que Alberto no pudo dejar zanjadas.

 

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XIV (De «De Proelium»). Alberto González Cáceres.

 

                                                                                                 Madrid, marzo de 2010 (Foto LGV)

 

Vivimos hundidos, cautivos

como náufragos en ciénaga,

enredándonos en yerbajos

pútridos, palpando plásticos,

botellas, botas, todo lleno

de desperdicios de humanos.

Un traspié, y otro, y otro,

mientras el cieno se deleita

con nuestra flagrante torpeza

y esa ablepsia altiva

que convierte en ridículo

cada brinco, cada intento.

Asemejamos peces ciegos,

o lombrices que se alojan

en tripas, o hurgan la tierra

en la que para morir nacen.

Sucede en nuestros cerebros

como si un caleidoscopio

velara las palmarias raíces,

el intríngulis, el tuétano

y los nervios que encarrilan

y acarrean que las cosas sean.

Aparecen, y al momento,

elusivos, se enmascaran,

y aprehender no podemos

su sustancial significado:

vemos un enredo de hilos,

o un Braille descabalado.

Es como si aún nos pasmaran

los astrónomos araneros

(la más leve traca nos distrae)

que mostraban Marte y Venus

(¡aun estando a simple vista!)

en sus lóbregos telescopios.

No podemos dejar de soñar,

tampoco de afanarnos más

en unas cosas que en otras.

Pero, hijos míos (es un decir),

no nos vayamos por las ramas,

que no somos búhos, ni micos.

Es necesario ir al fondo

de lo que existe y late.

Apoyémonos para ello

en lo que ya han hecho otros.

Mas sabiendo que sus errores

son parte útil del legado.

(Todo esto es trabajoso,

mas en este lance es cierto

lo de que trabajar es sano).